Crisis de las religiones y presencia de la oración entre los jóvenes

1 marzo 2001

[vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE AUTOR
Juan Martín Velasco es director del Instituto Superior de Pastoral (Madrid).
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Junto a la intensa crisis de la religión en España, los estudios sobre el tema señalan cómo muchos jóvenes, sin embargo, dicen recurrir frecuentemente a la oración. Una vez situado el dato, el autor analiza la relación entre oración, religión y fe, centrándose en el significado de algunas formas de la primera que, aunque difíciles de interpretar, apuntan a una especie de «vida religiosa» en la pregunta por el sentido apuntaría hacia una forma de presencia callada de Dios.
 
 
Los muchos y excelentes estudios sobre la situación religiosa de los jóvenes ponen de manifiesto un hecho extraño. Por una parte, en ellos se refleja en toda su crudeza y con la mayor intensidad la crisis de la religión que afecta al conjunto de las sociedades desarrolladas, y más particularmente, a las de Europa. Se trata de una crisis que afecta, en primer lugar, a la práctica institucionalmente regulada por las jerarquías eclesiásticas; en segundo lugar, al crédito de las Iglesias y a su capacidad para orientar la vida personal, social, espiritual e incluso religiosa de las personas; de una crisis, por fin, que parece afectar más profundamente a la vida misma de la fe de los sujetos.
 
En efecto, la crisis de la práctica y las instituciones religiosas y la secularización de la sociedad y la cultura parecen estar produciendo una «crisis de Dios» que tiene su manifestación más clara en la extensión de la increencia, sobre todo bajo la forma de la indiferencia religiosa. Recordemos como manifestación extrema de este hecho que en la última encuesta sobre los jóvenes españoles, el 32% de ellos se identifican con la expresión: «No sé si Dios existe; no tengo motivos para creer en el»; El 24% está de acuerdo con la afirmación: «Paso de Dios. No me interesa el tema»; y el 22, 4% hace suya la expresión: «Para mí Dios no existe».
Junto a estos datos, las mismas encuestas señalan la existencia de un número considerable de adultos y jóvenes que dicen recurrir con relativa frecuencia a diferentes formas de oración, al margen de las celebraciones establecidas por la Iglesia.
 
Desde que estos datos comenzaron a aparecer en las encuestas, primero los sociólogos y después los lectores de sus estudios vienen confesando la extrañeza que les produce un hecho tan anómalo. Esa extrañeza inicial viene dando lugar a interpretaciones y valoraciones contrapuestas. A unos, la presencia de la oración les lleva a relativizar y hasta minimizar la existencia y el alcance de la crisis religiosa. A otros, los datos que evidencian la crisis les llevan a buscar para los relativos a la oración explicaciones que confirmarían la extensión y la profundidad de la crisis religiosa. Las páginas que siguen pretenden ofrecer desde la fenomenología de la religión algunas consideraciones que ayuden a interpretar y evaluar el fenómeno en cuestión.
 
 

  1. Un marco más amplio en el que situar el hecho

 
El hecho al que se refieren los datos aparentemente contradictorios tiene un precedente que tal vez pueda servir de marco para su análisis. Desde hace varios decenios viene observándose que el proceso de secularización de las sociedades avanzadas, primero de los factores de la crisis religiosa, no ha conducido, contra las previsiones de muchos estudios teóricos, a la desaparición de la religión, sino a esos fenómenos, extraños a primera vista, que son la «eclosión» de lo sagrado en estado silvestre, la proliferación de nuevos movimientos religiosos y nuevas formas de religiosidad, y la diseminación de lo sagrado en las sociedades secularizadas.
 
En relación con este fenómeno se han ofrecido varias explicaciones. Según la primera, la crisis de las religiones institucionalizadas y de las Iglesias que las representan y las gestionan puede no significar crisis de la religión y de la religiosidad personal de los miembros de esas Iglesias. Podría incluso ser una manifestación de esa religiosidad que las instituciones religiosas gestionan, en la medida en que tales instituciones podrían no estar siendo fieles a la causa a la que sirven, y las nuevas manifestaciones «espontáneas» de lo religioso podrían ser nuevos cauces que está abriendo la necesidad de religiosidad presente en el sujeto que la crisis institucional no es capaz de eliminar. Para otros intérpretes, las nuevas manifestaciones de la religiosidad serían la más clara expresión de la marginalidad de la religión en la actual situación sociocultural y, por tanto, de la profundidad de la crisis que padece.
 
No faltan quienes, fijándose sobre todo en el cambio religioso de los últimos decenios, y subrayando determinados rasgos peculiares de las nuevas formas de religión: parentesco con la magia y el esoterismo, tendencia a la organización sectaria, orientación de las mismas hacia la satisfacción de necesidades de determinados grupos poco adaptados a la nueva situación sociocultural, y frecuentes distorsiones en la forma de entender y vivir lo sagrado, denuncian esas nuevas formas de religiosidad como perversiones de la religión, reducida a medio de satisfacción de determinadas necesidades humanas, y la consecuencia práctica de la reducción antropológica de la religión imperante, en el terreno teórico, en el pensamiento moderno desde L. Feuerbach.
Situado el hecho que nos ocupa en este marco más amplio, se impone, para avanzar en la interpretación, evaluación y discernimiento del mismo, un análisis más detenido de los datos que lo configuran.
 
 

  1. La oración y sus formas principales en las encuestas recientes

 
En la encuesta Valores 2000, el 61% de los encuestados dicen tener momentos de oración. Por otra parte, reconocen tener esos momentos el 32% de personas no religiosas, el 20% de indiferentes y agnósticos y el 14% de no creyentes y ateos. En cuanto a la frecuencia de esos momentos los practican semanalmente el 39% del total. Por edades, los comprendidos entre dieciocho y veinticuatro años oran una vez a la semana, el 17%, una vez al mes, el 20%. Los de 25 a 34 años oran una vez a la semana el 29% y una vez al mes, el 15%.
La encuesta Jóvenes 99 permite descubrir las formas que reviste la oración de los encuestados, al margen de la práctica del culto. Así, el 39% de los que oran lo hacen con el rezo del padrenuestro y el avemaría. El 38% oran de forma libre y espontánea; el 45% lo hace para pedir ayuda; lo hacen dedicados a la meditación y contemplación, el 20,5%; mediante lectura meditada, el 13,5%; con oración de acción de gracias el 23, 9%; y con oración comunitaria con amigos, el 14,1%. Dicen no rezar nunca el 44%.
 
