[vc_row][vc_column][vc_column_text]Álvaro Ginel es profesor en el Instituto Superior de Teología «Don Bosco» (Madrid) y director de la revista «Catequistas». Miembro también del Consejo de Redacción de «Misión Joven».
Síntesis del Artículo:
La interioridad, ese tomar «en profundidad» cada uno la vida en sus manos, en muchos casos, resulta una «dimensión perdida». El artículo considera algunos elementos fundamentales para, desde la fe cristiana, educar en y para la interioridad-interiorización: radicar la fe y la persona en la historia, unir vida y éxodo y recuperar el silencio.
- Anécdota y parábola
Mes de septiembre de 1998. Me encuentro con un grupo de catequistas. Hablamos del silencio. Al final, se me acercan varios y me dicen:
-Háblanos del silencio. Mejor, enséñanos a hacer silencio.
Me quedo mirándolos. No digo nada.
-Danos aunque no sean nada más que unas pautas para hacer silencio.
Callo de nuevo, los miro.
-Tenemos hambre de silencio.
-Y de profundidad.
-No se puede vivir en el vacío.
-Estoy en una etapa de la vida en la que el Dios que tenía no me sirve. Dios no puede ser como el que yo tengo. Intuyo que tiene que ser mucho mayor, de otra manera. Se me ha quedado muy pequeño. Por favor, ayúdame a encontrar a Dios, a descubrir al Dios grande. El Dios grande creo que tiene que ser inmensamente bueno y todo amor.
De nuevo me quedo en silencio. Veo que mi silencio y mi mirada va haciendo surgir la palabra en ellos. Por dentro nada me es indiferente. Me digo que estoy asistiendo a un acontecimiento: un grupo de adultos que clama pidiendo una educación en el silencio.
En otro tiempo, hace mucho, cuando Dios había terminado la creación del mundo, quiso dejar al hombre una parte de su propia divinidad, una chispa de su ser, una promesa hecha al hombre de lo que podría llegar a ser, si lo quería con todas sus fuerzas. Buscó un sitio donde esconder esta chispa divina, porque, decía, lo que el hombre encuentra muy fácilmente no lo aprecia en su justo valor.
-Entonces, tenéis que esconder la chispa divina sobre la cima más alta del mundo, dijo uno de sus consejeros.
-No, porque el hombre es un ser aventurero y aprenderá pronto a escalar el pico más alto.
-Escondedlo, oh Eterno, en las profundidades de la tierra.
-No creo que eso convenga, dijo Dios, porque un día u otro el hombre descubrirá que puede cavar hasta lo más profundo de la tierra.
-En medio de los océanos, Maestro.
Dios movió la cabeza de nuevo.
-Vosotros sabéis que he dado inteligencia al hombre y un día y otro aprenderá a construir barcos y a cruzar los océanos más fuertes.
-Pero, ¿dónde, entonces, Maestro?
-La esconderé en el lugar más inaccesible, un lugar a donde el hombre no irá buscar fácilmente. La esconderé en el mismo hombre.
- «Monición de entrada»
Amigo lector, no sé lo que buscas en este artículo ni por qué te has puesto a leerlo. A lo mejor te parece que no buscas nada. Seguro que no es verdad. Quizás no buscas nada concreto, por eso mismo estoy seguro que estarás abierto a lo que sea. Estar abierto «a lo que sea» no significa que «te vas a tragar lo que sea», sino que estás dispuesto a dispuesto a dialogar con lo que sea.
Te quiero adelantar que he gozado al hacer este artículo. Ha disfrutado mientras lo hacía. Y te confieso que, al final, su relectura me ha dejado un poco decepcionado. Me he preguntado el porqué de esta aparente contradicción. Y me he dado una explicación: he gozado porque el tema me interesa y me llega muy dentro, porque he dicho lo que quería decir, porque he traído a la memoria hechos de mi vida, porque lo escrito no es ajeno a mi existencia concreta. Y me he decepcionado porque al repasar lo escrito no he descubierto toda la claridad que yo deseaba. Hay frases que son una especie de concentrado que no se puede digerir tal cual sin diluirlo en agua. Me temo que vas a tener que echar tú mucha agua en algunos momentos… Es una labor que te encomiendo y por ello te pido excusas. Quizá me atreví a escribir algo y todavía no lo tenía yo demasiado claro…
No obstante, creo que aquí hay palabras que te pueden hacer cosquillas, te pueden sugerir y te llevarán, sin duda, a adentrarte en el mar abierto de tu existencia, de tu experiencia, de tus ansias de vida realizada en plenitud. El tema tiene mucha tela que cortar.
