Laicado y vida religiosa: Un ejemplo de misión compartida

1 noviembre 1997

Antonio M.ª Calero 

Antonio M.ª Calero es profesor en el Centro de Estudios Teológicos de Sevilla 

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

Tras considerar algunos factores esenciales que han contribuido a la nueva situación y relación entre laicos y religiosos, el artículo se centra en la consideración de un ejemplo concreto para ilustrar «la profunda transformación operada en la Vida Religiosa en rela­ción con los Laicos». Al hilo de los documentos que recogen las reflexiones y determina­ciones de los últimos «Capítulos Generales» de los Salesianos, se hace patente dicha trans­formación como «paso -al menos a nivel documental- de la desconfianza mal disimulada, a la colaboración más estrecha y en trato de verdadera igualdad».

1. Del «anatema» al «mandato»

Ocurre con frecuencia en la historia, tam­bién en la historia de la Iglesia, que personas, re­alizaciones, comportamientos, formas de actua­ción, que estuvieron severamente prohibidas y condenadas, pasando el tiempo, comienza a dudarse de su maldad, se pasa más tarde a un tímido aprecio, para llegar finalmente a descu­brir lo excelente de esas personas, de esas ac­tuaciones y comportamientos. En consecuen­cia, las personas son exaltadas como pione­ros, y las actuaciones son mandadas y hasta obligadas a causa precisamente de la bondad y eficacia de las mismas… ¿Estamos, también aquí, ante la famosa ley del péndulo?

Aplicando esta consideración al argumento objeto de este artículo, hay que confesar con toda sencillez y objetividad, que, en el arco de cincuenta años, se ha pasado en la Iglesia, y en particular, en el ámbito de la Vida Religiosa, del desconocimiento práctico más total de los seglares y hasta de la prohibición estricta de contar con su integración en obras propias de la Congregación, a la declaración más entu­siasta y fervorosa de su presencia que se juz­ga imprescindible, a contar con su colabora­ción, que resulta absolutamente indispensa­ble; a apreciar el enriquecimiento singular ein­sustituible que ellos pueden aportar no sólo a la acción pastoral, sino incluso a la vida mis­ma de los religiosos.

Hay que notar de paso (observación de no poca importancia), que esta situación -la pre­sencia y la colaboración de los seglares, codo con codo con los religiosos-, ha creado y sigue creando hoy, en no pocos religiosos (y no sola­mente de la tercera edad…), hondo desconcier­to, resistencia e incluso rechazo. Efectivamen­te, estamos fuertemente condicionados por una inercia de siglos. Por eso, o no están con­vencidos en absoluto de la necesidad de la nueva situación, o están convencidos sólo a medias, o el convencimiento se queda simple­mente en el plano intelectual más que en el operativo. Porque, en todo caso, se sabe y has­ta se admite el qué, pero no se sabe el cómo; se conoce la meta, pero no el camino: un ca­mino que hay que ir descubriendo, construyen­do y realizando día a día, con aciertos y errores.

2. ¿Qué ha pasado?

Una pregunta surge casi de forma espon­tánea en religiosos que tengan una cierta edad: ¿habría sido posible la nueva situación creada, hace solamente 40 años? Evidentemente, no. Y sin embargo, la situación ha cambiado tan ra­dicalmente en pocos arios, que tenemos el derecho y hasta el deber de preguntarnos qué ha pasado, dónde se encuentra la raíz de ese cam­bio tan profundo y radical. Hay que preguntar­se si es legítimo ese cambio o si es un gesto a la desesperada, que, a la larga, puede resultar suicida para la misma Vida Religiosa.

