Servir al hombre: Utopía del Reino e Iglesia

1 enero 2000

[vc_row][vc_column][vc_column_text]

Síntesis del Artículo

Tras un breve análisis de la esperanza bíblica —«Del Mesías esperado a su venida histórica» y «Del anuncio del reinado a la segunda venida de Cristo»—, el autor considera cómo el «proyecto del Reino» “ha sido un hilo conductor para la Iglesia a lo largo de dos mil años, con diversos acentos, estrategias, comprensiones y marginaciones”. El concilio Vaticano II retomó con nueva fuerza el tema. La Gaudium et Spes subraya la subordinación de la Iglesia al proyecto del Reino, en conexión con toda la humanidad. El problema actual, por otra parte “no es el postconciliar («Jesús sí, la Iglesia no»), sino el de una religión sin Dios y una práctica eclesial sin expectativas del Reino”.
 
¡ Juan Antonio Estrada es profesor de la Universidad de Granada.
 

 
 
La tradición bíblica está marcada por una experiencia y la expectativa de una promesa. Por un lado, está la herida del mal. Vivimos en un mundo en el que hay muerte, sufrimiento, injusticia, dolor, en una palabra mal. El mundo no es como debiera ser. No es conciliable la idea de un creador bueno con una creación deficiente, limitada, amenazante y hostil, al mismo tiempo que realidad positiva, buena y repleta de posibilidades. Parece como si la obra creadora estuviera a medio hacer, como si este mundo dinámico y en un devenir constante, necesitara ser corregido, perfeccionado, mejorado.
 
Junto a esa constatación hay una esperanza, la de una intervención definitiva de Dios que consumará la obra creadora. El postulado del dios creador se completa con el del dios providente, que se hace presente en los acontecimientos y no deja solo al ser humano, ni ante los eventos históricos, ni ante la cruda realidad natural. Sea cuales fueren los acontecimientos, es posible encontrarse con Dios en ellos. Lo puede todo, no porque sea la causa última de todo lo que nos ocurre, ya que Dios no puede ni permitir ni querer el mal que nos acontece, sino que no hay mal que le impida hacerse presente al hombre, abrirlo a la esperanza y comprometerlo a la lucha.
Y es que no nos conformamos con el mundo. Aceptamos con resignación su ambigua facticidad, pragmáticamente buscamos sus leyes para ponerlas al servicio del hombre y esperamos y luchamos contra el mal. De ahí, la esperanza hebrea en un final de la historia, la expectativa del Mesías, el sueño de una era de fraternidad humana en el marco de una creación armónica y reconciliada (Is 11,1-10,41.1-20; 43,7.18-21). El modelo de Dios para Israel no es tanto el creador, cuanto el libertador de la esclavitud de Egipto, al que se atribuye la creación y, con ella, se le hace Dios de todos los hombres, y no sólo de Israel. Los mismos profetas radicalizan al Dios salvador, que se convierte en garante de los pobres y débiles, y desde ellos de todos los hombres, relativizando la alianza con Israel y superando sus pretensiones exclusivistas.
 
Desde entonces, Israel espera al Mesías. Hasta hoy. Las catástrofes que abaten al pueblo elegido no han eliminado un esperar contra toda esperanza, ni siquiera en Auschwitz, símbolo de la postración judía en el siglo XX, como antes lo fue la cautividad de Babilonia o la destrucción del templo por los romanos. Asombra la persistencia de este pueblo que busca a Dios en los acontecimientos históricos y que los interpreta en función de la creación y de su elección como pueblo de Dios.
Para Israel, el tiempo no es lineal, tiene una historia, con un origen y una meta, y hay diferentes tiempos con diversa densidad histórico salvífica. Es lo que se intenta transmitir de generación en generación, con una memoria que recuerda a las víctimas y proclama la liberación pasada, para expresar la esperanza ante una promesa que no decae, porque Dios es fiel, más allá de la infidelidad del pueblo. Este testimonio persiste como referencia e interpelación constante a las Iglesias y es parte constitutiva de la misma comprensión cristiana de la historia.
 
