La espalda del mundo

1 noviembre 2001

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TRES HISTORIAS DE LA ESPALDA DEL MUNDO

 
La particular proyección educativa que permite el film «La espalda del mundo» da pie a este material para revisar los Derechos Humanos. Los tres episodios de la película pueden servir muy bien para plantear otros tantos interrogantes fundamentales ante los que tomar postura: explotación laboral infantil, exilio y condena de muerte.
 
 
 
 
En el CUADERNO JOVEN de este mismo número de «MJ» comentamos brevemente el interés de esta película documental. Su excepcional calidad y, sobre todo, la profunda densidad humana de sus contenidos invitan a llevar a cabo un análisis exhaustivo de la misma. Como ya hicimos a propósito de Hoy empieza todo, nos proponemos facilitaros algunas claves con las que ahondar en una obra no por transparente menos compleja. Prescindiremos de aquellos aspectos de la lectura de la película más obvios, accesibles a cualquier espectador, para ocuparnos de otros que tal vez exigen un visionado más atento.
 
 

  1. Tres imágenes de la espalda del mundo

 
Antes de nada, recordar que La espalda del mundo recoge tres episodios diferentes (titulados: El niño, La palabra, La vida) cuyo denominador común principal es la puesta en tela de juicio de alguno de los derechos humanos. En todos los casos, el país que acoge esta situación la tolera con normalidad, incluso la legitima. El primer episodio, a través de la figura de un niño que trabaja de picapedrero, Guínder, aborda el tema de la explotación laboral infantil. El segundo nos aproxima a la realidad de un exiliado kurdo que vive en Estocolmo mientras su mujer permanece presa por motivos políticos en una cárcel turca. El último se asoma a la terrible situación de los condenados a muerte y de sus familiares mediante una entrevista a un hombre de color, Thomas, que espera su ejecución.
 
A pesar de tratarse de tres historias aparentemente independientes, hay múltiples vínculos entre ellas, de modo que, al final, la unidad de la película resulta indudable y ejemplar: unos personajes remiten a otros y los trasfondos de un episodio resuenan en las de los demás hasta conformar un conjunto armónico. Veamos las constantes, esos motivos repetidos presentes en el trabajo de Javier Corcuera.
 
Inicio: espalda ancha y compleja
La película se abre con tres imágenes simbólicas encadenadas que se retoman al final del metraje y que subrayan aspectos significativos de cada historia y, a su vez, de la propuesta global: una cometa volando, los pies de un hombre que camina por la nieve, un automóvil en medio de una carretera desierta, atravesando un paisaje bastante árido. La capacidad de sugerencia de estos planos sueltos queda fuera de toda duda: ideas como infancia, esperanza, sueños (la cometa de Guínder); exilio, desarraigo, nostalgia (los pies de Thomas); vida dura, desolación, recorrido repetido, camino sin retorno (el automóvil de los familiares de un preso mexicano que van a manifestarse contra la pena de muerte ante la prisión donde se va a ajusticiar a otro recluso) se apuntan así de forma enigmática al principio para, al final, cobrar todo su sentido. Sin embargo, estas imágenes tematizan tanto el argumento del que provienen como los otros dos, puesto que los ejes de contenido antes mencionados asoman en mayor o menor medida en todas las situaciones descritas: la espalda del mundo del título es solo una, aunque ancha y compleja.
 
q Centro: sueños rotos
Además, la película culmina con tres comentarios, uno por cada personaje principal, montados también de forma alterna y con igual capacidad de resonancia. El niño habla de que le gustaría ser siempre niño, porque cuando creces no juegas tanto (comentario de una ironía dolorosa en alguien que se desloma desde las seis de la mañana en una cantera y de fuerza dramática incontestable ante las historias de Mehdi y Thomas, adultos sobre cuyas espaldas pesa una infancia muerta); Mehdi Zana, el exiliado, comenta que se puede esperar cualquier cosa, pero que lo más duro es esperar que un país sea libre (los otros dos personajes también se refieren a sus particulares esperanzas y sueños de futuro, optimistas de palabra aunque terribles de obra en el caso del niño y de una negrura insondable en el presidiario, quien solo espera su ejecución); Thomas dice que cuando muera no puede ir al infierno porque ya está en él a diario (como el niño, condenado a repetir una y otra vez las labores para obtener la piedra o ese hombre desterrado e incapaz de olvidar el olor del perejil o el sabor del pan de su tierra). Este sistema de alusiones múltiples y cruzadas convierte La espalda del mundo en algo más que una mera reproducción neutra de realidades: más que un documental expositivo, Corcuera rueda un ensayo en imágenes.
 
