Es cada vez menos frecuente que entre personas dedicadas a la educación se confunda el verbo enseñar con el verbo educar y es que, mientras que el primero define la transmisión de conocimientos, ideas, habilidades o hábitos, el segundo atiende, no solo a lo intelectual, sino también a lo moral, lo afectivo, lo cultural y a lo convivencial. Esta confusión de términos lleva a la sociedad a un lamentable equívoco; atribuir el derecho a la educación únicamente a lo referido a la formación reglada. Pero es deber del gremio educativo defender la educación por encima de la formación, priorizando el avance en la promoción de los derechos humanos, el desarrollo de las sociedades y los cambios sociales por encima de la creación de grandes profesionales. Que no se malinterprete, el mundo necesita médicas, psicólogos, ingenieras y maestros, pero por encima de todo necesita seres humanos.
Y es que, cuando se habla de educación la pregunta no es cómo se aprende a hacer, sino cómo se aprende a ser y la respuesta está más cerca de lo que podemos imaginar. Está en el “si comes ficha te cuentas veinte”, o en el “por mí y por todos mis compañeros”, también en el “no se vale trafucón” en el lanzamiento del último penalti del recreo. En efecto, para aprender a ser se necesita jugar y para poder jugar la infancia necesita que le dejen y eso, en un mundo tan individualista como el de hoy, no es fácil. Los espacios para el juego se han visto reducidos a luz azul de una pantalla iluminando un cuarto oscuro, pero lejos de criticar a la juventud por sus nuevos hobbies, deberíamos de mirar hacia la adultez por permitir que la calle donde antes jugábamos se haya convertido en asfalto por el que pasan coches; que el patio del recreo sea inaccesible después de las clases, o que el único parque que hay en el barrio tenga un cartel en la pared que recuerde que no se puede jugar con el balón, no vaya a ser que el ruido de un balonazo despierte nuestras ganas de interactuar con otras personas o peor aún, nuestras conciencias.
Como comunidad somos responsables de transmitir que una sociedad mejor puede existir, pero para ello tenemos que jugar a hacerlo posible. Jugar con la imaginación infantil, buscando el tesoro que compartiremos con aquellos que lo necesitan cuando lo encontremos, jugar con la rebeldía adolescente, que busca hacer frente a lo injusto mientras adquieren conciencia de sus cambios, hacer juego comunitario con las personas jóvenes, con espacios que les permitan la reflexión y la defensa de sus ideas e intereses, y también jugar en la adultez, igual así entendemos que lo importante del café de media tarde no es su consumo, sino la cercanía con aquel que comparte vida conmigo.
Pero ¿cómo puede la sociedad volver a jugar? Una vez más la respuesta está en la infancia. Si miramos hacia los más pequeños nos damos cuenta enseguida del problema; después del cole los deberes, después las clases de inglés, acto seguido el baloncesto, luego cenar, ducharse, lavarse los dientes y a dormir. Esto es la traducción del “después del trabajo voy a hacer un recado, luego al obligatorio gimnasio para cumplir con los cánones establecidos, recoger a los hijos, regar las plantas, hacer la cena, etc. Para volver a jugar necesitamos tiempo, no como un agobio más, sino como una oportunidad para encontrarnos. El tiempo libre es uno de los elementos fundamentales de la sociedad del bienestar y lo hemos llenado de falsas obligaciones generadas por nosotras mismas. Probablemente eso nos lleve a caer en la redundancia de que para jugar es necesario recuperar espacios para poder ser y desde ahí aprender a construir más comunidad, familia y humanidad.
Así que la próxima vez que te preguntes cómo cambiar la sociedad, recuerda que la pelota está en tu tejado y que te toca mover ficha, ya que no es una cuestión de azar, la solución está en juego.