 

  1. Del Mesías esperado a su venida histórica

 
En Jesús, algunos judíos vieron realizadas sus expectativas y a ellos se añadieron muchos paganos. Jesús anunciaba la llegada del reinado de Dios a Israel (162 veces en el Nuevo Testamento, de ellas 129 en los evangelios sinópticos) y señalaba los signos de su presencia en medio del pueblo: los pobres son evangelizados, los enfermos son curados, los endemoniados liberados y los pecadores perdonados (Mt 11,2-6). Incluso los paganos recibían la buena noticia.
La expectación se cumple, el reinado está presente y el final se acerca. De ahí la excitación y el entusiasmo de la gente que proyectaba en el anuncio expectativas y temores: unos de índole nacionalista, otros religiosa; para la mayoría en conexión con el triunfo final de Israel, para algunos pocos, los menos, a costa del sufrimiento y la humillación de la cruz. Jesús radicaliza la esperanza mesiánica, no viene a fundar una iglesia ni a separar a un grupo de discípulos del pueblo, sino a reivindicar el Reino, actualizarlo y propagarlo[1].
 
Predicaba el Reino y al hacerlo presente generaba vida y esperanza. Los pecadores eran confrontados a un Dios que los amaba como eran, sin esperar a que se arrepentieran. Les devolvía su dignidad y autoestima, recibían el don del amor sin merecerlo, ni tener que ganárselo. Y los pobres recibían la bienaventuranza: ¡Dios está con vosotros, aunque los hombres os olviden, porque Dios mira la historia de otra manera! Así también con los impuros, con los enfermos, con los marginados, con los paganos y demás desechos de la sociedad israelita.
La buena noticia, el evangelio del Reino, mostraba a un Dios diferente, que no quería sacrificios de ningún tipo, excepto la entrega a los demás. Por eso, la religión tenía que generar vida, crecimiento y esperanza. La presencia del Reino en la sociedad pasaba porque el hombre tuviera futuro y viviera con gozo la noticia del presente.
 
Es lo que no entendían sus adversarios, paradójicamente los diversos representantes de la religión. El sábado es para el hombre, no a la inversa; misericordia quiero y no sacrificio; las leyes de Dios salvan o dejan de ser divinas y se convierten en malas noticias. Dios no carga las abrumadas espaldas humanas con pesados sacrificios, sino que nos capacita para mirar a lo alto (símbolo del Dios altísimo) como liberados, porque ya no hay que hacer nada para «ganarse a Dios», sino que lo tenemos ya ganado y se nos da como un regalo.
Es el final de una era religiosa: la de un dios particular (judío), la de la religión de la ley, la de sacrificios de animales y humanos (aunque fueran espirituales), la del culto y el ritual como mediación para encontrar a la divinidad, la de pontífices que tienden un puente entre Dios y los hombres, y se convierten en personajes sagrados y segregados del pueblo.
 
El desconcierto de las autoridades religiosas se unía a la inquietud del poder político ante un «Mesías» y un Reino que trastocaba los valores predominantes y las expectativas culturales hegemónicas. El pueblo estaba fascinado por quien les enseñaba las escrituras de forma distinta a la doctrina de los rabinos, sacerdotes y fariseos. Los discípulos cerraron filas en torno al maestro, mezclando sus propias expectativas terrenas con el anuncio mesiánico de que llegaba el reinado de Dios. Por fin parecía cercana la era de justicia y de paz, en la que sería posible la armonía entre sociedad y naturaleza. El Reino era ya realidad presente, aunque fragmentaria, y se podía captar la presencia divina, aunque como en un espejo.
 
Y de pronto, el sueño mesiánico se vino abajo. “Esperábamos que él fuera el liberador de Israel”, pero los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo condenaron a muerte y lo crucificaron (Lc 24,20-21). Comienza la época del desconsuelo, a la esperanza sigue el desencanto, la expectativa se torna en frustración y el sueño mesiánico deviene motivo de mofa. El final de Jesús amenaza a su obra, a su teoría y praxis, y, sobre todo, cuestiona de forma radical su anunciada pretensión de que había comenzado a instaurarse el reinado de Dios en el mundo.
 
Y cuando todo parecía concluido, resurge de nuevo la esperanza mesiánica radicalizada. Dios lo ha resucitado de la muerte, como afirman las tradiciones más antiguas, que hacen de Jesús sujeto pasivo y a Dios el autor. El Dios de la creación se reafirma sobre el símbolo mismo del mal, la muerte y confirma a Jesús. Los testigos de la resurrección son algunos de sus discípulos. Afirman que vive, que ha triunfado de la muerte, que Dios lo ha integrado definitivamente en su vida divina, “que ha sido constituido hijo de Dios en plena fuerza por su resurrección de la muerte por medio del Espíritu santificador” (Rm 1,4).
Comienza ahora una relectura y reinterpretación del judío Jesús a la luz de la resurrección y de la donación del Espíritu (Pentecostés). Pasamos del Jesús terreno, al Cristo de la fe de los cristianos.
 
