La fe en el laberinto de los deseos

1 septiembre 1997

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Carlos Domínguez Morano es profesor de la Facultad de Teología de Granada.
 

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

La fe religiosa está íntimamente implicada en el mundo de los deseos. En este artículo se nos presentan “los ejes fundamentales por los que la fe puede discurrir para su maduración y crecimiento o para sus extravíos básicos” en el laberinto de los deseos. Con tal objetivo, el autor analiza cómo “la fe nace en el seno del deseo”, en estrecha relación con las experiencias fundamentales de amor de protección, de contacto y de comunicación. En esas experiencias encontramos precisamente cómo, para acceder de verdad al deseo y al reconocimiento de la alteridad, es necesaria la «separación»: “ en la experiencia de fe existe el enorme riesgo de confundir a Dios con el seno de una madre imaginaria a la que, de hecho, nunca se renunció”. Por eso existe el riesgo de que el deseo sofoque la fe, aunque también el contrario de que la fe mate al deseo. Descifrar el laberinto, pasa por una “fe que viene por la palabra” y, con todo, encuentra a Dios a través del deseo; a un Dios… «¡Deseante! »
 
Son íntimas las relaciones entre la fe y el mundo de los deseos. íntimas y, sin embargo, nada claras ni fáciles de comprender y, menos aún, de evaluar. Porque la fe se encuentra, a es­te nivel, en un auténtico laberinto: son múltiples las vías por las que puede deambular con el con­siguiente riesgo de errar en el camino emprendido. Muchas veces, con el más profundo con­vencimiento de encontrarse en la mejor direc­ción. Como en todo laberinto, el extravío es fá­cil y, a veces, el resultado de la desorientación puede resultar fatal ¿Será necesario recordar si­tuaciones en las que las creencias religiosas con­dujeron a todo tipo de alienación e incluso de destrucción total? Aún está reciente en la me­moria de todos los suicidios colectivos de los que extraviaron su fe en un curioso mundo de deseos que circulaba por las vías del Internet a la búsqueda de un cometa fugaz.
Sin llegar a estos extremos, el mundo de los deseos puede convertirse, en efecto, en un la­berinto en el que el engaño puede imponerse fácil y subrepticiamente. En la multiplicidad de vías a seguir, podemos dar por válida y verda­dera la que no constituye sino una auténtica encerrona y callejón sin salida. Todo ello sin conciencia. Creyendo estar en el mejor punto de partida y disposición interior para llegar a la meta.
Pocas dimensiones de la existencia poseen tales implicaciones con el mundo del deseo. De ahí, que la fe religiosa sea capaz de originar una serie de comportamientos y actitudes de un di­namismo y calibre como pocas otras dimensio­nes de la vida. Para lo mejor y para lo peor. Po­cas hazañas se han podido realizar como las que se han llevado a cabo en nombre de la re­ligión. Francisco Javier muere a las puertas de China impulsado por el deseo de conquistar pa­ra su Dios todo un continente. No es fácil encon­trar polarizaciones vitales de tanta intensidad. Teresa de Ávila muere porque no muere, en su anhelo más profundo de encontrarse con el ob­jeto de su creencia Tampoco encontramos en otros campos ofrendas de sí mismo como se han podido efectuar en los altares de la religión: aztecas sacrificados a sus dioses, cristianos que aceptan ser ofrecidos a los leones antes de apostatar de su Dios. Negación de sí en una as­cética feroz que, como san Jerónimo, empuja a revolcarse desnudo sobre las zarzas, o, incluso, a la mutilación de sus cuerpos, como en el ca­so de Orígenes y tantos otros.
Si se trata de combatir y luchar por la causa, pocas batallas como las que la religión ha pro­pulsado; habiendo de tener en cuenta, ade­más, que otro cualquier tipo de batalla se exa­cerba y dinamiza con una intensidad muy par­ticular cuando la religión se presenta como par­te de su causa. Savonarola o Jomeini prendie­ron hogueras capaces de acabar con todo lo que, desde su pasión religiosa, era considera­do extravío en el discurrir de la fe. Probable­mente, ninguna otra institución social cuenta con el potencial de deseos que anima y en­ciende a la experiencia religiosa. En pocos te­rrenos la pasión, el fervor, el entusiasmo, el fa­natismo, la compasión, la violencia, etc., han podido jugar con la intensidad con la que lo ha­ce en el campo de la religión. De ahí, su enor­me potencial liberador y su tremenda capaci­dad también para la destrucción. El deseo, en su multiplicidad de derivaciones, constituye la energía básica por la que la fe auténticamente (y hay que reconocer en sentidos muy diversos) mueve montañas.
No se trata, por lo demás, de una cuestión de un pasado histórico, ya apaciguado y ca­duco. El poder y progresiva propagación de determinadas sectas religiosas, las manifesta­ciones sagradas que se advierten fácilmente en la New Age, los nuevos fundamentalismos de las grandes religiones monoteístas, todo hace pensar que, a pesar de la tan cacareada secularización de nuestro mundo, la religión constituye aún un poder de una intensidad na­da despreciable. El deseo está ahí proporcio­nándole su motor más enérgico y poderoso. Veamos de qué forma se transmuta en religión y cuáles son las principales vías por las que puede extraviarse.
Tendremos que remontarnos a los orígenes mismos de nuestra vida. Allí donde el deseo jugó un papel esencial para nuestra misma ve­nida al mundo. Porque, como vamos a ver, la manera en la que el deseo jugó, antes mismo de nuestro nacimiento marcará ya, de entra­da, parte del juego que se va a desarrollar en nuestra vida entre la fe y el mundo de nuestros anhelos más particulares.
 

