Una educación en la fe con sentido, desde los sentidos

1 octubre 1997

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Siro López es pintor y actor, dirige el Centro Artísti­co «Soma» y forma parte del Consejo de Redac­ción de Misión Joven.
 

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

Entrelazando experiencias y reflexiones; el autor invita, en primer lugar, a «darnos y dar vida», a «resucitar desde los sentidos». A continuación analiza la actual cultura, pre­tendidamente liberada en el ámbito sexual y ciertamente sin capacidad para «sentir». A partir de aquí, el artículo se centra en la «educación de la fe» de los adolescentes y jóve­nes, sugiriendo en concreto diversas pautas de cómo hacerlo -con y desde los sentidos y las experiencias artísticas-para que la fe sienta y se comunique con sentido.
 
Puede parecer un sin sentido hablar de los sentidos en relación al mundo de la fe. Al­go que, queramos o no, siempre se nos esca­pa de las manos, pues la fe ni se puede tocar, ni oler, ni oír, ni gustar, ni ver. En cierto modo hemos de decir que… sí, ¡pero no! Vamos a explicarnos mejor.
Estamos demasiado acostumbrados a de­sarrollar el contenido de nuestra fe desde lo racional, desde la argumentación intelectual, utilizando únicamente los cinco centímetros que ocupa nuestra frente. En más de una oca­sión se nos olvida que no se trata de conven­cer a nadie, sino de contagiar aquello que ha provocado nuestro enamoramiento y en este caso, como es de suponer, interviene algo más que nuestra corteza cerebral.
 

  1. Comencemos a resucitar, desde los sentidos

Necesitamos analizar y reestructurar nuestra propia imagen y concepto en relación a los sentidos. Esta labor requiere mayor extensión de la que disponemos en el espacio de un articulo breve; por lo que, a modo de ejemplo, me voy a detener principalmente en el sentido del tacto. Es el más importante de todos y, ¡qué casualidad!, también el más reprimido.
Cornencemos por resaltar algunas de las características que, con un mínimo de obser­vación, se nos hacen patentes. Pensemos que tenemos situados todos los sentidos, me­nos uno, en la cabeza dando cobertura al ce­
acto es el único que está repartido por todo el cuerpo. También es el que más cor­teza cerebral ocupa. La piel de nuestro cuerpo puede llegar a pesar entre seis y diez kilos, es el órgano más grande que poseemos.
Además, hemos de ser conscientes de que podemos quedarnos ciegos, sordos, sin el sen­tido del gusto o del olfato. Sin embargo, no po­demos quedarnos sin el sentido del tacto por­que, entonces, automáticamente moriríamos.
Curiosamente, el tacto es el primer sentido que se enciende en nosotros dentro del seno materno. Cuando un embrión tiene menos de ocho semanas, antes de poseer ojos y orejas y cuando todavía mide menos de tres centí­metros desde la parte superior de la cabeza hasta las minúsculas nalgas, ya responde al tacto. Nuestra piel, cuando nacemos, se con­vierte en el único cauce de comunicación ha­cía el exterior y aletea a lo largo de la vida pa­ra ser también el último sentido en extinguirse.
Algo nos querrá decir todo esto o ¿respon­de solamente a mera casualidad? ¿Por qué entonces, nos empeñamos en reprimir algo tan vital? ¿Es que nuestros sentidos y senti­mientos son un puro adorno o artificio, que in­cluso dificultan nuestro crecimiento? ¿No se­rá al revés, esto es, que los sentidos y senti­mientos nos hacen más humanos, nos ayu­dan en el descubrimiento de los otros, nos ha­cen palpable el amor fraterno?
En mis cursos de comunicación corporal siempre lanzo los siguientes interrogantes: ¿Acaso Dios se ha equivocado? o ¿es que en «sus siete días de creación» se sentía excesiva­mente creativo y se pasó de la raya? ¿Qué ha sucedido y qué sucede con nuestra educación? ¿Existe alguna posibilidad de que todo esto se pueda vivir de forma humanizadora y plena?
Sin embargo, hemos heredado un cuerpo disfrazado como fuente de pecado, en lugar de descubrirlo cual manantial de crecimiento y de realización. Una prisión del alma que oscurece el reflejo transparente de Dios en sus hijos, cre­ados a su imagen. Hemos avanzado muchísi­mo, pero no por ello ha terminado la tarea.
Continuemos abriendo los poros de una piel taponada por miedos y divisiones platónicas, en las que el cuerpo nada tenía que ver con lo espiritual. Ni que decir tiene que los miedos nunca posibilitan el crecimiento.
Nuestra piel es lo que se interpone entre no­sotros y el mundo que nos rodea. Necesita­mos de la piel para poder entrar en relación. Podemos observar cómo en estos últimos años, gran parte de los jóvenes de nuestra cul­tura occidental están sirviéndose de la piel pa­ra establecer, a través de tatuajes y signos, una comunicación iconográfica. Quizás sea una vez más una moda pasajera, pero indicativa de al­go más profundo a lo que no podemos ser ajenos.
El tacto no sólo afecta a todo el organismo, sino a la cultura en medio de la cual uno se desenvuelve y a los individuos con los que se pone en contacto. Según explica Schanberg[1] el tacto «es diez veces más vigoroso que el contacto verbal o emocional».
 