Las hermenéuticas o interpretaciones cristológicas se suceden para manifestar la identidad oculta o latente de Jesús, ahora manifestada por Dios y confirmada en su resurrección: hijo de Dios, Enmanuel (Dios con nosotros), alfa y omega de la historia, exaltado y entronizado a la derecha del Padre, verbo y sabiduría divinas, dios encarnado, etc.
Las cristologías dan el significado teologal del personaje real (el hebreo Jesús) e impregnan los mismos evangelios. Ya no se nos cuentan los relatos del agente histórico humano, sino que se nos manifiesta el significado de sus dichos y hechos a la luz de la resurrección. Surgen las distintas cristologías, es decir, las interpretaciones teológicas, a la luz de la nueva creación, simbolizada por la resurrección. A partir de ahí se constituye la pluralidad del Nuevo Testamento.
 
 

  1. Del anuncio del Reino a la segunda venida de Cristo

 
El predicador deviene ahora objeto de predicación y el contenido de ésta cambia como también el sujeto que predica. Ya no es el judío que hace presente el Reino y prepara su consumación cercana. Ahora son sus discípulos, que le identifican en cuanto resucitado con el Reino mismo. Del reinado de Dios se pasa a Cristo rey, resucitado y exaltado, señor de la historia y su juez final. Resurge la espera, ahora la de su segunda venida, y con ella la expectativa de la era mesiánica.
Es la misma creación, la humanidad entera, que gime con dolores de parto esperando su consumación final, a pesar del fracaso histórico (Rm 8,18-22). Se espera la segunda venida, pero en el «entre tanto» queda el Espíritu, que habita en los discípulos,y que revela que somos hijos de Dios y coherederos con el Mesías (Rm 8,12-17). Hay un cambio de contenidos: de Jesús al Cristo resucitado, de la comunidad de discípulos a la Iglesia universal, de la expectativa del Reino a la misión evangelizadora.
 
A partir de aquí hay un largo proceso. Hay que ir más allá del mismo Jesús, siguiendo sus huellas, porque se ha recibido al Dios Espíritu (Jn 14,13-17). La iglesia va surgiendo progresivamente en un largo y complejo proceso de interacción con Israel, al que asume y del que se distancia al mismo tiempo. Se da el paso a los gentiles, universalizando la opción puntual de Jesús por los paganos; se rompe con el templo y el culto, porque ya el único sacrificio que Dios quiere es que nos entreguemos a los demás y no acepta ningún sacrificio de los otros a mayor gloria de Dios; se radicaliza la impugnación jesuana de la ley, no sólo en nombre de la misericordia, sino también porque en su nombre se asesinó al Mesías, y Dios confirmó a éste y no a la religión que lo mató; se elimina la concepción de dignidad sacerdotal, basada en la mediación y en la separación, en favor de la inmediatez y universalidad del sacerdocio que es el de todo el pueblo.
Surge así, la Iglesia, resultado de un proceso trinitario y no de una fundación puntual por Jesús, a partir de una compleja y progresiva toma de conciencia, no exenta de conflictos, divergencias y rupturas[2]. Y con ella una nueva religión, la de un Dios trinitario, que tiene en el Hijo y el Espíritu las manos del Padre, y que viene a entregarse a los hombres y a hacerlos participes de su vida divina.
 
Durante un tiempo se mantuvo la expectativa mesiánica. Había que hacer presente el reinado de Dios a partir de unas relaciones comunitarias diferentes, que sirvieran de contraste para la sociedad romana y judía. Se mantuvo también inicialmente la conciencia de la cercanía del final de los tiempos, que comenzó a debilitarse con la desaparición progresiva de los coetáneos de Jesús y que progresivamente perdió peso en las comunidades (1Tes 5,1-11; 2Tes 2,3-5; 1Pe 4,7; 2Pe 3, 4-10).
Hubo un esfuerzo por justificar la tardanza en la venida segunda del Mesías resucitado y por mantener a la comunidad en las enseñanzas y prácticas que inició Jesús: la atención a los pobres (1Cor 6,8; 11,22; Hch 2,44-45; 4,32-35; Sant 2,1-7; Heb 13,5; Ap 3,17); la sustitución de la obediencia a la ley por el discernimiento comunitario y personal (Gal 5,16-24); la apertura incondicional a los gentiles, que obstaculizaron los judaízantes (1Cor 4,6-17); la sustitución del culto por una ofrenda existencial de vida entregada (Rm 12,1-2), etc. El sacrificio de Cristo no sólo puso fin al ceremonial judío, sino que acabó con su forma de religión. El único sacrificio agradable es el de la persona que se entrega para que los otros crezcan y vivan, la propia ofrenda y no la inmolación de los otros.
 
