Lectura orante del texto bíblico:
Amor a los enemigos (Mt 5,43-48)
Señor, hoy, como todos los días, me ha llegado tu carta y te voy a ser sincero:
si hubiera sabido lo que albergaba en su interior, no hubiera abierto el buzón
o hubiera dicho al cartero que pusiera la crucecita
en la casilla de paradero desconocido…
En fin, aquí tienes mi respuesta, esta vez cargada de interrogantes,
de miedos, de oscuridad, de desconcierto…
Señor, tú me pides amar a los enemigos
y tus palabras rebotan en mi corazón
tan acostumbrado a amar únicamente a los que me aman…
Amo a mis padres, a mi familia
y estaría dispuesto a dar la vida por ellos.
Amo a mis amigos, a unos más y a otros menos,
pero siempre, y ellos lo saben, pueden contar conmigo.
Amo a mis compañeros de trabajo, de estudio o de fiesta
y siempre he arrimado el hombro y el corazón cuando me han pedido ayuda.
Incluso amo, siento un cariño especial por mis amigos
del Messenger, de Facebook, del Tuenti y de tantas otras redes sociales.
Sin embargo, Señor, tú me pides
amar al vecino con el que hace años no cruzo palabra,
amar al compañero de trabajo que escurrió el bulto cuando más le necesitaba,
amar a la cajera del súper que me acusó, ante mis vecinos, de ladrón,
amar al joven que se llevó, a punta de navaja, mi cartera,
amar a la anciana que aporrea mi puerta a altas horas de la madrugada,
amar, en definitiva, a aquellos… –¡qué difícil me lo pones, Señor!–
que se han ganado a pulso mi desprecio, desconfianza y desamor.
Señor, me hubiera gustado acabar esta carta, como en tantas otras ocasiones,
con un gran Aleluya, un más que reconocido Gracias o un confiadísimo Amén;
sin embargo no puedo, así que a modo de posdata
te pido que ensanches mi corazón y que en la próxima carta que me envíes
adjuntes una transfusión de tu amor
para reconocer a mis adversarios como tus hijos,
para tratar a mis contrincantes como hermanos,
para aumentar tu familia, que es la mía,
y que nadie (por ningún motivo) quede excluido.
José María Escudero