«Nuevas pobrezas», jóvenes y educación

1 octubre 1999

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Pie de autor:
Luis A. Aranguren Gonzalo es el Coordinador del Programa de Voluntariado de Cáritas Española.
 
Síntesis del artículo:
El verdadero debate en torno a la pobreza se juega en el terreno de la exclusión. En ella, los jóvenes forman parte, al mismo tiempo, tanto del grupo de los marginados como de los comprometidos en la transformación de una sociedad injusta. El autor analiza ambas realidades —los jóvenes en situación de exclusión social y los jóvenes voluntarios—, tratando de analizar las causas de la exclusión de los primeros y dibujando el rostro del voluntario que se necesita para plantar cara a la marginación social.
 
 
 

Al parecer, la dignidad de la vida humana

no estaba prevista en el plan de globalización

  1. SÁBATO

 
Tradicionalmente, la pobreza se encontraba asociada a factores de tipo económico que propiciaban la desigualdad entre las personas. Así, se vinculaba la pobreza a un cierto estado de cosas que, en el fondo, nos transportaba a una imagen social estática, donde los pobres están abajo y los ricos arriba y, como escribió Celso Emilio Ferreiro: “Si aquel está arriba/y aquel otro abajo/es por culpa de la vida”. En efecto, la vida, la casualidad, la inercia, parece que son los factores que generaban tal tipo de pobreza.
Sin embargo, la realidad social no es una mole estática, al contrario, se hace y la hacemos día a día porque se trata de un constructo humano y una tarea. En este sentido, la realidad social de la pobreza ha ido dando paso, merced a la mayor complejidad de nuestra sociedad, a la dinámica de la exclusión social, concebida como esa “dimensión macrosocial de un sistema de organización social que expulsa a grandes mayorías de ciudadanos y construye el bienestar de unos a costa del desvalimiento de otros”[1].
 
La exclusión social trasciende lo meramente económico para adentrarse en todos los terrenos: tanto en los propiamente estructurales como en los relacionales y ambientales, como en os estrictamente personales. Ya no cabe hablar sólo de exclusión social de raíz económica; la ruptura de tramas vecinales y de proximidad, el acentuado individualismo en todas las capas de la sociedad, la experiencia de fracaso personal y la incapacidad para salir adelante configuran un nuevo mapa de a exclusión social.
En este mapa, los jóvenes representan los dos polos de la realidad social: por un lado, un cierto sector de jóvenes perfora aún más el foso de la exclusión, al constituir un sector típicamente vulnerable e inestable. Por otra parte, no pocos jóvenes que viven integrados en nuestro sistema social y disfrutan de las comodidades de la sociedad del bienestar, colaboran en organizaciones de carácter sociovoluntario en tareas de asistencia y promoción entre colectivos de desfavorecidos, entre ellos, sus coetáneos excluidos.
Veamos, pues, algunos rasgos que intensifican estos dos mundos compartidos[2].
 
 

1  Los jóvenes en situación de exclusión social

 
Consideramos, en este primer polo, tres raíces de la exclusión social de los jóvenes —el peso de la globalización, el fracaso escolar y la familia—, además del marco cultural que las envuelve, y el triste resultado de todo ello: un joven hecho pedazos.
 
 
1.1. La fuerza de la globalización
 
El proceso de globalización en el que nos encontramos significa el triunfo de la esfera económica sobre la política y la social. El neoliberalismo al uso, en especial tras la caída del muro de Berlín, da cuenta de un pretendido fin de la historia concebido como el endiosamiento del único superviviente de la era del «Kaos»: el capitalismo. Sin embargo, este sistema es el que hace posible que en los países de la Unión Europea tengamos más de veinte millones de parados, cincuenta millones de pobres y cinco millones de personas que viven sin techo. Por lo que nos toca a nosotros hay que señalar que estamos asistiendo a un proceso creciente de juvenilización de la pobreza en España. Así lo muestran los últimos informes sociológicos[3].
 
Según Javier Alonso, podemos hablar de más de un millón setecientos mil jóvenes, entre 15 y 24 años que vive en situación de pobreza económica. Entre ellos, más de 425.000 viven en la denominada pobreza severa (cuyos ingresos son inferiores al 25% de la renta media neta del país). Más del 52% de los jóvenes en situación de pobreza se ubica en ciudades de más de 50.000 habitantes, especialmente en los extra-radios de los grandes núcleos urbanos. Casi el 70% de ellos pertenece a familias numerosas, tanto más pobres cuanto más numerosas. Otros datos que se desprenden de este estudio es que la incultura se asocia fuertemente con la pobreza severa, el hacinamiento y la promiscuidad y la falta de equipamiento básico de la vivienda, los problemas sociales más graves (familiares o de barrio), e incluso con el paro y la enfermedad. En esa situación de «incultura» absoluta o relativa hay en España cerca de 542.000 jóvenes pobres.
 