Basta comparar estas cifras con las relativas a la creencia en Dios, a la práctica del culto, a la confianza en la Iglesia, a la identificación con expresiones de agnosticismo, indiferencia y ateísmo, para ver la importancia de las cifras relativas a la oración que acabamos de resumir. Pero ¿qué significan tales cifras? ¿Qué indican sobre la religiosidad o la fe de quienes están reflejados en ellas? Para responder a tales cuestiones me parece indispensable ofrecer un resumen de las conclusiones de la fenomenología de la religión sobre la oración y su lugar en el conjunto del fenómeno religioso.
 
 

  1. Oración, religión y fe

 
La oración es una de las mediaciones más universales de la vida religiosa. Es, además, la mediación más próxima a la actitud religiosa de respuesta al misterio de la que todas las mediaciones surgen. De ahí que se haya podido afirmar, parafraseando una expresión de Santo Tomás, que la oración es la puesta en acto, la puesta ejercicio de la religión o de la fe, o, en términos figurados, la hija primera de la religión. Una hija que, si bien vive de la madre y se nutre de su influjo, en algunas ocasiones asume la tarea de nutrir y alimentar a su madre. La importancia de la oración para la vida religiosa explica el lugar preponderante que ocupa en todas las religiones. Bajo la forma de la llamada oración oficial y asociada al culto, la oración es con frecuencia el medio por excelencia para el ejercicio, el mantenimiento y la consolidación de la identidad de las comunidades, como sucede en el cristianismo con la celebración de los sacramentos y especial la Eucaristía.
 
Pero la oración oficial y comunitaria no agotan las posibilidades de la oración. Por una parte, las instituciones religiosas recomiendan o imponen a sus miembros diferentes formas de oración privada que jalonan el transcurso de la vida ordinaria, y les dota de las fórmulas precisas para ello. Por otra parte, la presencia del misterio en las personas religiosas y en sus vidas suscita en ellas anhelos y experiencias que tienen su cauce normal de expresión en el recurso privado a fórmulas oficiales de oración, o en oraciones espontáneas en las que el sujeto expresa la presencia que origina su vida religiosa y que la ponen en relación con las circunstancias por las que discurre su vida. De ahí, la enorme variedad de formas de oración:  de petición, de alabanza, de petición de perdón, de queja, de acción de gracias, que llenan las páginas de los textos sagrados, que constituyen lo mejor de las tradiciones y que se hacen presentes en la vida de todas las personas religiosas.
Tras este inciso tan elemental como inevitable, volvamos a los datos de las encuestas sobre la presencia de la oración.
 
 

  1.   Significado de algunas de estas formas de oración

Dificultad para valorarla

 
La comparación de las cifras sobre la oración con las relativas a la práctica religiosa permiten concluir, en primer lugar, que los católicos practicantes viven y expresan su fe recurriendo, además de a las celebraciones oficiales, al ejercicio de algunas formas de oración personal. Por otra parte, el número notablemente mayor de personas que oran, en comparación con el de los practicantes, muestra que muchas personas que han abandonado o están abandonando la frecuentación de las celebraciones dominicales siguen recurriendo a la oración personal como expresión de una religiosidad que esas celebraciones no agotan. Además, el número de los que para la oración privada recurren a fórmulas tradicionales, tales como padrenuestro y el avemaría, muestra la existencia de una conexión importante con la institución religiosa y la tradición de la iglesia tras haber roto con la práctica habitual del culto impuesto y regulado por ella.
 
El enunciado de la cuestión a la que responde ese 35% de encuestados: «rezo del padrenuestro o del avemaría» y lo que esa expresión evoca de los hábitos del catolicismo tradicional parecerían remitir a una practica anclada en la costumbre y expuesta a la rutina. Sin embargo, la permanencia de esa costumbre contra el viento y la marea de las condiciones de vida actuales, la calidad de las fórmulas empleadas, y la existencia de altísimas formas de oración ligadas a la práctica de la oración vocal en no pocas personas invita a la prudencia y a evitar juicios apresurados sobre la falta de calidad de la oración de las personas que las utilizan.
La cifra más alta de los jóvenes que oran está representada por los que rezan para «pedir ayuda» (46%). El dato se corresponde con otro que muestra un número significativo de personas que acuden a la práctica religiosa especialmente en situaciones de necesidad. A mi modo de ver, se explica por el hecho de que la petición es la forma más extendida de oración, hasta el punto de que rezar es para algunos sinónimo de pedir, y la petición de bienes convenientes ha pasado a formar parte de numerosas y muy extendidas definiciones de oración. Aquí, la oración, más que ser la expresión de una necesidad profunda del sujeto, parece ser el recurso para responder a necesidades inmediatas cuando otros recursos se han mostrado ineficaces, o para apoyar la eficacia de los recursos «naturales».
 
¿Denota la pervivencia de esta forma de oración que quienes la emplean estén viviendo una religiosidad puramente funcional que convierta a Dios en undeus ex machina, le ponga al servicio de sus intereses, y proceda de una actitud más mágica que religiosa? Sin duda, es posible que sea así; pero la presencia constante de la oración de petición en las páginas de la Escritura, y la posibilidad de que la petición exprese una actitud de verdadera confianza, dando así lugar a una verdadera oración, nos impide generalizar la sospecha y descalificar desde el punto de vista religioso a los que mantienen esta forma de conexión con la tradición cristiana. Por otra parte, resulta imposible saber si el 23,9% de los que oran bajo la forma de la acción de gracias recurre a este tipo de oración en conexión con la oración de petición: para agradecer a Dios los dones recibidos, o para captar la benevolencia de aquél a quien se recurre, o si, por el contrario, su acción de gracias se dirige a Dios mismo y a su gloria y constituye, por tanto, una forma particular de oración de alabanza.
 