Desarrollo narrativo
Si los temas son constantes a lo largo de la proyección, el tratamiento narrativo presenta también notables similitudes:
 

  • La estructura circular de cada capítulo (comienzan y terminan con imágenes o escenas similares) ilustra la dificultad para encontrar una salida a cada situación (personal y global) y su repetición sin fin. También el motivo del viaje (de la aldea a Lima; desde París a Estocolmo; de México a Houston) unifica el texto, con todo lo que significa cinematográfica y humanamente dicha estrategia narrativa.
  • El cuidado tratamiento del tiempo acentúa la importancia de esta dimensión en cada biografía: en el primer episodio se pinta minuciosamente la vida diaria, en orden cronológico, del niño, desde que se levanta hasta que se acuesta, durante varios días, con la intención de subrayar su cotidiana dureza y su monotonía; en el segundo se entrecruzan los planos temporales del pasado de Mehdi y de su mujer, Leyla, y del presente, tanto en Estocolmo como en el Kurdistán, puesto que la memoria es el factor fundamental de este fragmento; finalmente, en el tercero, los últimos momentos de un condenado a muerte (al que no vemos en ningún momento) son descritos segundo a segundo, con angustiosa escrupulosidad, desde distintos ángulos, con el fin de agudizar el dramatismo y el horror del crimen institucionalizado.
  • El espacio y sus atributos son también fundamentales en cada caso y adquieren así mismo la vitola de símbolos vivos: solo cito la centralidad significativa del cerro, las piedras, el polvo, el fuego, las herramientas, la ciudad enEl niño; la nieve, el supermercado, el parque tranquilo y helado, el paisaje nórdico y occidental por contraste al sol, el mercado, el ejercito siempre amenazante o la aldea populosa y meridional en La palabra; o el recorrido por la «casa de la muerte» (implacable y terrible la frialdad descriptiva con que es pintado por el alcaide el camino hacia el cadalso de un condenado en el decorado donde es ejecutado, así como su lectura del informe de la ejecución), el reloj omnipresente, los ventiladores, las rejas, la autopista en la frontera o el cementerio en La vida.

 
Entrecruzamiento de historias
Sin ánimo de agotar el tema de las similitudes y conexiones entre los episodios, recordemos cómo en los tres hay un personaje-hilo conductor que va dando entrada a otros hasta completar un auténtico fresco multiperspectivista en torno al asunto tratado; cómo a menudo las imágenes actúan de contrapunto del texto hablado o de intensificador emocional del mismo y no como simples acompañamientos ilustrativos; cómo la aparente neutralidad/objetividad de la cámara revela constantemente unas intenciones de denuncia nada obviables (las declaraciones del alcaide o del capellán de la prisión –escandalosas– los vuelven despreciables sin ambages; las imágenes de archivo denuncian sin palabras la opresión turca sobre los kurdos; los planos de la familia de Guinder en la casa a la hora de acostarse los ocho en tres camas son de una expresividad manifiesta…); cómo los elementos esperanzadores recorren toda la película a pesar de la negrura de su planteamiento y de su desarrollo, que se sumerge con cada episodio en una situación más tétrica aún que la anterior (la indígena que lleva el almuerzo a los niños de la cantera, los comedores populares, la asociación espontánea de niños trabajadores; las mujeres kurdas que consideran a Leyla su diputada a pesar de permanecer en la cárcel, el colectivo de madres de desaparecidos; los grupos pacifistas que se movilizan contra la pena de muerte…).
 
 

  1. Cine y vida

 
En El niño, a pesar de la crudeza de lo narrado, el tono es luminoso, esperanzador, vitalista, a veces exultante, como corresponde a las figuras de Guinder y sus amigos. Su aceptación paciente y casi satisfecha de un destino sacrificado resulta tan admirable como dolorosa.
La piedra no solo es la materia prima del trabajo del niño, sino también el material con que está hecha la vida en el cerro: el protagonista describe la ciudad como algo grande, con casas duras, difíciles de romper, lugar en el que no se ven las piedras porque van debajo del suelo; a los muertos se les entierra con piedras y, muchas veces, provienen de la propia violencia del mineral; se juega con cantos (a romper botellas de Inca-Cola, en una sutil alusión antiimperialista), se corre por el cerro, esquivando rocas, los sueños se logran pulverizando peñas… La piedra es realidad y metáfora de una vida sin concesiones y, a pesar de todo, esplendorosa en su afán por perdurar, por magnificarse, por hacerse digna.
 
