El poder narrativo de la «historia de las religiones»: potencial cognitivo y experiencial de las religiones

1 abril 2001

[vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE AUTOR:
Domingo Cía es profesor de Filosofía e Historia de las Religiones y coordinador del «Master en Ciencias de la Religión» de la Facultad de Teología de la Universidad «Ramon Llull» (Barcelona).
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO:
Con el paso de «homo loquens» a «sujeto narrativo». Esta forma humana de vivir es la que permite a las personas curar su miedo frente a «la terrorífica prepotencia del universo», creando una «tradición de símbolos», haciendo memoria, empleando la terapia de la ficción. Narrando es como mejor experimenta la «realidad religiosa»: “Dios no hace Religión. Es el sujeto religioso el que tiene que narrar lo que le ha pasado con Él”. Por eso, “más que pedir la unión de las Religiones, habría que pedir respeto a la originalidad de cada una de ellas”. Por ahí, con el poder cognitivo y experiencial de cada experiencia religiosa, se superarían los fundamentalismos, dogmatismos, etc.
 

  1. La terrorífica prepotencia del universo

 
Evolucionando con formas más complejas que el resto de los animales, el «homo loquens» se va progresivamente convirtiendo en sujeto narrativo. El hombre, finalmente animal erguido y capaz de fabricar instrumentos, comienza a hablar. Siempre tendremos la duda de si fue la mano prensil la que ayudó a pensar al hombre o, como quiere Aristóteles, el hombre perfeccionó todo lo que tiene que ver con las manos a causa de su privilegiada inteligencia.[1] Sería más fácil ponernos de acuerdo en que, inicialmente, el hombre construyó artefactos, pintó en las paredes de sus cavernas, construyó las primeras herramientas de sílice y luego trató de explicarse y hablar fonéticamente. Siglos más tarde, esta doble posibilidad de pensar-expresar, lo griegos la apellidaron «logos».
Desde el lenguaje, o gracias a él, el hombre fue tomando conciencia de ser un sujeto diferente del resto de los animales, con los que siempre tuvo una tensa relación de proximidad y diferencia. Los animales y él mismo ven, oyen, huelen, comen, sienten…, pero sólo el hombre es capaz de «mirar», de «responder prometiendo responsabilidad», de «recordar nombrando» y… de «celebrar un banquete». Sólo el hombre es capaz de enterrar a sus muertos y simbolizar algún tipo de despedida.
 
Convirtiendo las cavernas y las cuevas en espacios domésticos, posiblemente, le fue más fácil al hombre ocultar su miedo y pintar sus ficciones y fantasmas. Debió ser en los períodos interglaciares, cuando salió de las cavernas y se asomó a la estepa, por detrás del espesor del bosque y gracias a los caminos que había construido. En las encrucijadas de los caminos celebró citas con sus semejantes.
En aquellos primitivos «ágoras» hizo intercambio de útiles y alimentos, pero sobre todo se encontró con el poder de la narración. Encontrarse con otros hombres en las encrucijadas de los caminos, era tener acceso a algún tipo de narración experimentada: las novedades familiares, las peleas mantenidas, las muertes ocurridas. El homo loquens, el homo faber, era también «sujeto narrativo».
A diferencia de las otros animales, sabía dar su palabra, pero también mentir; escuchar y malinterpretar, responder, contar, narrar. La verdadera característica del hombre, que luego se iba a llamar «identidad del sujeto», consistía precisamente en eso: narrar desde la memoria lo que le había pasado, cuanto pensaba y maquinaba, y contar lo que deseaba sucediera en un futuro; todo a través de creaciones míticas, llenas de atrevimiento y poesía. Octavio Paz lo ha reconocido poéticamente: «El hombre es un ser que se ha creado a sí mismo al crear el lenguaje. Por la palabra, el hombre es una metáfora de sí mismo»[2].
 