  1. Cultura sexuada pero no sentida

Nos estamos abriendo a una cultura libe­rada sexualmente, pero profundamente des­conectada de lo sensitivo. Los sentidos se nos atrofian y nos lanzamos desesperadamente a la búsqueda de compensaciones virtuales.
Extirpamos nuestro olfato por temor a un mal olor. Despreciamos con indiferencia los olo­res de nuestro entorno, de las personas, de los objetos, si no llegan con la garantía de un perfume etiquetado. Sin embargo, nuestra men­te está llena de recuerdos olfativos. A modo de ejemplo, ¿quién no recuerda, siendo niños, haber disfrutado oliendo los libros recién es­trenados del cole?
 
En estrecha relación con el olfato, nuestra respiración, fuente vital de energía, se hace cada vez más enfermiza. Practicar una respi­ración profunda se conviene en todo un lujo. Para su aprendizaje, como si la propia natura­leza reo nos lo facilitase, nos vemos obligados a asistir a cursillos con «precios de Master». Ya comienzan a existir bares donde se ofrece una consumición de oxígeno puro.
El «vivir con gusto» se ha puesto en una lo­tería con mínimas posibilidades de tocar. Se nos imposibilita el gustar la fruta por el sabor, para pasar a la alimentación ingerida por los ojos. Son los envases de nuestros alimentos quienes nos alimentan. El gusto no cuenta pa­ra los expertos en manipulación genética. El saborear las cosas pertenece al pasado. No tardará la arqueología en incluir anotaciones gustativas en sus libretas de campo.
 
Nuestros oídos, asaltados por la música vir­tual, se desconciertan al descubrir el silencio. Fiemos perdido la sintonía de los sonidos naturales. Es demasiado pedir que distingamos el piar de un gorrión, de un vencejo, de una tórtola, de un mirlo, de un jilguero, etc. La con­templación auditiva no registrada en CD nos parece una pérdida de tiempo.
La vista, que duda cabe que, es el sentido por excelencia, el más estimulado y, al mismo tiempo, el más manipulado. Nuestro campo de visión es cada vez más reducido, única­mente ampliado por las pantallas digitales. Nos vemos asaltados por grandes edificios, nuestros lugares de trabajo se reducen a «bur­bujas cúbicas» y nuestros ojos se ven obliga­dos a ocultarse, con un pretexto de protec­ción, bajo gafas de sol.
En tiempo de vacaciones, en el huir afano­so de la urbe a espacios de belleza natural o artística, nuestra máxima preocupación es re­gistrarlo todo en negativos fotográficos. No consta en nuestras agencias de viaje el dete­nernos en una actitud contemplativa. Hace­mos constantemente «zappin» en un afán de­sesperado de alcanzar experiencias puntua­les, registradas pero no sentidas y, menos to­davía, vividas y compartidas.
 

