Rehabilitación crítica de la utopía a contratiempo

1 enero 2000

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            Síntesis del Artículo

«No corren vientos propicios para la utopía» y, encima, nos intentan convencer de que «está haciéndose realidad a través de la globalización». Desenmascarada esta trampa y otras que parecen igualmente pervertir la utopía, el autor encara la cuestión de cómo recuperar su verdadero sentido, enraizado tanto en la realidad como en el »ser-en-esperanza» que constituye a cada persona. Ante todos los reproches actuales, en fin, es posible hoy rehabilitar críticamente la utopía.
 
¡ Juan-José Tamayo es teólogo y Secretario de la Asociación de Teólogos y Teólogas «Juan XXIII».
 

 
 

  1. El destierro de la utopía

 
No corren vientos propicios para la utopía. Quizá nunca los hayan corrido y ésa sea su característica principal: la de tener que avanzar contra viento y marea. La situación de destierro en que viven hoy las personas y los proyectos utópicos en nuestro mundo es muy similar a la de los poetas en la República de Platón. El filósofo griego los expulsa de la República alegando cosas como éstas: son meros imitadores y no creadores; no contribuyen a la mejora de las ciudades ni han demostrado ser buenos legisladores; no han hecho ninguna invención, ni han realizado aportaciones propias de los sabios, ni han sido guías de la educación. «Afirmamos —dice— que todos los poetas, empezando por Homero, son imitadores de imágemes de virtud y de aquellas otras cosas sobre las que componen; y que, en cuanto a la verdad, no la alcanzan» (La República, libro X, 600e). El poeta no sabe hacer otra cosa que imitar. Y el imitador no sabe nada importante sobre las cosas que imita; no entiende nada del ser; sólo entiende de la apariencia (ibid., 601b-c). La imitación no es una cosa seria, sino niñería (id., 602b).
 
La utopía es excluida hoy de todos los campos: de las ciencias y de las letras; de la economía y de la política; de la filosofía y de la teología; e incluso de la vida y del quehacer cotidianos. Hemos pasado de la tan jaleada consigna del 68 «seamos realistas, pidamos lo imposible» al «seamos realistas, atengámonos a los hechos», del «fuera del sistema está la salvación», al «fuera del sistema no hay salvación», tan afín al principio eclesiástico medieval excluyente «fuera de la Iglesia no hay salvación».
Desde el siglo XVI viene salvándose una vieja y virulenta pugna entre la razón utópica y la razón instrumental, que adquiere distintos tonos y modalidades. Primero fue entre la Utopía de Moro y El príncipe de Maquiavelo. Después, entre la Revolución Francesa y las sucesivas restauraciones políticas. Más adelante, entre el conservadurismo, defensor del statu quo, y el liberalismo, defensor de la libertad, entre la revolución burguesa y la revolución socialista, entre el socialismo utópico y el socialismo científico, etc. Los contendientes eran siempre desiguales, y la pugna entre ellos se parecía mucho a la que salvaron el desarmado David (=razón utópica) y el bien pertrechado Goliat (= razón instrumental).
 
Hoy son los realistas y pragmáticos quienes contienden contra los utópicos e ideólogos —a quienes se considera de la misma familia—. La utopía es vista con desprecio y tratada agresivamente. Es colocada del lado de lo ideológico. Y, como nos encontramos en el fin de las ideologías, se cree que también estamos llegando al final de las utopías. Es puesta del lado de lo irracional. Y, como lo que impera hoy es la razón instrumental, todo lo que va contra esa razón se considera visceral. Es ubicada del lado de lo política, económica, social y culturalmente desviado, incorrecto, alocado, demagógico. Frente a ella se pone como modelo el filosofar y teologizar correctos, lo política, cultural, económica y religiosamente correcto. Es situada del lado de lo subversivo y desestabilizador. Y eso, en tiempos de «orden y concierto» como los nuestros, debe ser combatido —recurriendo a la violencia, si preciso fuere— hasta su eliminación. Es colocada del lado de lo imprevisible, lo novedoso, lo sorpresivo. Pero, como lo que predomina en nuestra civilización científico-técnica es la razón calculadora, la utopía debe desaparecer o, al menos, invisibilizarse.
 