Tres factores convergentes, aunque de di­verso signo, han contribuido seriamente a con­formar la nueva situación, tanto en su dimen­sión sociológica, como en su vertiente eclesial y carismática:

– Por una parte (y desde la simple pers­pectiva sociológica) hay un hecho innegable que por más doloroso y complejo que resulte, ha sido determinante como punto de partida de la nueva situación: la recia crisis vocacio­nal coincidente con el momento del poscon­cilio, que llevó a una creciente escasez de miembros del Instituto, al progresivo envejeci­mientos de sus miembros, e incluso al creci­miento cero de no pocas Provincias Religio­sas. Hasta los años del concilio Vaticano II (1962_-1965), las obras apostólicas de los reli­giosos eran obras gestionadas y dirigidas en su integridad más absoluta por los propios re­ligiosos: desde el Hermano portero hasta el P Superior, pasando por el despensero, cocine­ro, sacristán, jefe de estudios, enfermero, tuto­res, etc. Todos, absolutamente todos, eran re­ligiosos. A consecuencia de la crisis, los cua­dros apostólicos de los religiosos quedaron seriamente resentidos y hasta dañados con la retirada de centenares de miembros de las ór­denes y Congregaciones Religiosas. Si se que­ría que las obras apostólicas muchas veces mastodónticas (colegios, hospitales, residen­cias, parroquias, etc.) siguieran funcionando con un aceptable grado de eficacia, no había más remedio que dar cabida a colaboradores laicos que tomaran el relevo, al menos en el simple nivel profesional. En el arco de cincuen­ta años, se ha pasado del aislamiento más ab­soluto, a lo que podría calificarse (con un tér­mino que hay que aceptar amablemente), la invasión del laicado en las estructuras pastora­les, particularmente educativo-docentes de los religiosos. Esta integración, al menos hasta el día de hoy, ha sido más, material que psicoló­gica, y fruto más de la necesidad que del con­vencimiento.

– El segundo factor fue la celebración del concilio Vaticano II (19,62-1965): un Concilio profundamente renovador, sobre todo y parti­cularmente, en el campo de la eclesiología. El Vaticano 11 al plantear y asumir una Eclesiolo­gía de «comunión misionera» (cf. ChL 32), su­peraba de golpe la Eclesiología piramidal y je­rarcológica que había estado vigente durante más de 16 siglos. Al menos a nivel teórico, la discriminación existente entre los miembros de la Iglesia, fruto de la concepción eclesioló­gica anterior, había terminado para dar paso a una concepción de Iglesia en la que no hay unos miembros más dignos que otros, en la que no hay unos miembros que sólo enseñan y otros que sólo aprenden; unos que sólo dis­ponen y mandan y otros que sólo obedecen y ejecutan; unos que lo piensan todo y lo deci­den todo, mientras que otros se limitan a ir re­alizando literalmente lo que se les indica; unos que son los depositarios únicos y exclusivos de todos los carismas, y otros que no tienen nada que decir ni que aportar para el creci­miento del Cuerpo de Cristo; unos, que son los espirituales mientras que otros son «los que es­tán en el mundo», y por consiguiente bajo constante sospecha.

– El Vaticano II dio un verdadero giro co­pernicano a toda esta concepción, llegando a afirmaciones como ésta, que no dejan lugar a dudas: «Saben muy bien los sagrados Pasto­res cuánto contribuyen los laicos al bien de to­da la Iglesia. Saben que no han sido constitui­dos por Cristo para asumir ellos solos toda la misión de salvación que la Iglesia ha recibido con respecto al mundo» (LG 30). 0 la que, años más tarde, ha hecho Juan Pablo II: «En el contexto de la misión de la Iglesia, el Señor confía a los fieles laicos, en comunión con to­dos los demás miembros del Pueblo de Dios, una gran parte de responsabilidad» (ChL 32).

Por lo demás, es preciso dejar constancia, no sin honda preocupación, de que la doctri­na del Vaticano II, particularmente su Eclesio­logía, no ha sido asimilada (y en no pocos ca­sos ni siquiera «cordialmente aceptada») en la hondura que cabría esperar después de más de 30 años. Esa asimilación camina con lenti­tud (¿demasiada?), pero ese es el camino[1].

