En Canadá, en Francia, en Italia, en Japón, en el sinfín de Internet, florecen diariamente cientos de organizaciones destinadas a decir no. Carecen de un programa complejo y de argumentos elaborados: su bandera común, rotunda y suficiente es la negación.
Esa masa de gentes agrupadas en la contrapublicidad, en el anticonsumo, en el pacifismo, la antifiscalidad, la no globalización, el no gobierno, el no a la televisión, a la policía o a las marcas, van creciendo a la manera de una incontenible antimateria que se opone a la materia constituida y constitucional. ¿Para levantar otro modelo de sociedad, de economía, de diversión mejor? Ciertamente, pero sin saber cuál. En definitiva, esto no importa demasiado, porque lo que de verdad apremia es la recusación. La tarea urgente, tanto en las manifestaciones como en las webs, es acabar con este mundo, quitarnos este peso de encima y, más tarde, ya podríamos pensar. Nos sentiríamos en fin despejados, puesto que lo que se padece es una atmósfera viciada, una viscosidad moral que impide desenvolverse y una turbiedad que daña la vista mientras perjudica la lucidez. La continua demanda de transparencia en todos los ámbitos y actividades, los exasperados anhelos de vida simple, de aire limpio, comida natural, verdad informativa o cantantes en directo, son versiones del mismo deseo afanado en librar a la actualidad de máscaras, trampantojos, apósitos, discursos, contaminaciones. Con el no se expresa la máxima ansia de libertad y nitidez. El sí es hoy pastoso, comporta una concreta adhesión pegajosa, pero el no es la desafección, el apartamiento del objeto, el estreno de un vacío boreal. ¿Un vacío donde desaparecer? ¿Un vacío igual a cero? ¿Un limbo?
La pancarta del no define a toda una generación sin ideología. El desasimiento ideológico que en el pasado era equivalente a una ideología reaccionaria se ha convertido en una militancia de progreso, una no-militancia convertida en defensa de la humanidad. Lo primordial, lo biológico, el desnudo total, con el que suele terminar hoy cualquier protesta, expresan el nuevo sentido de la reclamación. Más que seguir comprando, la vida simple; más que seguir fundando partidos, la agrupación efímera, integral y espontánea en la calle; más que la rivalidad, el relax; antes que los beneficios suculentos, el beneficio cero, el comercio equitativo, el desarrollo sin destrucción.
La poética de la generación no-no, no posee una cultura equivalente a la cultura, entendida a la espesa manera convencional(…). La generación no-no, no lee, no elucubra, no vota, no plantea conflictos en el mismo territorio del conflicto. Prescinde de una determinada solución alternativa, del sistema sustitituvo, de la opción modélica como reemplazo a la opción tachada.
Su tarea consiste, repetidamente, en abatir lo inhumano, abolir la injusticia, deshacerse de los jerarcas, abstenerse en las elecciones, desobedecer a los eslóganes, fundar una superficie límpida como resultado de su zafarrancho. Barrenderos de la historia, limpiacristales de las pantallas, desmontadores del montaje. ¿La fiesta? La fiesta coincidía antes con el triunfo de la revolución, rodeada de soflamas ruidosas y cantos colectivos. La nueva generación del no-no, sin embargo, apenas se congrega para una protesta a media tarde y, a continuación, se esfuma(…). Tampoco entona himnos. Más bien sigue la música a través de los auriculares personalizados y se comunica entre sí mediante el móvil sin formar otra comunidad que no sea virtual. Una comunidad que comparte, en su interior, la misma naturaleza simplificada, ligera, aliviada de excrecencias, descontaminada, desinfectada, desinfectada, rociada de no-noes.
Vicente Verdú
El País, 9.5.03