En una población que globalmente va envejeciendo con el paso de los años, debido a la prolongación de la estimación de la vida en los mayores y al descenso significativo de los nacimientos, resulta que desde la perspectiva de la pobreza y de los fenómenos de exclusión social, asistimos a una juvenilización de la pobreza que debe poner en marcha dispositivos de escucha y de atención a todos los educadores. Si la exclusión es la tierra del «sin» —sin trabajo, sin vivienda, sin papeles—, en el caso de los jóvenes se agrava aún más: son los jóvenes «sin» futuro, sin estima, sin reconocimiento. Nos encontramos ante el pobre válido —según la expresión de García Roca— que en este caso ejemplifica, en efecto, un tipo de pobre-excluido o próximo a la exclusión social, que no demanda solamente asistencia social sino poder formar parte de una sociedad que se encuentra cada vez más alejada de los mismos jóvenes, que solicita formar parte de un entramado social y relacional del que se sienten descolgados, inventando por ello nuevas y peligrosas formas con las que vivir apresuradamente.
 
En las fuerzas de exclusión tiene un papel relevante el fenómeno de la globalización económica, que se nota en cuestiones como las siguientes: la globalización concentra el poder en pocas manos, socavando los pilares fundamentales de la participación y de la democracia mínimas; los jóvenes no son ajenos a ello y viven con frustración la experiencia de ser habitantes de un planeta donde ellos no tienen voz, donde su palabra no cuenta, donde apenas hay hueco para decidir con libertad y autonomía.
Por otra parte, la globalización fomenta la dictadura de lo económico y, más en concreto, la fe en el dinero y en el éxito fácil, lo cual revierte en los jóvenes en forma de proyección de deseos que buscan la vida fácil; a esto se le une el hecho de que la globalización económica representa el triunfo del laissez faire anómico donde todo vale, que genera entre los jóvenes una transición hacia la vida adulta caracterizada por la ausencia de límites y el olvido de cualquier forma de deber o de esfuerzo personal.
 
1.2. El fracaso escolar
 
Todos los datos que presentamos en el epígrafe anterior nos tienen que hacer pensar en el sentido de que estamos hablando de muchos chavales que no nos resultan tan desconocidos: se encuentran apostados en las esquinas de nuestras calles, se desesperan en las colas de las oficinas de empleo, engrosan la lista de los «chicos difíciles» y «con problemas» de los colegios e institutos, pasando a formar parte de eso que llamamos fracaso escolar, que no es más que el fracaso de todo un tipo de sociedad que no sabe hacerse cargo de la educación.
Porque ciertamente el fracaso escolar es un fenómeno que retroalimenta la exclusión social. En el extremo de la falta de alicientes para vivir con holgura y sentido en el seno de nuestra sociedad, no es de extrañar que fenómenos como la violencia juvenil (incluso en su versión de «cabezas rapadas») o la adolescentización de la droga en forma de pastillas y alcohol vaya en aumento.
Estos fenómenos se incuban en los centros escolares, donde tantos chavales se sitúan muy lejos de lo que allí sucede, les ofrecen y acontece. Para muchos chavales el aliciente de su vida se cierra en ese fin de semana a tope, en ese viernes sagrado donde viajarán en todos los sentidos para huir de la percepción un tanto difusa de ese «sin» del que son protagonistas poco a poco: sin lazos relacionales consistentes (al margen de los colegas) y sin futuro donde proyectar ideas, ilusiones y tareas. A este hecho hay que sumar el particular despiste que los adolescentes tiene en este momento crítico de su existencia donde también busca en cierta forma el desapego familiar y la autonomía personal.
 
Deberíamos reconocer que hoy vivimos la realidad de una población joven inmersa en el fracaso escolar, que se convierte en una subespecie de población de riesgo, quedando estigmatizada como incorregible, «que no llega» y que está poco menos que perdida. En efecto, en la incertidumbre fabricada de la sociedad del riesgo (Giddens) se proyectan segmentos de población que ponen en riesgo nuestras seguridades adquiridas. Los jóvenes más vulnerables pasan a ser vistos y enjuiciados como «sospechosos» de generar inseguridad ciudadana, peleas, desórdenes o violencia. Finalmente, como dice Galeano, la dictadura del miedo conlleva la industria del miedo y así se adoptan medidas policiales y judiciales ante los chavales que se salen de la norma, olvidando los tratamientos educativos y los procesos que se realizan desde el poco a poco y desde el convencimiento de que la realidad es modificable.
 