  1. La fe nace en el seno del deseo

De alguna manera se podría afirmar, al menos desde una perspectiva psicológica, que el deseo se presenta como madre de la fe. No sólo porque el deseo jugó de una manera u otra en nuestra concepción y venida al mundo. Sino, de modo más importante, porque el deseo, en su amplitud que desborda los avatares de la pro­creación, estuvo allí para acogemos en nuestra venida a la existencia y recibimos en unos bra­zos que iban a configurar de modo fundamen­tal nuestra primera relación con la vida y el mun­do. También con la creencia religiosa.
Creer significa, entre otras cosas, poseer una confianza básica en la vida. Contar con una cer­teza, no demostrable, de que la vida y el mun­do, poseen un sentido, una lógica y una finali­dad, por complicada que a veces nos resulte comprenderla. Desde las dudas y perplejida­des, atravesando a veces «noches oscuras», desde la rabia apenas contenida en las que nos encontramos como el viejo y sabio Job, creer significa que, de un modo u otro, nos sentimos , fundados, protegidos, preservados. Creer sig­nifica que podemos pedir porque recibiremos, buscar porque encontraremos, llamar porque se nos abrirá (Mt 7,7). Creer conlleva que podemos estar apurados pero no desesperados, acosados pero no abandonados (2Cor 4,9). En definitiva, por recurrir al término que quizás cualifique me­jor que ningún otro la esencia de la religión, por la creencia, nos sentimos «salvados», sea cual sea el modo en el que queremos entender esa salvación. Creer, significa de un modo muy fundamental, poseer una certeza de que pase lo que pase, al final no nos hundiremos en un pozo sin fondo; sino que, finalmente, seremos sostenidos y protegidos.
Pero para poder experimentar ese sentimien­to, nuclear en toda vivencia de fe, de ser ama­do antes mismo de haber podido amar (Dios nos amó primero: Jn 1,7,10); de que somos
más importantes que los gorriones del cielo o los lirios del campo (Mt 6,28-29); para todo ello, es necesario haber tenido previamente ese mismo tipo de experiencia en los momentos mismos en los que nos abríamos a la realidad del mundo, en los que comenzábamos a tener los primeros contactos con la vida y en los que nos constituíamos como sujetos humanos[1].
La psicología de la religión ha mostrado fe­hacientemente que la experiencia religiosa difí­cilmente puede surgir donde no se han dado, como condición previa, experiencias fundantes de amor, de protección, de contacto y comuni­cación que nos hacen sentimos previamente deseados, amados y protegidos por otros.
El deseo humano no nace si el deseo de otro no le precede. Porque sólo del ser dese­ados podemos surgir como seres deseantes. Quien de hecho no fue deseado desde el prin­cipio, quien en su primera infancia no ha teni­do la experiencia de ser realización del deseo de sus padres, quien no se ha experimentado a sí mismo como objeto primordial y sumo va­lor en su primer entorno, difícilmente podrá sentir que el deseo brota en él. Quien no se ha sentido acogido, contenido, abrazado y rega­lado, difícilmente podrá experimentar en su vi­da que el mundo es bueno, que la vida es un don, que la confianza en los otros es posible. Y si este tipo de experiencias no son dables, difícilmente podrá surgir un tipo de vivencia como la religiosa que incluye en su núcleo más íntimo un sentimiento básico de confian­za, de resguardo, de creencia y expectativa en la posibilidad de un mundo mejor de lo que hay. Quien no ha experimentado en su pasa­do primero la felicidad de sentirse acogido y respaldado, difícilmente podrá sentir la espe­ranza de un futuro prometedor.
Tan sólo, en efecto, cuando el eros materno [2] ha proporcionado el sentimiento primero de felicidad, protección y esa posibilidad de abandono confiado que se deja ver, por ejem­plo, cuando un niño duerme, es posible de adulto entonar con la cabeza y con el corazón un canto que dice Refugio mío, alcázar mío, Díos mío confió en ti… (Salmo 91). Con razón se ha dicho: los santos rezan como los niños duermen. Porque sólo desde la confianza bá­sica infantil que posibilitó el dormir abandona­do, se puede experimentar el adulto abando­no en los brazos de un Dios madre y padre.
La vida, posteriormente, en muchas de sus etapas dejará sentir y ver esa vinculación ínti­ma que existe desde el principio entre la ener­gía del deseo y la posibilidad de descifrar la existencia en su sentido último trascendente. ¿No hemos podido todos experimentar que en los momentos en los que la vida nos roba las ilusiones o nos golpea sembrando senti­mientos de corte depresivo, de soledad, de in­seguridad y desaliento, la fe también se hace difícil y la esperanza se resquebraja, dejando su voz, en el mejor de los casos, al Dios mío ¿porqué me has abandonado? cuando no, al silencio y ausencia más absoluta de Dios?
Desde esta relación íntima entre el mundo del deseo y la creencia habría que compren­der también lo que sucede en muchas crisis religiosas de la adolescencia y primera juven­tud. No son ajenos a la crisis o al abandono religioso los profundos sentimientos de corte depresivo que en esos momentos de la vida suelen irrumpir en el corazón humano. Es difí­cil creer y esperar cuando las entrañas experi­mentan soledad y el alma se ve invadida por sentimientos de perplejidad y desamparo.
 

  1. El deseo nace de la separación

Ser deseado, amado y protegido consti­tuye, según hemos visto, una condición básica para poder desear y amar a otros. Pero no se accede al deseo y al reconocimiento de la alteridad y, por tanto, a la capacidad de rela­ción y de amor, sino a partir de un complejo proceso en el que vamos asumiendo nuestra condición básica de estar constituidos como «seres separados»[3].