La actual entre ambas razones me parece muy bien reflejada en la siguiente anécdota que cuenta el teólogo holandés Edward Schillebeeckx: «Una vez aterrizó un europeo con su avión en medio de un poblado de habitantes africanos que miraban atónitos al extraño pájaro grande. El aviador, orgulloso, dijo: «En un día he recorrido una distancia para la que antes necesitaba treinta». Entonces se adelantó un sabio jefe negro y preguntó: «Sir, ¿y qué hace con los 29 restantes?»”.
 
 

  1. La utopía de la globalización: una trampa en toda regla

 
Pero lo más llamativo y sorprendente del caso es que, mientras se destierra a la utopía de todo el territorio de lo humano, se nos hace creer que está haciéndose realidad a través de la globalización. Ésta sería, según el neoliberalismo, la traducción política y económica del «mejor de los mundos» de que hablaba Leibniz. Con el capitalismo democrático, dirá Francis Fukuyama, la humanidad ha llegado al final de la historia; ya no se puede aspirar a más. Ha nacido el «hombre nuevo», que era el ideal de la Ilustración. Se ha hecho realidad el reino de Dios en la historia, que ha sido siempre el viejo sueño de los milenarismos. Consecuencia: carecen de sentido las preguntas de Kant: «¿qué debo hacer? ¿qué me cabe esperar?». No hay nada nuevo que esperar, porque el objeto de la esperanza se ha logrado. No hay nada que hacer, porque todo está hecho. No hay que luchar por la utopía porque ya se ha hecho realidad.
 
Y mucha gente termina por creerse a pies juntillas que la globalización constituye la plena realización de la utopía en el aquí y ahora.
Pero esta argumentación tiene trampa. Y seguro que más de un lector ya la ha descubierto. Voy a intentar hacerla explícita[1]. La globalización es un proyecto imperial que pretende uniformar las culturas, controlar las economías y someter todo tipo de heterodoxia al pensamiento único. Es un manto con el que se quiere ocultar el fenómeno de neocolonización del mundo por el capital multinacional. Es, a su vez, una construcción ideológica, y no la descripción del nuevo entorno económico; una interpretación errónea de la realidad que sustituye a una descripción exacta[2].

  1. De cómo un bello término puede pervertirse

 
Y, sin embargo, la actual situación de destierro de la utopía no debe sorprender a los utópicos. Porque ése es su estado natural. Ése es precisamente el significado etimológico de utopías: ou-topos, no-lugar. Así lo vió ya el propio Platón, verdadero creador del pensamiento utópico en el IX libro de la obra ya citada La República. El filósofo griego diseña un modelo ideal de ciudad, que. en un primer momento, cree posible construir en la tierra. Incluso lo ve realizable en una ciudad griega, donde los ciudadanos serán «buenos y civilizados» (470 e) y «se portarán como personas que han de reconciliarse» (471a).
Sin embargo, al final del libro IX, en un texto lleno de grandeza y profundidad como pocos en la literatura antigua, da un giro copernicano, expresa su escepticismo en torno a la posibilidad de realizar la ciudad ideal en la tierra y afirma que esa ciudad «no existe más que nuestros razonamientos, pues no creo que se dé en lugar alguno de la tierra» (592b, la cursiva es mía). El no-lugar es, sin duda, la verdadera identidad de la utopía.
 
Si de Platón damos el salto a Tomás Moro, padre de la literatura utópica y creador del neologismo en la obra Utopía (1516), descubrimos el carácter por naturaleza paradójico de dicho concepto. Utopía significa «en ninguna parte», es decir: un lugar que, por mucho que lo busquemos, no lo encontraremos en ningún lugar; una presencia que resulta ausente; una realidad que es irreal; una alteridad que carece de identificación. Eso se comprueba con solo repasar algunos detalles del libro de Moro. Amaurote, la capital de la isla imaginada por Moro, es una ciudad fantasma; su río, Anhydris, no lleva agua; su jefe, Ademus, es un príncipe que no tiene pueblo. Los alaopolitas son habitantes sin ciudad; sus vecinos, los acorios, son habitantes que no tienen país. Como fácilmente puede apreciarse, estamos ante una complicada y consciente prestidigitación filológica que tiene un doble objetivo: mostrar la plausibilidad de un mundo al revés y denunciar la legitimidad de un mundo supuestamente al anverso.
 