– Un tercer factor igualmente decisivo de renovación en la relación «religiosos-laicos», ha sido la «vuelta a las fuentes» que impulsó el mismo concilio Vaticano II y que se materia­lizó en las disposiciones de la Carta apostóli­ca Ecclesiae Sanctae de Pablo VI. En ella se urgía a los religiosos a volver con decisión a su origen carismático, desprendiéndose del las­tre del tiempo, para llegar a descubrir, no sólo las actuaciones del propio Fundador (someti­das siempre a unas coordenadas de tiempo y espacio), sino, lo que es más importante, la concepción carismática que tuvo el Fundador de su obra y que no pudo llevar a cabo mu­chas veces a causa de la eclesiología y de la normativa jurídica vigente en aquel momento de la Iglesia. Sus palabras son bien significati­vas: «Procuren los Institutos religiosos un conocimiento genuino de su espíritu originario, de suerte que, conservándolo fielmente al de­cidir las adaptaciones, la vida religiosa se vea purificada de elementos extraños y libre de lo anticuado. […] Deben considerarse anticua­das aquellas cosas que no constituyen la na­turaleza ni los fines del Instituto»[2].

En una palabra, existe, de forma irreversible, un antes y un después del concilio Vaticano II, gracias al cual es absolutamente necesario pasar del pragmatismo utilitarista, al descubri­miento gozoso (no sufrido y resignado) de una Iglesia que es toda ella, «comunión para la mi­sión».

3. Compartir el espíritu y la misión

Para ilustrar con un ejemplo concreto la profunda transformación operada en la Vida Religiosa en relación con los Laicos, vamos a presentar el caso de la Sociedad de san Fran­cisco de Sales (Salesianos de Don Bosco, SDB), que, como todos los religiosos en general, he­mos pasado, almenos a nivel documental, de la desconfianza mal disimulada frente a los se­glares, a la colaboración más estrecha en trato de verdadera igualdad.

Si nos centrarnos en el caso de los Salesia­nos no es porque sean un caso único, sino por­que estando más cerca de nuestro conocimien­to y de nuestra propia experiencia personal, es­tamos en mejores condiciones de presentarlo, y porque puede ser referente para otras muchas Congregaciones. Entendemos que estas refle­xiones, dentro de la peculiaridad de cada Insti­tuto, son perfectamente válidas más allá del horizonte y de la experiencia de la congrega­ción concreta a que nos referimos. 

3.1. «Compartir el espíritu y la misión»

Los Salesianos de Don Bosco celebraron en el año 1996 su «XXIV Capítulo General» (CG24), bajo el lema «Salesianos y seglares: compartir el espíritu y la misión de San Juan Bosco». Fruto del capítulo fue un extenso y bien elaborado documento, que lleva por títu­lo el mismo Tema que sirvió para la convoca­toria y los trabajos previos.

Hay que decir de entrada, que el CG24 fue el término de un largo camino congregacional, al tiempo que el inicio de un futuro bien distin­to de lo vivido hasta hace no muchos años. En efecto, la Congregación Salesiana, a lo largo de sus últimos cinco Capítulos Generales (1971­1996), ha venido haciendo una seria y com­prometida reflexión sobre la forma de articular la presencia (masiva) de laicos en las propias obras apostólicas, pasando de una presencia que podría llamarse de «emergencia pastoral» a una presencia de condivisión y correspon­sabilidad verdadera del espíritu y misión del Fundador.

El CG24, en efecto, es el final de un camino que comenzó en los años ´70, con la prepara­ción y celebración de un largo y atormentado Capítulo General Especial (CGE), y fue segui­do por los Capítulos XXI (1978), XXII (1984) y XXIII (1990). En todos ellos, los capitulares fueron cayendo en la cuenta, progresiva y do­lorosamente, de que «lo viejo había pasado»; de que «lo nuevo» había nacido y se imponía de forma inexorable (cf. Is 43,18-19).

Jugaron, en este largo y con frecuencia do­loroso proceso, los tres elementos a que nos hemos referido anteriormente:

  • Por una parte, la constatación preocupante de una fuerte e imparable crisis vocacional, con la disminución y creciente despropor­ción de efectivos apostólicos personales en relación con la cantidad y magnitud de las obras asumidas.
  • Por otra, la Eclesiología del Vaticano II que, al mismo tiempo que daba un soporte doc­trinal firme y claro a la nueva situación, co­menzaba a exigir actuaciones acordes a los principios doctrinales establecidos y asumi­dos, sobre todo en la Constitución Dogmá­tica Lumen Gentium. La misma Exhortación Vita consecrata reconoce que la comunión y colaboración con los seglares es uno de los frutos de la doctrina de la Iglesia vista como comunión (cf. VC 54).
  • En tercer lugar, la vuelta a las fuentes y al espíritu primigenio del Fundador permitió descubrir a un Don Bosco que había co­menzado su obra contando, no con religio­sos jurídicamente estables y reconocidos, sino precisamente con un amplio grupo de laicos, (jóvenes en su mayoría), con los que compartió por completo su espíritu y su misma misión.