No es posible analizar aquí la evolución y transformación de la Iglesia, perceptible ya en el Nuevo Testamento y cada vez más fuerte a finales del siglo primero y comienzos del segundo.
Esa evolución cambió sustancialmente contenidos originales del mensaje de Jesús y de la Iglesia primitiva: se pasó del ansia por la llegada del Mesías (¡Maranatá!) a rogar a Dios para que retrasara el final de los tiempos, en función de la evangelización del imperio; de una concepción profética y mesiánica de la historia, siendo los cristianos los testigos del Reino, a una creencia escatológica remitida al más allá (a la justicia y salvación de ultratumba); de la buena noticia a los pecadores, justificados gratuitamente por Dios antes de toda acción propia, a la demanda de virtudes que “permiten vivir piadosa y sobriamente en el mundo” (1Tim 3,16; 5,23; 6,8; Tit 1,1; 2,12-13); de la evangelización de los pobres, a la asistencia eclesial por medio de la caja común; de la misión universal a la identificación con el imperio romano, etc.
 
No faltaron en la Iglesia protestas ante el creciente desplazamiento del Reino en favor de la Iglesia y ante la progresiva mundanización de ésta, que fue su contrapartida a la inculturación y evangelización de la sociedad romana.
Las críticas montanistas en un primer momento, así como los escritos joaneos a nivel interno, fueron muestras significativas de que la predicación del Reino, como contradistinto a la Iglesia, no se perdió del todo en el cristianismo. Con ello conectaron los mártires y confesores en un primer momento, que se veían como descendientes de profetas y del mesías Cristo, para luego heredar esa teología la tradición monacal. Esta insistía en la construcción del Reino de Dios en el mundo, a costa de su separación física (el desprecio del mundo), de su teología selectiva y discriminatoria de los laicos (que pasan a ser cristianos de segundo fila) y de su clericalización progresiva (cuando inicialmente, su prototipo era el hermano lego).
Ellos fueron, sin embargo, los herederos y continuadores de una tradición profético mesiánica: la de que la creación desemboca en la construcción del Reino de Dios en el mundo. Esta visión no se perdió en el cristianismo. Originó corrientes monacales y laicales, protestas internas y externas, corrientes heréticas y guerras santas, inspiraciones carismáticas y legislaciones ascéticas.
 
 

  1. El proyecto del Reino y la conversión de la Iglesia

 
El proyecto del Reino ha sido un hilo conductor para la Iglesia a lo largo de dos mil años, con diversos acentos, estrategias, comprensiones y marginaciones. Con el concilio Vaticano II ha vivido un nuevo resurgimiento: la Constitución sobre la Iglesia hace suya la subordinación de la Iglesia al proyecto del Reino y desarrolla éste en conexión con la humanidad en la Constitución Gaudium et Spes. Este enfoque supuso un autentico giro para el Concilio, que dejaba de estar centrado en la Iglesia, para ponerla en estado de misión y reestructurar sus estructuras, sacramentos, doctrinas y praxis en función de la construcción del reinado de Dios.
 
Ya sabemos que este giro conciliar fue en parte más teórico que real, ya que pronto tropezó con las resistencias seculares que han combatido las tradiciones profético mesiánicas, que siempre han protestado por la instalación mundana de la Iglesia. La apertura inicial de la mayoría conciliar dejó paso al predominio de la minoría tradicionalista que subrayaba la continuidad con el Vaticano I. El peso de la curia romana y de sus congregaciones se acrecentó, y la Iglesia, tras la primavera conciliar, se retiró a los cuarteles de invierno (K. Rahner).
Tras el intento conciliar de una «perestroika» eclesial (reforma de sus instituciones y estructuras, comenzando por las del gobierno central del primado de Roma) se impuso la restauración, bajo la que actualmente vivimos. Queda sin embargo, la centralidad del reinado de Dios como categoría eclesiológica y teológica fundamental. Ya no es posible seguir haciendo teología teniendo como referencia a la Iglesia en lugar del reinado de Dios.
 