La ficción de Moro comporta, a su vez, una serie de contradicciones en las que se basan los críticos de la utopía para descalificarla. Utopía es una ciudad ejemplar, pero aislada del resto del mundo; una sociedad sin conflictos, pero armada hasta los dientes; una ciudad libre, pero que alquila esclavos; una cuidad feliz, pero que impone un cúmulo de exigencias ridículas, impropias de una comunidad de personas adultas.
La utopía ha sufrido un proceso de deterioro, que se refleja en la propia definición de algunos diccionarios, que acentúan su ingenuidad, su carácter irreal, quimérico, fantasmagórico. Tales derivaciones nada tienen que ver con el sentido que se le da en el pensamiento y la literatura utópicas. Lo que se ha impuesto en el lenguaje ordinario, en la vida social es una caricatura. Así, a las personas utópicas se las considera carentes de sentido de la realidad, de estar en las nubes, de moverse por impulsos primarios, de actuar sentimentalmente, y no de manera racional. No es que se las califique de malas, pero sí de ajenas a la realidad.
 
 

  1. Recuperación de su verdadero sentido

 
En realidad, el término utopía es ambivalente, como lo son también mito y —en cierta medida— ciencia. El sentido más frecuente que suele dársele es el negativo, el que implica una connotación peyorativa. Utopía sería casi sinónimo de sueño ilusorio, quimera, fantasía, y se confundiría con lo meramente desiderativo. Cuando se califica a una persona de utópica se está diciendo que no tiene los pies en la tierra y confunde el deseo con la realidad. Ahora bien, utilizar la palabra utopía en ese sentido constituye, a mi juicio, una derivación patológica de la misma.
Utopía se emplea también en sentido positivo como proyecto o ideal de un mundo justo, que implica la crítica del orden presente. Crítica y utopía son las dos grandes líneas que constituyen el pensamiento moderno europeo. Es mérito de Bloch haber recuperado una palabra tan denostada, liberarla de su acepción peyorativa y haberla convertido en categoría mayor de la filosofía. Él devuelve a la utopía la credibilidad que había perdido en el marxismo ortodoxo. Para ello cree necesario renunciar a la oposición entre socialismo utópico y socialismo científico, y establece la distinción —para mí, fundamental— entre utopía abstracta y utopía concreta, decantándose por ésta[3].
 
Mérito de K. Mannhein es también el haberla introducido en la sociología del conocimiento. Utopía, para él, no es lo irrealizable sin más, lo irrealizable de forma absoluta, sino «lo que parezca ser irrealizable solamente desde el punto de vista de un orden social determinado y ya existente»[4], es decir, lo que no puede realizarse en unas determinadas coordenadas. Cuando se formula una utopía en el sentido indicado, no se está proponiendo un imposible; se busca cambiar las coordinadas que la hacen imposible para que pueda ser realidad. Lo utopía tiene, por ende, una doble función, como acabamos de decir: crítica de la realidad existente (función iconoclasta) y alternativa a la misma (función constructiva).
Creo que es aplicable a esta concepción de la utopía lo que dice Herbert Marcuse del marxismo en su emblemático libro El final de la utopía: «El marxismo ha de asumir el riesgo de definir la libertad de tal modo que se haga consciente y se perciba como algo que en ningún lugar subsiste ni ha subsistido. Y precisamente porque las posibilidades llamadas utópicas no son en absoluto utópicas, sino negación histórico social-determinada de lo existente, la toma de consciencia de esas posibilidades y la toma de consciencia de las fuerzas que las impiden y las niegan exigen de nosotros una oposición muy realista, muy pragmática. Una oposición muy libre de toda ilusión, pero también de todo derrotismo, el cual traiciona ya por su mera existencia las posibilidades de la libertad en beneficio de lo existente».[5]
 
Ahora bien, con la clarificación conceptual y la recuperación del significado positivo de la utopía, no se resuelven todos los problemas en torno a ella, pues el concepto tiene carácter valorativo y no sólo descriptivo. «Utopía —afirma con razón A. Neusüss— es una categoría esencial dentro del debate conceptual-político quizá más importante; el que trata sobre la forma de vida justa y digna de la sociedad y del individuo».[6]
Llegamos así a la esperanza, que constituye el impulso y la activación de la utopía concreta.
 