 
1.3. La familia
 
Si algo rechina hoy en el terreno próximo a la exclusión social entre los jóvenes, ese algo es la familia. No sólo hemos de hablar de las familias desectructuradas a causa de la exclusión social, en especial al cronificarse las situaciones fatales de paro laboral en muchas de ellas, sino que también hemos de contemplar los límites de las familias normalizadas donde acontecen situaciones de grave desajuste afectivo, educativo y relacional a causa de la imparable transformación sociocultural de las mismas: el trabajo del padre y de la madre, la hiperactividad de los chavales fuera de las horas lectivas, el consumismo desmedido de todo tipo de caprichos, incluidas largas horas ante el televisor introyectando todo tipo de mensajes competitivos y agresivos, han modificado notablemente las relaciones entre padres e hijos.
Existe una relación proporcional entre la distancia física de los padres y madres hacia sus hijos y el mayor consentimiento y ausencia de límites en la educación. La culpabilización por no estar cerca deviene en el “haz lo que quieras, que yo te lo consiento”, con el fin de mantener un cierto equilibrio, más ficticio que emocional, que al menos escenifica la paz familiar. Sin embargo, se trata de una paz edificada en la ley de la compensación y en el chantaje emocional, que termina desorbitando las demandas de los hijos y la incapacidad de hacer frente a ello, por parte de los padres.
 
Por esta razón asistimos un cierto deslizamiento de responsabilidades de los padres frente a sus hijos, depositando en la escuela el 100% del acto educativo. Así lo percibe Savater: “Cuando la familia socializaba, la escuela podía ocuparse en enseñar. Ahora que la familia no cubre plenamente su papel socializador, la escuela comienza a ser objeto de nuevas demandas para las cuales no está preparada”[4].
En las tutorías de los colegios e institutos se repite la dramática escena donde la madre (¡siempre la madre!) pide auxilio al tutor o tutora, al grito de “ya no puedo más”, “su padre no se ocupa para nada”, “ustedes verán qué hacen con mi hijo/a”, etc. Se deposita, a todos los efectos, en la institución educativa lo que por coherencia corresponde al entramado familiar; ello constituye una formidable dejación de responsabilidad por la vía de la desesperación, la hartura y la impotencia. En otros casos, se fomenta cínicamente la cultura de la reivindicación y de la queja, por parte de los padres, depositando en el centro educativo todos los males que acontecen en los chavales. Es la negación de la responsabilidad.
 
Sin duda asistimos a una fuerte crisis de autoridad familiar que afecta de modo muy directo a los padres, más que a las madres. El padre anda ensayando qué hacer con sus hijos, cómo comportarse con ellos; mide sus expresiones quiere ser amigo de sus hijos rehuyendo sus tareas de padre y su papel, a veces desagradable, de poner límites y de saber decir que «no», sin romper el diálogo y la comunicación; de este modo, el padre deambula un tanto perdido buscando su rol y sopesando cada una de sus actuaciones en la convicción —las más de las veces— de que en unas ocasiones no llega y en otras tantas se pasa. El resultado de este modo de obrar es que padre y madre pierden con facilidad el norte de la autoridad que representan para sus hijos de modo que, de hecho, dimiten de su condición de padres y traspasan a la institución educativa su problema.
 
 
1.4. El joven hecho pedazos
 
La globalización económica fomenta un tipo de cultura individualista y tremendamente fragmentaria. Vivimos en la consolidación del individuo-zapping en todas las esferas; entre los jóvenes se hace zapping en los estudios, en el master de turno, en las amistades, en los deportes, en los lugares de ocio, en las oposiciones a las que uno de apunta, e incluso en las causas solidarias que apoya, más por estética social que por compromiso personal.
Vivimos un momento cultural donde se acentúan la pluralidad de pertenencias frente a la necesidad de referencias, como núcleo inspirador de valores que orienten y den cohesión a un proyecto de vida. Para muchos jóvenes existe el plan cotidiano de ocupar el tiempo, diluyéndose en ello la necesidad de ocupar la vida con sentido, principal y primera ocupación que todos tenemos como seres humanos.
La fragmentación social se extiende a una fragmentación cultural que divide a la persona en parcelas e instancias tan diversas que convierten a la persona en una especie de desplegable permanente asomando la cabeza por todos los recovecos donde los reclamos más dispares prometen «felicidades a cien».
 