Entra, si quieres, en unas reflexiones que me son muy queridas. Te las dejo como regalo, como invitación, como provocación, como éxodo, como interrogación. En algún kilómetro nos encontraremos. Gracias por la compañía.
- La fe cristiana es historia
La primera reflexión que me surge al afrontar el tema de la interioridad es una confesión en el Dios de Jesús que es un Dios que interviene en la historia, en mi historia, en nuestra historia. Decir creo no es una confesión de fe filosófica o intelectual. Es aceptar y dejar que Dios, con toda naturalidad, entre en mi historia, en mi vida, y que yo, desde mi libertad, le deje entrar. El «lugar de operaciones» de Dios siempre ha sido las historia de los hombres.
Decir historia es hablar de espacio y de tiempo, de una sucesión de hechos cuyo escenario es un aquí y un ahora, con una cadencia rítmica: unos acontecimientos explican a los otros, nada es porque sí. En la historia todo tiene explicación. A primera vista nos surge un «esto no hay quien lo entienda». Pero la historia se entiende, se explica, se concatena; no es pura fragmentación. Nuestro actual «caos vital» algunos lo describen comofragmentación. La fragmentación todavía no es la creación; la creación y la vida son orden, sucesión en la que unas cosas se trenzan con otras y unas realidades se cimientan sobre otras.
En la vida nos sucede con frecuencia que nos sorprendemos diciéndonos, de otros más que de nosotros mismos: «ahora caigo en la cuenta», «ahora comprendo», «ahora entiendo aquel gesto, aquella palabra, aquel comportamiento de fulanito que me sorprendió…» Lo que en un momento nos parecía extraño, fuera de lógica, desencajado de la trayectoria ordinaria que teníamos de una persona, se nos revela, de pronto, lógico. Lo único que nos pasaba es que nos faltaban elementos para encajar los hechos en una lógica histórica. Cuando los poseemos, ya todo brilla diáfanamente.
Este ejercicio de lógica de los acontecimientos históricos es siempre más fácil realizarlo con otros que con nosotros mismos. Dar unidad a nuestra propia vida supone siempre una dificultad mayor que verla en la vida de los demás. Entrar en el secreto de nuestra vida tiene su secreto y su misterio y no nos resulta tarea fácil. Es posible llegar al final de la vida sin haber tomado nuestra vida en la mano, sin haber atisbado el hondón de nuestro propio ser.
En la Biblia, cuando los que guían al pueblo tienen que invitarle a seguir creyendo, siempre recuerdan la historia de fidelidad de Dios, siempre hacen ver al pueblo los acontecimientos históricos que muestran la intervención de Dios. Son los hechos los que definen a Dios de tal manera que se le puede llamar «el fiel».
¾ En la entrega del Decálogo, Moisés dirá al pueblo lo que Dios le ordenó: Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud (Ex 20, 2).
¾ En la renovación de la alianza, Josué construye una lista cronológica de las intervenciones de Dios, es decir, de la fidelidad de Dios con su pueblo, desde Abrahán hasta el día presente (Jos 24).
¾ El salmo 135, que la Liturgia de las Horas coloca en las vísperas de la cuarta semana, canta las maravillas de Dios a favor de su pueblo.
¾ El evangelio de Mateo comienza con una genealogía cuyo sentido esencial es dar una continuidad de presencia de Dios que se hace «plenitud del tiempo» en Jesús.
¾ Pablo, en la carta a los romanos, se esfuerza en hacer ver la línea ascendente de historia de salvación hasta el acontecimiento de Jesús (Rm 9 y 10).
Tener historia es tener raíces y, por eso mismo, futuro. Tener historia no es aferrarse a un momento y paralizarse en él, absolutizándolo. Cuando así se obra, se comienza a romper y trocear la línea de continuidad, se deja de tener historia. “Nuestro propio ser posee una dimensión histórica que afecta no sólo a su apariencia exterior sino a su núcleo más íntimo. Por tanto, yo puedo penetrar únicamente en el ser en que me he convertido a través de mi pasado individual y colectivo. La primera tarea de una vida interior consiste en recordar ese pasado (…). La introspección sigue siendo completamente inútil a menos que antes aprendamos a recordar”[1].