 

  1. Vivimos rodeados de posiblidad

 
La esperanza no es una simple disposición anímica o una cuestión de carácter que defina sólo a las personas de «naturaleza optismista» y esté ausente de personas con tendencia al pesimismo. Como ha demostrado el filósofo alemán Ernst Bloch en su obra El principio esperanza (verdadera enciclopedia de utopías), la esperanza es una determinación fundamental de la estructura del mundo, un principio siempre presente y actuante en la realidad objetiva, y un rasgo constitutivo del ser humano. Principio-esperanza: he aquí la noción central de la filosofía de la esperanza que voy a intentar explicitar a continuación.
El determinismo mecanicista entiende la materia como un simple foso de sustancias químicas e identifica la realidad con lo dado aquí y ahora. La realidad tiene pasado y presente, pero no futuro. Se ubica en el terreno de los hechos, de lo «contante y sonante»; se mueve a ras de suelo sin lograr levantar nunca el vuelo. Sólo considera real y verdadero lo que puede verificarse empíricamente. Lo demás, o no existe o no es verdadero. El único lenguaje válido para el determinismo mecanicista es el descriptivo. En esta visión de las cosas, la realidad es más importante que la posibilidad; más aún, ésta queda excluida del horizonte de aquélla.
 
Sin embargo, para la filosofía de la esperanza, la materia es creadora y activa; la realidad no se reduce a algo inmóvil, sólido, simple, inerte, pasivo; tiene carácter abierto y dinámico. En la realidad no sólo hay presencia, sino también —y de manera preferente— posibilidad. La realidad no es un calco de lo ya acontecido ni el resultado matemático de la suma de los pasados y presentes. Tampoco debe entenderse como un circuito cerrado sin comunicación con el exterior. Se nos presenta, más bien, como un espacio abierto sin límites, de un torrente de agua sin compuertas. Se parece más a una caja de sorpresas que al eterno retorno de lo mismo. Su principal característica es la novedad, no la repetición.
Diría más. Lo real está en proceso o, mejor, es proceso: está siempre en marcha, en permanente construcción, en ininterrumpida creación. En dicho proceso puede suceder todo, nada está decidido de antemano. Por lo mismo, los hechos no son fenómenos aislados e irreversibles, sino momentos de un proceso que discurre con fluidez, aunque no siempre en línea recta sino, con frecuencia, en zig-zag, con avances y retrocesos. Conforme a esta filosofía de la realidad, no vale decir «las cosas son como son», pues pueden —y deben ser— de otra manera.
 
El mundo no se encuentra terminado ni mecánicamente determinado. Ni siquiera las cosmologías y cosmovisiones que consideran el mundo como creación de Dios o de los dioses tienen una idea determinista de él. En el mundo —afirma Bloch— «se dan posibilidades objetivas…, ocurren cosas verdaderamente nuevas. Cosas que verosímilmente aún no le habían ocurrido a ninguna realidad… Hay condicionamientos que nosotros no conocemos aún, o que ni siquiera existen por ahora. Vivimos rodeados de la posibilidad, no sólo de la presencia. En la prisión de la mera presencia ni siquiera podríamos movernos o respirar».[7]
 

  1. La persona, ser-en-esperanza

 
La esperanza está inscrita en las zonas más profundas del ser humano, al que, en otra ocasión, he definido como «ser-en-esperanza»[8]. En el centro del ser, más allá de los datos, cálculos e inventarios, «hay un principio misterioso que está en connivencia conmigo», afirma el filósofo Garbriel Marcel[9]. La esperanza es la respuesta de todo el ser humano a la situación de prueba que constituye la vida y al estado de cautividad o alienación que nos ronda por doquier. La esperanza nos lleva derechamente a desear que la prueba o el estado de cautividad no dure indefinidamente sino que termine cuanto antes.
Esta idea de Marcel sintoniza con la del filósofo alemán Max Horkheimer, fundador de la Escuela de Frankfurt, para quien «la teología es la esperanza de que la injusticia que caracteriza al mundo no puede permanecer así, que lo injusto no puede considerarse como la última palabra»; es la «expresión de un anhelo, de una nostalgia de que el asesino no pueda triunfar sobre la víctima inocente»[10]. Cuanto mayor es la conciencia del ser humano de su finitud, de su cautividad y de las pruebas a que se ve sometido, mayor es su esperanza de verse liberado de ellas. Siguiendo al poeta Hölderlin, habría que decir: cuanto mayor es el peligro, mayor es la esperanza de salvación.
 