No se trata de ver el reinado de Dios simplemente como utopía (literalmente, lo que no tiene «topos» o lugar), ni de reducirlo a un mero ideal inspirador (del orden del deber ser, que se contrapone al ser de la realidad), ni de hacer de él un programa inspirador en el orden social, económico o político (aunque tenga implicaciones para todos esos ámbitos). Hay que recuperar el sentido teologal del reinado de Dios en correlación con la experiencia humana de una creación inacabada e imperfecta, en la que el Reino sólo puede ser germen y realidad testimonial. Esto implica, primero que nada, percibir la omnipresencia cuantitativa y cualitativa del mal en el mundo, simbolizado en nuestro siglo por Auschwitz e Hiroshima, al que han seguido eventos marcados por el mismo signo.
La promesa del Reino se refiere también a las víctimas del pasado. Por eso hay olvidos que son culpables y la sociedad de consumo tiende a un presente que neutraliza al pasado, del que se pierde la memoria. Pero no es sólo el recuerdo del mal, ya que quien no conoce la historia se condena a repetirla, sino la experiencia de los sufrimientos del presente, no sólo en Kósovo, Afganistán o el África subsahariana, sino en medio de nuestras sociedades desarrolladas. Conservar la conciencia del mal en el mundo es lo que puede hacernos captar la significación del Reino de Dios.
 
Y es que éste es la buena noticia para los que sufren. El Reino está en relación con el mal, es promesa de salvación para quien experimenta indigencia y noticia inquietante para los poderes opresores, como ocurrió a las autoridades civiles y religiosas ante el anuncio de la llegada del Mesías (Mt 2,1-12; Lc 1,48-55). Dios no se olvida del hombre. La historia, desde la perspectiva cristiana no es la de las crónicas oficiales que escriben los vencedores de las grandes potencias. El Reino obliga a mirar el reverso de la historia y pone sordina al mito del progreso, que olvida a tantos sacrificados, individuos y pueblos, en aras de la modernización y la civilización occidental.
 
Cuestiona también a los nacionalismos, que divinizan la patria y caen en la idolatría, sacrificando a generaciones enteras a los ídolos de la razón de Estado, aunque se disimulen con nombres emancipadores y liberadores. Contra más legítimas son las aspiraciones humanas, mayor es el peligro de absolutizarlas y ponerlas en lugar de Dios. La idolatría resurge cuando cualquier meta humana se absolutiza (por legítima que sea, como el bien del pueblo o la independencia de la patria) con lo que el fin justifica los medios y se cae en la ambigüedad que hizo posible Auschwitz e Hiroshima, cuando no en un cinismo claro que no disimula la violencia más opresora como medio para alcanzar el presunto bien que se busca en la historia.
Desgraciadamente los gulags y los campos de exterminio no pertenecen al pasado, como recientemente han mostrado los balcanes. Y sobre todo, el anuncio del Reino impugna radicalmente a las sociedades prósperas del primer mundo, paradójicamente las de pueblos cristianos del Norte que acaparan el 80% de los recursos del planeta e imponen leyes comerciales y financieras que impiden el desarrollo de los más pobres.
 
Por eso, la teología del reinado de Dios interpela de forma especial a las Iglesias europeas, las viejas cristiandades, y las llama a la conversión. Han perdido buena parte de su herencia profética y mesiánica y se han instalado en las viejas naciones occidentales hoy convertidas en sociedades de consumo. En ellas difícilmente hay esperanza, que es desplazada por la preocupación de defender la acumulación conseguida y el estilo de vida que ha generado, y mucho menos ansia (“venga a nosotros tu Reino…”) de una meta de la historia en la que, por fin, el señorío de Dios y del hombre converjan e impregnen las estructuras y relaciones humanas.
La esperanza corresponde a la serenidad y optimismo de una época que miraba con confianza al futuro, como ocurrió con la teología de los años sesenta, mientras que el ansia refleja el desencanto y, al mismo tiempo, la premura y la angustia ante la dureza del presente. Por eso, el ansia del reinado de Dios y de la llegada del Mesías se mantiene fuerte en las cristiandades del tercer mundo y difícilmente encuentra resonancias en las primer mundistas que no perciben tanto dolor y se refugian en el consumismo, el placer y el bienestar material como claves de sentido para la vida humana.
 