 
1.1. La contingencia del «homo loquens»
 
Cuando decimos que el homo loquens se convierte en sujeto narrativo, expresamos que el hombre no es ningún Dios que conozca inmediatamente…; al contrario, es un ser temporal, contingente. Quizás es lo más importante que queremos indicar con la categoría narración: la forma humana de vivir la existencia no es la de los dioses.
El ser humano es contingente porque desde el comienzo de su existencia vive dentro de situaciones que no puede controlar y sobre las que no puede expresar nada definitivamente. La vida, el sufrimiento, la muerte, hacen comprender al hombre que la vida guarda algo del «orden de lo indisponible»: no todo está al alcance, ni todo tiene fácil remedio, como parece empeñada en mostrarnos la sociedad de consumo a través de sus particulares anestesias.
Quizás el hombre curó su miedo aprendiendo a «nombrar las cosas». Creando y recibiendo la «tradición símbolos», esa carga de sentido que nunca podrá maniobrar. No le es fácil ahuyentar el miedo, encontrar el sentido y, a la hora de ponerse en contacto con la realidad exterior, no dispone de la fuerza de los dioses. Para llegar a conocer, necesita la secuenciación del tiempo; así se va enterando de lo que llega hasta él para ser conocido: «Érase una vez…, al salir de casa… se encontró con la sorpresa… hasta que, al final, comprendió». Los nombres, los símbolos, las palabras del homo loquens acabaron de gestar el «sujeto narrativo»[3].
 
 
Cuando a las encrucijadas de los caminos llegaron rapsodas que contaban la memoria de otras tribus, el hombre comprendió que podía construir su propia narración. Estos rapsodas recitaban de memoria cómo había sido creado el hombre del barro de la tierra, cómo y por qué los humanos llegaron a culpabilizarse, hablaban de árboles fabulosos y sagrados llenos de prohibiciones, a la par, que cargados de ciencia y vida, hacían referencia a Paraísos perdidos. Así comenzaron a gestarse los mitos de los diferentes pueblos que forman las narraciones más antiguas[4].
El hombre, construyendo literariamente aquellos sentimientos, comprendió que estaba haciendo con las palabras lo mismo que había hecho con los colores y líneas en las paredes de las cavernas: pintar y ficcionar la realidad. Trataba de contar de forma narrativa convencimientos profundos. Si las pinturas rupestres se referían a algo que no estaba allí en la pared; con los mitos sucedía algo semejante: aquellas ficciones narrativas trataban de expresar sus convencimientos más íntimos. Las narraciones míticas no acababan con la trama del cuentecillo, porque todos los oyentes entendía que se estaban refiriendo a otra cosa.
 
 
1.2. La ficción como terapia
 
Mucho más tarde apareció la palabra ficción, proveniente de la latina «fingo» que significa pintar. La palabra ficción, en este contexto, es imprescindible para entender lo que hacemos cuando narramos: pintamos, simulamos…, creamos ficciones. Y así recreamos lo que nos ha sucedido, recordamos y construimos la memoria que queremos perpetuar; anticipamos lo que nos acontecerá al final. Narrándonos a nosotros mismos momentos ya vividas, comprendemos las novedades que nos cuentan. Sólo así, por ejemplo, es como llegamos a comprender, narrativamente, las nociones de espacio y tiempo. En esta perspectiva, el lenguaje mítico que poseen todas las Religiones es modelo y ejemplo de los ingredientes de la «categoría narración» a la que venimos refiriéndonos.
Todo se tenía que contar para poderse entender. Habría que preguntarse si el hombre dedicó más esfuerzo a contar ganancias y bienes o a narrar historias. Pero una cosa quedó clara: el sujeto era narración; las cosas, los acontecimientos y las personas existían si se podían narrar.
El espacio se recorría para lograr algún punto señalado. Al ponerse en camino, se perdía la cueva. A este perderse y buscarse llamó tiempo. Con la noticia de la muerte de los seres más próximos y de los animales más domésticos, el mismo sujeto se reconoció como «un trozo de tiempo». Fácil le sería al hombre narrar mitos que expresaran su convencimiento.
 
A diferencia de los animales, el hombre era capaz de tomar conciencia de lo infinito del espacio. Posiblemente contemplando lo infinito de la estepa, con su horizonte lejano abierto e inalcanzable, el hombre sintió miedo y colocó allí —en un mundo lejano e inaccesible— «las vidas» de sus muertos y las «habitaciones» de los dioses.
A medida que la mano prensil del hombre iba configurando diferentes instrumentos, optimizaba la calidad de vida, hasta negarse a morir para siempre: era éste el verdadero miedo. Y trasladó a los dioses las características de inmortalidad que no había alcanzado todavía. La muerte no tenía porqué tener la última palabra. Quizás constituya el secreto mejor guardado en todas las Religiones: el convencimiento de la existencia de otra realidad, de otra vida.
Sólo narrando se experimentaba esa realidad religiosa. Para que esta experiencia llegara a la totalidad de la persona, no bastaba sólo con experimentar con las manos o calcular con la cabeza. La persona toda tenía que quedar conmovida o trasformada. A este cambio, se le fue llamando formación, conversión, fe. Se lograba no por demostraciones lógicas y racionales, sino de una forma sapiencial. La primera narración que manejó el hombre fue la sapiencial. Después vendrían —enfrentándose no pocas veces— las narraciones filosóficas que se dirigían más al «logos/razón» del sujeto narrativo y menos a sus sentimientos e instintos.
 