En efecto, en los inicios de nuestra vida so­mos una pura aspiración a la recuperación de un estado originario fusiona¡, cuya representa­ción prototípica vendría dada por la situación intrauterina. En ella no existía lugar para la dis­tancia ni la diferencia. De ese modo, lo que fue realidad física mediada biológicamente el día de nuestro nacimiento (la separación del cuer­po de la madre) no llegará a ser realidad ple­na, a un nivel psíquico, sino mucho más tarde. Sólo cuando se posea la capacidad para asu­mir una separación básica, sin vuelta atrás, respecto al imaginario materno.
Así, pues, sólo mediando un complejo pro­ceso, lo que fue la separación biológica que nos entrega a la vida mediante el parto, se po­drá hacer realidad psíquica, que nos hace su­jetos humanos de pleno derecho. Como en un nuevo parto. Y sólo a partir de ahí, ya como sujetos separados, seremos para siempre y, por ello mismo, permanentemente deseantes.
Todo ello se llevará a cabo mediante la inter­vención de la palabra paterna[4]. Ella posibilita esa separación del mundo materno con el que se pretendía mantener una situación fusional, imposibilitadora de la propia palabra y del pro­pio deseo. Con la pretensión de constituirnos como objeto único y exclusivo del deseo del otro, no podíamos acceder a nuestro propio mundo de deseos. Solo, pues, por la media­ción de un desgajamiento que nos constituye como falta, de una cesura que nos adapta a nuestra condición de seres separados, pode­mos pasar de ser deseados a ser también se­res deseantes. Porque la separación es como una herida nunca plenamente cicatrizada que origina una fuerza tendente a la primitiva unión que es, justamente, lo que llamamos deseo: anhelo de un objeto que pudiera colmar y cal­mar plenamente esa hendidura, esa carencia de fondo que nos constituye. Pero ningún ob­jeto podrá ya colmarla. Y, por eso mismo, se­rán innumerables los objetos que harán surgir el encantamiento ilusorio de ser ellos mismos los que podrían hacerlo. Nace el mundo del deseo, de las ilusiones y anhelos. Imparable, permanente. Porque nada ni nadie podrá ya, por nunca, cerrar esa herida que nos mantiene por siempre inquietos.
 
 

  1. El deseo como sofocamiento de la fe

Pero si el deseo es, de alguna manera, seno materno para la fe, también ésta puede morir sofocada por ese mismo deseo en el que vio su origen. Veamos cómo.
Efectivamente, cuando el proceso de sepa­ración descrito no tiene lugar de modo acaba­do, se permanece en una aspiración oculta y dominante a reencontrar la situación paradisí­aca infantil de fusión y de totalidad. Sólo reco­nociendo nuestra separación constituyente podemos liberar nuestro deseo. Sólo aceptan­do que nunca seremos todo para nadie y que nadie podrá nunca ser todo para nosotros, en­tramos en una disposición de encontramos re­almente con la vida y con los demás. El deseo será entonces en nuestra existencia propul­sión, motor permanente que nos induce a la búsqueda constante de algo nuevo y mejor.
Cuando esto no es así, cuando no está sufi­cientemente aceptada esa separación que nos constituye como falta y carencia de base, el de­seo se convierte en algo devastador que nos empuja a la quimera y el engaño. No impulsa ya un dinamismo de futuro por hacer, sino que arrastra a la búsqueda de un pasado que ya es imposible. Es muy fácil, entonces, perderse en el laberinto de los deseos. Dentro del campo religioso con una intensidad particular.