Desde esta perspectiva, podemos definir la interioridad como la capacidad que la persona alcanza para tomar su vida en las manos y descubrir la trama que va cosiendo todo su devenir. El hoy se apoya y entiende desde el ayer. El hoy lanza a la persona hacia el futuro. En esa historia, es posible reconocer momentos puntuales determinantes, precedidos de pequeños signos. Ordinariamente los momentos verdaderamente determinantes en la historia personal no son muchos. Como en Abrahán, padre de los creyentes, existe un momento de aceptación del éxodo que su corazón le dicta. Todo lo demás se entiende y explica a partir de esa decisión. Decisión que no es para nada teórica, sino que es práctica, vital, histórica.
En los grandes creyentes se suele señalar un acontecimiento que explica toda la trama y toda la aventura de su vida. También en nuestra existencia de personas concretas, ni demasiado espectaculares ni demasiado anodinas, se da la misma realidad: acontecimientos referenciales que explican la orientación radical de nuestra vida. Cuando no hay referencias o cuando las referencias son un puro vaivén, es que la vida personal no está centrada, no tiene ni raíz ni consistencia.
Hoy muchos hombres y mujeres sienten, en el fondo de su corazón, el anhelo de un cambio, la llamada a emprender un éxodo, el fin de una etapa de la vida, la sospecha de una ruptura para comenzar algo nuevo. Ser fieles a los dictados del corazón es la mayor coherencia que podemos exhibir ante nosotros mismos y ante los demás. Esta fidelidad es la que nos hace dinámicos y en constante proceso de crecimiento personal. Muchos estancamientos y portazos al crecimiento personal radican en saber escuchar las palabras del corazón o no tener fuerzas para escucharlas y realizarlas. Miedos y circunstancias diversas hacen que, aún sintiendo el aguijón interior, siga la rutina de una vida que ni llena y ni deja crecer. Emprender un éxodo es renacer de nuevo. A la ahora de partir, todas las resistencias se concentran formando una barrera que sólo atrevidos saben atravesar.
- La dimensión perdida
Paul Tillich escribió un precioso libro, que he conservado siempre como una joya cada vez que hacía barrido en mi biblioteca personal y lo rescataba para ponerlo en primera fila. El libro se titula La dimensión perdida[2]. Carlos Castro Cubells, en la Universidad Pontifica de Salamanca, me enseñó a entrar en él con la lección, es decir, «lectura del libro» que nos hacía en clase. Dice Paul Tillich:
“Existen numerosos análisis del hombre actual y de la sociedad moderna. Pero la mayoría de ellos no pasan de ser una diagnosis de las características más notables, y sólo pocos consiguen encontrar una clave para la comprensión de nuestra actual situación. Aunque no es ello cosa fácil, quisiera yo intentarlo y comenzar con una afirmación que, de momento, podrá parecer ininteligible: el elemento decisivo en la actual situación del hombre occidental es la pérdida de la dimensión de profundidad. «Dimensión de profundidad» es una metáfora espacial; ¿qué significa cuando se la aplica a la vida espiritual del hombre, y se dice que es algo que éste ha perdido? Significa que el hombre ha perdido la respuesta a la pregunta por el sentido de su vida, la pregunta por el de dónde viene y a dónde va, la pregunta por lo que hace y debe hacer de sí en el breve espacio entre nacimiento y muerte. Estas preguntas no encuentran ya respuesta alguna; más aún, ni siquiera son planteadas cuando se ha perdido la dimensión de profundidad Y esto es precisamente lo que ha acontecido en nuestra época. Nuestra generación no tiene ya coraje para plantearse tales cuestiones con la incondicional seriedad con que lo hicieron generaciones pretéritas; y tampoco tiene ya el coraje de escuchar ninguna respuesta a estas cuestiones. […] Ser religioso significa preguntarse apasionadamente por el sentido de nuestra vida y estar abierto a una respuesta, aun cuando ella nos haga vacilar profundamente”[3].