En el Occidente próspero casi nadie espera al Mesías. Muchos menos son los que ansían su venida. El silencio de Dios se impone en la sociedad e impregna a las mismas Iglesias. Dios está ausente, se prescinde de él, más en la praxis que en la teoría, y se vive como si Dios no fuera. En realidad, se ha vuelto superfluo y prescindible, no suscita ni adhesiones entusiastas ni rechazos encarnizados como en otras épocas de polarización que parecen pertenecer al pasado. No es necesario, porque no es útil ni eficaz para conseguir exito social o prosperidad material. Ya no se espera esto de Dios, sino del esfuerzo individual y, a lo más, de la suerte o la oportunidad que se presenta aleatoriamente. De ahí a la cultura del pelotazo, a la prisa por hacerse rico, y a la corrupción como «modus vivendi» tolerado por todos, no hay más que un paso.
Un ministro socialista decía triunfante, no hace muchos años, que en pocos países puede uno hacerse rico, como en España. Los actuales y escandalosos enriquecimientos de una minoría privilegiada, bajo otro gobierno de signo distinto, muestran hasta qué punto se mantiene esa dinámica. España «ha dejado de ser católica», como decía Manuel Azaña, no a consecuencia de una política de un partido concreto, ni por el anticlericalismo popular canalizado por una instancia política, sino porque el Dios de la riqueza («In God we trust», afirma el billete de dolar), se ha impuesto al cristiano y amenaza con expulsarlo de la sociedad.
 
De ahí, que la expectativa del Reino desaparezca por sí sola. Casi nadie cree ni espera una sociedad emancipada, justa y libre. Al contrario, aumenta el desánimo ante la corrupción de la vida política, judicial y también eclesial. Las grandes instituciones y los valores referentes de otras épocas se ven como «utopistas» (más que «utópicos»), irrealizables e ilusorios, y hay un cínico conformismo en función del éxito social, del interés económico y del provecho personal.
Cunde así el desencanto en la sociedad, en el que se encuentran inmersas las mismas Iglesias, que no aparecen como lugares y plataformas de construcción del Reino, sino como subsistemas de la sociedad a la que ofrecen servicios religiosos. En ellas se percibe también a veces la opresión de las personas, el poder, la mentira, el triunfo del dinero y la eficacia del carrierismo y de las relaciones que dan prestigio.
Al menos esa es la imagen pública creciente de las Iglesias, de vez en cuando en candelero con escándalos financieros, alianzas políticas y silencios que escandalizan, y formas de actuación que conculcan los derechos humanos que oficialmente se defienden y proclaman. Las Iglesias aparecen para muchos conciudadanos como «anti-reino», más que como su semilla, y el ateísmo encuentra en la realidad histórica de las Iglesias un motivo para la increencia.
 
Por el contrario, sigue siendo necesario predicar y actualizar el Reino, es decir, generar esperanza, animar y consolar, fortalecer ante el mal, dinamizar contra las tendencias escépticas y el fatalismo resignado. La impotencia ante una sociedad que parece invencible e incambiable, y la desidia y el dejarse llevar marcan nuestro momento histórico de fin de milenio.
En contra está la tensión escatológica, el ya pero todavía no, que sólo es creíble desde una postura crítica y contracultural de las minorías cristianas. Por eso resulta poco plausible y creíble el anuncio del Reino, cuando Dios no es Señor, a veces ni siquiera en la comunidad eclesial que oficialmente le sigue.
No es la ortodoxia doctrinal, ni siquiera la ortopraxis ética lo más decisivo, ya que la Iglesia es siempre, globalmente y en sus miembros, pecadora, sino la experiencia de su presencia que suscita vida y genera esperanza y gozo a los hombres. Mensaje difícilmente captable para los ciudadanos, que ven en la Iglesia una instancia moralista y doctrinalmente desfasada, no el lugar donde hay vivencias de Dios que humanizan y dan vida.
 
En realidad, el problema actual no es el postconciliar («Jesús sí, la Iglesia no»), sino el de una religión sin Dios y una práctica eclesial sin expectativas del Reino.
Las funciones asistenciales, educativas, sociales y caritativas de las Iglesias sirven para su legitimación pública. Mantiene su influjo social porque detenta el control de las fiestas, ceremonias y tradiciones que tienen una raíz religiosa, aunque sean parte del folklore, cultura e identidad populares. Sin embargo, hay mucho menos margen en ellas para expresar el vacío de sentido de nuestra sociedad y para transmitir la vivencia de Dios de sus testigos, sobre todo místicos y profetas.
El funcionario eclesiástico aparece como el representante de la institución, identificada con la Iglesia, mientras que la persona que busca a Dios tiene dificultades para confirmar su fe en una praxis de sacramentos frecuentemente degradada a meros actos sociales, o en unas celebraciones multitudinarias que acogen por igual a cristianos y no creyentes.
 