La «oración libre y espontánea» a la que se refieren más del 38% de los encuestados podría ser un indicio de esa «desregulación del creer», es decir, de esa tendencia al establecimiento de mediaciones personales, no reguladas por la institución, que destacan numerosos sociólogos como característica de la religión contemporánea. Por otra parte, el recurso a la «meditación, contemplación» (20,5%) y «lectura meditada» (13,5%) podría ser una muestra de la extensión de métodos orientalizantes entre no pocos cristianos occidentales. Sin embargo, la existencia de estas formas de oración en la mejor tradición cristiana nos fuerza una vez más a evitar extrapolaciones con un apoyo tan tenue en los datos. Más razonable parece, en cambio, sospechar en estas tres formas de oración la existencia de personas más decididamente separadas de la religión oficial y que buscan en ellas la expresión de necesidades religiosas que las instituciones no satisfacen.
Esta última observación nos introduce en una cuestión espinosa a la que remiten no pocas interpretaciones de los datos que comentamos.
 
 

  1. Necesidad de Dios, vida religiosa y oración

 
Con frecuencia se recurre a la presencia en el sujeto de una necesidad religiosa para explicar la existencia de la oración en situaciones de crisis de las religiones. De tal necesidad darían testimonio las numerosas formas de oración descritas hasta ahora y sobre todo el número nada desdeñable de personas que confiesan recurrir a diferentes formas de oración, al mismo tiempo que se declaran no religiosas, agnósticas y ateas.
 
La historia de las religiones está llena de imágenes en las que los sujetos expresan la relación con Dios de la que viven en términos de una necesidad primaria: el hambre, la sed, la inquietud constante, la pregunta radical. La vida religiosa en su conjunto aparece en los mismos textos como el conjunto de medios con los que la humanidad ha ido respondiendo a esa sed que la abrasa, a ese hambre que la devora. La oración, mediación más cercana al ejercicio de la actitud de la que surge la vida religiosa, ha producido en muchas ocasiones hermosas expresiones de la experiencia de tal necesidad: «Mi alma tiene sed de ti»; «mi carne tiene ansia de ti». Tal vez por eso, cuando se han derrumbado numerosas manifestaciones de la vida religiosa, la oración permanece como el último testigo de la permanencia de la necesidad de Dios connatural al hombre. Pero ¿lo es siempre?¿ Qué condiciones ha de tener la oración para ser expresión de una necesidad auténticamente religiosa?
 
Comencemos por anotar la ambigüedad que comporta el lenguaje de la necesidad aplicado a la vivencia de la relación religiosa. Por una parte, expresa muy vivamente la radicalidad de esa vivencia, la implicación extrema del sujeto en ella, la importancia decisiva de la realidad a la que se refiere para la vida de la persona. Sin embargo, varios rasgos de la vivencia de la necesidad muestran su inadecuación para expresar lo peculiar de la relación religiosa.
En efecto, la necesidad en el hombre remite a una carencia que le vuelca inexorablemente hacia un objeto capaz de satisfacerla. El hombre no dispone apenas de libertad para responder a sus necesidades. Las respuestas a nuestras necesidades se desencadenan en nosotros sin que seamos plenamente dueños de ellas. Por otra parte, la necesidad tiene su origen en el hombre y produce una relación que tiene en él su centro. De ahí que los sujetos religiosos, aunque se sirvan metafóricamente del lenguaje de la necesidad, prefieran el del deseo.
El deseo es ya una tendencia asumida por el sujeto e integrada en su dinamismo espiritual. Además, dice relación al otro y la presencia de éste requiere renunciar a hacer de él el objeto de la propia tendencia, requiere la renuncia a convertirlo en objeto. El ámbito del deseo es por eso más propicio para la experiencia y la expresión de la relación con el Misterio, realidad totalmente otra en relación con el hombre e inaccesible a la relación sujeto-objeto.
 
La peculiaridad del término de la relación religiosa ha llevado a los propios sujetos religiosos y a los estudiosos de la religión a matizar el mismo lenguaje del deseo como expresión de la vivencia de la relación religiosa. Frente a los muchos deseos que el hombre tiene, el sujeto religioso habla de lo que de verdad «desea tu corazón» (San Juan de la Cruz), del deseo que el hombre es, del «deseo natural de Dios» en que el hombre consiste. Se trata de un deseo que más que tener en Dios su objeto tiene en él su raíz, y que, por tanto, no tiene en el hombre su centro, al que Dios vendría a saciar, sino en Dios, cuya presencia en la raíz del sujeto imprime en él una tendencia hacia sí que le dota de una fuerza de atracción espiritual que orienta el conjunto de su vida.
El deseo-nostalgia de Dios (Nicolás de Cusa) hace, pues, del hombre un ser-para-Dios, un ser que no puede llegar a su perfección más que por el don libre de sí mismo de quien ha puesto en él ese deseo; un ser que aspira a ser algo que sólo puede hacerse realidad por la donación de aquel a quien su deseo aspira.
 
El vuelco que esta comprensión del deseo de Dios supone en la vivencia de la relación religiosa tiene un nombre preciso. Es la actitud teologal por la que el sujeto reconoce la presencia que lo origina y consiente libremente a ella. En esa actitud tenemos el criterio para discernir cuándo la necesidad en relación con Dios es religiosa y cuándo, por más ávidamente que se viva y se exprese, no es más que sucedáneo que la pervierte. En ella tenemos el criterio para discernir si las diferentes formas de oración, presuntas expresiones de la necesidad religiosa, son intentos del sujeto por apropiarse de Dios y ponerlo a su servicio y, por tanto, la última manifestación de la crisis de Dios en que desemboca la crisis religiosa, o medio por el que el sujeto consiente a la presencia originante y expresión de su deseo de vivir de acuerdo con ella.
Naturalmente, tal criterio, teóricamente claro, no permite decidir con la misma claridad cuándo la actitud y el comportamiento de un sujeto determinado encarna una o la otra postura. Cuándo la practica religiosa, la crisis de esa práctica y la ausencia o presencia de la oración tras esa crisis es manifestación de fe o expresión de increencia.
 