  1. Educar sensitivamente

Me parece importante señalar que no se ha de confundir mi referencia a los sentidos, a los sentimientos y sensibilidad, con la sensible­ría ñoña y un sin fin de experiencias en las que uno va marcando distancias para no implicarse demasiado, acumulando una lista larga de «créditos emocionales» al propio currículo.
Muchos educadores han vivido su etapa formativa en un contexto descorporeizado, en donde el cuerpo tendía a desaparecer del campo de la experiencia.
Pero quiero referirme, más bien, a una labor educativa en la que las aguas están en conti­nuo movimiento, dando vida allí por donde pasan, limando aristas de piedras calizas, yendo en una misma dirección, aún desconociendo las dificultades con las que se van a encontrar y, ante todo, queriendo alcanzar el no como principio y fin.
Hemos de pensar que los sentidos son la a para los sentimientos. ¿Cómo pode­mos expresar nuestros sentimientos si antes no los hemos sentido?
En nuestra tarea educativa nos encontra­rnos con fuerzas de contención, a modo de di­que, que obligan a paralizar el curso creativo de las nuevas aguas de los jóvenes. En pala­bras de J. Corbella[2]«muchos seres humanos, en lugar de vivir la vida, la piensan; en lugar de sentir emociones, las analizan; y en lugar de apasionarse con sus pasiones, las reprimen, porque temen que no se correspondan con sus ideologías». Y es que podemos estar in­crustando en los genes de nuestra cultura, una razón de tamaño descomunal con unos pequeños apéndices que nos posibiliten el movimiento. Nuestros miedos están imposibi­litando que las emociones y los sentimientos ocupen el lugar que les corresponde con nuestro comportamiento y actitudes.
Hemos llegado a creer que el simple cono­cimiento de las cosas implica necesariamente posesión de las mismas. Y lo que es más grave, a creer que al acumular conocimientos, sin más, se integran en nuestro propio yo.
Sin darnos cuenta, en nuestra exagerada tendencia al análisis, estamos castrando de forma sistemática nuestro mundo emocional. Respirarnos una obsesión por tener y por sa­ber pero, en la mayor parte de los casos, dis­tanciados del ser y del «gozar».
Repetidas veces me he hecho la pregunta de por qué la gente de los países del tercer mundo, en contraste con nuestro mundo oc­cidental, sonríe, se alegra y goza a pesar de las penalidades y sufrimientos que las situa­ciones de injusticia les deparan. ¿No será que predomina en ellos, su capacidad para vivir, para descubrir y valorar lo cotidiano, saborear
lo sencillo potenciando el encuentro y la co­municación personal? En su contradictorio malvivir, viven y sienten en profundidad lo que acontece, en lugar de perderse en la sinrazón de necesitar discursos lógicos para todo. Pre­fieren comer el coco, a «comerse el coco».
 
Si deseamos que nuestro pensamiento se distancie de la elucubración y pase a ser crea­tivo en su desarrollo, acorde con la totalidad de la persona, hemos de apostar por un marco de libertad, atender a la persona desde su yo cor­poral, provocar la experiencia y facilitar mo­mentos de contemplación. La experiencia dice que el tiempo libre y lo extraescolar, en el mun­do juvenil, conforman los momentos en donde logran una mayor identificación personal, a la par que facilitan un mayor proceso creativo.
Y es que «nuestro primer trato con la reali­dad es afectivo»[3]. Hemos de continuar, desa­rrollar y potenciar aquello que nos encamina hacía la felicidad. Cuando el yo afectivo no es­tá cubierto, se tiende a buscar en el trabajo, el consumo, las aficiones, los deportes una pro­yección que dé sentido a la vida. Vividas di­chas actividades como compensación a la fal­ta de afecto, nos convertimos en chips ejecu­tores de un programa.
 
