«Soñar,» la Iglesia para que los jóvenes puedan «sentir con ella»

1 diciembre 1997

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Mariola López, rscj, es periodista
 

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

 
Desde  la propia experiencia, la autora sugiere narrar «las historias» de la Iglesia pa­ra «soñar» con el Dios que las inspira y alienta. De ese modo se descubrirá su identidad de Pueblo de Dios y a tantas personas que «han tirado de ella en la dirección del Evangelio» cuando parecía imposible enderezar la marcha. «Es sano el sentido crítico de los jóvenes respecto a la Iglesia», prosigue el artículo, pero la Iglesia también es «como aquel campo que esconde un tesoro». Con todo, los jóvenes, «con sus gestos y sus palabras, sus exce­sos y sus búsquedas, quieren decir a esta Iglesia adormecida, establecida,anquilosada… que se levante, que despierte». Por eso, para «sentir con la Iglesia» necesitan también que ella se renueve y les acompañe con talante compasivo.
 
Quiero contar una anécdota que es signi­ficativa para lo que va a seguir. Este verano estuve airando el libro de religión de niños/as de 1 ESO, me iba a estrenar con ellos y que­ría situarme. Me encantó porque era sobre la vida de Jesús y el Reino. A la vuelta de vaca­ciones me encuentro con que el curso que voy a tener es el de 2º de ESO y para mi asombro el tema era la Iglesia, “¡qué mala suerte, me di­je, no se me va a ocurrir nada”. Entonces leí en la introducción del libro unas reflexiones de Martín Velasco, que me hicieron pensar y que me han animado a intentar expresar algo sobre el tema.

 
 
“A un teólogo importante que había tenido problemas con la jerarquía le preguntaban: por qué no abandona usted la Iglesia? No re­cuerdo su respuesta pero sí el malestar que me produjo la pregunta misma. ¿Por qué no aban­dono la Iglesia? ¿Porque todavía tiene arre­glo?, ¿porque desde su interior se puede tra­bajar por su transformación? ¡No, por Dios! ¡Que ella no me abandone a mí!, ¡que no me deje a mis luces, a mis fuerzas, a mis iniciativas! ¿Qué haría con mis culpas sin la solidaridad en esperanza en que me baña? ¿Dónde mejor que en ella puedo hacer realidad la fraternidad universal a la que aspiro? Desde la experiencia del gozo por la pertenencia a la Iglesia, sus la­dos negativos no desaparecen, ni desaparece la necesidad de luchar contra ellos, pero cam­bia el signo de esa lucha… »
(J. Martín Velasco)

  1. Un tema que no vende

Creo, por experiencia propia, que es éste un tema que no vende entre los jóvenes, que son pocas las invitaciones que les hacemos a habitar en una Iglesia que les diga algo, que pueda ser un espacio de referencia para sus vidas, que les movilice en el apasionamiento por su Señor. Más bien la perciben descolga­da de los ambientes en que vivimos, con nos­talgia de un tiempo en que brillaba más, es­clerotizada en sus formas y en sus edificios, conservadora en sus «organigramas internos» y trasnochada en la imagen que dan de ella los medios de comunicación.
Reconozco que, personalmente, siempre he tenido poco sentido de «lo eclesial», mi trayec­toria de fe no se ha gestado en grupos, ni en parroquias, sino a través de relaciones muy concretas. Así que la pertenencia a la Iglesia ha sido primero para mí formar parte de un grupo de mujeres que buscan cómo seguir a Jesús y desde ahí situarme en ese ámbito mayor y co­mún que es la Iglesia. Y más que a la Iglesia, así en general, me sentía vinculada a grupos afines, y con muy poco que ver con eso que mal entendemos, generalmente, cuando deci­mos «la Iglesia» (léase jerarquía y estructuras). En todo caso, me identificaba sobre todo con gente de iglesia de América Latina y comuni­dades de base. A muchos jóvenes es lo que más les toca, ver a todos esos hombres y mu­jeres que están allí en unas condiciones difíci­les, arriesgando, trabajando para ayudar a otros a vivir. Eso les merece la pena, esa es «gente legal», aquí «los de la Iglesia habláis de­masiado y vivís poco lo que decís… »
 