 

  1. La oración de los que no creen

 
Es el caso más sorprendente de la situación aparentemente anómala que venimos describiendo. Si la oración es «puesta en acto de la fe» ¿cómo se explica la oración de quien se declara no creyente? La clave de la respuesta a este aparente enigma está en la dificultad a la que acabamos de aludir para identificar tanto al creyente como al no creyente. «Sólo Dios conoce a los suyos», decía san Agustín. Por eso es posible que alguien que se confiesa no creyente se dirija, como Unamuno, al Dios al que teóricamente niega con palabras como estas: «Oye mi ruego, tú, Dios que no existes / y en tu nada recoge estas mis quejas». Realmente no sabemos cómo ora ese elevado número de personas contemporáneas nuestras que dicen recurrir a la oración, al mismo tiempo que se declaran no religiosos, agnósticos o ateos.
 
Pero no podemos descalificar a priori su declaración sobre la oración como un abuso del lenguaje ni su oración como necesariamente inauténtica. La razón es sencilla. Su declaración de ateísmo puede referirse a la figura del Dios que representan unas religiones con las que esas personas han vivido o viven un conflicto personal. Los ateos, dijo ya hace muchos años H. Duméry, no son ateos de Dios; son ateos de alguien. Ahora bien, rechazar al Dios de determinadas religiones no elimina esa «religión después de las religiones» (M. Gauchet), esa presencia originante del Misterio en la persona, esa «religación al poder de lo real» (X. Zubiri) de la que las diferentes religiones son plasmaciones históricas y culturales. Y esa presencia, elusiva para creyentes y no creyentes, puede ser presentida e incluso reconocida, acogida y vivida al margen de las religiones establecidas y de sus prácticas institucionales, originando así diferentes tipos posibles de oración, pararreligiosa, postreligiosa, o que utilice ecos de una tradición religiosa que el sujeto ya no es capaz de hacer plenamente suya.

  1. Wittgenstein representa un caso paradigmático de lo primero: «Pensar en el sentido de la vida es orar». Su expresión adquiere todo su significado a la luz de las afirmaciones que la siguen: «Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene sentido». A la formalaica,más propia de las tradiciones filosóficas que de las religiones, de expresar lo que significa Dios y la fe en él, corresponde una forma también laica de pensar y vivir la oración. Para conceder legitimidad a esta forma de expresarse no hay más que reconocer que Dios no se agota en la versión religiosa que de él dan las diferentes religiones, y que puede también revelarse bajo formas laicas.

 
Los hechos que resume la expresión «experiencias de trascendencia», atestiguados en no pocas encuestas, nos procuran un apoyo a la aceptación de las formas de oración a que venimos refiriéndonos. De acuerdo con esas encuestas, hay un número considerable de personas que reconocen haber vivido experiencias de contacto con una realidad enteramente superior a ellas mismas y a todo lo mundano, reconociendo en esa realidad a Dios en algunos casos y sin identificarla expresamente con él en otros.
Se trata de experiencias que ponen al sujeto en contacto con el limite de lo mundano y le permiten asomarse al más allá de misterio que rodea el mundo de la ciencia, la técnica y la mirada de la vida diaria. Sus formas son muy variadas y están siendo objeto de estudios minuciosos. En algunos casos pueden constituir verdaderas formas de oración no explícitamente religiosa, predisponer a ellas o suscitarlas. Sospecho que no pocos de los sujetos no religiosos o ateos de nuestras encuestas que declaran orar se refieren a hechos de esta naturaleza. En algunos casos tales experiencias pueden originar lo que los estudios actuales del fenómeno místico denominan formas de mística profana. La «mística de la cotidianidad» a la que se refería K. Rahner y lo que él denominaba «experiencias de Dios en la vida cotidiana» abren otro amplio campo a posibles formas de oración vividas bajo formas no expresamente religiosas e incluso ateas en el terreno de las formulaciones expresas.
 
Por otra parte, los textos de las tradiciones religiosas nos orientan en la misma dirección cuando desautorizan determinadas expresiones de oración religiosa: «No todo el que dice; Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos»; «Misericordia quiero y no sacrificios»; y, en cambio, afirman que el encuentro con Dios tiene lugar en la ayuda, el servicio y el amor a los hermanos: «Cuanto hicisteis a los más pequeños a mí me lo hicisteis»; «Tuve hambre y me disteis de comer…».
 
 

  1. La cuestión del sentido: ¿una forma de presencia callada de Dios

 
Un último apunte sobre la cuestión del sentido puesto que, sin duda, constituye uno de los puntos de partida fundamentales tanto para la educación a la fe de los jóvenes, en general, como para la educación de la oración, en particular.
En la cuestión del sentido se hace presente a la conciencia humana ese rasgo peculiar de su condición que hace que el hombre nunca coincida consigo mismo, esté habitado por una desproporción interior que le hace juzgar todo lo que hace, piensa, realiza y es a la luz de un criterio, de un ideal siempre presente, pero siempre inalcanzado; una especie de horizonte que envuelve todo el discurrir de sus días y lo orienta sin dejarse alcanzar en ningún momento.
 
Por eso la presencia del sentido de la vida es enteramente singular y cabe hacerse la pregunta que encabeza este comentario final, pues las características que presenta el hecho del sentido nos inclinan a pensar que cuando en la vida de muchas personas, y por mil razones que pueden ser históricas, sociales, culturales, personales, y también —en algunos casos— religiosas y eclesiales, se ha apagado el resplandor del rostro de Dios; cuando se ha ausentado su presencia y se ha callado el eco de su nombre, tal vez entonces la cuestión del sentido hace posible que alguna luz, aunque sea mortecina, siga brillando en la oscuridad, que el eclipse de Dios no sea total o, siéndolo, se deje percibir como tal.
Para cuántas personas todo eso del sentido puede ser la mecha humeante que les impide sumirse en una desesperación completa o les abre resquicios en un pensamiento que se dispone a cerrar el círculo de un sistema de explicación que no deje nada fuera de sí. Tal vez en los momentos de crisis de prácticas religiosas más complicadas debamos apreciar lo valioso de esa definición mínima de religión que alguien formula en estos términos: «el dogma relativamente modesto de que Dios no está loco». Y esa es, en definitiva, la creencia que alienta por debajo de la pregunta del sentido.
 