Los sentidos posibilitan relacionarnos afecti­vamente con todo aquello que nos envuelve. Personalmente me cuesta celebrar una Navidad sin nieve, escuchar el canto de un pájaro sin identificarlo, trabajar con el barro sin antes dis­frutar al mancharme, regar una planta sin perci­bir el olor a tierra mojada. Más que las palabras, me estremecen las sonrisas, el calor de una mi­rada, el abrazo espontáneo. Nuestro mundo afectivo requiere corporeizarse, encarnarse.
 

  1. Arte: experiencia expresada

Si nos dejamos empapar por la vida; la vi­da actúa. Me atrevo a afirmar que la gente es más sensible de lo que parece, que necesita verbalizar o expresar sus emociones y está esperando tener esa oportunidad. De lo con­trario, seremos meros vegetales andantes (con , mi respeto hacia las plantas), incapaces de re­accionar ante lo inesperado y ante lo cotidia­no, ante los acontecimientos gozosos o ante las injusticias que nos rodean.
 
La belleza no puede ser ajena a la vida de las personas. No puede construirse fuera de nues­tros sentidos. No puede servir para evadirse, sino para vivir, con mayor intensidad y espe­ranza si cabe. Toda obra de arte deberá expre­sar inevitablemente un sentimiento vital, fruto de la búsqueda y del apasionamiento. De otro modo, se caerá en un mero sentimentalismo o en un mero arte repetitivo y prostituido.
Todos nacernos y, en ese crecimiento lento y cotidiano que conduce a la maduración de la persona, todos nos hacernos… Por lo tanto, nadie queda excluido en este arte de la vida. Parto de un concepto particular de artista, que engloba a toda persona por el hecho de ser persona, en cuanto llamada a la interrelación con el otro, a comunicarse mediante gran di­versidad de lenguajes y ámbitos (literario, mu­sical, corporal, plástico, afectivo, lúdico, etc.). Llamarnos «arte>? a todas esas manifestacio­nes. ME atrevería a definir la expresión artísti­ca, en esta perspectiva, como la plasmación del sentimiento. ¿Acaso se puede dar el caso de una persona a la que se niegue la capaci­dad expresar lo sentido?
Quien conozca mi trabajos de pintura. sabe que tare importante es la imagen como la tex­tura. Nunca he llegado a pintar un cuadro en la superficie de un lienzo. Me sirvo de materiales de deshecho de puertas de madera; de metales oxidados, de maletas de cuero, etc.
 
Me emocionaba poder redescubrir y dar vida a objetos que habían sido dados por muertos, por inservibles en una sociedad que se jacta de progresar bajo el lema de «usar y tirar». En un primer momento, en mi trabajo artístico, el tacto precede al sentido de la vista.
¿Cómo poder expresar mi apasionamiento por el hierro oxidado con sus tonos, texturas y actividad incesante? ¿Cómo la belleza de las viejas ventanas con las líneas aleatorias de los cristales rotos, sus brillos y su negro oscuro del interior de la casa abandonada? ¿Cómo el espectáculo gratuito de las nubes, sobre todo en la estación de otoño o la luz y la brillantez que se desprende cuando llueve? Todo… be­lleza por la que me siento obligado a recono­cer, a disfrutar, a afirmar y a abrazarla sin im­portarme el juicio que se pueda hacer desde el exterior Esta ha sido siempre mi mejor ora­ción y escucha.
Necesito vitalmente dar cauce a todas mis inquietudes y sensaciones que, de otro modo, me sería imposible expresar. Pero, ¿por qué? Porque, en realidad, la belleza sintetiza todas mis creencias. ¿Qué sentido tendría mi ser si no fuese capaz de transcender? ¿Qué sentido tiene la vela que permanece apagada? Deja de ser vela si no alcanza a estar encendida, de­jándose consumir en su tarea de «dar (I)a luz».
Hasta el momento me he referido a la pintu­ra, pero lo mismo sucede con el resto de los lenguajes artísticos.
El mundo teatral nos adentra en la magia de la encarnación. Toda interpretación es un acto de sinceridad en unas circunstancias irreales. Poder respirar personajes hasta entonces des­conocidos. Jugar con el público en «el mundo de la cuarta pared». Al mismo tiempo, nos po­sibilita desenmascarar nuestros propios entre­sijos.
La actividad teatral conlleva una labor edu­cativa, todavía no suficientemente valorada. Facilita que educador entresaque, de la expe­riencia del grupo, los valores de la amistad, el
gozar con el esfuerzo y la superación, el inten­sificar la propia autoestima, el valorar la ex­presión de los sentimientos, el acompañar a los adolescentes y jóvenes en sus altibajos. Todo gracias al compartir el trabajo en grupo y mantener el contacto directo con el público, en un darse continuo e inmolarse para desve­lar/se, a la proyección de los propios sent¡m¡entos y, sobre todo, a ilusionarse con lo que se está creando juntos.
 

