Camboya, adolescente y solitaria

1 octubre 2000

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Chumbriet-suo (hola en camboyano)  a los lectores de Misión Joven. Ya casi nadie habla de Camboya o de Phnom Penh —esa ciudad moderna, digna de ser visitadas en vacaciones, paraíso del turismo—. Realmente no tiene ningún atractivo que represente los mismos paradigmas esperados por un turista normal cuando llega a cualquier país. Son otros los atractivos de Camboya, esos que van más allá del simple ver o disfrutar y que sólo resultan accesibles a aquellos que no miran a los pueblos con los «ojos en ráfaga», como dice una canción sudamericana, sino que son capaces de demorarse en los pequeños pero infinitos detalles de una cultura.
No hay montañas propiamente en Phnom Penh, pero su nombre significa «montaña sagrada». Una pequeña colina en el centro de la ciudad es la base del principal centro de culto budista del país, con hermosos jardines en donde antaño vivían cientos de monos —como el animal sagrado—. Digno de ver el movimiento en esta ciudad; ante todo, una cantidad inmensa de motocicletas sin ningún orden que cruzan en todos los sentidos y desesperan hasta al más paciente.
 
Una ciudad llena de comerciantes tailandeses, vietnamitas, chinos y japoneses que parecen los verdaderos habitantes, mientras los camboyanos viven y trabajan en el campo. Esencialmente nos encontramos en un país agrario, arrocero, cuya cultura gira en torno a ello. Su idioma es el kamer, un lenguaje bastante antiguo con lejanísimas familiaridades con el sánscrito. Sencilla la gramática, pero difícil la pronunciación para los occidentales, amén  de las numerosísimas palabras que pueblan el vocabulario.
La religión mayoritaria es el budismo, y su filosofía permea los actos cotidianos del camboyano: la manera de saludar, que consiste en una reverencia con las manos juntas a la altura de la barbilla, el lenguaje diferenciado para los distintos gremios, el espiritu de tolerancia y respeto y esa permanente amabilidad y sonrisa asiática, que en muchos casos oculta sus tristezas. Con todo esto, no se encuentra explicación para una guerra tan cruel como la que tuvo este país, donde en un corto período de tiempo fueran asesinados casi dos millones de personas en un terrible magnicidio más que comparable al genocidio nazi.
 
 

  1. «Prea Yesú»

 
Ese es el nombre con el que se conoce a Jesucristo en Camboya. En torno a él sigue viva una pequeña iglesia, que ha subsistido por muchos años a través de la convulsa historia del país. Y una sola parroquia con sede en Phnom Penh, aunque existen congregaciones religiosas entregadas de pleno a la misión. Los domingos en la mañana se reúnen católicos, que son un buen número, de todos los alrededores de Phnom Penh. La capilla es un edificio de tres pisos con cierto estilo francés, varios salones utilizados para catequesis y dos templos amplios y ambientados con numerosos símbolos kamer.
No existen asientos en ningún centro de culto, de manera que los fieles se sientan en los siempre relucientes pisos —con esteras y en posición de loto, posición normal para los camboyanos—, y así permanecen toda la Eucaristía, siguiendo las lecturas en los folletos en kamer y cantando con sus voces suaves y agudas. Verlos entrar al templo, sin zandalias (porque en Camboya usar zapatos es bien difícil, dado que siempre se quitan los calzados al entrar a cualquier recinto y más si es sagrado), y hacer su típica inclinación ante el Santísimo, chicos y grandes, y después sentarse en el piso, crea e invita a meterse en un auténtico ambiente de recogimiento.
 
Los domingos por la tarde, los jóvenes van a la catequesis para preparar su bautismo. Esa preparación es todo un camino, con metas pormenorizadas y lectura permanente de la Biblia. Una buena cantidad de muchachos ha iniciado su caminar al lado de Cristo. (Es el domingo, por supuesto, el día en que se todos se ponen sus mejores vestidos: los varones con atuendos occidentales— salvo el uso de la zandalia— y las chicas unas faldas estrechas, oscuras y largas hasta las pantorrillas, junto a la clásica blusa blanca; todo apunta a normas muy conservadoras para la mujer que, por cierto, sufre de un machismo milenario —por ejemplo, el noviazgo no existe en Camboya, está mal visto; practicamente el matrimonio es un convenio entre el hombre y los padres de la muchacha en donde hay practicamente una compra—).
Hombres y mujeres parecen vivir en mundos distintos y excluyentes y en donde las expresiones entre los dos sexos están mal vistas. Por lo mismo, la zona de tolerancia en Phnom Penh es otro drama: allí abundan las prostitutas, por lo general vietnamitas, en un comercio sexual aberrante —oficial y supuestamente prohibido—, además de todo tipo de abuso con niños y niñas menores de edad que constituyen uno de los mayores atractivos del «turismo sexual».
 