La cita es un poco extensa, pero vale la pena. Escrito el libro en la década de los sesenta, tiene una actualidad diáfana. Cuando lo esencial no interesa, se pierde el sentido mismo de la persona. Cuando lo esencial de la persona no es ella misma en la radicalidad de sus preguntas, ya no hay respuestas que valgan ni respuesta luminosas. Se vive sin respuestas. Se vive sólo en la superficie y a merced de los vientos del momento. No es que los hombres y mujeres de hoy seamos mejores o peores que los de otro tiempo. Todos tenemos el mismo barro y la misma denominación de origen: «hijos de Adán y Eva». La novedad de nuestro hoy es difícil explicarla; es una realidad compleja. Sí que podemos apuntar un dato: la persona hoy influye tanto y tan decisivamente en el mundo que lo va transformando, pero esta transformación no es algo que se quede fuera de la persona, sino que reviene sobre la persona y la influye y la modifica con el peligro de que la persona se convierta en un instrumento más. Esto es vivir en superficialidad o en horizontalidad: convertirnos en instrumentos. Cargados de haceres y de quehaceres ya no tenemos tiempo para nada y menos para preguntarnos quiénes somos. Además, no interesan estas preguntas porque se sospecha que la respuesta puede afectarnos vitalmente.
Una palabra más sobre la profundidad. Vuelvo a la experiencia observable cada día. Me detengo en nuestras conversaciones. Los inicios de muchas conversaciones suelen ser muy interesantes: ¿Qué tal estás? ¿Estás bien? Y nos excusamos así: Perdona, no te he preguntado cómo estás. Una de las cosas que más nos preocupa a los humanos es la salud. Por eso hablamos de ella. Es un «bien» frágil. Fijémonos ahora en las respuestas: Vamos tirando, no me puedo quejar, estoy a tope, ¡tengo los nervios…!, ¡tengo un cansancio!, muy cansado, me ha dicho el médico que me tengo que cuidar, etc.
Llevamos una vida que nos cansa, sobre todo en las grandes aglomeraciones. ¿Qué tiene que ver esto con la profundidad? Pues tiene mucho que ver: la salud y el sufrimiento son uno de los lugares desde donde la persona se asoma a la profundidad. El salmista grita: “Desde lo hondo a ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz” (Sal 129, 1).
La profundidad no es ni superficie ni altura. La profundidad es un camino hacia adentro, hacia el propio corazón. Un camino en el que uno reconoce que lo que se ve tiene muchas veces algo que ver con lo que no se ve. La profundidad es el camino que lleva a dejar a un lado todo lo que nos parece importante, urgente, inmediato y a emprender otro «menos eficaz», pero camino esencial: ¿Qué sentido tiene esto que estoy haciendo? ¿Por qué hago lo que hago? ¿Por qué sufro? ¿Qué es lo que realmente mi corazón me grita? ¿Qué es realmente lo que vale la pena cuando palpo de cerca el dolor y las cosas que tengo no me solucionan nada? ¿Quién soy yo? Muchas veces he dicho a mis mejores amigos: “¡Ay, cómo te deseo que el sufrimiento te visite!” La verdad es que no quiero ver sufrir a nadie. Pero he experimentado que hay personas que sólo se asoman al camino de la profundidad y del sentido cuando les visita el sufrimiento y saben plantarle cara.
- Unidad de vida y éxodo
No me alejo todavía del pensamiento de Tillich. La experiencia personal y la experiencia escuchada a otros lleva a descubrir el malestar interior entre lo que la persona vive y su entorno. Escribe Paul Tillich: “El problema de la unidad de la vida no puede quedar reducido a sólo el hombre. En él se ponen de manifiesto todos los elementos que se dan también en los procesos vitales de los demás vivientes; y por eso, si se quiere entender al hombre y a la unidad de su vida, habrá de entenderse la unidad de la vida en todas sus dimensiones y ámbitos”[4].
Me parece importante la intuición y explica muchas desazones y muchos comportamientos personales. La conversión de Abrahán (déjeseme hablar así) no sólo fue un acontecimiento de su corazón y en su corazón. Fue un acontecimiento que le cambió enteramente la trama de la vida y, además, le cambió de geografía. El éxodo espiritual tuvo una plasmación concreta en un éxodo físico. No sólo salió de sus dioses, sino de la tierra que habitaban los dioses en los que creía. Y se fue a la tierra de libertad, tierra sin nombre y sin espacio geográfico fijo, tierra dinámica y nómada, del Dios verdadero que le solicitó y que él admitió como verdadero y único. La nueva organización de valores en su corazón y en su existencia le llevó a organizarse en el universo de otra manera y a encontrar otra armonía con todo el entorno.