El ser humano es el guarda-agujas del mundo que no permite que éste vaya a la deriva, sino que lo guía hacia su plena realización, aunque a veces provoca su descarrilamiento.
La esperanza está radicada, a su vez, en el horizonte de la inter-subjetividad, del encuentro con el otro. Esperar es, por ende, un acto constitutivo de la persona y de la comunidad. Mi esperanza incluye el esperar de los otros y con los otros. La esperanza de los otros y con los otros activa mi esperar. Mi esperanza sin la de los otros desemboca en solipsismo. Mi desesperar pone a los otros en el disparadero de la desesperación. En suma, esperamos y desesperamos en comunidad. En consecuencia, la esperanza y la des-esperanza son co-esperanza y co-des-esperanza.
 
 

  1. La esperanza como virtud

 
La esperanza es también virtud. Se mueve en el horizonte ético, pero ¡cuidado!, no es una virtud de ojos cerrados, pies quietos y manos atadas, como se nos ha presentado tradicionalmente. La virtud de la esperanza tiene los ojos abiertos para analizar la realidad con lucidez, es decir, con sentido crítico. Tiene la mirada puesta en el futuro y los pies en movimiento. Gracias a ella, el ser humano emprende el camino hacia la libertad y se pone en éxodo hacia la tierra prometida. Es esperanza-en-acción, que lleva derechamente a transformar el mundo. El principio-esperanza de Bloch se torna compromiso-esperanza. Gracias a él, la esperanza baja de las cumbres de la abstracción idealista, en que ha vivido instalada desde la fundación de la ética como disciplina filosófica, se torna historia o, mejor, «se hace carne», como el Verbo de Dios del prólogo del Evangelio de Juan, y habita entre los humanos.
 
La esperanza es la virtud del optimismo, pero no del optimismo ingenuo de los cuentos de hadas, donde todo se ve de color de rosa, sino del optimismo militante, que es consciente de las dificultades del camino, si bien cree que pueden vencerse. Sabe que la acción puede fracasar y no lograr su objetivo. Más aún, asume el fracaso como momento necesario del itinerario histórico del ser humano, pero no se queda tumbado al borde del camino, como si el fracaso fuera la última palabra, el último acto. Cree, más bien, que puede superarlo. El ser humano puede sentirse afectado negativamente por las múltiples adversidades de la vida, pero tiene capacidad para intentarlo otra vez, no dándose nunca por vencido. Corrigiendo el viejo adagio latino, alea non iacta est! («la suerte todavía no está echada»).
 
En síntesis, y recurriendo a la espléndida caracterización del teólogo y filósofo brasileño Rubem A. Alves, podemos decir que la esperanza «es el presentimiento de que la imaginación es más real y que la realidad es menos real de lo que parece… Es la convicción de que la abrumadora brutalidad de hechos que la oprimen y la reprimen no han de tener la última palabra. Es la sospecha de que la realidad es mucho más compleja que el realismo quiere hacernos creer, que las fronteras de lo posible no quedan determinadas por los límites de lo actual, y que, de una forma milagrosa e inesperada, la vida está preparando el acontecimiento creador que abrirá el camino a la libertad»[11].
 
 

  1. Críticas a la utopía

 
Fase precientífica del pensamiento humano
 
A la utopía le llueven las críticas por doquier. Son muchas, muy severas y proceden de todos los campos. (A veces —todo hay que decirlo— más que críticas son insultos y exabruptos). Y no puede ser de otra manera porque, según indicaba más arriba citando a Neusüss, se trata de una categoría esencial del debate «conceptual-político». Voy a intentar resumirlas.
Hay quienes consideran a la utopía una fase pre-científica e incluso pre-racional, del pensamiento humano, que ya ha sido superada por la razón moderna y por la cultura científico-técnica. Las funciones que ella ejerció en su momento han sido asumidas por la filosofía y las ciencias sociales. Por ello lo mejor que puede hacerse es eliminarla del actual horizonte cultural y del debate filosófico-político. Mantenerla, argumentan los críticos, significaría seguir instalados en el mito.
 