Indudablemente preguntarse por el sentido es lanzar al más allá un cable que sólo del más allá ha podido venirnos. Echar de menos razones para vivir, reconocer que vale la pena haber vivido, son otras tantas formas de honrar la Presencia de aquel que muchas veces oculta su nombre y sólo se deja atisbar a través de la huella de una ausencia. ¡
 
Juan Martín Velasco[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row][vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE AUTOR
Juan Martín Velasco es director del Instituto Superior de Pastoral (Madrid).
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Junto a la intensa crisis de la religión en España, los estudios sobre el tema señalan cómo muchos jóvenes, sin embargo, dicen recurrir frecuentemente a la oración. Una vez situado el dato, el autor analiza la relación entre oración, religión y fe, centrándose en el significado de algunas formas de la primera que, aunque difíciles de interpretar, apuntan a una especie de «vida religiosa» en la pregunta por el sentido apuntaría hacia una forma de presencia callada de Dios.
 
 
Los muchos y excelentes estudios sobre la situación religiosa de los jóvenes ponen de manifiesto un hecho extraño. Por una parte, en ellos se refleja en toda su crudeza y con la mayor intensidad la crisis de la religión que afecta al conjunto de las sociedades desarrolladas, y más particularmente, a las de Europa. Se trata de una crisis que afecta, en primer lugar, a la práctica institucionalmente regulada por las jerarquías eclesiásticas; en segundo lugar, al crédito de las Iglesias y a su capacidad para orientar la vida personal, social, espiritual e incluso religiosa de las personas; de una crisis, por fin, que parece afectar más profundamente a la vida misma de la fe de los sujetos.
 
En efecto, la crisis de la práctica y las instituciones religiosas y la secularización de la sociedad y la cultura parecen estar produciendo una «crisis de Dios» que tiene su manifestación más clara en la extensión de la increencia, sobre todo bajo la forma de la indiferencia religiosa. Recordemos como manifestación extrema de este hecho que en la última encuesta sobre los jóvenes españoles, el 32% de ellos se identifican con la expresión: «No sé si Dios existe; no tengo motivos para creer en el»; El 24% está de acuerdo con la afirmación: «Paso de Dios. No me interesa el tema»; y el 22, 4% hace suya la expresión: «Para mí Dios no existe».
Junto a estos datos, las mismas encuestas señalan la existencia de un número considerable de adultos y jóvenes que dicen recurrir con relativa frecuencia a diferentes formas de oración, al margen de las celebraciones establecidas por la Iglesia.
 
Desde que estos datos comenzaron a aparecer en las encuestas, primero los sociólogos y después los lectores de sus estudios vienen confesando la extrañeza que les produce un hecho tan anómalo. Esa extrañeza inicial viene dando lugar a interpretaciones y valoraciones contrapuestas. A unos, la presencia de la oración les lleva a relativizar y hasta minimizar la existencia y el alcance de la crisis religiosa. A otros, los datos que evidencian la crisis les llevan a buscar para los relativos a la oración explicaciones que confirmarían la extensión y la profundidad de la crisis religiosa. Las páginas que siguen pretenden ofrecer desde la fenomenología de la religión algunas consideraciones que ayuden a interpretar y evaluar el fenómeno en cuestión.
 
 

  1. Un marco más amplio en el que situar el hecho

 
El hecho al que se refieren los datos aparentemente contradictorios tiene un precedente que tal vez pueda servir de marco para su análisis. Desde hace varios decenios viene observándose que el proceso de secularización de las sociedades avanzadas, primero de los factores de la crisis religiosa, no ha conducido, contra las previsiones de muchos estudios teóricos, a la desaparición de la religión, sino a esos fenómenos, extraños a primera vista, que son la «eclosión» de lo sagrado en estado silvestre, la proliferación de nuevos movimientos religiosos y nuevas formas de religiosidad, y la diseminación de lo sagrado en las sociedades secularizadas.
 
En relación con este fenómeno se han ofrecido varias explicaciones. Según la primera, la crisis de las religiones institucionalizadas y de las Iglesias que las representan y las gestionan puede no significar crisis de la religión y de la religiosidad personal de los miembros de esas Iglesias. Podría incluso ser una manifestación de esa religiosidad que las instituciones religiosas gestionan, en la medida en que tales instituciones podrían no estar siendo fieles a la causa a la que sirven, y las nuevas manifestaciones «espontáneas» de lo religioso podrían ser nuevos cauces que está abriendo la necesidad de religiosidad presente en el sujeto que la crisis institucional no es capaz de eliminar. Para otros intérpretes, las nuevas manifestaciones de la religiosidad serían la más clara expresión de la marginalidad de la religión en la actual situación sociocultural y, por tanto, de la profundidad de la crisis que padece.
 
No faltan quienes, fijándose sobre todo en el cambio religioso de los últimos decenios, y subrayando determinados rasgos peculiares de las nuevas formas de religión: parentesco con la magia y el esoterismo, tendencia a la organización sectaria, orientación de las mismas hacia la satisfacción de necesidades de determinados grupos poco adaptados a la nueva situación sociocultural, y frecuentes distorsiones en la forma de entender y vivir lo sagrado, denuncian esas nuevas formas de religiosidad como perversiones de la religión, reducida a medio de satisfacción de determinadas necesidades humanas, y la consecuencia práctica de la reducción antropológica de la religión imperante, en el terreno teórico, en el pensamiento moderno desde L. Feuerbach.
Situado el hecho que nos ocupa en este marco más amplio, se impone, para avanzar en la interpretación, evaluación y discernimiento del mismo, un análisis más detenido de los datos que lo configuran.
 
 

  1. La oración y sus formas principales en las encuestas recientes

 
En la encuesta Valores 2000, el 61% de los encuestados dicen tener momentos de oración. Por otra parte, reconocen tener esos momentos el 32% de personas no religiosas, el 20% de indiferentes y agnósticos y el 14% de no creyentes y ateos. En cuanto a la frecuencia de esos momentos los practican semanalmente el 39% del total. Por edades, los comprendidos entre dieciocho y veinticuatro años oran una vez a la semana, el 17%, una vez al mes, el 20%. Los de 25 a 34 años oran una vez a la semana el 29% y una vez al mes, el 15%.
La encuesta Jóvenes 99 permite descubrir las formas que reviste la oración de los encuestados, al margen de la práctica del culto. Así, el 39% de los que oran lo hacen con el rezo del padrenuestro y el avemaría. El 38% oran de forma libre y espontánea; el 45% lo hace para pedir ayuda; lo hacen dedicados a la meditación y contemplación, el 20,5%; mediante lectura meditada, el 13,5%; con oración de acción de gracias el 23, 9%; y con oración comunitaria con amigos, el 14,1%. Dicen no rezar nunca el 44%.
 