En la experiencia de fe, en efecto, existe el enorme riesgo de confundir a Dios con el seno de una madre imaginaria a la que, de hecho, nunca se renunció[5]. En realidad, en esa situa­ción no se desea a Dios, se desea tan sólo la experiencia misma de la relación con lo que, como Dios, se imagina Se pretende, además, mantener una presencia ininterrumpida, una permanencia constante del gozo de la fusión. Y en esa permanente aspiración a fundirse con una totalidad de corte materno, hay una inca­pacidad para asumir la ausencia del otro, la distancia inevitable que nos constituye como «seres separados. Dios queda reducido a la condición de fuente de placer y de consuelo. Nos encontramos así con la pasión mística que pretende ignorar cualquier limitación en su aspiración a fundirse con la totalidad. Sólo quiere saber del deseo, deseo de fusión, de in­mersión en un todo en el que pretende perder­se. La fe se convierte entonces en una vana ilu­sión en el sentido más estrictamente freudiano del término: pura quimera, realización de dese­os infantiles, cuando no, puro delirio[6]. Es de
ese modo como el deseo, madre de la fe, pue­de llegar incluso a sofocar y hacer morir a quien pudo ser uno de sus mejores hijos.
No son raras hoy las tentaciones que, dentro del laberinto de los deseos, nos inducen a to­mar esos caminos extraviados de la religión. Abundan de nuevo las religiosidades que se polarizan en la exaltación del encuentro con Dios, de la comunión inmediata con su Espíritu, de la exacerbación y los arrebatos emociona­les, de la pérdida de sí en una especie de pan­teísmo de corte orientalizante[7]. Se dice, con ra­zón, que estamos asistiendo a una feminiza­ción de la religión, a una matriarcalización de las representaciones de Dios[8]. Reacción com­prensible a una imagen de Dios patriarcal y ma­chista (cuyos peligros habrá igualmente que re­conocer y señalar), pero que hoy nos pone en peligro también de perdernos en una regresión, que activa deseos infantiles no del todo per­ceptibles a primera vista. La radical alteridad de Dios se difumina peligrosamente en esa bús­queda de fusión indiferenciada. La realidad his­tórica en la que estamos llamados a vivir, a en­contrar al Dios de Jesús y a darle cuerpo a nuestra fe, se desplaza y distancia hasta un se­gundo plano casi evanescente.
Dentro de la evolución religiosa del indivi­duo, el adolescente tiende de manera especial a desarrollar este tipo de experiencia de fe. Desde sus sentimientos de soledad recién es­trenados, desde la acentuación de sus nece­sidades y carencias afectivas, desde la nostal­gia del mundo de la infancia que se le va, gus­ta de envolverse y sumergirse en una expe­riencia de Dios que se confunde con todo, con la naturaleza, con el cosmos y con él mismo. Las psicología de la religión le dio el nombre de «edad mística» a la que se desarrolla alre­dedor de los quince-dieciséis años[9]. Será im­portante comprender al joven en esta situa­ción particular por la que atraviesa. Habrá que reconocer y aceptar serenamente que ese ti­po de religiosidad responde a unas vivencias evolutivas normales. Al mismo tiempo habrá que ofrecerle también elementos para que, evitando la tentación (hoy especialmente fuer­te) de permanecer ahí, sepa reconocer el ros­tro del Dios que habla desde el acontecer his­tórico y que llama a la construcción de su Rei­no en el mundo en el que vive.
 