Ante este panorama los más débiles llevan la peor parte. Bien sabemos que no podemos hablar de la juventud en términos generales, y que a una situación de jóvenes que viven en la exclusión o se encuentran al borde de ella hay que enfrentarse con altura de miras y convencimiento de que las cosas deben y pueden cambiar. A los jóvenes que tienen la oportunidad de gozar de una mínima integración social les corresponde recoger el guante que lanzan sus coetáneos menos favorecidos para llegar a ellos y lanzarles una mano amiga que, además de buscar el apoyo personal, se adentren en dimensiones sociales realmente transformadoras.
Sin duda, desde la educación formal, muchos son los retos que los jóvenes más vulnerables presentan a la Escuela. Sin embargo, quisiera referirme en la segunda parte de este trabajo, a la labor que desde el voluntariado de acción social se puede llevar a cabo. Sólo si entendemos el voluntariado entre los jóvenes y desde los jóvenes como una tarea educativa a largo plazo, podremos atisbar algún punto de conexión y aventurar frutos a largo plazo.
 
 
 

2  Los jóvenes voluntarios

 
Sin duda el voluntariado social es un fenómeno que día a día va cobrando mayor fuerza. Y sabemos que la fortaleza de una realidad social no depende tan sólo del número de personas o de grupos que la secundan sino del grado de cambio social que logran realizar, influir o canalizar. Ciertamente pueden existir —y existen— formas de voluntariado que nada tienen que ver con cambios sociales: el voluntario que enseña un museo, o el adolescente que reparte esponjas en las maratones populares, o el jubilado-voluntario que ayuda a regular el tráfico a la puerta de los colegios.
Este voluntariado cultural, deportivo, hasta podríamos llamarlo cívico, es legítimo y ha entrado con vigor en España a partir de las Olimpiadas de Barcelona, en 1992.
Sin embargo la tradición del que bebe el voluntariado de acción social es heredera de una solidaridad radical que se hermana con dimensiones esenciales del ser humano y de la convivencia entre las personas y los pueblos. Quien trabaja como voluntario con las personas sin hogar, con chavales próximos a la exclusión social, con inmigrantes ilegales o con prostitutas sabe que su gota de agua solidaria ha de englobarse en una búsqueda de cambios sociales amplios, aunque sean lentos; sabe que su aportación ha de sumarse a la búsqueda de condiciones de vida más justas para quienes más sufren la tragedia de un tipo de sociedad excluyente y despersonalizadora.
 
El voluntariado es la expresión de una forma concreta de vivir la solidaridad que tiene su residencia en el acontecimiento del encuentro radical con la persona que sufre, en este caso los jóvenes excluidos o próximos a la exclusión, que se descubre orillada en los márgenes de la sociedad y que vive lejos del ejercicio de su derecho al empleo, a la cobertura sanitaria, a la educación o a la vivienda. De esta forma, el voluntariado de acción social se asemeja a un colchón solidario que permite no hundirse a las personas excluidas; pero, con ser importante, el voluntariado ha de proyectarse igualmente como vehículo de transformación social y de incidencia real en las políticas sociales en favor de los más desfavorecidos.
Este voluntariado está presente tanto en organizaciones sociovoluntarias de gran tamaño como en pequeñas asociaciones, en parroquias y en grupos de base. La mirada hacia la acción social transformadora hace que este voluntariado no sea ni mejor ni peor que el voluntariado que engalana las calles para celebrar las bodas de la gente importante; simplemente, es otra cosa. Veamos, por tanto, algunas peculiaridades que dibujan el perfil de las personas que trabajan en el voluntariado de acción social.
 