3.2. El camino hacia la condivisión y la corresponsabilidad 

Cada uno de los Capítulos Generales an­teriores, había Ido aportando algún aspecto interesante y peculiar en el largo proceso que culminó en el reciente CG24. 

– Capítulo General Especial (CGE)

Rompió lo que podríamos llamar el mono­polio de la salesianidad por parte de los reli­giosos, urgiendo a la congregación a entrar por caminos de colaboración sincera, leal y adulta con los laicos, corresponsabilizándolos en ta­reas administrativas, en la promoción de los medios de comunicación social, en la acción misionera, etc.[3] Dos documentos de particular importancia en esta misma línea, fueron las dos Declaraciones del CGE a los Cooperado­res Salesianos y a los Antiguos Alumnos[4]. 

– XXI Capítulo General (CG21)

En su Documento central. Los Salesianos evangelizadores de los jóvenes, insistió en la línea de la colaboración con los Laicos, po­niendo de relieve la importancia de los mis­mos en las obras apostólicas de la congrega­ción, tanto para los jóvenes, como para noso­tros[5]. Decisión realmente importante de este CG21 fue la modificación del artículo 39 de las Constituciones que quedó redactado de esta forma:

«Con frecuencia los seglares están direc­tamente asociados a nuestro trabajo edu­cativo y pastoral. Prestan una colaboración original en la formación de los jóvenes, en la preparación de cristianos comprometi­dos, en el servicio de las parroquias y de las misiones. La lealtad y la confianza son bá­sicas en nuestras mutuas relaciones: com­parten con nosotros el trabajo apostólico, aportando su experiencia, y nosotros les ofrecemos la posibilidad de conocer y es­tudiar a fondo el espíritu salesiano en la práctica del sistema preventivo, el testi­monio de una vida evangélica y la ayuda espiritual que esperan. Tendemos, ade­más, a realizar en nuestras obras juveniles la «Comunidad educativa» que implica la presencia activa de los padres, primeros y principales educadores, y la de los mis­mos jóvenes, invitados al diálogo y a la co­rresponsabilidad. En nuestro clima de fa­milia, la vida de esta Comunidad se con­vierte en una experiencia de Iglesia, reve­ladora del plan de Dios».

 – XXII Capítulo General (CG22)

Dirigió su atención a la elaboración conclusi­va de las Constituciones y Reglamentos de la congregación, después de 12 años de experi­mentación. Los verdaderos documentos del capítulo fueron por tanto dichas Constituciones y Reglamentos. En la óptica que ahora nos inte­resa hay que decir que fueron confirmadas y plenamente aceptadas, a nivel de documentos máximos de la congregación, las líneas que acentuaban la presencia y cooperación de los laicos en la vida religiosa salesiana.

– XXIII Capitulo General (CG23)

Centrado en el compromiso de Educar a los jóvenes en la fe, además de valorar la presencia de los laicos en las obras apostólicas, y confir­mar la línea de plena corresponsabilidad con ellos, insiste particularmente en la necesidad de preparar religiosos que sean verdaderos exper­tos en la formación de los laicos[6]. Particular in­terés tiene a este propósito una de las Orienta­ciones operativas que establece: «El Rector ma­yor, por medio de los dicasterios competentes, ofrezca elementos y líneas para un proyecto de seglares en nuestra Congregación» (CG23, 238). 

– J XXIV Capítulo General (CG24)

Estuvo dedicado íntegramente, como seña­lamos más arriba, al tema del «compartir el es­píritu y la misión de Don Bosco» por parte, tanto de los salesianos religiosos, como de los seglares que participan en la acción pastoral de la congregación.

