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Mito y metáfora
El debate sobre los jóvenes siempre ha sido uno de los temas con los que la sociedad ha reflexionado sobre sí misma. Y también siempre corriendo el peligro de olvidar que, propiamente hablando, no hay problemas o cuestiones juveniles, sino problemas sociales que se reflejan o condensan en los jóvenes.
A lo largo de la historia, por otro lado, la juventud ha sido frecuentemente una «metáfora de las ideologías». Ahora, cansados de responsos ante el cadáver de las ideologías, los jóvenes se han convertido en uno de los grandes referentes cuasi mitológicos de nuestra cultura. La «juvenilización» se expande en un permanente proceso que, desde la cultura y los medios de comunicación, lo invade todo. Junto a esta exaltación, las generaciones jóvenes son las más explotadas en los caprichos de la modernidad. En fin, «vende» por doquier «lo joven» y, desgraciadamente, los verdaderos jóvenes están cada día más vendidos.
Metáforas y manías
Vendidos, en primer lugar, porque quizá hablamos más de la cuenta de quienes seguramente preferirían hablar por sí mismos, aunque no estén acostumbrados; porque no terminamos de convencernos, en segundo lugar, que muchas de las cosas que el joven piensa o hace no las entiende el que no es joven sino después de un profundo proceso de simpatía y compasión, en el que no es infrecuente quedarse a medio camino, es decir, en formas más o menos solapadas de paternalismo y apenamiento.
Casi sin darnos cuenta, las metáforas derivan en manías o cosas peores. Así, los utilizamos como terreno gratuito de nuestras proyecciones y justificaciones de adultos: a los jóvenes se les pueden achacar muchos desmanes y atribuir la falta de sentido que notamos en tantos campos de nuestra vida. Por semejantes derroteros, por ejemplo, esa habitual manía de vincular jóvenes y futuro, no pocas veces, termina por apartarnos de la realidad o por inventarnos un juicio sobre ellos en virtud de las expectativas de futuro que nos hacemos. Las generaciones jóvenes, en definitiva, están sirviendo más de lo conveniente para controlar, esconder y proyectar las incertidumbres y/o esperanzas personales y sociales de los adultos.
Los jóvenes y el futuro
En este número de Misión Joven, por tanto, no quisiéramos caer en ninguna de las trampas comentadas u otras parecidas. Pretendemos asomarnos al futuro, mirando cómo lo contemplan, qué piensan de su futuro y, por último, qué hacer nosotros para construir el futuro «con» los jóvenes.
No será posible entender nada de todo eso, si prescindimos del contexto social. Y vamos a entrar en el siglo XXI con un mundo cuyas profundas mutaciones discurrirán, sin duda, en la dirección hacia donde apunta la globalización neocapitalista, la revolución tecnológica o la «instauración social de la mujer» —entre otras direcciones del futuro, según apunta J. Elzo en uno de los estudios—. Los claroscuros implicados en cada una de ellas despliegan una compleja realidad plagada de contradicciones, con la que fácilmente se quiebra la unidad de la persona y se canonizan las relaciones débiles, oscureciendo o eliminando aquellos marcos de referencia imprescindibles para saber por dónde tirar en la vida.
Los jóvenes y la fe cristiana
Cualquier análisis del futuro que excluya la dimensión religiosa será siempre deficiente, por más que pretenda —por ejemplo— ser científico. Cuando el hombre se olvida, pierde o descuida la re-ligación con un misterio capaz de aportarle pruebas del sentido de su vida, termina a la deriva y habitando la intemperie, a merced de toda clase de tormentas y «palabras habladas» que se lleva el viento. La «sensibilidad religiosa» permite encontrar al Misterio mayor, al Dios nombrado de mil formas, como el ser «entrañado» en las personas y cosas, la «palabra hablante» con la que descifrar el mensaje de la vida.
Pues bien, nos enfrentamos aquí con un presente que nos cuesta admitir, aunque los datos son muy claros: en la práctica se ha agotado un modelo concreto de socialización religiosa y nos ha pillado toro. Salimos del paso con capotazos por aquí y por allá, pero lo cierto es que no estábamos preparados para lidiar con semejante mihura. Dicho agotamiento, en definitiva, está ligado tanto a una inadecuada o mala transmisión del cristianismo como a una deficiente incorporación de los jóvenes a la vida y acción de la Iglesia.
Hemos de contemplar a Dios —abandonando nuestra seguridad de convencidos— en y con los jóvenes a los que resulta difícil o imposible creer y rechazan formas, experiencias y prácticas religiosas; el futuro pasa por reflexionar y reconstruir «con ellos» —con una sinceridad radical— lo que queremos decirles a la hora de hablar de Dios, de Cristo… Mientras tanto, mientras no seamos capaces de abrir nuevos huecos a la trascendencia, los jóvenes permanecen felizmente instalados en la cotidianidad… buscando aquel beso que, al menos, calme los rumores de otras iquietudes y miedos.
José Luis Moral
director@misionjoven.org[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]