  1. Blumenberg en su «Trabajo sobre el Mito» “habla, por un lado, del absolutismo de la realidad, la terrorífica prepotencia del universo y la incomprensibilidad del cosmos mudo e insondable; y, por otro lado, de las distintas medidas para domesticar y distanciarse de esta poderosa y muda realidad con el mito y el símbolo. El hombre es un ser viviente que produce mundos simbólicos con los que sentirse seguro, haciendo desaparecer la realidad terrorista del universo tras un plano inaccesible y así liberarse de la presión de su prepotencia»[5].

 
 

  1. La religión como lenguaje humano

 
Analizar la temática religiosa desde lo que estamos llamando «categoría narración» o, sin más, de forma narrativa, no es lo habitual. Lo religioso ha sido tratado, normalmente, desde el punto de vista teológico, catequético o doctrinal.
Quede claro desde el principio, que al referirme a la Religión como narración, estoy indicando que no puede ser monopolio de ninguna de las religiones, como tampoco ninguna contiene en exclusiva la «Palabra de Dios».
La Religión es posibilidad y lenguaje humano. Ningún testimonio mejor que el de las Religiones para advertir que el hombre es políglota. Y es el hombre el que habla de Dios.
 
 
2.1. El hombre habla de Dios
 
Lo característico de las Religiones es la abundancia de mediaciones empleadas por Dios. Pero «nadie ha visto su rostro», ni Moisés; tampoco Buda o Mahoma; ningún místico, ni profeta alguno lo han logrado. Dios siempre viene descrito como «Todo-lo-Otro que no es el hombre».
Dicho esto, habré de añadir en seguida que lo más conmovedor de «lo religioso», sin embargo y paradójicamente, es que todos estos sujetos religiosos se han visto atravesados por la experiencia de Dios, en forma de Presencia, en una Cita o, sobre todo, en forma de Palabra.
Moisés pide a Yahvé ver su rostro y, al dejarle contemplar sólo su sombra, le ofrece las Palabras que ha de trasladar al Pueblo (Ex 3,4-6). Sirva este pasaje de la Biblia como ejemplo de lo que intentamos decir. Por tanto, en la temática religiosa, hacer referencia a la narración quiere decir que es el hombre (sujeto religioso) el que escucha la Palabra o tiene una experiencia divina (hierofanía). Dios no hace Religión; es el sujeto religioso el que tiene que narrar lo que le ha pasado con Dios.
 
La historia de las Religiones es la historia contada a partir de las narraciones experimentadas por diferentes sujetos religiosos. La historia siempre ha sido contada por los vencedores. En la historia de las Religiones, existen narraciones religiosas de los vencidos que la ortodoxia de las diferentes Religiones consideró como narraciones heréticas, apócrifas, prohibidas. Tenerlas en cuenta y contarlas será trabajo del historiador de las Religiones. La grandeza de las Religión está en que es lenguaje humano o, si se quiere, que habla todos los lenguajes; incluso, aunque pueda resultar paradójico, podemos referirnos a «narraciones religiosas de los heterodoxos» y hasta a «narraciones religiosas del Ateísmo».
Lagerkvist, Premio Nobel Literatura en 1951, ilustra poéticamente ese Dios que, por no caber ni en un sólo bolsillo, ni en una sola Iglesia, puede estar ocupando de los que dicen no creer:
«Uno que yo no conozco.
Un desconocido lejano, lejano.
Por él mi corazón está lleno de nostalgia.
Porque él no está cerca de mí.
¿Quizás porque él no existe en absoluto?
¿Quién eres tú que llenas
mi corazón de tu ausencia,
que llenas toda la tierra de tu ausencia?».
 