  1. La fe viene por la palabra

Hemos visto que el deseo necesita ser modulado y organizado por la palabra paterna Ella marca el sentido de la alteridad y la realidad histórica en la que hay que madurar y crecer. Sólo por la mediación de lo que llamamos lo pa­terno, se opera la transformación del deseo fu­sional. A través de la intervención separadora de la palabra, se hace posible el nacimiento de un yo capaz de situarse frente a un tú, indepen­diente y libre para satisfacer o frustrar. Lo pater­no se alza así como símbolo de una ley que hay que afrontar para devenir auténticamente hu­mano: la de la limitación en la aspiración totali­taria del deseo. Ese padre-ley, en un mismo mo­vimiento, se convertirá también en modelo del camino a seguir para la consecución del gozo.
Sabemos que desde esta ordenación básica del deseo, la imagen de Dios recibe una confi­guración fundamental. El Dios construido has­ta entonces por la materia deseante, va a ad­quirir nombre, forma y figura a través de esta simbología paterna que estructura lo humano. Si el deseo fue la tierra madre para la fe, la pa­labra es la semilla desde donde germinará. Porque, efectivamente, la fe viene por la pala­bra (Rom 10,16). Una palabra que, por ser tal, nos remite a un mundo construido de presen­cia y de ausencia y, por tanto, de figura y ocul­tamiento de Dios en ella. Adiestrase en una fe que resiste y asume esa presencia y ausencia, la luz y la oscuridad, la consolación y la deso­lación, vendrá a constituir una tarea funda­mental del crecimiento en la experiencia de fe.
Pero además, la palabra que modula y or­ganiza el deseo en la fe, es una palabra que, como la del padre terreno también, remite a la realidad. Para el creyente, la palabra del Pa­dre, Jesús, remite a una realidad histórica que ha de transformarse en un proyecto de Reino de Dios. Y esa referencia a la alteridad y a la historia, aparecerá como constituyente de la fe en el mismo grado, por lo menos, que el de­seo que estuvo en su origen y que la anima.
Ese mismo proyecto de reinado de Dios aco­gerá y será configurado por buena parte del de­seo. Como para Jesús, la construcción del Rei­no se tendrá que constituir en una auténtica pa­sión. Pasión por transformar una realidad injus­ta, insolidaria y violenta en un mundo digno de Dios y digno del hombre, su hijo. Sólo así, la vertiente mística se salvaguardará de no caer en un iluminismo regresivo y narcotizante, ex­traviándose en el laberinto de los deseos.
Lo supieron muy bien los grandes místicos. El deseo de encuentro y unión con Dios no sólo no les cerró el paso para desempeñar una función histórica, sino que fue ese mismo deseo el que les impulsó a desarrollar una acción de trascen­dencia en el momento histórico en el que vivie­ron. Es lo que tiende a olvidar la espiritualidad de los tiempos post-modernos en su cultivo casi exclusivo de lo personal, lo íntimo y lo privado.
 