  1. La fe: hacer sentir 1o que se siente

Pero ¿qué tiene que ver todo lo ante­riormente dicho con el propio proceso de ma­duración en la fe?
servirme de la parábola del «hijo pró­digo» que todos conocemos bien (cf. Lc 15,11­-31). En ella podemos constatar claramente los dos extremos, a la hora de integrar los senti­dos, sentimientos y creencias. Por un lado, el desenfoque de huida y, por otro, se nos ofre­ce con claridad una educación en la fe desde los sentidos, expresada y celebrada.
En un primer momento, el hijo menor opta por servirse de su libertad, de las pertenencias del padre y de sus propios sentidos, lanzán­dose a gran velocidad para gozar espectacu­larmente de la vida. Su experiencia le confirma más tarde que todo se ha convertido en estre­lla fugaz. Pero no olvidemos que ha sido él mismo quien lo ha constatado.
Su Padre, a pesar de reconocer la equivo­cación del hijo, ha seguido creyendo en «su proyecto de fe» respecto al hijo. Su corazón, su gran amor, ha respetado la libertad, asum¡endo el sufrimiento de la separación. La fe del Padre ha sido puesta a prueba. Pero no se ha agotado. Su «fe», sentida a flor de piel, le impulsa a salir a esperar de continuo a su que­rido hijo. Su mirada se pierde en el horizonte. Sus oídos no reciben respuesta.
 
En tierras lejanas, se produce un giro narra­tivo. El hijo sufre un cambio, no tanto a conse­cuencia de un arrepentimiento lógico cuanto visceral. Le envuelve el mal olor entre los cer­dos. Su paladar permanece inactivo. Es su es­tómago el que le obliga a recapacitar. No le re­sulta fácil. Ya no se siente hijo y su único deseo es poder alimentarse como un jornalero más.
La esperanza del Padre, a diario entrecorta­da, obtiene su fruto. Sus ojos divisan a un hi­jo maltrecho, pero su cuerpo se compulsiona y echa a correr. Quien se arrodilla continúa siendo carne de su carne. No le pide explica­ciones, justificaciones, razonamientos… le be­sa y abraza amorosamente. La gran alegría por encontrar a su hijo perdido, le impulsa a fun­dirse. Es su piel, en ese intenso abrazo, la que canaliza la fe vivida. El amor del Padre es de­sordenado. No espera un momento. «¡Traed aprisa…!» La fe y el encuentro son celebrados.
El acontecimiento no se registra, no se per­sigue la redacción de la crónica. Pertenece al pasado; borrón y cuenta nueva. Las nuevas páginas aparecen blancas, dispuestas a ser escritas o dibujadas con un nuevo tinte.
Desde lo festivo se reav¡va lo afectivo entre el Padre y el hijo. Una vez más es Dios quien se nos manifiesta de forma creativa. La fe vivi­da es expresada, sentida, dolida, amada. La fiesta es comida, cantada y bailada ¿Queda algún sentido por cubrir?
En un segundo plano, pero no por ello me­nos importante, aparece el hijo mayor que, por el contrario, sí entra en un discurso lógico y ra­zonado. Para él todo tiene una explicación de­tallada y justificada. No hay derecho a dejarse llevar por los sentimientos en esa borrachera de alegría. No quiso entrar a participar en la fiesta. Todo su amor está medido y cuantifica­do. Su fe obedece a lo ya establecido; salirse de los límites marcados acarrea consecuen­cias imprevistas. Por eso no hay nada que ce­lebrar. Su perdón es más normativo que creativo. Volcado en el trabajo, no ha tenido oca­sión de celebrar con sus amigos. Ya lo dicen los tratados de psicología: la obsesión por el trabajo disfraza las carencias afectivas.
La narración se detiene, queda en suspen­so. Nada más sabernos. Desconocemos el posterior comportamiento o decisión del hijo mayor. Los cineastas ya hubiesen aprovecha­do para realizar una versión 2 (y continuará).
 