Los sacramentos más básicos del cristianismo son incluso presididos por autoridades que ocupan un lugar de honor, a pesar de su pública declaración de que no son cristianos ni se sienten comprometidos con los valores del Reino porque viven en una sociedad laica y no confesional, y como personas se declaran no creyentes. La religión civil desplaza a la Iglesia como plataforma del Reino, el clérigo al laico, y el funcionario institucional al carismático que ha experimentado algo, y al que pertenece el futuro cristiano del siglo XXI como bien afirmaba K. Rahner.
En la tradición bíblica, Dios desautoriza el culto cuando no es compatible con las prácticas cotidianas, en las que se prescinde de los valores que la religión proclama. Las prácticas cultuales persisten más allá de la experiencia que las originó, pueden subsistir sin una fe viva y encubrir el ansia de Dios, haciendo creer que ya se le ha encontrado. Entonces el ámbito sagrado del culto no estimula sino que amenaza a los valores del Reino y se repite la confusión idolátrica que confunde al Dios buscado con sus representaciones religiosas y al Reino de Dios con la Iglesia y sus instituciones.
 
El reinado de Dios es un don y una tarea o imperativo humano. Hay que construirlo y es Dios quien nos llama a ser co-creadores con él (en la transformación y humanización del mundo) y co-redentores (en un mundo afectado por el pecado que impregna las estructuras y las instituciones y determina la injusticia internacional imperante). De ahí, la autonomía de las realidades terrenas, defendida por el Vaticano II, y la necesidad de nuevos modelos de santidad comprendidos en función del Reino[3]: la santidad en la política, en el trabajo, en la militancia de asociaciones o en la promoción de una cultura que obligue a tomar conciencia, en lugar de integrar en el modelo cultural dominante.
Y es que la sociedad de consumo privilegia la gratificación instantánea, sustituye el sentido de la vida por el consumo material y ocupa las necesidades que han quedado sin respuesta, tras la pérdida de Dios, por la exaltación del deporte, el nacionalismo o las cosmovisiones sectarias. Construir el reinado de Dios es asumir el compromiso de una santidad laical y mundana, desde la cual, se testimonie la vigencia de la llamada de Jesús en unas condiciones muy diferentes a la de su época.
 
Pero al mismo tiempo, el reinado de Dios es un don, un regalo que el ser humano no puede alcanzar por sí sólo, que no se obtiene como una ley de la historia ni como resultado del mero esfuerzo ético. Es lo que expresamos con el «ansia», con una preocupación que es al mismo tiempo plegaria, queja, llamada y demanda a Dios mismo. El fracaso siempre repetido de la lucha contra el mal, condena al hombre a repetir incesantemente el mito de Sífiso: Este es condenado a subir la roca y siempre acaba despeñándose, para recomenzar de nuevo. Lo mismo ocurre con el fracaso renovado en la lucha contra el mal, que lleva tanto al nihilismo y escepticismo actuales, como a los que proclaman el «carpe diem» y a disfrutar, que la vida es corta y rápida.
Y es que la lucha contra el mal, el anti-reino por antonomasia, siempre concluye en el fracaso. De ahí, la ambigüedad del progreso. Toda realización histórica es provisional, deficiente y equívoca. No se puede absolutizar ningún programa político, socio-económico, ni religioso. El fracaso es parte de la condición humana y el sufrimiento una enigmática experiencia, inherente al intento de crecer, profundizar y ahondar en lo humano.
 
Queda la esperanza, y en situaciones de emergencia o de noche oscura, como la nuestra al finalizar el segundo milenio, la búsqueda y la petición a Dios para descubrir su presencia en la ausencia, para estar atentos a los signos de los tiempos, para reconocer sus demandas y llamadas, quizás donde menos lo esperábamos y cuando estábamos más confiados, como le ocurrió a Israel. «A Dios rogando y con el mazo dando», o, como prefiere formular la espiritualidad de Ignacio de Loyola: hacerlo todo como si nada dependiera de Dios, sino de nosotros, y luego esperarlo todo de Él y nada de nosotros.
En última instancia el programa del Reino no es el del paraíso intramundano o histórico. Al contrario, deja la historia abierta, sin darle un sentido último, asumiendo la equivocidad del progreso y la ambigüedad del proceso. Cada logro y solución, incluidos los científicos, revela nuevos horizontes de problemas y plantea interrogantes desde una realidad más compleja que al comienzo. De ahí, el «siervos inútiles somos», contra la equiparación del reinado de Dios a un proyecto humanista o a un programa sociopolítico o económico.
 