El pensamiento conservador: miedo a la utopía
 
El pensamiento conservador también se muestra crítico o, mejor, incómodo con la utopía. Y ello por varias razones. Al tener una concepción pragmática y productivista de la realidad y de las relaciones humanas, la utopía le parece estéril, inútil, ineficaz. La lógica del cálculo, que caracteriza a dicho pensamiento, torna innecesario el mundo de lo utópico, que rompe todos los cálculos. El discurso utópico se queda en pura palabrería, se evade de la realidad y se muestra inoperante, ya que no dispone de los medios materiales para hacer realidad lo que anuncia. Además, argumenta el pensamiento conservador, la utopía es profundamente desestabilizadora del orden establecido, que debe salvarse por encima de todo, ya que es el estado natural del mundo. Si no se salva el orden, se impone el caos.
Pero lo que más pesa en la crítica de la tradición conservadora —política y cultural— es el miedo a que se haga realidad la utopía de la justicia y igualdad en el mundo; en cuyo caso, quienes siempre han detentado el poder y han vivido en la abundancia, perderían sus privilegios, y quienes se han sentido excluidos accederían a unos condiciones dignas de existencia.
 
Planificación, totalitarismo y violencia
 
A la utopía se la acusa también de totalitaria y violenta. Así Karl Popper en Miseria del historicismo y La sociedad abierta y sus enemigos. Según él, la utopía —todas las utopías— busca(n) la realización de lo imposible. Eso exige implantar una planificación global. Y lo que se consigue por ese camino es la destrucción de la sociedad, la tiranía o la sociedad cerrada. La planificación sólo se logra a través de la violencia e imponiendo un modelo totalitario. El resultado de todo intento de realizar lo imposible lo expresa Popper muy gráficamente: «La tentativa de llevar el cielo a la tierra produce como resultado invariable el infierno». Y todavía más: «Ella engendra la intolerancia, las guerras religiosas y la salvación de las almas mediante la Inquisición».[12]
¿Qué hacer, entonces, según Popper? Algo tan vaporoso y abstracto como «ayudar a aquellos que necesitan nuestra ayuda, pero no… hacer felices a los demás, puesto que esto no depende de nosotros y más de una vez significaría una intrusión en la vida privada de aquellos hacia quienes nos impulsan nuestras buenas intenciones».[13] Las buenas intenciones hay que reprimirlas. A Popper no le parece humanamente posible, ni tampoco deseable, amar a mucha gente y sufrir con quienes sufren, pues esa actitud terminaría por destruir nuestra capacidad de ayuda. Ante el sufrimiento y la injusticia no cabe otra actitud que atender a casos concretos y, ahí, hacer la vida más llevadera a los demás, pero nunca intentar transformar las estructuras.
 
Faz antiutópica de la postmodernidad
 
También la postmodernidad se muestra especialmente molesta con la utopía y hace todo lo posible por eliminarla de su horizonte mental y vital. El clima postmoderno declara fracasados los grandes ideales de la modernidad. Y parte de razón no le falta. Sucede, sin embargo, que, en este aspecto, a la postmodernidad se le puede aplicar el juicio de Bloch sobre la actitud roma de la modernidad hacia la religión: que no tiene capacidad de discernimiento y termina por arrojar al niño junto con el agua sucia de la bañera.
La postmodernidad proclama el final de los grandes relatos y renuncia a formular proyectos de transformación global de la sociedad. Ahí demuestra su faz antiutópica. Niega todo valor a la utopía apoyándose en dos bases. La primera, el idealismo y trascendentalismo que definen a la utopía. «Tomar partido por una conciencia y una sociedad a–utópicas es algo necesario hoy. El fin de la utopía, a fin de cuentas, tiene una virtud incuestionable: nos baja del cielo a la tierra».[14] La segunda consiste en negar todo sentido a la historia. «No existe telos alguno de la historia, sino que ésta, al contrario, se presenta como experiencia repetitiva —a través de mediaciones simbólicas siempre nuevas y con distintos grados de conciencia— de la misma imposibilidad de conciliación»[15]. Vattimo matiza un poco más esta idea y habla del «fin del sentido emancipador de la historia».
 