 
2.2. La guerra de las Religiones
 
A Dios no se le puede hacer responsable de las guerras entre Religiones. La «Palabra de Dios», sirva este lenguaje como expresión de la nueva y hasta inédita comprensión actual del tema, ha llegado a cada una de las Religiones: a las grandes y las pequeñas, a las más antiguas y paganas, que decimos, o a las más modernas, que no olvidan la «guerra de Religiones».
En «La muerte de una tragedia», el crítico y ensayista George Steiner cuenta la siguiente y hermosa narración, convertida en metáfora del cansancio de Dios ante la visión de tanta guerra y odio entre Religiones que dicen creer en Él. En una desconocida aldea de la Polonia central —nos dice— había una pequeña sinagoga. Una noche, al hacer la ronda, entró el rabino y vio a Dios sentado en un rincón sombrío. Se echó al suelo de bruces y exclamó: «¡Señor Dios!, ¿qué haces aquí?». Dios le respondió, pero no como el trueno ni como el torbellino de viento, sino con voz apagada: «¡Estoy cansado, rabino, estoy muerto de cansancio!». Al final, herido por tanto desconsuelo, característico de la Edad Media, Dios se retiró a la esquina más remota del mundo y aún no ha vuelto.
Sería humanitario no cansar tanto a Dios. Más que pedir la unión de las Religiones, habría que pedir respeto a la originalidad de cada una de ellas. Todo otro intento de monolingüismo religioso es fundamentalismo y perversión de aquello que están custodiando las Religiones: La Palabra de Dios. Las Religiones no pueden olvidar que Dios ha demostrado saber todas las lenguas: habló a todos los Pueblos desde que el hombre supo hacer cultura.
 
 
2.3. El fundamentalismo religioso
 
Las Religiones han tendido siempre a monopolizar cada una su propia opción religiosa, entablando guerras continuas entre ellas: «las guerras de Religión» que ocupan muchas de las páginas de la Historia.
Para entender lo que hoy llamamos «fundamentalismo religioso», habremos de recordar que en las religiones, como en cualquier institución humana, hay unas personas más abiertas, tolerantes, progresistas…, y otras más tradicionales, conservadoras, intransigentes…, que hoy llamamos fundamentalistas.
Hay una serie de características comunes entre los fundamentalismos de las diferentes religiones. Entre «las Religiones del Libro» —Judaísmo, Cristianismo, Islam—: las interpretaciones literales de los textos religiosos, sin admitir los «géneros literarios», como el mito, la metáfora o las formas poéticas y apocalípticas. La Palabra de Dios, leída al pie de la letra, ha de informar las leyes, costumbres, ritos, relaciones. En una palabra, se trata de huir de cualquier tipo de secularización o autonomía de la vida ciudadana, y obligar —muchas veces de forma agresiva, por no decir terrorista— a que todos los ciudadanos piensen y se comporten miméticamente, como viven y piensan los fundamentalistas, pues ellos son la ortodoxia; todos los otros, particularmente «las otras», que intentan vivir y pensar de otra forma, son herejes, cismáticos y objeto de continua persecución.
 
 
2.4. Lo Infinito recogido en formas finitas
 
El recorrido del tiempo es lo que caracteriza la narración, porque es lo que caracteriza al hombre. Cuando reivindicamos la necesidad de la narración subrayamos la realidad temporal de lo humano, en contra de todos los intentos de quererlo falsamente eternizar. Naturalmente que el inspirado (místico),estará tentado de volcar su inspiración en una sola palabra. Pero como la Palabra de los dioses, anunciada por la Sybila durante la danza báquica, la inspiración del artista o místico tendrá que ser narrada por los sacerdotes. Cuando los dioses han llegado a los humanos, se han dirigido a ellos por mediadores.
Lo Infinito siempre ha sido recogido de forma muy finita por los humanos, en unas narraciones que llamamos mitos. Los pensamientos humanos son siempre pensamientos mortales. La necesidad de narrar proviene de esta estructura temporal de lo humano. Es el mismo hombre el que ante la complejidad y heterogeneidad de la realidad que le envuelve, necesita ir entendiendo en secuencias, poco a poco, escuchando una narración.
 