Esto implica una espiritualidad revitalizada y actual. La creatividad que se inspira en la tradición pero no se deja ahogar por ella. La búsqueda de nuevos caminos y el ensayo de otras formas de espiritualidad que eviten que los cristianos busquen en otras tradiciones, por ejemplo las orientales, aquello que no pueden encontrar en sus propias Iglesias.
Es lo contrario de lo que pretenden los que proclaman el fin de los experimentos, la vuelta a la ley y el orden, y el repliegue, que lleva al gueto social y al inmovilismo de una tradición fosilizada.
No es la Iglesia, con sus instituciones e intereses sociales, la que hay que defender, sino promover el Reino desde la colaboración con personas de buena voluntad, sean cristianos o no, que se pueden identificar con los valores que nos trajo Jesús: los que fueron buena noticia para los pobres, enfermos, pecadores, marginados y demás gentes de mal vivir.
 
Y es que no son los satisfechos de la sociedad los que buscan el Reino, al que ya han sustituido por el consumo material, el placer o el triunfo social, sino los marginados de este mundo y aquellos, que, de una u otra forma, sueñan con la fraternidad humana y buscan la armonía con la naturaleza, precisamente porque rehúsan conformarse a las leyes de este mundo y reconciliarse con una creación que no es ni lo que Dios quiere, ni lo que se desarrolla según sus planes de salvación.
Hay que reescatologizar el cristianismo. Es decir, repotenciar su vena profética, mesiánica, martirial y escatológica. Lo sobrenatural no es lo que está más allá de lo natural, sino lo que inspira la acción del que quiere luchar contra el sufrimiento y eliminar las diversas raíces del mal en la creación.
 
No hay que renunciar al mundo para encontrarse cara a cara con Dios, según la vieja fórmula tradicional, sino sólo a «sus pompas y vanidades» (de la sociedad de consumo y de las Iglesias en ellas instaladas), para negar al mundo de una forma operativa y no teórica. Se trata de transformarlo, de un compromiso operativo, de la convergencia del esfuerzo humano y la inspiración divina en un proyecto global que tuvo en Jesús su referente último.
El reinado de Dios está referido al mundo y a la historia, no a la ultratumba ni es tampoco una realidad espiritual privada e individualista. Pasa por relaciones interpersonales que tienen que manifestarse en la sociedad y, sobre todo, en la comunidad eclesial. Y es que la figura del Dios hombre y del hombre Dios, postulados ambos de la teología que reinterpretaba al judío Jesús, forma parte de la buena noticia del Reino: Dios no quiere serlo sin el hombre y lo llama a participar en su vida divina. Quiere la salvación de todos, los pecadores son también suyos, y muestra la salvación que ofrece en el más pobre, deshumanizado y endurecido de los hombres. Hasta él llega el proyecto del Reino y en función de él envía sus testigos.
 
Esto no lo comprenden todos, «vino a los suyos y no lo recibieron», pero a los que lo aceptaron les dio el ser hijos de Dios (Jn 1,11-12), es decir, portadores del Reino. El Reino de Dios se construye en la sociedad humana en cuanto que sus miembros participan de la vida divina y se divinizan sin perder su personalidad humana.
Por eso, los cristianos vieron en Jesús el Reino mismo personificado: su vida, sus relaciones interpersonales, sus palabras y acciones muestran que Dios no ha abandonado a su pueblo, Israel.
Dios es de todos los hombres, que es lo que la Iglesia tiene que anunciar, como signo y semilla desde la que se construye el Reino de Dios en los hombres. n
 
Juan A. Estrada 
 
[1] La importancia decisiva del Reino para el surgimiento de la Iglesia ha sido analizada por J.M. CASTILLO, El reino de Dios. Por la vida y la dignidad de los seres humanos, DDB, Bilbao 1999.
[2] Remito a la exposición y desarrollo que ofrezco en: Para comprender cómo surgió la Iglesia, Verbo Divino, Estella 1999.
[3] Remito al desarrollo que propongo en: La espiritualidad de los laicos, San Pablo, Madrid 21996.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]