 

2.1. Las raíces de la acción voluntaria

 
El voluntariado de acción social nace de una determinada manera de ver la realidad. Siguiendo a Benedetti, todo depende del dolor con el que miramos a lo que se nos pone delante de nuestros ojos y de nuestra vida. Desde esta mirada nada humano nos es ajeno. Aquí acontece la primera fuente de donde mana la acción voluntaria.
Ser voluntario no es primeramente un acto de bondad, sino un acto de humanidad. La persona no es un yo que después se relaciona con un tú. Somos constitutivamente realidades sociales; desde nuestro nacimiento el encuentro con los demás no viene dado de mí hacia los otros sino de los otros hacia mí; la persona voluntaria se reconoce protagonista de un doble movimiento: uno de concentración, que mira hacia el dominio de uno mismo; y otro de expansión y entrega de sí mismo. En esta orquestación que toma la realidad del otro como urgencia que reclama una respuesta inmediata y procesual, y que toma la propia realidad personal como digna de cuidarse y no perderse en entreguismos estériles, radica una de las fuentes primeras de la acción voluntaria.
Los jóvenes voluntarios son los que en un primer momento, y sin excluir a voluntarios de otras edades, mejor sintonizan con las particularidades de los chavales que peor lo pasan. En este caso es importante vincular la conexión de lenguajes, gustos, y hasta una cierta estética con la certeza de que el encuentro real y único con quien sufre me afecta, me toca y no me deja indiferente.
 
En segundo lugar, el voluntario cuenta en su haber con una convicción de partida: no estamos condenados a que las cosas sean como nos las encontramos día tras días; las cosas pueden ser de otro modo. El voluntario, así, se enfrenta a ese clima cultural que vivimos que abona la ideología de lo inevitable, la ideología que proclama que quien cae en la exclusión está ahí y no le demos más vueltas; por el contrario, el voluntario se siente responsable de un mundo que no le gusta y que no tiene por qué repetir.
No estamos condenados al inmovilismo sino, al contrario, nos encontramos abocados al cambio, a la transformación social. El fatalismo que no acepta el cambio se hermana con el fatalismo que dogmatiza el cambio inmediato, al precio que sea. El voluntariado camina por la senda de la posibilidad real, de la invención de futuros posibles o, como gustaba decir Freire, de inéditos viables, que sólo se realizan en términos e proceso, de poco a poco, de impaciente paciencia.
 
Con estos dos materiales primeros, la conciencia de que somos seres sociales y que la realidad social es siempre modificable, el voluntario actúa desde una característica que le marca con fuerza: la gratuidad. En una primera aproximación la gratuidad se puede entender como realizar una acción sin recibir a cambio compensación económica alguna, o dar gratis lo que uno ha recibido gratis. Y esto está bien, pero se me antoja insuficiente. La gratuidad se sumerge en la experiencia del encuentro personal con quien sufre.
Esto es más que tener interés por otros; en nuestra sociedad de consumo nos acostumbramos con frecuencia a interesarnos por las desgracias ajenas de quien aparece en el televisor. El encuentro con el otro excluido no es tangencial sino nuclear y no admite suplencias.
 
El encuentro con el excluido, en efecto, enciende en el voluntario una chispa que destartala nuestro equipaje mental y actitudinal. La chispa encuentra en la compasión el camino de ida hacia la realidad personal, familiar, ambiental y estructural del excluido. Pero la chispa ha de propagarse en el camino grupal, comunitario y estructural que tiene en la justicia la meta de la acción voluntaria. Se podrá ser voluntario de dos horas a la semana o de veinte; lo importante será la trayectoria y el sentido de la acción voluntaria.
De esta forma podemos concluir que la acción voluntaria no radica tanto en la acción individual cargada de generosidad sino en la acción colectiva de un grupo de personas que trabaja en la dirección de desarrollar redes de solidaridad efectivas que dinamicen el tejido social de nuestros barrios.
 
 
2.2. Los retos actuales del voluntariado social
 
Evidentemente este tipo de voluntariado de acción social, que tiene en la justicia hacia los jóvenes excluidos su punto de mira, puede que sea a veces molesto y poco grato a los ojos de los poderes públicos. En este momento, además, hemos de estar atentos a los retos que desde múltiples instancias se plantean en el mundo del voluntariado social. Entre ellos destacamos los siguientes.
 
Estado y voluntariado
 
El mundo del voluntariado, que en tiempos bien recientes era considerado mero apéndice del Estado que llegaba donde éste no podía llegar, vive en la actualidad un momento dulce y aparece radiante en los medios informativos, se le cita continuamente desde los poderes públicos y es seducido cotidianamente por las fuerzas del Mercado. El canto a la sociedad civil que día a día se entona desde el neoliberalismo y desde ese nuevo observatorio de la Tercera Vía, tiene el riesgo de eludir las responsabilidades públicas depositando en la acción voluntaria una responsabilidad que, al menos, ha de ser compartida.
 