Basta comparar estas cifras con las relativas a la creencia en Dios, a la práctica del culto, a la confianza en la Iglesia, a la identificación con expresiones de agnosticismo, indiferencia y ateísmo, para ver la importancia de las cifras relativas a la oración que acabamos de resumir. Pero ¿qué significan tales cifras? ¿Qué indican sobre la religiosidad o la fe de quienes están reflejados en ellas? Para responder a tales cuestiones me parece indispensable ofrecer un resumen de las conclusiones de la fenomenología de la religión sobre la oración y su lugar en el conjunto del fenómeno religioso.
 
 

  1. Oración, religión y fe

 
La oración es una de las mediaciones más universales de la vida religiosa. Es, además, la mediación más próxima a la actitud religiosa de respuesta al misterio de la que todas las mediaciones surgen. De ahí que se haya podido afirmar, parafraseando una expresión de Santo Tomás, que la oración es la puesta en acto, la puesta ejercicio de la religión o de la fe, o, en términos figurados, la hija primera de la religión. Una hija que, si bien vive de la madre y se nutre de su influjo, en algunas ocasiones asume la tarea de nutrir y alimentar a su madre. La importancia de la oración para la vida religiosa explica el lugar preponderante que ocupa en todas las religiones. Bajo la forma de la llamada oración oficial y asociada al culto, la oración es con frecuencia el medio por excelencia para el ejercicio, el mantenimiento y la consolidación de la identidad de las comunidades, como sucede en el cristianismo con la celebración de los sacramentos y especial la Eucaristía.
 
Pero la oración oficial y comunitaria no agotan las posibilidades de la oración. Por una parte, las instituciones religiosas recomiendan o imponen a sus miembros diferentes formas de oración privada que jalonan el transcurso de la vida ordinaria, y les dota de las fórmulas precisas para ello. Por otra parte, la presencia del misterio en las personas religiosas y en sus vidas suscita en ellas anhelos y experiencias que tienen su cauce normal de expresión en el recurso privado a fórmulas oficiales de oración, o en oraciones espontáneas en las que el sujeto expresa la presencia que origina su vida religiosa y que la ponen en relación con las circunstancias por las que discurre su vida. De ahí, la enorme variedad de formas de oración:  de petición, de alabanza, de petición de perdón, de queja, de acción de gracias, que llenan las páginas de los textos sagrados, que constituyen lo mejor de las tradiciones y que se hacen presentes en la vida de todas las personas religiosas.
Tras este inciso tan elemental como inevitable, volvamos a los datos de las encuestas sobre la presencia de la oración.
 
 

  1.   Significado de algunas de estas formas de oración

Dificultad para valorarla

 
La comparación de las cifras sobre la oración con las relativas a la práctica religiosa permiten concluir, en primer lugar, que los católicos practicantes viven y expresan su fe recurriendo, además de a las celebraciones oficiales, al ejercicio de algunas formas de oración personal. Por otra parte, el número notablemente mayor de personas que oran, en comparación con el de los practicantes, muestra que muchas personas que han abandonado o están abandonando la frecuentación de las celebraciones dominicales siguen recurriendo a la oración personal como expresión de una religiosidad que esas celebraciones no agotan. Además, el número de los que para la oración privada recurren a fórmulas tradicionales, tales como padrenuestro y el avemaría, muestra la existencia de una conexión importante con la institución religiosa y la tradición de la iglesia tras haber roto con la práctica habitual del culto impuesto y regulado por ella.
 
El enunciado de la cuestión a la que responde ese 35% de encuestados: «rezo del padrenuestro o del avemaría» y lo que esa expresión evoca de los hábitos del catolicismo tradicional parecerían remitir a una practica anclada en la costumbre y expuesta a la rutina. Sin embargo, la permanencia de esa costumbre contra el viento y la marea de las condiciones de vida actuales, la calidad de las fórmulas empleadas, y la existencia de altísimas formas de oración ligadas a la práctica de la oración vocal en no pocas personas invita a la prudencia y a evitar juicios apresurados sobre la falta de calidad de la oración de las personas que las utilizan.
La cifra más alta de los jóvenes que oran está representada por los que rezan para «pedir ayuda» (46%). El dato se corresponde con otro que muestra un número significativo de personas que acuden a la práctica religiosa especialmente en situaciones de necesidad. A mi modo de ver, se explica por el hecho de que la petición es la forma más extendida de oración, hasta el punto de que rezar es para algunos sinónimo de pedir, y la petición de bienes convenientes ha pasado a formar parte de numerosas y muy extendidas definiciones de oración. Aquí, la oración, más que ser la expresión de una necesidad profunda del sujeto, parece ser el recurso para responder a necesidades inmediatas cuando otros recursos se han mostrado ineficaces, o para apoyar la eficacia de los recursos «naturales».
 
¿Denota la pervivencia de esta forma de oración que quienes la emplean estén viviendo una religiosidad puramente funcional que convierta a Dios en undeus ex machina, le ponga al servicio de sus intereses, y proceda de una actitud más mágica que religiosa? Sin duda, es posible que sea así; pero la presencia constante de la oración de petición en las páginas de la Escritura, y la posibilidad de que la petición exprese una actitud de verdadera confianza, dando así lugar a una verdadera oración, nos impide generalizar la sospecha y descalificar desde el punto de vista religioso a los que mantienen esta forma de conexión con la tradición cristiana. Por otra parte, resulta imposible saber si el 23,9% de los que oran bajo la forma de la acción de gracias recurre a este tipo de oración en conexión con la oración de petición: para agradecer a Dios los dones recibidos, o para captar la benevolencia de aquél a quien se recurre, o si, por el contrario, su acción de gracias se dirige a Dios mismo y a su gloria y constituye, por tanto, una forma particular de oración de alabanza.
 