Este CG24 ha captado exactamente el pre­sente momento eclesial en el que los laicos están llamados a tener un indudable protago­nismo:

«En este contexto mundial y a las puer­tas del tercer milenio, la Iglesia vive, de for­ma cada vez más consciente, el nuevo cli­ma eclesiológico creado por el Vaticano II, y lanza su presencia en el mundo contem­poráneo con un intenso esfuerzo de inculturación y de implicación activa de todas sus fuerzas. El punto de partida es su autocomprensión como pueblo de Dios, lla­mado a ser levadura en la historia. En este pueblo resulta cada vez más evidente, co­rno signo de los tiempos, el protagonismo de los seglares» (CG24, 15).

A partir de esta persuasión, se estructura el documento capitular:

–   En la Primera Parte, se pasa revista a los elementos que sirven para comprender la situación (cap. 1). Se estudia a continuación la situación de las relaciones entre salesia­nos y seglares (cap. 2), para culminar en al­gunas perspectivas importantes (cap. 3), como son: la implicaciónentre espíritu y mi­sión, la necesidad de fomentar un nuevo es­tilo de comunión y corresponsabilidad, y -algo, no solamente importante, sino verda­deramente novedoso- el compromiso de promover un camino de formación en co­mún entre religiosos y seglares.

–   En la Segunda Parte del documento, que tiene como título «Salesianos y seglares: memoria y profecía», se analiza -ante todo- la dimensión vocacional, de signo y de unidad de misión dentro de la diversidad vocacional (cap. 1); se profundiza en la irradiación del carisma salesiano (cap. 2), analizándose a continuación el espíritu y la misión que se comparten (cap. 3). En este capítulo 3 resul­ta particularmente apreciable el esfuerzo que se realiza de presentar los elementos que conforman la espiritualidad salesiana.

–   En la Tercera Parte, el documento encara el futuro, señalando, ante todo, algunas áreas de compromiso común para religiosos y se­glares (cap. 1), presentando después la Co­munidad educativo-pastoral (cap. 2) en la que, por una parte, la comunidad de consa­grados tiene un rol específico de animación, y, por otra, se señala la peculiaridad de la aportación de los seglares, con una alusión específica a la presencia femenina, para concluir presentando algunas situaciones nuevas (cap. 3).

Por lo demás, el documento no se queda en reflexiones profundas o en grandes declara­ciones, sino que establece para toda la con­gregación algunos importantes objetivos a re­alizar en las distintas áreas geográficas:

–   «Pasar de la simple aceptación de los se­glares a una valoración efectiva de su pecu­liar aportación a la educación y a la pasto­ral» (CG24, 108).

–   «Promover experiencias, actitudes, proce­sos operativos y estructuras de corresponsabilidad que faciliten la comunión y el com­partir en el espíritu y la misión de San Juan Bosco» (CG24, 118).

–   «Valorar la comunicación en todas sus for­mas y expresiones: comunicación interper­sonal y de grupo, producción de mensajes, usa crítico y educativo de los medios de co­municación social» (CG24, 129).

–   «Trazar itinerarios de una formación de cali­dad para realizar la misión educativo-pasto­ral que se comparte» (CG24, 139).

Como se ve, es un documento en el que re­ligiosos y seglares vienen tratados en plano de verdadera igualdad carismática y misionera, desde !a desigualdad y especificidad que los diferencia bajo el punto de vista vocacional dentro de la Iglesia.

4. Caminos para un futuro nuevo

Para que esta «comunión orgánica» lle­gue a ser una realidad vivida, es preciso partir de una serie de profundas convicciones sobre puntos realmente neurálgicos. Esto supone un proceso de auténtica conversión. Exponemos a continuación algunos de los elementos de dicho proceso de conversión. 