2. Narrar sus historias

Estudiando la trayectoria de la Iglesia, se me fue despertando un sentido nuevo. Poco a po­co fui conociendo su historia de pecado, sus tentaciones de creer que ella y el Reino eran lo mismo; asombrada, cada vez, de ver cómo el Espíritu era capaz de empujarla hacia adelan­te, de sacarla de sí, de tirar de ella en la direc­ción del Evangelio a través de personas como Francisco de Asís y muchos otros y otras.
 
Me conmovió el testimonio de tanta gente que ha permanecido en ella a pesar de las in­comprensiones.
Me impresionó que Catalina de Siena mu­riera a los 33 años, de pasión por la Iglesia; que Henri de Lubac cuando se le prohibió se­guir ejerciendo como teólogo escribiera su obra más preciosa sobre la Iglesia; que al car­denal Newman, después de su conversión de la iglesia anglicana a la Iglesia católica se le prohibiera trabajar por ella y se le marginara. Y él decía: «Como protestante sentía que mi re­ligión era triste, pero mi vida no, como católi­co siento que mi vida es triste pero mi religión no». Sufrió mucho a causa de la ignorancia y la desconfianza por parte de los que en la Igle­sia tenían autoridad sobre él, y sin embargo toda su vida siguió fielmente el consejo de san Agustín: «Amad a esta Iglesia, permaneced en esta Iglesia, sed vosotros esta Iglesia». El fruto de su trabajo lo recogería, casi cien años des­pués, el Vaticano  del que fue inspirador.
 
Observando también los grandes cambios que se han dado a lo largo de la historia, uno ve que cosas que en un tiempo parecen ina­movibles pueden cambiar aunque muy lenta­mente. Cuando hemos conocido a papas co­mo Juan XXIII y, hoy, a obispos como Pedro Casaldáliga entonces creemos que los cam­bios son posibles, sobre todo, porque el Espí­ritu es Señor de lo Imposible (que de esto sa­bía mucho María).
 
Habría que encontrar formas en que los jó­venes pudieran asomarse a estas historias con ganas, que conocieran, sin temor por nuestra parte, la pasta tan humana de la que está he­cha su Iglesia y, así, poder reconocer también en ella ese Aliento mayor que continuamente la sostiene.
 

  1. El campo y el tesoro

Es sano el sentido crítico de los jóvenes respecto a la Iglesia y hay que cultivarlo, pero creo que, al mismo tiempo, nos hace falta también despertar en ellos un sentimiento de gratitud (que tenemos que ir viviendo primero nosotros).
Avivar el agradecimiento por todo cuanto hemos recibido en ella, por esa «nube extraor­dinaria de testigos» que nos ha precedido y que nos acompaña en el camino.
Ayudarles a descubrir con fuerza que es en ella y por ella que hemos recibido el evangelio de Jesús, que todo lo que sabemos de él lo sabernos por ella, desde que aquellos hom­bres y mujeres transformados llevaron por pri­mera vez a otros, el anuncio de que el Señor estaba vivo; y se juntaron, con enorme alegría y también con enormes conflictos, para partir Su pan y compartir Su proyecto, de genera­ción en generación.
 
La Iglesia es como aquel campo que es­conde un tesoro… No es ella el tesoro, pero sí la tierra que se nos regala para encontrarlo, Y hay mucho por desbrozar en ese campo: sus zonas vetadas a las mujeres, su monopoliza­ción de las palabras del Evangelio, su inmovi­lismo para abrirse a lo nuevo… Qué gusto da­ría, por ejemplo, poder vivir más entre todos el ministerio de la reconciliación, eso que dice Jesús al final del evangelio de Juan: «Recibid el Espíritu para perdonar…» (Jn 20, 22-23), co­mo si fuera el don mayor que Jesús quiere darnos, el poder de acogernos unos a otros.
 