La «oración libre y espontánea» a la que se refieren más del 38% de los encuestados podría ser un indicio de esa «desregulación del creer», es decir, de esa tendencia al establecimiento de mediaciones personales, no reguladas por la institución, que destacan numerosos sociólogos como característica de la religión contemporánea. Por otra parte, el recurso a la «meditación, contemplación» (20,5%) y «lectura meditada» (13,5%) podría ser una muestra de la extensión de métodos orientalizantes entre no pocos cristianos occidentales. Sin embargo, la existencia de estas formas de oración en la mejor tradición cristiana nos fuerza una vez más a evitar extrapolaciones con un apoyo tan tenue en los datos. Más razonable parece, en cambio, sospechar en estas tres formas de oración la existencia de personas más decididamente separadas de la religión oficial y que buscan en ellas la expresión de necesidades religiosas que las instituciones no satisfacen.
Esta última observación nos introduce en una cuestión espinosa a la que remiten no pocas interpretaciones de los datos que comentamos.
 
 

  1. Necesidad de Dios, vida religiosa y oración

 
Con frecuencia se recurre a la presencia en el sujeto de una necesidad religiosa para explicar la existencia de la oración en situaciones de crisis de las religiones. De tal necesidad darían testimonio las numerosas formas de oración descritas hasta ahora y sobre todo el número nada desdeñable de personas que confiesan recurrir a diferentes formas de oración, al mismo tiempo que se declaran no religiosas, agnósticas y ateas.
 
La historia de las religiones está llena de imágenes en las que los sujetos expresan la relación con Dios de la que viven en términos de una necesidad primaria: el hambre, la sed, la inquietud constante, la pregunta radical. La vida religiosa en su conjunto aparece en los mismos textos como el conjunto de medios con los que la humanidad ha ido respondiendo a esa sed que la abrasa, a ese hambre que la devora. La oración, mediación más cercana al ejercicio de la actitud de la que surge la vida religiosa, ha producido en muchas ocasiones hermosas expresiones de la experiencia de tal necesidad: «Mi alma tiene sed de ti»; «mi carne tiene ansia de ti». Tal vez por eso, cuando se han derrumbado numerosas manifestaciones de la vida religiosa, la oración permanece como el último testigo de la permanencia de la necesidad de Dios connatural al hombre. Pero ¿lo es siempre?¿ Qué condiciones ha de tener la oración para ser expresión de una necesidad auténticamente religiosa?
 
Comencemos por anotar la ambigüedad que comporta el lenguaje de la necesidad aplicado a la vivencia de la relación religiosa. Por una parte, expresa muy vivamente la radicalidad de esa vivencia, la implicación extrema del sujeto en ella, la importancia decisiva de la realidad a la que se refiere para la vida de la persona. Sin embargo, varios rasgos de la vivencia de la necesidad muestran su inadecuación para expresar lo peculiar de la relación religiosa.
En efecto, la necesidad en el hombre remite a una carencia que le vuelca inexorablemente hacia un objeto capaz de satisfacerla. El hombre no dispone apenas de libertad para responder a sus necesidades. Las respuestas a nuestras necesidades se desencadenan en nosotros sin que seamos plenamente dueños de ellas. Por otra parte, la necesidad tiene su origen en el hombre y produce una relación que tiene en él su centro. De ahí que los sujetos religiosos, aunque se sirvan metafóricamente del lenguaje de la necesidad, prefieran el del deseo.
El deseo es ya una tendencia asumida por el sujeto e integrada en su dinamismo espiritual. Además, dice relación al otro y la presencia de éste requiere renunciar a hacer de él el objeto de la propia tendencia, requiere la renuncia a convertirlo en objeto. El ámbito del deseo es por eso más propicio para la experiencia y la expresión de la relación con el Misterio, realidad totalmente otra en relación con el hombre e inaccesible a la relación sujeto-objeto.
 
La peculiaridad del término de la relación religiosa ha llevado a los propios sujetos religiosos y a los estudiosos de la religión a matizar el mismo lenguaje del deseo como expresión de la vivencia de la relación religiosa. Frente a los muchos deseos que el hombre tiene, el sujeto religioso habla de lo que de verdad «desea tu corazón» (San Juan de la Cruz), del deseo que el hombre es, del «deseo natural de Dios» en que el hombre consiste. Se trata de un deseo que más que tener en Dios su objeto tiene en él su raíz, y que, por tanto, no tiene en el hombre su centro, al que Dios vendría a saciar, sino en Dios, cuya presencia en la raíz del sujeto imprime en él una tendencia hacia sí que le dota de una fuerza de atracción espiritual que orienta el conjunto de su vida.
El deseo-nostalgia de Dios (Nicolás de Cusa) hace, pues, del hombre un ser-para-Dios, un ser que no puede llegar a su perfección más que por el don libre de sí mismo de quien ha puesto en él ese deseo; un ser que aspira a ser algo que sólo puede hacerse realidad por la donación de aquel a quien su deseo aspira.
 
El vuelco que esta comprensión del deseo de Dios supone en la vivencia de la relación religiosa tiene un nombre preciso. Es la actitud teologal por la que el sujeto reconoce la presencia que lo origina y consiente libremente a ella. En esa actitud tenemos el criterio para discernir cuándo la necesidad en relación con Dios es religiosa y cuándo, por más ávidamente que se viva y se exprese, no es más que sucedáneo que la pervierte. En ella tenemos el criterio para discernir si las diferentes formas de oración, presuntas expresiones de la necesidad religiosa, son intentos del sujeto por apropiarse de Dios y ponerlo a su servicio y, por tanto, la última manifestación de la crisis de Dios en que desemboca la crisis religiosa, o medio por el que el sujeto consiente a la presencia originante y expresión de su deseo de vivir de acuerdo con ella.
Naturalmente, tal criterio, teóricamente claro, no permite decidir con la misma claridad cuándo la actitud y el comportamiento de un sujeto determinado encarna una o la otra postura. Cuándo la practica religiosa, la crisis de esa práctica y la ausencia o presencia de la oración tras esa crisis es manifestación de fe o expresión de increencia.
 
 

  1. La oración de los que no creen

 
Es el caso más sorprendente de la situación aparentemente anómala que venimos describiendo. Si la oración es «puesta en acto de la fe» ¿cómo se explica la oración de quien se declara no creyente? La clave de la respuesta a este aparente enigma está en la dificultad a la que acabamos de aludir para identificar tanto al creyente como al no creyente. «Sólo Dios conoce a los suyos», decía san Agustín. Por eso es posible que alguien que se confiesa no creyente se dirija, como Unamuno, al Dios al que teóricamente niega con palabras como estas: «Oye mi ruego, tú, Dios que no existes / y en tu nada recoge estas mis quejas». Realmente no sabemos cómo ora ese elevado número de personas contemporáneas nuestras que dicen recurrir a la oración, al mismo tiempo que se declaran no religiosos, agnósticos o ateos.
 