Ciertamente, la solidaridad no es cosa de héroes ni se ve reducido a un solo campo de actuación; el mundo del voluntariado ha de encontrarse y dialogar tanto con las Administraciones Públicas como con aquellas parcelas del Mercado que en verdad quieran ser solidarias tanto hacia fuera como hacia dentro de sus propias empresas. Pero el diálogo y la negociación no debe culminar en la sumisión y en la pérdida de credibilidad cuando lo que intentamos defender es la vida digna de los últimos. Para tocar fondo en la apertura hacia los jóvenes excluidos hay que tocar fondo en las limitaciones de cada ámbito (empezando por la familia, la escuela, y los distintos lugares de socialización).
Sólo desde la modestia reconocida podremos tejer redes de encuentro y de colaboración entre las familias y la Escuela, entre la Escuela y las organizaciones sociovoluntarias, entre los centros de salud de atención primaria y la Escuela, etc. En la sociedad del riesgo las responsabilidades han de ser compartidas. Ya no hay un único agente de transformación, si bien el voluntariado de acción social toma un papel relevante como resorte de proximidad.
 
La «utopía necesaria»
 
Existen grupos de jóvenes voluntarios que trabajan en barrios marginales que, ante la progresiva domesticación del voluntariado desde las leyes y la publicidad de un cierto voluntariado ligth que se ofrece desde los medios de comunicación, deciden borrarse de esto del voluntariado. Se sienten militantes y no tapagujeros del sistema.
Ahora bien, coincido con García Roca en que hoy ha muerto una cierta forma de entender la militancia: aquélla que se basa en la entrega absoluta, la disponibilidad sin límite, la renuncia y casi el heroísmo; hay que estar atentos a la nueva sensibilidad solidaria que no niega la realización personal ni renuncia a los espacios de descanso en medio de la autopista del vertiginoso trabajo cotidiano. La dicotomía o voluntario o militante me parece hoy fuera de lugar.
Tan peligroso es caer en un voluntariado atonta-conciencias como desear regresar a una elitista militancia de escogidos. Por el contrario, la acción voluntaria se alimenta tanto de las distancias largas que esbozan la utopía necesaria como de las distancias cortas que se expresan en la proximidad y el valor de lo concreto, por pequeño que sea.
 
Personas voluntarias
 
El voluntario no nace, se hace. El voluntariado no tiene exclusivamente su punto de mira en la tarea que se debe realizar sino en la persona voluntaria. Estas dos cuestiones acrecientan la necesidad de que las organizaciones sociovoluntarias, las pequeñas y las grandes, abordemos la realidad del voluntariado desde la creación de itinerarios educativos donde la acogida, la formación, la experiencia en la acción, el acompañamiento personal y/o grupal y la propia organización del voluntariado tiene su clave de comprensión en el crecimiento de los voluntarios, en la posibilidad de que sus actitudes, acciones y compromisos crezcan y se desarrollen con el tiempo[5].
Y para esto hace falta eso, tiempo y, por tanto, paciencia histórica; no se trata de resignarse sino de convencerse de que “valen más los muchos pasos/del camino por llegar/que el paso de la llegada”, como poéticamente experimenta Pedro Casaldáliga.
 
Ser voluntario invita a la esperanza de habitar en un mundo que transformamos entre todos. No dejemos que la domestiquen y tampoco nos cerremos en puritanismos tan estériles como innecesarios.
El voluntariado acontece hoy como una oportunidad histórica donde convergen disposiciones iniciales diversas, unas más explícitamente comprometidas que otras, pero que desde la acción significativa y el acompañamiento personal buscan la justicia y la defensa de las víctimas de nuestro mundo.
Los jóvenes integrados y los jóvenes excluidos o próximos a la exclusión están llamados a encontrarse en el ámbito de la acción voluntaria, donde unos y otros tienen la oportunidad de crecer y de experimentar el apoyo mutuo. n
 

Luis A. Aranguren Gonzalo

 
[1] J. GARCÍA ROCA, Contra la exclusión,  Sal Terrae, Santander 1995, 10.
[2] Buena parte de las ideas expuestas a continuación las recojo de mi trabajo Reinventar la solidariad. Voluntariado y educación, PPC, Madrid 1998.
[3] J. ALONSO, Infancia y juventud empobrecida en España, en: Suplemento «Cáritas» 393(1999).
[4] F. SAVATER, El valor de educar, Ariel, Barcelona 1997, 59.
[5]  Sobre el itinerario educativo del Voluntariado, hemos realizado una propuesta concreta en: CÁRITAS ESPAÑOLA, Somos andando. Itinerario educativo y animación del voluntariado,Madrid 1999 (2 vol.).[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]