En provincias, la Iglesia está presente en los misioneros. Sólo Phnom Penh puede considerarse propiamente una ciudad con casi un millón de habitantes, los demás son pequeños poblados y aldeas. La vida en el campo es bien distinta a la de la ciudad; completamente de espaldas a cualquier manifestación de la vida moderna: numerosos lugares sin servicios públicos; casas pequeñas, de aproximadamente 8 metros cuadrados, sin divisiones interiores, en madera y reposando sobre cuatro pilares que dejan un espacio inferior que llenan de agua para los regadíos de arroz. Frente a cada casa, una especie de mesa que ocupa media fachada de la casa y funciona como lugar de reposo en donde la familia entera se sienta al medio día y al atardecer, después de la dura faena, en posición de loto, a conversar o simplemente a mirar en una actitud que recuerda la meditación budista.
La educación, por otra parte, es nula en un país que siempre estuvo en guerra —veinte años seguidos—, de manera que el analfabetismo es alto, pocos los profesores y mal pagados. Pero por ahí, camina Prea Yesú, con una cromá —chal característico de Camboya— en la cabeza y sentándose en posición de loto en el frontis de cada casa de familias que no tienen idea de dónde queda Nazaret de Galilea.
 
 

  1. Sonrisa para una foto

 
La inmensa tropa de niños y muchachos huérfanos, niños de la calle y viudas,  es tan numeroso como los granos del arroz con el que viven. Si vas al mercado, de pronto sientes que una manita tira de tu pantalón, y ves a un pequeñín después con sus manitas juntas en la barbilla, una mirada de súplica y unas frases en kamer que, si no entiendes, comprendes. Son los niños de la calle, sin nada y sin nadie. Centenares. Ni las ONG ni las comunidades religiosas dan abasto. Los que están recogidos en internados son relativamente pocos. Sólo en esos lugares encuentran comida, ropa que nunca tuvieron y la educación que su Estado no les puede brindar. Y pese a todo, también en los internados, se encuentra uno con niños y muchachos con el alma completamente desolada. Como el asiático abre muy poco su corazón a la expresión, se cubre con una sonrisa, pero en el interior de sus ojos se percibe la tristeza y la incertidumbre por el futuro.
A veces se apartan a cualquier rincón y su mirada se pierde en el infinito en donde los fantasmas acuden a su encuentro. Muchos nacieron en campos de refugiados, otros vieron morir a sus familias, otros perdieron piernas en campos cobardemente minados.
 
A pesar de todo, tienen consigo las ganas de vivir y eso es ya una gran esperanza, tienen también las manos de una gran cantidad de misioneros que se han entregado completamente a Camboya. «Camboya enamora… tarda, pero enamora», dice uno de ellos; eso de tarda remite a lo difícil que resulta inicialmente la comunicación: no bastan las palabras, se necesita tiempo para saber qué piensa un camboyano, para hacerle entender a qué se ha ido a Camboya, que el extranjero no siempre significa dólares, sino que muchos van para significar amor.
Enamora cuando el camboyano abre su corazón completamente, cuando está dispuesto a que te pasees por su alma tranquilamente; es, entonces, cuando ya no sientes su sonrisa por simple amabilidad social, sino que sientes el brillo de la amistad —y donde hay amistad está el campo abierto al Evangelio—.
Con sus tristezas, sus recuerdos amargos, Camboya tiene futuro. Basta que creamos en ella, no sólo los que hemos venido aquí, sino ellos mismos. A veces les invade un fuerte pesimismo: sienten que su idioma no es bueno, que no son guapos, que cualquier extranjero siempre será mejor que ellos. Hay que mostrarles cuán bellos y grandes pueden ser. Además, para la foto, nadie en el mundo sonríe mejor que un camboyano.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]