Pero no podemos descalificar a priori su declaración sobre la oración como un abuso del lenguaje ni su oración como necesariamente inauténtica. La razón es sencilla. Su declaración de ateísmo puede referirse a la figura del Dios que representan unas religiones con las que esas personas han vivido o viven un conflicto personal. Los ateos, dijo ya hace muchos años H. Duméry, no son ateos de Dios; son ateos de alguien. Ahora bien, rechazar al Dios de determinadas religiones no elimina esa «religión después de las religiones» (M. Gauchet), esa presencia originante del Misterio en la persona, esa «religación al poder de lo real» (X. Zubiri) de la que las diferentes religiones son plasmaciones históricas y culturales. Y esa presencia, elusiva para creyentes y no creyentes, puede ser presentida e incluso reconocida, acogida y vivida al margen de las religiones establecidas y de sus prácticas institucionales, originando así diferentes tipos posibles de oración, pararreligiosa, postreligiosa, o que utilice ecos de una tradición religiosa que el sujeto ya no es capaz de hacer plenamente suya.

  1. Wittgenstein representa un caso paradigmático de lo primero: «Pensar en el sentido de la vida es orar». Su expresión adquiere todo su significado a la luz de las afirmaciones que la siguen: «Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene sentido». A la formalaica,más propia de las tradiciones filosóficas que de las religiones, de expresar lo que significa Dios y la fe en él, corresponde una forma también laica de pensar y vivir la oración. Para conceder legitimidad a esta forma de expresarse no hay más que reconocer que Dios no se agota en la versión religiosa que de él dan las diferentes religiones, y que puede también revelarse bajo formas laicas.

 
Los hechos que resume la expresión «experiencias de trascendencia», atestiguados en no pocas encuestas, nos procuran un apoyo a la aceptación de las formas de oración a que venimos refiriéndonos. De acuerdo con esas encuestas, hay un número considerable de personas que reconocen haber vivido experiencias de contacto con una realidad enteramente superior a ellas mismas y a todo lo mundano, reconociendo en esa realidad a Dios en algunos casos y sin identificarla expresamente con él en otros.
Se trata de experiencias que ponen al sujeto en contacto con el limite de lo mundano y le permiten asomarse al más allá de misterio que rodea el mundo de la ciencia, la técnica y la mirada de la vida diaria. Sus formas son muy variadas y están siendo objeto de estudios minuciosos. En algunos casos pueden constituir verdaderas formas de oración no explícitamente religiosa, predisponer a ellas o suscitarlas. Sospecho que no pocos de los sujetos no religiosos o ateos de nuestras encuestas que declaran orar se refieren a hechos de esta naturaleza. En algunos casos tales experiencias pueden originar lo que los estudios actuales del fenómeno místico denominan formas de mística profana. La «mística de la cotidianidad» a la que se refería K. Rahner y lo que él denominaba «experiencias de Dios en la vida cotidiana» abren otro amplio campo a posibles formas de oración vividas bajo formas no expresamente religiosas e incluso ateas en el terreno de las formulaciones expresas.
 
Por otra parte, los textos de las tradiciones religiosas nos orientan en la misma dirección cuando desautorizan determinadas expresiones de oración religiosa: «No todo el que dice; Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos»; «Misericordia quiero y no sacrificios»; y, en cambio, afirman que el encuentro con Dios tiene lugar en la ayuda, el servicio y el amor a los hermanos: «Cuanto hicisteis a los más pequeños a mí me lo hicisteis»; «Tuve hambre y me disteis de comer…».
 
 

  1. La cuestión del sentido: ¿una forma de presencia callada de Dios

 
Un último apunte sobre la cuestión del sentido puesto que, sin duda, constituye uno de los puntos de partida fundamentales tanto para la educación a la fe de los jóvenes, en general, como para la educación de la oración, en particular.
En la cuestión del sentido se hace presente a la conciencia humana ese rasgo peculiar de su condición que hace que el hombre nunca coincida consigo mismo, esté habitado por una desproporción interior que le hace juzgar todo lo que hace, piensa, realiza y es a la luz de un criterio, de un ideal siempre presente, pero siempre inalcanzado; una especie de horizonte que envuelve todo el discurrir de sus días y lo orienta sin dejarse alcanzar en ningún momento.
 
Por eso la presencia del sentido de la vida es enteramente singular y cabe hacerse la pregunta que encabeza este comentario final, pues las características que presenta el hecho del sentido nos inclinan a pensar que cuando en la vida de muchas personas, y por mil razones que pueden ser históricas, sociales, culturales, personales, y también —en algunos casos— religiosas y eclesiales, se ha apagado el resplandor del rostro de Dios; cuando se ha ausentado su presencia y se ha callado el eco de su nombre, tal vez entonces la cuestión del sentido hace posible que alguna luz, aunque sea mortecina, siga brillando en la oscuridad, que el eclipse de Dios no sea total o, siéndolo, se deje percibir como tal.
Para cuántas personas todo eso del sentido puede ser la mecha humeante que les impide sumirse en una desesperación completa o les abre resquicios en un pensamiento que se dispone a cerrar el círculo de un sistema de explicación que no deje nada fuera de sí. Tal vez en los momentos de crisis de prácticas religiosas más complicadas debamos apreciar lo valioso de esa definición mínima de religión que alguien formula en estos términos: «el dogma relativamente modesto de que Dios no está loco». Y esa es, en definitiva, la creencia que alienta por debajo de la pregunta del sentido.
 
Indudablemente preguntarse por el sentido es lanzar al más allá un cable que sólo del más allá ha podido venirnos. Echar de menos razones para vivir, reconocer que vale la pena haber vivido, son otras tantas formas de honrar la Presencia de aquel que muchas veces oculta su nombre y sólo se deja atisbar a través de la huella de una ausencia. ¡
 
Juan Martín Velasco[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]