Al referirme a la narración como medio con el que se expresa el sujeto religioso, estoy eligiendo una concreta percepción del fenómeno religioso, que se puede entender y percibir de múltiples formas. Las ciencias de la Religión, como he dicho, han tenido diferentes tratamientos: el sociológico, el psicológico el teológico.
El tratamiento narrativo de lo religioso parte de dos premisas fundamentales y diferenciadoras. Por una parte, narra esta nueva conciencia que se ha formado el sujeto religioso. Hablar de narración religiosa es referirse a la comunicación de algún tipo de construcción o nueva formación de la conciencia de un sujeto, que ha atravesado experiencias originales en relación con lo Sagrado. Y, por otra parte, lo narrativo tiene que ver con la realidad histórica y temporal del sujeto, que huye así de otras formas más estructurales como puedan ser las formas teológicas, sociológicas o filosóficas.
 
 
 

  1. El tratamiento narrativo de lo religioso

 
En nuestra cultura, por falta de narración, nos hemos introducido en lo que llama Steiner una «profundísima crisis gramatical». Se refiere con ello a que, en nuestra cultura, las palabras han perdido su potencia evocadora, pues han dejado de vehicular experiencias. Y si las palabras ya no significan, negamos amplias zonas de la realidad. En las enciclopedias soviéticas, borraban los nombres y las fotos de los personajes que caían en desgracia para el régimen; así dejaban de existir. Para el hombre sólo existe aquello que es capaz de expresar: de aquí la importancia de dar al ser humano todos los lenguajes y todas las palabras para que pueda expresar todos los sentimiento, también los religiosos. Y lo interesante de toda palabra, como decía Ernst Bloch —sobre todo de las «palabras religiosas»—, es que no solamente «dicen» sino que «intentan decir» y referirse a otro tipo de realidades que no están al alcance de las manos.
 
Hay una serie de narraciones, en la memoria de todos los pueblos, llenas de palabras insinuantes. Se subraya de este modo la necesidad de la memoria como característica de lo narrativo[6]. Los textos de las diferentes Religiones cobran una altura particular al ser leídos como textos de unos «rapsodas de la memoria». En un principio, el pensamiento humano fue rapsódico, es decir, completamente inaccesible a una reconstrucción argumental. Por ahí se sitúan los viejos textos de todas las Religiones.

  1. Benjamin trató el tema de la narración como nadie. Formaba parte de aquellos escritores —junto con Scholem, Buber, Bloch y Kafka— que se rebelaron contra el positivismo y el cientificismo, cultivando corrientes alternativas, como las apocalípticas y místicas dentro de la tradición judía[7]. En su célebre ensayo «El narrador»[8], Benjamin ha constatado que «el narrador toma de la experiencia propia u oída lo que cuenta, y lo convierte de nuevo en experiencia propia de aquellos que escuchan su historia». Preocupado por la necesidad de consolidar el conocimiento, vuelve una y otra vez sobre la cuestión: «Si llamamos aura a las representaciones que, asentadas en la memoria involuntaria, pugnan por agruparse en torno a un objeto sensible, ese aura corresponderá a la experiencia que como ejercicio se deposita en un objeto utilitario».

 
«El narrador» pone de manifiesto la virtud evocativa del mensaje narrado y, sobre todo, la importancia de este personaje que en nuestros días prácticamente ha desaparecido. Narrar es «la facultad de intercambiar experiencias». Por ello, debe añadirse que «el narrador toma lo que narra de la experiencia, de la propia o de la que le han relatado. Y a su vez la convierte en experiencia de los que escuchan su historia».
Este tema ocupaba la mente de Benjamin desde hacía tiempo. En 1929 se preguntaba, escribiendo a Hofmannsthal: «Por qué muere el arte de contar historias, es decir, el arte de recitar oralmente?». En fin, la fuerza crítica y liberadora de tales historias no puede ser demostrada ni reconstruida a priori. Es preciso encontrarse con ella, escucharla, y proseguir narrando esa historia peligrosa, muchas veces.
 
 

  1. El poder cognitivo y experiencial de las religiones

 
Una de los aspectos más interesantes de la fenomenología religiosa es constatar cuanto le sucede al sujeto religioso cuando narra la experiencia de la «Presencia de lo Sagrado». La nueva identidad alcanzada, sólo se puede expresar adecuadamente de forma narrativa. Como lectores u observadores de narraciones religiosas podremos dudar de esta Presencia; Pero lo característico de dicha forma de expresión se realiza sin ningún tipo de imposición o voluntad de convencimiento: el sujeto religioso «cuenta», «narra» que él ha cambiado. Su mobiliario intelectual ha sufrido cambios, bien bruscos a veces. Ejemplos paradigmáticos podrían ser: la caída del caballo de San Pablo, Buda después de la Revelación cerca del Árbol Sagrado o Mahoma tras la comunicación del Ángel.
 