4.1. Una fe, un bautismo

Ante todo, es preciso estar convencidos de que la vocación a la fe es una y la misma para todos !os bautizados sin distinción. Pero, esta única vocación, puede ser y de hecho es vivida de tres formas distintas, complementa­rias entre sí pero iguales en dignidad: con la única dignidad proveniente del Bautismo (cf. LG 32). El papa Juan Pablo II en su Exhorta­ción postsinodal Vita Consecrata se ha referi­do reiteradamente a la necesidad de vivir la propia vocación religiosa en una comunión or­gánica viva y enriquecedora con las otras for­mas de vocación en el seno de la Iglesia, in­sistiendo, una y otra vez, sobre la naturaleza complementaria de las vocaciones peculiares dentro de la Iglesia[7]. Valga este texto como muestra de la enseñanza papal:

«Uno de los frutos de la doctrina de la Iglesia como comunión en estos últimos años ha sido la toma de conciencia de que sus diversos miembros pueden y deben aunar esfuerzos, en actitud de colabora­ción e intercambio de dones, con el fin de participar más eficazmente en la misión eclesial. De este modo se contribuye a pre­sentar una imagen más articulada y com­pleta de la Iglesia, a la vez que resulta más fácil dar respuestas a los grandes retos de nuestro tiempo con la aportación coral de los diferentes dones» (VC 54).

4.2. Una vocación cristiana

Como consecuencia del punto anterior, otra persuasión fundamental es la que provie­ne de la renovada visión eclesial emanada del concilio Vaticano II; a saber, que la Vida Reli­giosa no es ni una realidad aparte de la vida cristiana en general (la que viven los laicos), ni, por consiguiente, una realidad superior a la re­alidad bautismal que viven los laicos. Tiene, eso sí, su naturaleza peculiar, pero siempre dentro de la vocación cristiana; y, por consi­guiente, no puede aislarse: tiene que vivirse necesariamente en el contexto eclesial de una comunión orgánica, en la que, por otra parte, tiene también su propia y peculiar función.

El concilio Vaticano li al hablar de la función de la Vida Religiosa en el ámbito de la vida eclesial, afirma que:

«La profesión de los consejos evangéli­cos aparece como un símbolo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin desfa­llecimiento los deberes de la vida cristia­na» (LG 44).

Ya antes, precisamente en el capítulo IV de la Constitución Lumen Gentium, dedicado ínte­gramente a tratar de la vocación laical, había di­cho el Concilio -contraponiendo la especificidad de cada una de las vocaciones- que así como «a los laicos corresponde por propia vocaciónel buscar el Reina de Dios ocupándose de las re­alidades temporales y ordenándolas según Dios» (LG 31), de forma análoga «los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un precla­ro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las Bienaventuranzas» (LG 31). E in­sistiendo en la naturaleza escatológica de la vi­da cristiana, el concilio puso de relieve la pecu­liaridad de la Vida Religiosa en su función cata­lizadora dentro del Pueblo de Dios (cf. LG 44).

4.3. Diversidad e identidad

Por otra parte, es necesario de forma ab­soluta y urgente, reafirmar y cultivar la propia identidad vocacional, dentro de la gran y única vocación a la fe a la que están llamados todos los bautizados por igual, convencidos de que la «indiferenciación vocacional» no es ningún logro ni lleva consigo ventaja alguna. Es, por el con­trario, no sólo un serio empobrecimiento, sino, lo que es más importante, una auténtica infide­lidad al Espíritu, fuente, en la Iglesia de la unidad en la diversidad (cf. 1 Cor 12,4-14). En este sen­tido, debe aparecer claro que clericalizar al laico es tan erróneo y nefasto como laicizar (se me dispense este barbarismo) al religioso. En la iglesia cada vocación tiene su peculiaridad «pa­ra el provecho común» (1 Cor 12,7), «para la edi­ficación del cuerpo de Cristo» (Ef 4,12). 