Una escatología secularizada
 
Hay quienes consideran a la utopía como una escatología secularizada. Por ello la critican con la misma radicalidad con que lo hacen con las escatologías religiosas que pasan por la historia de puntillas, sin ser conscientes de los sufrimientos de los seres humanos, y proponen un ideal de bienaventuranza futura metahistórica, desinteresándose de todo lo que acontece en la historia. En este sentido creen que la utopía es una especie de huida hacia adelante, no pisa tierra y se refugia en lo espiritual y trascendente. Sin duda que a esa crítica no le falta razón, porque mucho de esto han tenido las escatologías religiosas y los utopismos futuristas. Pero esta crítica no cae en la cuenta de que muchas escatológicas religiosas poseen una rica dimensión utópico-liberadora para la humanidad en el presente y el futuro históricos y hacen propuestas de salvación en la historia.
 
Contra la ingenuidad utópica
 
Tengo que referirme a un último cuestionamiento, que me parece uno de los más sólidamente fundamentados. Es el del economista Franz Himkelammert, quien critica la «ingenuidad utópica, que cubre como un velo la percepción de la realidad social», muy presente tanto en el pensamiento burgués, que cree encontrar en el mercado burgués una tendencia al equilibrio de intereses por mor de una mano invisible, como en el socialista, para quien la organización socialista de la sociedad constituye la clave de la libertad total del ser humano concreto[16]. Partiendo de estas bases desenmascara las trampas de pensamiento: el conservador, el anarquista y el soviético. La ingenuidad utópica posee una fuerte potencialidad destructora y retorna hoy en la modalidad de la antiutopía. En ese sentido, Himkelammert cuestiona con especial radicalidad el pensamiento antiutópico del neoliberalismo actual, representado ejemplarmente en el economista Friedrich Hayek y el filósofo Karl Popper, quienes presentan la autiutopía como utopía verdadera[17].
 
 

  1. Rehabilitación crítica de la utopía

 
¿Qué hacer ante las críticas? Yo creo que hemos de tenerlas en cuenta, analizar sus fundamentos, valorarlas en sus justos términos, saber de dónde vienen y qué intereses las mueven.
A su vez, caben varias actitudes ante la utopía. Una muy extendida hoy consiste en declararla muerta y bien muerta, y no hacer nada por su recuperación, ya que se mueve en el horizonte de los grandes mitos a los que debe renunciarse. Yo creo, sin embargo, que, a pesar de las críticas —algunas de ellas bien fundadas— la utopía no está tan muerta como se nos quiere hacer ver. Ésa es precisamente la estrategia del pensamiento autiutópico: alegar que ya no es necesaria la utopía porque se ha hecho realidad y ya no cabe esperar más. Pero la utopía está suficientemenmte enraizada en la realidad y en el ser humano como para que pueda morir, y menos aún por un decreto del neoliberalismo, su principal adversario hoy.
 
Otra actitud sería la de apostar por un pensamiento de intención utópica, pero en clave negativa, sin hacer propuestas, sin ofrecer alternativas. La oscuridad del presente no deja otro camino que el de la crítica de lo existente. Dicha actitud debe ser tenido en cuenta para no caer en los fáciles discursos afirmativos, pero puede ser paralizante y desemboar en pesimismo.
 
Una tercera postura, con la que sintonizo, es la de la rehabilitación crítica de la utopía. Ahora bien, se trata de una utopía no-mitificada, guiada por un interés emancipatorio y animada por una intención ética, en la línea expuesta por J.-A. Pérez Tapia, para quien la utopía es necesaria como: imagen movilizadora, horizonte orientador de la praxis, instancia crítica de la realidad y «perspectiva para la prospectiva» (P. Ricoeur)[18]. Dicha utopía ha de ser rehabilitada, no apologéticamente, sino de forma crítica, es decir, cuestionando la «ingenuidad utópica», tan presente en las diferentes teorías y prácticas sociales, insisto, como atinadamente observa Himkelammert.
 