Quisiera terminar el artículo con una peque­ña reflexión que me parece vital para redescu­brir el corazón de carne que a todos se nos ha dado. Por eso hemos de vivir con una fe he­cha carne en las realidades de los más pe­queños; de los que sufren pero que aletean; de los que han dejado la pubertad, de los que permanecen en la antesala de la nueva vida.
Urge que, en el contacto con las personas, nos atrevamos a hablar, no de lo que sabemos de Dios sino de nuestra experiencia de Dios, contrastada con la vida, con nuestros vaive­nes y nuestras búsquedas.
¿Sentirnos la presencia de Dios? ¿Se hace palpable ese vivir desde Dios? Porque cuando hablarnos, la mayor parte de las veces, da la impresión de que referirnos puras imaginacio­nes. Eso sí, muy bien aprendidas.
Es importante que valoremos la comunica­ción, el silencio y la escucha: y que todo ello pueda culminar en expresión, en celebración.
Los lenguajes artísticos nos lo facilitan, cana­lizan lo que las palabras enfrían. No desligue­mos la fe de la vida. Cuando ambas se entre­lazan, no hay separación entre cuerpo y men­te, entre sentidos y sentimientos, entre afectos y oración.
 
 
 
Iniciemos el itinerario de la fe a partir de lo que cada uno está viviendo y sintiendo, no sea que tengamos distintas direcciones.
Prestemos atención a los gustos y aficio­nes, siempre se los ha tachado de intrascen­dentes y son en realidad los que enmarcan lo cotidiano y hacen que sea palpable la felici­dad y el goce.
 
Tengamos presentes los símbolos, tan ricos en nuestra liturgia, pero olvidados y vacíos de contenidos. Nos ayudan a reavivar la belleza de lo transcendente. Hemos despreciado en nuestra liturgia, con demasiada facilidad, los olores (los aromas del incienso), el sabor de la cena compartida, la musicalidad de una ora­ción encarnada, la luz que nos envuelve co­munitariamente (no será por falta de medios técnicos), los abrazos que se estrechan fuera de los límites de bancos y reclinatorios. Re­cordemos que lo celebrativo nunca puede ca­er en el guión mecanizado y rutinario. La fe re­quiere ser vivida y compartida de forma crea­tiva.

Siro López

 
[1] Citado en D. ACKERMAN, Una historia natural de los sentidos, Ed. Anagrama, Barcelona 1993, 101.
[2] J. CORBELIA R., Pienso, luego no existo, Ed. Folio, Barcelona 1993, 15.
 
[3] J.A. MARINA, El laberinto sentimental, Ed. Anagra­ma, Barcelona 1996, 59.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]