 
4.1. Cambio de paradigmas cognitivos
 
Hay que señalar desde el principio que este cambio de mentalidad trasciende la dimensión personal del sujeto religioso, para introducirse en un ámbito más institucional o social: «las Religiones son fenómenos originales e irrepetibles que acompañan, modifican y critican las diversas etapas de la evolución histórica de la cultura donde se han originado y desarrollado»[9].
Apoyándonos en las intuiciones de Benjamin, podríamos añadir también que el tratamiento narrativo de lo religioso intenta introducirse en la experiencia más original de este fenómeno, que sólo de forma narrativa se puede expresar: los textos religiosos tratan las secuencias de una cita, de la Presencia de un testigo ante la aparición de lo Sagrado, y esto difícilmente se puede conceptualizar, sólo se puede narrar.
 
La persona que ha atravesado esta experiencia cambia su forma de ver las cosas. Después del viaje iniciático, donde se ha encontrado con esa Presencia, se transforman sus parámetros cognitivos. El sujeto religioso había huido de los lugares tópicos y cómodos del conocer convencional, para lanzarse hacia lo que todo el mundo le decía que era un límite peligroso. Quien realiza esta ruptura frente al mito del progreso o el absoluto de lo empírico y de la ciencia, está emprendiendo la primera secuencia del viaje en cualquier proceso formativo, esto es, la ruptura con lo doméstico.
Por esto la Religión resulta impertinente tantas veces. Al hombre religioso no le sirven sin más los llamados valores del progreso o los de quienes los encierran dentro de los reducidos límites de la ciencia. Ésta es la «pregunta impertinente» del hombre religioso: ¿Por qué la realidad se ha de acabar en los límites de nuestro conocimiento humano; por qué la muerte ha de tener la última palabra?
 
Además de sospechar que «lo occidental» se puede y debe confrontar con la riqueza que también tiene Oriente y sus Religiones, la impertinencia más significativa se produce al constatar que, ante la Religión, no se puede permanecer sólo como espectador: hay que tomar partido. Toda religión compromete  a través de una ética, una actuación.
El nuevo «cambio de conciencia» del que hablamos, a veces, queda expresado en forma de «confesión». Ahí está la de San Agustín, una de las confesiones más conocidas. Muchos capítulos de la Biblia, del Libro de Buda o del Corán tienen esta misma textura. Pues bien, tal vez sea la forma más característica de la narración religiosa, precisamente por lo que tiene de comunicación de hallazgos de la propia conciencia. Naturalmente que también nos podemos encontrar con otro tipo de textos y sucesos religiosos que nada tienen que ver con la propia confesión, sino con intereses rastreros que prostituyen esta gran palabra y hacen verdad aquello del «corruptio optimi, pessima».
 
 
4.2. El derecho de Dios a ser diferente
 
La mirada o percepción del fenómeno religioso, como antes decíamos, puede proyectarse desde muchos ángulos. Cuando hablamos de la Religión como narración nos estamos refiriendo a la percepción de lo religioso como lenguaje y posibilidad humanas. El fenómeno religioso hace referencia a la hierofanía o manifestación de lo Sagrado. Al respecto, vendría bien aquí recordar que «Dios también tiene sus derechos», sobre todo, el derecho a realizar eso que llamamos existencia o vida de la forma y manera que mejor estime.
La advertencia del místico, cuando indica cómo Dios creó la Naturaleza para conocerse a sí mismo —»Nos usa para verse, para ver lo extraño de sí mismo»—, coloca la temática religiosa en esa otra perspectiva, también existente detrás del espejo donde queremos ver reflejado a Dios.
 