Hay elecciones de maneras de existir y dar sentido a la vida que sólo son posibles cambiando de escenario, cambiando de geografía.
Cuando hoy los hombres y mujeres de las grandes aglomeraciones buscan momentos para dejar los lugares de trabajo y de «la vida ordinaria», ¿qué es lo que buscan? ¿Sólo el éxodo por el éxodo? Creo que es algo más profundo. Corren tras un deseo de cambio y de armonía, sentidos en lo más íntimo, pero no descubiertos como pregunta fundamental. De ahí que el éxodo de cada fin de semana o cada puente sea más una evasión que un éxodo signficativo.
Desde esta clave posiblemente haya que leer la demanda de lugares de silencio y las opciones de aquellos que han dejado todo para volver a la naturaleza o los imperativos de quienes tras una conversión sienten la urgencia de cambiar de lugar de vida. A niveles más sencillos y cercanos, la limpieza que hacemos en nuestra propia vivienda cada cierto tiempo, la urgencia de cambio de mobiliario o de vestuario, lo que vemos que nos sobra o estorba, las opciones que tomamos en la vida y los nuevos amigos y ambientes que frecuentamos, las preguntas que nos hacemos después de pequeñas opciones: ¿para qué quiero yo ahora esto?, etc. son manifestaciones semejantes a las de éxodos llamativos parecidos a los de Abrahán. La realidad de fondo es la misma: adecuación armoniosa entre lo que vivimos por dentro y el espacio o escenario que habitamos.
- El silencio
“No digas nada si no eres capaz de mejorar el silencio”, dice el poeta. El concepto más íntimamente unido a la interioridad y a la profundidad es el concepto de silencio. Silencio no es callar o ausencia de palabra. Silencio es espacio para la palabra personal.
El silencio que aburre es el silencio de los que mandan callar, de los que no dejan hablar, de los que no dejan pensar, de los que prohiben la palabra verdadera, la palabra que nace en el silencio. Ése es un silencio ordenado desde fuera, exterior y ante el que todos nos rebelamos. El exponente mejor de este tipo de silencio, acallamiento podríamos denominarlo, está en las dictaduras.
El silencio verdadero es distancia de lo que nos rodea, distancia de las llamadas inmediatas. La distancia, concepto también espacial como el de profundidad, no es nada más que éxodo o camino desde la superficialidad hacia uno mismo, hacia sus preguntas, hacia su propia palabra. Lo que realmente el silencio nos permite es encontrar nuestra propia palabra, no las palabras de otros; vivir con nuestra propia palabra, no con las palabras de otros; tener palabra, que es lo contrario de vacío. El vacío es ausencia de palabra personal.
El silencio se hace difícil porque no es parada, estacionamiento, vacío o nada. El silencio es camino hacia lo más original de uno mismo.
El silencio no es cerrar puertas, sino abrir la puerta, asomarse y recorrer el camino que llega donde está lo más nuestro, lo íntimo nuestro. El silencio es apertura.
El silencio no es lejanía de las cosas, sino encuentro con las personas y las cosas desde el centro de nosotros mismos. Haber llegado al centro de nosotros mismos nos permite, después, crear distancias, existir desde la alteridad y posibilitar el diálogo y la relación con las cosas. El diálogo y la comunicación, para que realmente existan, piden la alteridad. Si ésta no se da, la única relación posible es la confusión, la mezcla indiscriminada, el caos.
Algunos confunden el silencio con posturas corporales. Es cierto que hay posturas corporales que ayudan al silencio. Pero el silencio no es una postura corporal, sino una manera de vivir personal que nos permite acercarnos al centro de nosotros y escuchar las palabras que allí se pronuncian y están esperándonos.
La persona, toda persona, siempre es esperada, siempre hay Alguien que nos espera porque nuestro origen es la Palabra y ésta espera nuestra palabra.
Lo que el silencio nos ofrece no es tanto espacio para pronunciar palabras cuanto para escuchar las palabras que ya se están en nuestro íntimo secreto. Las personas, en el fondo, no somos seres inhabitados, sino habitados por una palabra, por un germen de vida que tiende a la explosión: la comunicación.