Aquí necesitarnos explotar la creatividad de los jóvenes y su capacidad de imaginación, bus­car con ellos caminos alternativos donde pue­dan darse vivencias de comunidad y de Iglesia más «circulares».
 
 

  1. Con lo débil del mundo

La percepción que tenemos muchas ve­ces de la Iglesia es que está «a la defensiva» y que lo suyo es más exigir y llevar cuentas, que invitar y dar oportunidades. No se puede que­rer tener las cosas tan claras y decir «esto es blanco o es negro», porque la realidad está muy mezclada y es ambigua.
Esta ambigüedad forma parte de nuestras vidas y hay que convivir con ella, y cuando la ambigüedad no se tolera se tienden a ver las situaciones que no son claras como forma de amenaza. Pero si miramos la vida de Jesús, parece que la ambigüedad le rodea en todo momento (se presenta como Maestro y Señor -Mt 10, 25- y, a la vez, como alguien que vino «no a ser servido, sino a servir» -Mt 20, 28-, le critican la ambigüedad de sus «malas compañías y esa forma tan abierta de tratar con las mujeres) y no fue a pesar de esa ambigüedad sino a causa precisamente de ella, que «Jesús pudo revelar la paciencia amorosa de Dios pa­ra con todos»[1].
 
Para que la Iglesia sea el lugar de todos tie­ne que recuperar los gestos y actitudes de Je­sús, aprender de sus dinamismos de inclu­sión; alumbrar, un rostro más humano y vulne­rable.
 
Madelaine Delbrêl, una mujer laica, que vivía en comunidad con otras, mezclada con el nundo obrero marxista de la Francia de los 60 y que tenía contactos, sobre todo, con perso­nas no creyentes (anticipó con su vida esa apertura de la Iglesia a que dio lugar el conci­lio Vaticano II: el paso de estar frente al mun­do, a querer entrar en diálogo con él), escribe en un libro precioso: «La Iglesia debe fijar su vida allí donde Jesús ha fijado la suya. Jesu­cristo no habita en los poderes del mundo: fue hijo de arte familia humilde de un antiguo y pe­queño pueblo. No fue ni un ciudadano roma­no -que tenía e1 imperio de la tierra- ni un bár­baro que habría tenido el imperio del mañana; ni un griego -que tenía el imperio del espíritu-, ni un esclavo -que tenía la fuerza de la masa oprimida-. Jesús vivió y vive en lo débil del mundo»[2]
 
A veces da la sensación de que la Iglesia pi­de «condiciones» para estar bien en ella, como sí, a la manera de la predicación de Juan el Bautista, la gente tuviera que cambiar primero para poder recibir el Reino, mientras que Jesús ofrece lo del Padre gratuitamente, sin que ten­gamos que «ganarnos» nada. Lo suyo no es pedir condiciones, previas, él va justo por el otro lado, corno si dijera: «los que estéis más perdidos, los agobiados por la vida, aquéllos que os halláis equivocado, los que no sabéis qué queréis, todos los que os sentís fuera… Venid a mí». Y es esta invitación la que provo­ca en nosotros; las ganas de corresponderle.
 

  1. Como una niña agradecida

Los jóvenes son muy sensibles a toda aquella gente que se siente desplazada dentro de la iglesia: divorciados, curas casados, ho­mosexuales… personas cuyas vidas por lo ge­neral conllevan grandes dosis de sufrimiento. Para muchos de ellos la Iglesia está incapaci­tada para reconocerlos, su condición les im­posibilita entrar en relación con ella (no tanto con personas concretas que hacen una tara preciosa de escucha y relaciones curativas, si­no con la Iglesia oficial en tanto que emisora de «mensajes» que se han de seguir).
Esta situación podemos recorrerla desde el texto de la curación de la hija de Jairo, en Mc 5, 21-43. Recordamos la escena: «Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verle cae a sus pies y le suplica con insisten­cia: «Mi hija está a punto de morir, ven, impón tus manos sobre ella para que se cure y viva. Y se fue con él» (Por el camino, lo entretiene la hemorroísa, bendita mujer, que ojalá le pida­mos que nos contagie algo de su confianza y su humildad). Entonces llegan unos de la casa del jefe de la sinagoga diciendo: ,Tu hija ha muerto, ¿ a qué molestar ya al maestro?»…»
 