Lo dicho: no se puede cosificar a Dios, creyendo que se posee la herramienta perfecta para captarlo. Dios se propone como espacio y ámbito, como fuente de ósmosis que se percibe ahora con un sentido, luego con una vivencia. Dios se convierte en la metáfora de los deseos humanos que se van despertando en sucesivas secuencias. A Él se llega con el pensamiento y la voluntad, con el deseo y la inspiración; en el esfuerzo y en la simple acogida del don. La presencia de lo Sagrado siempre será inabarcable y, ante ella, el ser humano se confiesa políglota.
La prohibición de hacer estatuas, presente en muchas religiones, indica precisamente que Dios no es manipulable ni se deja cosificar. Es «El-todo-otro», siendo el hombre quien le declara algo sagrado o retira de la circulación (tabú), queriendo hacer memoria, recordar lo que un día experimentó, convertir la piedra, el espacio, el templo… en testigos de su convencimiento. Pero ni piedra ni el templo es Dios. Sólo la capacidad humana los engarza narrativamente.
 
Es precisamente así como la «categoría narración» aleja el peligro del fundamentalismo, dogmatismo o doctrinarismo. En los textos religiosos se nos contarán experiencias, convencimientos, y una nueva forma de conocer. Cada testigo capta la Presencia de lo Sagrado con unos matices personales diferentes en narraciones que, por fuerza, tienen que ser diversas y originales.
El equívoco de quien se pregunta por qué Dios no se ha manifestado de forma unívoca a todas las Religiones lo aclara la «categoría narración» al señalar este lado humano… Los textos narrativos de las Religiones se refieren a las mil formas con las que los hombres pueden experimentar lo Sagrado. La «categoría narración» señala el lado humano, temporal… de toda experiencia humana. Cuando decimos que el sujeto religioso «narra» sus experiencias, el lector de estas narraciones tendría que recibirlas, por lo menos, con respeto: estamos recibiendo el convencimiento de alguien que quiere comunicarnos su forma de ver, sentir y percibir. Es la más perfecta expresión de la búsqueda humana: no el hallazgo de la verdad, sino su personal vivencia de la misma, al tiempo que su convencimiento más profundo.
Los humanos, estamos siempre vinculados a alguna «forma de conciencia». Ahí se sitúa también la experiencia de lo Sagrado: ¿Qué supone esta experiencia? ¿Cómo se consideran, a partir de este momento, todas las otras realidades? ¿Con qué tipo de lenguaje puede expresarse mejor? ¿Vale igual el tiempo cuando se ha tocado la Eternidad…?[10] n
 
Domingo Cía
estudios@misionjoven.org
[1] Cf. B. FARRINGTON, Mano y cerebro en la Grecia Antigua, Ayuso, Madrid 1974.
[2] O. PAZ, El arco y la lira, FCE, México 1992, 34.
[3] Sobre el tema de la «filosofía de la narración» o categoría narrativa, cf. mi artículo «La filosofía narrativa» en: AA.VV., 30 años después. Homenaje a M. Sacristán, EUB, Barcelona 1999, 143-154.
[4] La bibliografía sobre el mito es extensísima. Cf. LL. DUCH, Mito: interpretación y cultura, Herder, Barcelona 1999.
[5] F.J. WETZ, H. Blumenber: la modernidad y sus metáforas, Novatores, Valencia 1996, 89. Ha sido precisamente Blumenberg quien me ha guiado tanto en el título como en las intuiciones fundamentales de este epígrafe primero. Siguiendo la filosofía de las formas simbólicas de Cassirer —quien definió al hombre como «animal symbolicum»— constata que  «La realidad física parece retroceder en la misma medida en que gana terreno la actividad simbólica del hombre. En lugar de vérselas con las cosas, el hombre tiene que vérselas constantemente consigo mismo. Ya no vive en un universo puramente físico, sino en uno simbólico» (Ibíd., 81).
 
[6] La «categoría narración» abre espacios a experiencia, memoria, significatividad… Ll. Duch ha tratado el tema con particular maestría en el primer volumen de su Antropología: Simbolisme i salut, Ab. de Monserrat, Barcelona 1999.
[7] Sobre W. Benjamin: cf., por ejemplo, C. FERNÁNDEZ M., Walter Benjamin, Barcelona 1992; G. SHOLEM, Historia de una amistad, Barcelona 1987.
[8] W. BENJAMIN, El narrador, «Rev. de Occidente» 129(1973), 301-333.
[9] LL. DUCH, Antropologia de la Religió, PAM, Barcelona 1997, 29.
[10] El desarrollo de esta experiencia narrado a través de la «metáfora del viaje» lo hice en el anterior artículo, publicado en «Misión Joven» el número del pasado septiembre.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]