En este episodio resulta particularmente rico el contrapunto entre imágenes y palabras o el poder evocador de las primeras por encima de su mero poder reproductivo: las hogueras de la cantera y las luces de la ciudad al fondo; el itinerario de los niños hacia la cantera mientras amanece, a la vez que el grupo de muchachos se hace mayor; el mono atado sobre los neumáticos; el plano de las manos encallecidas del viejo que lleva veinticuatro años trabajando la piedra para «poder pasar la vida»; el partido de fútbol en el pedregal, pletórico de vida y de polvo; las caricias de la madre al bebé dormido mientras comenta las condiciones terribles del trabajo de su marido y de su hijo; el payaso del circo que bromea paradójicamente afirmando que él no «da un palo al agua» porque sus padres trabajaron demasiado y él nació cansado; los niños sucios entre las tumbas del cementerio; los que trabajan en la ciudad (sobre todo de noche); los que leen el periódico en el autobús a cambio de una limosna, con noticias tan sarcásticas y extraterrestres en este contexto como «Europa inicia la búsqueda de vida en Marte»; el rostro de aquel otro niño que resume su vida: «robo, fumo, como, a veces no como…». Mucho cine, en definitiva.
 
En La palabra se sustituye la luminosidad de la tierra por la grisura enfermiza de la nieve: entramos en el territorio del exilio. En este episodio, el decorado, el contexto frío y deshumanizado explica mejor que las palabras los sentimientos de Mehdi, el refugiado político que, a pesar de su aparente serenidad, lleva impregnada la nostalgia a cada uno de sus gestos: sus miradas a través del cristal, su recorrido por el supermercado, su paseo por un parque. Mientras Mehdi espera a sus hijos, que vienen a visitarlo desde Francia, nos cuenta la odisea del pueblo kurdo y su particular infierno: lleva veinticuatro años casado y con su mujer, diputada kurda encarcelada, solo ha pasado cuatro y medio.
La alternancia de pasado (con imágenes de archivo secas y cortantes: cargas policiales, abucheos en el parlamento contra la mujer de Mehdi por querer jurar su cargo con los colores del pueblo kurdo en una diadema…) y presente, imágenes de Turquía y de Estocolmo, fotografías e imágenes en movimiento, convierten este episodio en el más complejo desde el punto de vista formal. También es el más político de los tres, aquel en el que la denuncia se vuelve más explícita, incluso el que, con más carga didáctica, sitúa un problema particular en un contexto global de más amplia repercusión. No obstante, no se pierde nunca la perspectiva individual: Mehdi declara, con una picardía no exenta de amargura, que lo que más le gusta, lo más importante para él en la vida son… el fútbol y los helados.
 
El último episodio utiliza la dialéctica, la técnica del contrapunto: la desazonante oposición entre las opiniones del alcaide y el condenado a muerte se vuelve dolorosa, casi insultante. La neutralidad de uno (que computa el número de muertos por curiosidad, que no pierde el sueño o «la perspectiva» por los ejecutados, que declara que los internos mueren con resignación, incluso con buen humor, que guía a la cámara por la casa de la muerte con la satisfacción del que enseña su propia casa) contrasta con el dolorido sentir del otro (que recuerda a los ciento setenta y cinco muertos con los que ha compartido celdas como amigos, que lleva años sin soñar, que considera la espera para la ejecución una pesadilla…). Además, otras voces amplifican el calado de la situación, sobre todo los familiares de los ajusticiados, esas otras víctimas anónimas y permanentes que deja la pena de muerte.
El montaje paulatinamente más acelerado a medida que se aproxima la ejecución en off de un preso se ralentiza a las seis, hora fatídica en la que, para una vida humana y un poco para nosotros, testigos mudos, algo concluye. Después, la lectura del parte de la ejecución por parte del alcaide es uno de los momentos de cine de terror más espeluznante que uno ha contemplado en años. Como culminación, las palabras del capellán de la prisión convierten en esperpento la tragedia: hablando del cementerio de la prisión dice que es un lugar precioso, donde no hay discriminación entre negros, blancos, mujeres y hombres… O, a propósito del sentenciado, despotrica que «la ejecución fue sin incidentes» o que se fue «conociendo el amor de Dios».
 
En La espalda del mundo confluyen cine y vida: la dolorosa contundencia de una refuerza la vibrante plenitud del otro. Así es el arte: denuncia y belleza se hermanan.
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