REFLEXIONES DE FURGONETA

1 julio 1999

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Medir el tiempo en canciones es un privilegio. Uno de mis profesores, cuando yo estudiaba la carrera de psicología, repetía siempre que la creación artística es uno de los hechos diferenciales por excelencia del hombre con respecto al resto de los seres vivos de la creación. Y, cada cierto tiempo, siento la necesidad de recordarlo internamente, para intentar que la pureza artística prevalezca sobre una visión mercantilista de la música; eso se hace cada día más patente en los círculos de negocio‑musicales, que tenemos necesidad de frecuentar quienes nos dedicarnos a la música, y donde tantos discos vendes tanto vales, y todo vale si vendes discos…
 
A veces, me pregunto cuántas horas se nos escapan a los músicos en la carretera y cuántos no habrán sido los ratos de reflexiones de furgoneta en los que, entre la tupida neblina que deja el hachís de mis compañeros de viaje, he intentado recolocar un poco la existencia, con la permanente obsesión de ser el sujeto de mi propia vida y no convertirme en otro afiliado al desorden y la prisa. Son muchos los momentos de oración, buscando respuestas en la línea del horizonte al lado de la carretera.
 
La inestabilidad es una constante en este camino: abrir la agenda y verla llena de nombres —que en muchas ocasiones son sólo el fruto de un contacto esporádico, porque resulta que un día fuimos a tocar a nosédonde, y allí pasó algo excepcional— deja siempre un sabor agridulce. Por un lado, la gratificante sensación de vivir con intensidad, permanente novedad y continuo estado de descubrimiento, con toda la carga de madurez que esto conlleva, cuando se somete a un proceso de reflexión; y, por otro lado, el vértigo de sentirse acompañado fugazmente por relaciones que nacen y se diluyen por la distancia, el tiempo o la falta de contacto; creo recordar que Henry Nouwen lo llama el miedo a las pérdidas.
 
Un amigo mío guitarrista me contaba con frecuencia un sueño que obsesivamente le torturaba: él se encontraba plácidamente descansando cuando, de forma repentina y extremadamente lenta, sus dedos comenzaban a convertirse en arena, e iban cayendo grano a grano al suelo hasta que le desaparecían las dos manos, y entonces se desesperaba impotente por haber perdido aquello en lo que había puesto su vida. ¡Qué tragedia, un guitarrista sin manos! Reflexionando sobre esto, descubrí la trascendencia del arte, pues siempre me venía a la cabeza la idea de que, aunque yo perdiera las manos, seguiría creando y expresando un sentimiento artístico que nace de lo más profundo del alma y, a la vez, le pedía a Dios –y lo sigo haciendo– que no desapareciera nunca la necesidad de contar la vida mediante ese distorsionador armónico de la realidad, que es el arte.
 
Muchas son las piedras en el camino, pero quizás la que más me cuesta esquivar es la de la autodestrucción como único camino para que aparezca la chispa de inspiración, la visión artística de las cosas, el duende que dirían los más flamencos. Me toca muchas veces escuchar en los ambientes rockeros que el que no pasa la realidad por el crisol del alcohol, el costo —el hachís— o la farlopa —la cocaína— no puede alcanzar esa visión mágica de lo que pasa; de tanto escucharlo, en ocasiones aparece la tentación de llegar a creerlo; pero, al final, el gran triunfador es la opción de la consciencia y de la sensibilidad para mirar al mundo con la máxima intensidad, escuchando siempre los continuos mensajes que nos manda la naturaleza urbana que nos toca vivir.
 
El arte necesariamente es una prolongación de la vida. Cuando miro atrás, veo una correlación directa siempre entre los momentos de mi vida y las composiciones que corresponden en el tiempo a esos momentos. A los quince años escribí una canción que decía: “La ciudad es gente, / la ciudad es ruido, / la ciudad son calles, / y en algún lugar de esta ciudad / aún se podrá respirar”. Coincidiréis conmigo en lo profundo del texto, además con el complemento de una base musical al más puro estilo Heavy metal. Y, sin embargo, han sido muchos los pasos desde estos comienzos inconscientes y adolescentes hasta hoy, en que la respuesta a una necesidad de coherencia, sobre todo a la hora de cristalizar en música las realidades que tocan la fibra más sensible de nuestras ciudades —marginación, intolerancia, falsa compasión, fiebre consumista, explotación, etc.— ha sido el disco–proyecto Universo Violento.
 
En este disco, tanto la música, como la palabra, e incluso el procedimiento de distribución –pues se trata de un disco de precio libre, es decir, cada uno aporta lo que considere justo pagar por él, y no necesariamente dinero– son un intento de llevar a cabo una propuesta artística radical y comprometida con las realidades que denuncia, pues todos los beneficios van a parar a proyectos de reinserción de transeúntes y ex‑reclusos.
Este proyecto y otros muchos similares que, gracias a Dios, van proliferando cada vez más y a mí me animaron a lanzarme a éste, plantean un interrogante a la industria de la música, en especial, a aquellos grupos que viven la contradicción de manifestar en sus letras un rechazo frontal al sistema capitalista, y a la vez con la venta de sus discos están contribuyendo al engorde económico de las grandes multinacionales, que son el estandarte del susodicho sistema. Difícil cuestión con difícil solución, pero habrá que seguir confiando en las pequeñas realidades, y en que algún día encuentren un reflejo en nuestra sociedad y terminen por hacer que el futuro sea mejor que el presente; eso es una utópica y complicada tarea en la que los que enraizamos nuestra vida en el Evangelio creo que tenemos mucho que decir, tanto desde la creación artística como desde la economía, la política, la fábrica, etc.
 
Como despedida, ahí van unos versos de reciente creación: “Amanecer con sentido positivo, / contar con la esperanza como sexto sentido, / me hacen ser más optimista con el ser humano… / Dejar pasar la tormenta, / y que salga el sol por donde quiera. n
 

Juanjo Melero

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]