¿QUÉ HAY DE ESPIRITUAL EN EL ARTE?

1 mayo 1999

[vc_row][vc_column][vc_column_text]LA verdadera obra de arte nace misteriosamente del artista por vía mís­tica. Separada de él, adquiere vida propia, se convierte en una personalidad, un sujeto independiente que respira in­dividualmente y que tiene una vida ma­terial real» (V KANDINSKY, De lo espiritual en el arte).
Siempre se ha hablado, pero sin éxito, de materializar el alma, de la posibilidad de palpar un sentimiento, una emoción.
Sin consideramos el arte -en cualquiera de sus manifestaciones- como una fuerza que sirve al desarrollo y a la sensibiliza­ción del alma humana, la primera de­ducción lógica que nos puede venir a la mente es la existencia de una relación de efecto y perfección recíprocos.
EL rostro es el espejo del alma», pero, ¿cómo dar forma a una sensación, a una duda, a esa fe que mueve monta­ñas?
En primer lugar, el artista debe enten­der -y, por consiguiente, aceptar- el he­cho ineludible de servir a designios más altos, a expresiones más sublimes; al mis­mo tiempo que deberá ahondar en su propia alma cual si de un actor en busca de guión de tratara, para tener así algo que decir, alguna cosa que comunicar.
No quisiera ser mal interpretado, pues con esta afirmación no me refiero a una supuesta necesidad de introducir por la fuerza en cada obra un contenido cons­ciente o de procurar un revestimiento ar­tístico a dicho contenido, sino de ahon­dar en el conocimiento del alma, para educarnos en el acercamiento a la fuente primigenia, a Dios.
 
En segundo lugar, ha de saber el ar­tista que el material de sus obras está constituido por sus actos, sentimientos y pensamientos, y que ahí reside su fuente de inspiración. Sólo desde el momento consciente de sentirse instrumento, se puede facilitar la conducción de las sen­saciones que, distribuidas en estamentos superiores, adquieren una dimensión in­teligible a través de la expresión del arte.
El color, la palabra, la música, el movi­miento son los medios en los que el alma se expresa con toda su belleza, con todo su dolor, y es precisamente el principio de la necesidad interior el encargado de facilitar el plano expresivo a todo aque­llo considerado subjetivo.
Desde el punto de vista de la necesidad interior, el artista puede utilizar cual­quier forma para expresarse. Esto le va a permitir huir de cualquier parámetro es­tablecido, cualquier dogma de estilo o moda -siempre efímera e intrascenden­te-, para acercarse así a la libertad total como forma última de expresión.
 
NO obstante, la verdadera libertad parte del conocimiento, ya que la igno­rancia sólo permite la crisis y el caos, provocado por la carencia de una forma pro­picia para aquello que se quiere transmi­tir.
 
 
Todo conocimiento será más útil en la medida en que no sea utilizado o se ig­nore como si partiéramos de un princi­pio en constante evolución; pero no por ello debe ser rechazado o considerado irrelevante en el proceso de aprendizaje, del mismo modo en que no se debía en­terrar el talento del que habla una de las parábolas del Evangelio.
El artista deberá adquirir una forma­ción sólida que le permita poder estable­cer un diálogo permanente con el alma; en la medida en que se viva una vida más intensa, el arte reflejará todo su pro­ceso espiritual, debido precisamente a esa relación de efecto y de perfección re­cíprocos. El don del arte es gratuito, pe­ro debe ser extrapolado a otros planos para adquirir toda su verdadera dimen­sión dramática o expresiva.
 
SI observamos la manera en que un bailarín extiende enérgicamente sus ma­nos y las dirige hacia un punto en el  -espacio que el artista reconoce co­mo propio- podemos percibir con clari­dad una sensación de desplazamiento vi­tal; un nuevo camino -punto de referen­cia- se nos muestra desde nuestra posi­ción de espectadores; algo o alguien nos ha movido interiormente a través de un elemento móvil y tremendamente expre­sivo.
 
Algo parecido ocurre con la pintura, aunque en este caso la belleza se base en un elemento estático y carente de movi­miento -¡no por eso falto de vida o de expresividad!-, en el cual los colores ac­túan sobre nuestros sentidos provocan­do, desde una sensación de ternura má­xima, hasta una agresividad insoporta­ble para nuestro espíritu.
 
El azul, que, siendo un color típica­mente celeste, desarrolla profundamen­te el elemento de quietud; o el amarillo, que, contemplado directamente, inquie­ta y molesta.
 
DESDE mi experiencia como intér­prete y compositor, la música me ha pro­curado el medio idóneo para plasmar todo mi proceso interior, mis encuentros y desencuentros con mi yo más íntimo, aquél que deja de serlo y se convierte en una entidad libre en conjunción perfecta con el amor más grande, en armonía con la belleza.
Siempre he sentido como una sensa­ción de abandono, una especie de sole­dad en compañía, que en mi trabajo co­mo músico me ha facilitado la dura -aunque apasionante- tarea de compo­ner.
En el proceso de creación experimento todo tipo de sensaciones, desde la pleni­tud hasta el vacío más absoluto, y todo, absolutamente todo, tiene que ver con mi estado de ánimo, mi capacidad de con­centración, mi carga emocional: en defini­tiva, con mi ser interior.
El tipo de cadencia a utilizar, los tim­bres que escoger, el carácter de la obra, todo se resume en una serie de fenóme­nos acústicos que darán forma a una ex­periencia de vida, a una sensación ínti­ma, al encuentro con Jesús de Nazaret, donde confluye todo el arte en su pleni­tud, con quien la libertad es total. Allí donde la expresión alcanza, desde su pe­queñez, la máxima grandeza del alma.

Daniel Flors

Compositor musical
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