4.4. Iglesia y misión

Es igualmente indispensable que se tenga claridad acerca de la unidad de misión en la Iglesia. Cristo no ha confiado la misión que él mismo recibió del Padre, a una o a otra parte o grupo de la Iglesia: la ha confiado a la co­munidad eclesial como tal: «Como el Padre me envió, así os envío Yo» (Jn 20,21). Por consi­guiente, nadie puede arrogarse como propia y exclusiva esa misión ni hurtársela a nadie den­tro de la Iglesia ya que, por definición, la mi­sión pertenece a todo bautizado, sea cual fue­re la vocación peculiar que viva cada uno en la Iglesia. De ahí, que la implicación de los laicos en la misión, percibida y vivida desde la sensi­bilidad juvenil, no es propia y exclusiva de unos miembros determinados (los religiosos), sino también de todos aquellos bautizados que se sientan particularmente identificados con la percepción que un Fundador concreto tuvo de esa misión. El Vaticano II afirma que:

«Los seglares que, siguiendo su voca­ción, se han inscrito en alguna de las aso­ciaciones o institutos aprobados por la Iglesia, esfuércense igualmente por asimi­lar con fidelidad las características pecu­liares de la espiritualidad propia de tales asociaciones o institutos» (AA 4). 

4.5. Condivisión y corresponsabilidad

En este mismo sentido, se impone a los religiosos la necesidad de aprender a trabajar de forma convergente con otros bautizados, desde vocaciones eclesiales diversas. Acostumbrados a trabajar solos, sin tener que dar cuenta de nada a nadie ajeno a la propia Congregación, como auténticos y exclusivos due­ños y protagonistas, no resulta del todo fácil a los religiosos el paso a otra forma de trabajo en la que se pierde el protagonismo y se hace indispensable tener en cuenta a otras perso­nas con sensibilidades muy diversas, con pun­tos de vista ajenos a la propia formación reci­bida, con otros y novedosos caminos posibles, etc. 

4.6. Formación

Finalmente una condición que puede ca­lificarse de fundamental y hasta estratégica en este argumento, es la formación de los segla­res. El papa Juan Pablo II se hace eco de una proposición (n. 40) de los Padres sinodales en la que afirman claramente que «la formación de los fieles laicos se ha de colocar entre las prioridades de la diócesis y se ha de incluir en los programas de acción pastoral de modo que todos los esfuerzos de la comunidad (sacerdotes, laicos y religiosos) concurran a este fin» (ChL 57). Teniendo presente, de todas for­mas, que la formación pedida ni es sólo «de li­bros», ni es del todo previa: nos formamos no sólo para la vida, sino también en la vida y des­de la vida, es decir, en el diario rodar de las ac­ciones compartidas, de los momentos de re­flexión, planificación y evaluación, comparti­dos, valorados y decididos de forma conjunta. En este sentido, no hay que esperar a que «estén formados» los laicos. También aquí, «se hace camino al andar».

5. Conclusión

Se ha afirmado que ‘la mejor praxis es una buena teoría’. Aplicando este principio a nuestro caso, es posible decir que, en la me­dida en que se reciba, se asuma y asimile la Eclesiología emanada del concilio Vaticano II, eclesiología de «comunión misionera», será po­sible que, de verdad y no por puro pragmatis­mo, no a la fuerza y por la inexorable tozudez de los hechos, sino por un profundo conven­cimiento que va de dentro afuera y, por consi­guiente, con la alegría del descubrimiento he­cho, los religiosos y, en nuestro caso los Sale­sianos de Don Bosco, podrán asumir y vivir gozosamente la complementariedad vocacio­nal, compartiendo con verdad y con todas sus consecuencias, el espíritu y la misión del Fun­dador. 

Antonio Mª Calero

 

[1]Cf. G. ALBERIGO – J.P. JOSSUA (EDS.), La recepción del Vaticano II, Madrid 1987. No deja de llamar la atención que la recepción del Vaticano II, por parte de la comu­nidad eclesial, es un auténtico leit-motiv en el Magiste­rio de Juan Pablo II. Serían innumerables los pasos a ci­tar.

[2]  PABLO VI, Ecciesiae Sanctae (Roma, 6.VI11.1966), II-III, 16-17; cf. XXIV Capítulo General de la Sociedad de San Francisco de Sales (CG24), 70-75.

[3] Cf. CGE, nn. 363, 393, 415, 428, 439, 459, 476, 617, 620.

[4] Cf. CGE, nn. 727-745; 746-758.

[5] CG21, nn. 72-73.

[6] CG23, nn. 223, 232-233, 237.

[7] Cf. VC, nn. 16, 31, 33, 49, 52, 54, 85.

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