La utopía debe responder a una visión de dialéctica y abierta, no determinista, de la realidad, como ya indiqué más arriba al hablar de la filosofía de la esperanza. Ha de responder —y mantenerse fiel— a la intención ética que la anima, consciente de la distancia entre cómo es el mundo y cómo debe ser, pero con el propósito de aproximar el deber ser al ser. Debe compaginar adecuadamente la doble dimensión que la define desde su nacimiento: la crítica y la propuesta. Ha de configurarse como utopía cosmo-socio-antropológica. En otras palabras: atender a la interrelación individuo-sociedad-cosmos, sujeto-comunidad-naturaleza, en fin, y proponerse como meta el logro de la autorrealización personal dentro de la realización de la humanidad y de la liberación de la naturaleza. Debe responder a un interés emancipatorio integral no excluyente.
 
Con mi amiga Adela me hago dos preguntas: por una parte, «si no es irresponsable vivir exclusivamente de principios ideales», que es uno de los defectos en que incurren los utopismos de toda laya y las éticas de la intención; por otra, «si no es inmoral el regenar de ellos (de los principios ideales) y conformarse con lo que hay», que es la táctica de los realistas y pragmáticos, a los que me refería al principio de este artículo. Termino esta reflexión con una afirmación de la misma autora, que sirve de guía en mi pensar en mi actuar utópicos: «Sin futuro utópico en el que quepa esperar y por el que quepa comprometerse, carece de sentido nuestro actual presente».[19] n
 

Juan-José Tamayo

 
 
    [1] Cf. R. FORNET-BETANCOURT, Aproximaciones a la globalización como universalización de políticas neoliberales: «Pasos» 88 1999), 9-21.
    [2] Cf. A. TOURAINE, La globalización como ideología: «El País» (29.9.1996), 17.
    [3] Cf. E. BLOCH, El princupio esperanza, Aguilar, Madrid 1977-1980. En el primer volumen elabora una antropología utópica o de la esperanza. En el segundo hace un amplio recorrido por las grandes utopías a lo largo de la historia: médicas, sociales, técnicas, arquitectónicas, geográficas, pictóricas, musicales, literarias y sapienciales. En el tercero estudia las «imágenes desiderativas del momento pleno» en diferentes ámbitos, centrándose en las religiones. La edición castellana está agotada hace tiempo. He propuesto su reedición a varias editoriales y hasta el presente no he tenido éxito. A ver si en el 2000 alguna me hace caso.
    [4] K. MANNHEIM,  Ideología y utopía. Introducción a la sociología del conocimiento, Aguilar, Madrid 1973, 200.
    [5] H. MARCUSE, El final de la utopía, Ariel, Barcelona 21981, 17-18. Las cursivas son mías. Traducción de Manuel Sacristán. La edición original es de 1967.
    [6] A. NEUSÜSS, Utopía, Barral Editores, Barcelona 1971, 24.
    [7] E. BLOCH, Man as Posibility: «Cross Currents» 18(1968), 279 y 281.
    [8] J.-J. TAMAYO, Para comprender la escatología cristiana, Verbo Divino, Estella (Navarra) 1993, 19.
    [9] G. MARCEL, Position et approches concrétes du mysteère ontologique, Lovaina 1949, 28.
    [10] M. HORKHEIMER, A la búsqueda del sentido, Sígueme, Salamanca 1976, 106.
    [11] R.A. ALVES, Hijos del mañana, Sígueme, Salamanca 1976, 219.
    [12] K. POPPER, La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Barcelona 1981, 403.
    [13] Ibid.
    [14] M. PORTA, El final de la utopía: «El País», 11.6.1986.
    [15] F. CRESPI, Ausencia de fundamento y proyecto social, en: G. VATTIMO-P.A. ROVATTI (EDS.), El pensamiento débil, Cátedra, Madrid 1988, 345.
    [16] F. HIMKELAMMERT, Crítica a la razón utópica, San José (Costa Rica) 21990, 13.
    [17] Esta crítica constituye la parte central de la obra.
    [18] J.-A. PÉREZ TAPIA, Filosofía y crítica de la cultura, Trotta, Madrid 1995, 96-110.
0    [19] A. CORTINA, Ética del camaleón, Espasa-Calpe, Madrid 1991. Cursivas mías.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]