Por Rubén Ponce, sdb
Nos dejó sin ese café que pospusimos, con el examen sin realizar, sin patios ni centros juveniles y con entradas que nunca pudimos canjear. Nos perdimos todas las cosas que íbamos a vivir en esa primavera que pasó sin darnos cuenta entre comunicados oficiales y cifras desastrosas. Y, sobre todo, nos dejó sin despedidas a aquellos que habrían merecido tener a toda su familia alrededor de su cama en el hospital.
Y si fuéramos al tópico, al mensaje que se nos lanzó, podríamos decir que ganamos… y que salimos más fuertes, pero seguramente no. Ganar, no ganamos nada. Pero sí abrimos los ojos a la realidad.
Aprendimos a dar calidad a los encuentros, fueran a través de una pantalla o cruzándote en el súper, aprendimos a mirar a la cara a nuestros vecinos y vecinas llegando a comprender que era más todo lo que nos unía que los silencios de ascensor que siempre nos habían separado. Aprendimos, sin lugar a dudas, a reconocer el trabajo de aquellos y aquellas que habían velado por la salud, por el abastecimiento e, incluso, por el entretenimiento y la cultura de todos y todas. Pero, sobre todo, aprendimos que éramos frágiles, más de lo que jamás habríamos imaginado. Se cayó el concepto del superhombre Nietzcheano en el momento en el que nos vimos encerrados y encerradas en nuestras casas ante una amenaza invisible que parecía querer colarse por debajo de la puerta. En ese momento, a la vez se nos cayó la capa, descubriéndonos, quizá por vez primera, de sangre y hueso.
Perdimos y aprendimos que sólo podíamos aprehender la vida, agarrarla con todas nuestras fuerzas, no queriendo encarcelarla, sino desplegarla para sacarle el máximo partido. No nos podíamos permitir nunca más volver a pronunciar ese “en estos días te llamo” que nunca se cumpliría ni pasar demasiado tiempo sentados a la espera del momento perfecto para nada. No, nunca más. Era el momento de lanzarse a vivir, de ser profetas en un tiempo que nos había querido anular distrayéndonos y quitándonos la capacidad de ser críticos, de pensar, de provocar el cambio. Era el momento de demostrar que se podía seguir viviendo, seguir disfrutando, seguir mirando por los demás: El confinamiento había acabado pero la vida, como ahora la entendemos, acababa de empezar y no podíamos permitirnos volver a lo de antes.
Aprehender la vida no es más que aprender a vivir, a ser plenamente conscientes de que ahora los cafés compartidos saben mejor, que somos igual de débiles que aquellos de los que no se habla en las noticias pero que, en este juego, hemos partido con ciertas ventajas que queremos aprovechar para equilibrar la balanza y que, cuando todo se vuelve inestable y frágil sólo lo sólido, lo consistente, puede ayudarnos a no perder la esperanza. Y a día de hoy, también por ausencia, hemos experimentado la solidez (y calidez) de aquellos que nos abrazan con ternura porque ven en nosotros a los jóvenes que tienen la energía, la convicción y la fe para vivir lo apre(he)ndido.