¡ARRIBA MUCHACHOS, ARRIBA!

1 marzo 1999

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Acabo de llegar de un viaje por Brasil y México, donde estuve colaborando en los actos de la visita del Papa, llevando la música en los encuentros con la juventud. Permitidme en primer lugar, daros las gracias por esta oportunidad que me dais de escribir por primera vez en vuestra revista.
Vuelvo a la experiencia. Es impresionante cantar delante de un millón de personas, que además se conocen tus canciones mágicamente. Mágicamente, digo, porque lo normal sería que las hubieran aprendido escuchando mis discos, o en la radio o en la tele, como le pasa a cualquier «corazón partío». Pero no, ese no es el caso de los que hacemos «música religiosa». Ni siquiera yo, que llevo 30 años en esto, tengo distribución en México, así que la cosa se hizo mágicamente, de boca en boca, de pequeña comunidad en pequeña comunidad, de pequeña pascua en pequeña pascua… ¡increíble!
 
Pero no era esto lo que quería contaros. Después de los actos de la noche en un gran descampado que nos sirvió de dormitorio colectivo, mientras esperábamos la llegada del Santo Padre para celebrar la Eucaristía del domingo, vivimos una experiencia que me gustaría narraros.
La noche se presentó más fría de lo esperado, así que a las 2 de la madrugada, a través de toda la megafonía se nos animó a salir de nuestros sacos, movernos y no dormir. El riesgo de quedarnos congelados era muy real. Los médicos así lo habían indicado. Pero yo, y como yo muchos más, entre morirnos de frío fuera del saco y morirnos dentro, preferimos quedarnos dentro y que fuera lo que Dios quisiera. Las siguientes 5 horas fueron una experiencia digna de recordar.
 
El bien intencionado animador que desde el escenario dirigía aquella improvisada sesión de aeróbic, hizo lo indecible para que abandonáramos nuestro sueño. Ardua tarea, ya que todos estábamos muy cansados después de un día de largos viajes y un programa de actos muy cargado.
El escenario está disponible, gritaba, para todo aquel que quiera venir a cantarnos una canción. Todo el mundo podrá expresarse libremente, repetía, ¡lo importante es participar!
Recuerdo que los dos primeros espontáneos que subieron al escenario (que horas más tarde acogería una espléndida orquesta y coros que animaron la misa papal), no fueron tan malos. Los escuchamos con ánimo displicente. Ellos estaban intentando aportar su granito de arena, hacernos un favor, entretenernos para que no nos durmiéramos y pudiera ocurrir algo grave. Pero inmediatamente la cosa fue cambiando de tono. Los desafines más angustiosos, los cantos más peregrinos que a compositor alguno se le hubiera ocurrido editar eran presentados con la mayor parsimonia, como si se tratara del festival de la OTI de la música religiosa.
 
Y el presentador insistía: ¡Arriba, muchachos, arriba!, ¡No os durmáis! El Papa va a llegar. ¡Bailemos una vez más al ritmo de la siguiente canción!, que para variar era cualquier cosa menos lo más idóneo para despertar a un millón de jóvenes que ya comenzaba a ser un millón y medio (llegaríamos a los dos millones de personas durante la misa).
Yo no podía dar crédito a lo que oía. Desde el interior de mi saco, con toda la ropa puesta y también con las botas (por aquello de morir con las botas puestas), sufrí, sufrimos el programa de música religiosa más espeluznante que jamás hubiera imaginado.
Mientras pasaban las horas no dejaba de decirme una y mil veces: esto no es lo que queremos. Esta juventud, universitarios muchos de ellos, inteligentes, dinámicos, informados, sin duda de lo último en música moderna, no se merecen que les hagan esto.
 
¡Traed un grupo de rock!, gritaba yo desde el interior de mi saco. ¡Contratad a los mejores animadores que podáis! Tenéis delante de vosotros a un pueblo joven con un fervor que sólo se ve por aquellas tierras. Con un amor a Dios, a la Iglesia y al Papa que no tiene precio… ¡No me digáis que no se podía prever que pasara esto!
Porque, aunque lo de la helada fuera inesperado, la situación de desconocimiento de los gustos juveniles (falta de respeto me atrevería a decir) y de las formas de expresarse la juventud, es un problema que padecemos hace tiempo en la Iglesia. No, señores, no se trata de que aquí somos todos iguales. Se trata de que el millón de personas que escuchábamos también querríamos habernos «realizado» teniendo un buen programa. Aunque claro, para tener un buen programa hay que prepararlo y «currárselo».
Sobrevivimos; sólo hubo una muerte (¿sólo?), aunque parece que por otros motivos, y cientos de personas con lipotimias… pero sobrevivimos.
 
Permitidme contaros una última anécdota esclarecedora. Conocí ese sábado a un grupo de comprometidos músicos católicos que acababan de formar una asociación para afrontar juntos el problema de la edición y distribución de música religiosa joven. Iban con una caja de cartón llena de sus cassettes y algún CD, intentando darse a conocer y vender algo. Los miré con simpatía, parecían unos pequeños «davides».
El domingo me los encontré otra vez, ¿dónde está la caja? -les pregunté- ¿ya lo habéis vendido todo? No, me dijeron bajando la cara con vergüenza, nos han dicho que es mejor no lo hagamos, que da mala imagen.
El sol brillaba con toda la fuerza que hubiéramos necesitado la noche anterior. El Papa ya estaba con nosotros. Nadie se acordaba ya del frío y por los altavoces sonaba el disco oficial cantado por lo más selecto de las famosas estrellas de Televisa. Mis jóvenes amigos llevaban de vuelta los cassettes en sus mochilas y yo quedé con ellos para ir a cantar el lunes a una parroquia en los suburbios de la ciudad. n
 
Luis Alfredo Díaz Britos[1]
 
 
 
 
[1] Luis Alfredo [la@adam.es] tiene un programa de radio de nueva música religiosa, llamado «David Radio», que se puede escuchar en Internet, si dispones de «real-audio», en la siguiente dirección: http:/www.ewtn.com/spanish/radio.htm. Se renueva cada semana y se emite a través de EWTN (Radio Católica Mundial).
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