Para entender este concepto de silencio hay que acudir al momento de la creación y al prólogo de san Juan. Hechos a imagen y semejanza de Dios, no de cualquier manera, no de otra manera, los hombres y las mujeres, en nuestro origen, somos palabra, creados y recreados por la Palabra: “Al principio ya existía la palabra […] Mediante ella se hizo todo […] y las tinieblas no la han escuchado” (Jn 1, 1-5).
La educación en el silencio trata justamente de aprender a manejarse con las tinieblas y en las tinieblas hasta llegar al lugar de la luz, que es también el lugar de la Palabra.
- «Monición final»
Una de las tragedias educativas con la que hoy se encuentran los educadores y los educadores en la fe es que los educandos manifiestan dificultades grandes para llevar una vida unificada, es decir, interior. Y las generaciones más jóvenes sólo son un reflejo de lo que está pasando en generaciones más adultas.
Es difícil anunciar el evangelio en la tierra sin labrar de muchas personas. Allí la semilla del reino no tiene condiciones para crecer.
Se imponen tareas urgentes que posibiliten a la persona ser persona, ser ella misma, tener conciencia de ser ella misma. La misión de anunciar el evangelio a todas las gentes conlleva la de hacer que las personas alcancen su condición de persona.
Es justamente la urgencia del evangelio la que se convierte en urgencia humanizadora. No se puede tener palabra personal con el Dios que nos solicita si no somos aquello que estamos convocados a ser. Nuestro diálogo con dios depende de nuestra madurez personal.
La fe cristiana y el anuncio de la Palabra son, en primer lugar, una convocación a madurar personalmente, a ser capaces de entablar diálogo con Dios. Esta tarea de maduración puede ser previa o concomitante al mismo anuncio.
En la actual situación histórica se detectan «agujeros negros» que preocupan y que comprometen la globalidad de la maduración personal. Bajo el concepto de interioridad acabamos de describir algunos focos en los que conviene unir esfuerzos. La descripción hecha es ya una invitación y orientación para encauzar la tarea educativa.
La interioridad, entendida como una manera de ser y no como cualidad espiritual, es fin supremo de toda educación, de todo proyecto verdaderamente personal, por eso de todo proyecto pastoral. Hacerse transparente a sí mismo, romper la opacidad de su propio yo es la mejor manera que la persona tiene de descubrir el horizonte de relaciones posibles con los demás, con las cosas y con Dios.
El camino exige un proceso lento y sistemático hasta que la persona llegue a ser poseedora de sí misma, de su sentido. Para alcanzar la meta la persona necesita de otros, y, en todo caso, del Otro. Sólo el diálogo con alguien permite que yo descubra lo que soy y lo que puedo ser.
Termino con unas palabras de Tillich:
“Nuestros intentos por evitar el camino que nos lleva a esa profundidad, resultan comprensibles. Uno de los métodos para dejarla de lado consiste en afirmar que las cosas profundas resultan excesivamente alambicadas como para que pueda entenderlas una inteligencia iletrada. Pero la característica de una auténtica profundidad es su sencillez. Si decís: «me resulta demasiado profundo, no alcanzo a comprenderlo», os estáis engañando a vosotros mismos. Porque habríais de saber que nada de lo que tiene auténtico significado resulta demasiado difícil de comprender a cualquier persona. No se elude la verdad porque sea demasiado difícil, sino porque es incómoda. No confundamos, pues, las cosas alambicadas con las cosas profundas de la vida. Ningún alambicamiento nos atañe incondicional y últimamente; y, por eso, es indiferente el que lo entendamos o no. Pero todo lo profundo ha de inquietarnos siempre, porque es para nosotros de significado infinito el que podamos aprehenderlo o no”[5]. ¾
Álvaro Ginel
[1] L. DUPRÉ, Educación cristiana en orden a la ainterioridad, en «Educar al hombre interior», Cuadernos de la OIEC n. 2, Jornadas Mundiales de Estudio, febrero 1986, 27.
[2] P. TILLICH, La dimensión perdida, DDB, Bilbao 1970.
[3] Ibíd., p. 12.
[4] Ibíd., p. 59.
[5] Ibíd. p.118.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]