Así aparece muchas veces nuestra Iglesia ante estas personas, como una niña muerta an­te la que ya no pueden hacer nada, como una niña que se va quedando in vida que ofrecer­les, con la que no pueden comunicarse, por­que no ruede ya mirarles ni entrar en relación con ellos… «Entonces Jesús dice a Jairo: «No temas, tan solo ten fe». Cuando llega a la casa unos alborotaban y otros daban grandes alari­dos. Jesús entra y les dice: «¿Por qué alboro­táis y lloráis? la niña no ha muerto, está dormi­da… »y tomando la ruano de la niña le dice: «Talitá Kum», —muchacha, a ti te digo, levanta­te». Cuentan que la niña se levantó al instante y se puso a andar«.
 
También los jóvenes, en nombre de Jesús, con sus gestos y sus palabras, sus excesos y sus búsquedas, quieren decir a esta Iglesia adormecida, establecida, anquilosada… que se levante, que despierte; que se ponga a an­dar ella también (no sólo a esperar que ven­gan) hacia tanta gente herida que necesita que una mano se tienda hacia ellos. Que sea esa «niña agradecida» que vive en memoria de Jesús, que vive de su amor para entregar­lo, que mira a los ojos de la gente y que lo que más desea es que esa vida dichosa y en abun­dancia que Jesús nos trae, pueda alcanzar a muchos.
 
 

  1. Frescura y fragilidad

Para poder «sentir con la Iglesia» (Igna­cio de Loyola), los jóvenes necesitan soñarla primero, alcanzarla con su frescura, y ser acom­pañados por ella con ese talante compasivo que tanto necesita nuestro mundo.
Ellos están ahí con su debilidad, su incons­tancia, su necesidad de ser escuchados, su deso­rientación y su apatía, a veces,… pero también con toda su capacidad de arriesgar y cambiar las cosas, con su impaciencia y su locura, sus pies ligeros, su solidaridad y su música… So­brados de vida y hambrientos de Reino, aun sin saberlo. Con todo su potencial por estre­nar.
 
Cuenta el final del evangelio de Marcos que «estando a la mesa los once discípulos se les apareció Jesús y les echó en cara su increduli­dad y su dureza de corazón, por no haber cre­ído a quienes les habían visto resucitado. Y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Bue­na Nueva a toda la creación» (Mc 16, 14-16).
Y esto tiene que alegrarnos, saber que Jesús cuenta con nuestro corazón embotado y, mu­chas veces, endurecido para abrirnos a lo dife­rente, para dar confianza a los que sienten de distinto modo, para afrontar situaciones arries­gadas, para soportar el peso de la ambigüe­dad… pero conociendo de qué estamos he­chos, y queriéndonos así, es como nos manda a decirlo suyo, que es lo que de verdad impor­ta; que su Palabra prenda, alcance a otros, que continúe alimentándonos su Pan partido… y agradecer que, de cuando en cuando, aparez­can personas que sean como un estallido que rompe sus muros y los revienta, que la saca a ella también a espacio abierto, fuera de los centros de los poderosos, y la acerca a la in­temperie de los caminos, detrás de aquellos a los que más frecuentaba el Maestro.
 
Una Iglesia que no quiera ser fuerte, com­pacta, brillante, segura… sino que se reconoz­ca una comunidad herida, pero como su Se­ñor, también por esta misma herida, abierta. «tocada» por tantos jóvenes que viven hoy la experiencia de la fragilidad, aunque no «hun­dida» que apostillaría Pablo (2Cor 4, 8ss). Co­mo reza aquella canción de Silvio Rodríguez, con un corazón herido de dudas y amor.
Mariola López
 
[1] R.G. COTE, Dios canta en la noche: la ambigüedad como invitación a creer, «Concilium» 242 (1992), 121-­133.
 
[2] M. DELBRÉL, La alegría de creer, Sal Terrae, Santan­der 1997.
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