Construir el Reino de Dios

1 mayo 2001

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NARRAR PARA DESCUBRIR

 
«Ya había caído la tarde […] cuando José de Arimatea, [hombre rico y] distinguido miembro del Consejo que aguardaba también el Reino de Dios, armándose de valor se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús…» (Mc 15,42-43). Algo semejante nos dicen todos los Evangelios sobre este personaje recreado en la narración ofrecida aquí. Nada más se nos cuenta de este personaje en el Nuevo Testamento. Podemos imaginarnos cómo esperaba el Reino para así descubrir mejor qué es el Reino de Dios.
 
 
El testimonio de José de Arimatea
 
En Arimatea no se hablaba de otra cosa. Decían cuantos lo habían visto, que un gran profeta había aparecido en Israel. Se llamaba Jesús y era de Nazaret. De él contaban cosas que a todos sorprendían. Muchos pensaban que ese hombre tenía algo de Dios, porque hacía cosas que solo Dios podría hacer. Todos empezaron a tener el convencimiento de que ese nazareno podía ser el enviado de Dios, el libertador que todos esperábamos. Un ambiente de euforia nos envolvió.
Lo que durante tanto tiempo habíamos esperado parecía que estaba llamando a nuestras puertas. Desde el primer momento en que oí hablar de ese Jesús de Nazaret, surgió en mi mente un interrogante: si era verdad todo aquello, si había llegado con aquel hombre la hora del Reinado de Dios, ¿qué podía hacer yo para colaborar?
No se me ocurría nada. Comentándolo con Lidia, mi mujer, encontramos una manera de hacerlo. Coger una parte de nuestros ahorros y ofrecérselos a Jesús para que pudiera llevar adelante sus planes. No es que tuviéramos mucho dinero, pero vivíamos en una posición bastante desahogada. Y así lo hicimos. Llevando en una bolsa todas las monedas, me fui en busca de Jesús.
 
Tomé el camino que llevaba a Nazaret pensando que lo encontraría allí. Pero en ese pueblo solo encontré a su madre, María, que vivía sola en una pequeña casa. Quiso que me quedara a comer con ella. Quedé encantado con aquella mujer. La verdad es que me trató como si fuera su propio hijo. Nunca había probado unos guisos tan sabrosos.
Mientras comíamos llamaron a la puerta. Era una niña que venía a devolverle una cazuela vacía. Cuando se marchó, me contó la triste historia de aquella niña. Era huérfana de padre y su madre estaba enferma. No tenían dinero ni medicinas y si no pagaban el alquiler se quedarían en la calle. María se encargaba de hacerles la comida y de recaudar dinero en el pueblo para ayudarles, pero no había suficiente. Quedé impresionado por la actitud de esta mujer. Saqué mi bolsa y le di monedas suficientes para solucionar todo aquel problema. No podía hacer menos.
 
Me marché de Nazaret pensando que si la madre de Jesús era así, cómo sería su hijo. Tal y como ella me indicó, me dirigí hacia Cafarnaúm. Lo más probable es que allí encontrara a Jesús. Por el camino encontré a un hombre tirado en el suelo. Parecía haber sufrido un desmayo a causa del calor. Como pude lo llevé a una posada cercana y encargué que lo cuidaran hasta que se repusiera. Dejé unas monedas de la bolsa para cubrir los gastos y continué el camino.
Más adelante me paró un ciego que estaba al borde del camino. Me pidió que le ayudara a llegar hasta la ciudad de Magdala. Como me pillaba de camino accedí a acompañarle.
Tras algunas vicisitudes más, llegué a Cafarnaúm. Pregunté por Jesús y me indicaron una casa de pescadores que estaba junto al lago de Genesaret. Fui hasta ella, pero cuando iba a llamar a la puerta, me llevé la mano a la bolsa del dinero para asegurarme que la tenía. Al tocarla, me di cuenta de que estaba casi vacía. Había gastado demasiadas monedas por el camino, y lo que ahora quedaba, era ridículo entregárselo al Mesías. Poca cosa se podía hacer con aquellas monedas. Cuanto estaba dando la vuelta para marcharme, se abrió la puerta. Era Jesús. Con voz afable me dijo: — ¿Dónde vas, amigo?
 
En esos momentos no tuve más remedio que contarle todo lo sucedido. La verdad es que estaba avergonzado por la manera en que había malgastado el dinero. Pero Jesús se sintió conmovido por que le había contado. No entendí aquella reacción. Jesús se sentó a mi lado y me dijo:
— No estás lejos del Reino de Dios. Estate tranquilo, José, porque ya has comenzado a colaborar conmigo sin darte cuenta. Has demostrado con tus acciones que Dios ya reina en tu corazón. Y todo lo que has hecho a cada uno de los que te has encontrado por el camino, a mí me lo has hecho. Así es como se construye el reino que he venido a traer.
Oyendo hablar a Jesús de aquella manera, comencé a comprender en qué consistía la revolución que se proponía llevar adelante. Y desde esa hora, pudo contar conmigo para ser uno de sus revolucionarios.
 
PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO
 
¡ Antes o después del diálogo, orar con «Descubrir al otro». ¿Dónde se suele buscar a Dios hoy en día? ¿Y dónde está realmente presente con toda seguridad?
¡ ¿Tenemos conciencia de que Jesús está realmente presente en cada persona?
¡ ¿Se puede amar a Dios y aborrecer al hermano?
¡ ¿Cómo se construye el Reino de Dios? ¿Qué tiene eso de revolución?
¡ ¿Cómo construyes tú el Reino allí donde te encuentras? ¿En qué podrías mejorar?
¡ ¿Qué quiere decir que el Reino de Dios ya está entre nosotros? ¿Qué signos descubres en nuestra sociedad actual de que el Reino de Dios ya está presente y actuando?
 
Descubrir al otro
Señor,
hazme descubrir detrás de cada rostro,
en el fondo de cada mirada,
un hermano,
semejante a Ti y, al mismo tiempo,
completamente distinto
de todos los otros.
 
Quisiera, Señor,
tratar a cada uno a su manera,
como Tú lo hiciste con la Samaritana,
con Nicodemo, con Pedro…,
como lo haces conmigo.
 
Quisiera empezar,
de una vez por todas y ya,
a comprender a cada uno en su mundo,
con sus ideales,
con sus virtudes y debilidades,
también, ¿por qué no?…,
¡«con sus chifladuras»!
 
Ayúdame, Señor,
a ver a todos como Tú los ves:
A valorarlos no sólo por su inteligencia,
su fortuna o sus talentos,
sino por la capacidad
de amor y de entrega
que hay en ellos.
¡Que el «otro», viéndome,
te vea a Ti, Señor!
Señor, que te vea detrás de cada rostro.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]