  1. La fe que mata al deseo

Pero si la intervención de la palabra del padre libera de la fascinación fusional primitiva, también esa palabra puede ser pronuncia­da de un modo tal que haga imposible su au­téntico reconocimiento y su mediación libera­dora y madurativa. Esa palabra queda, enton­ces, como una pura amenaza de la que hay que preservarse con la exclusión y eliminación de todo tipo de deseo. La función paterna de­ja de cumplir un cometido fundamental: seña­lar al hijo el camino a seguir para la consecu­ción del gozo. Porque lo paterno, en efecto, no es sólo ley y modelo a seguir. También ha de ser promesa de felicidad futura.
También en la experiencia religiosa cabe oír la palabra del padre con tintes de terror. El cumplimiento de la ley, la exigencia perfeccio­nista, el ideal al que nunca se accede enseño­rean todo el campo de la fe. El deseo no en­cuentra lugar alguno donde canalizarse. Ha de quedar recluido fuera de la conciencia, discu­rriendo por vías subterráneas y poco saluda­bles. La fe se reseca y el espacio del deseo lo ocupan el dogmatismo, la ley, el fanatismo y la tiranía del ideal. No hay lugar para la fiesta y la celebración del encuentro con el Padre y los hermanos.
La imagen de Dios queda terriblemente per­vertida. Se convierte en el enemigo número uno del deseo. El placer, la satisfacción, la fe­licidad en suma, parecen como incompatibles con la creencia en ese Dios, que guarda más relación con la figura imaginaria y terrorífica de la infancia que con el Padre del que nos habló Jesús de Nazaret. En esta dinámica, la sexua­lidad es elegida fácilmente como espacio pre­ferente para el exterminio del deseo. Se pre­coniza el menosprecio del cuerpo y, a veces, se propicia una vinculación con Dios de tonos manifiestamente sadomasoquistas.
El deseo, perdido en una especie de labe­rinto subterráneo, no encuentra sino vías ex­traviadas para canalizarse. Una de ella puede ser la de proyectado sobre el propio yo, gene­rando una divinización de sí mismo y de la pro­pia idea. La psicología, en efecto, ha recono­cido a los que, desde una identificación de sí mismo con la divinidad, vienen a caer en lo que se ha llamado «Complejo de Jehová»[10]. El deseo infla, entonces, al sujeto convirtiéndole en un remedo de Dios. La vivencia del propio dogma y la propia moral queda absolutizada. El fundamentalismo y el fanatismo (los otros rostros peligrosos de la religiosidad de hoy) pueden comenzar así un peligroso desliza­miento por el interior del laberinto.
Otra vía fácil en la que el deseo se pierde cuando no puede ser reconocido como pro­pio, es la de su cesión en favor del deseo de los otros. El sujeto pierde la voz y la palabra. No sabe lo que quiere. Mejor dicho, no se atreve a saberlo. Por eso prefiere delegar todo decir en el deseo y la palabra de los demás. Será tan sólo un altavoz hueco y vacío que re­produce el deseo y la palabra, en realidad la consigna, de los demás. La fe se pierde así en el laberinto de los deseos ajenos.
 

  1. Encontrar a Diosa través del deseo

Fue necesario el campo del deseo para que pudiera surgir la fe. Campo que, como he­mos visto, tuvo que ser modulado y organiza­do por una palabra que introduce el reconoci­miento de nuestra condición de seres separa­dos. Sólo así evitamos el confundir a Dios con el objeto primero de nuestros anhelos infanti­les. Desde ese momento, animados por el de­seo que sabe reconocer la presencia junto con la ausencia de Dios y que nos impulsa al reco­nocimiento de la alteridad y de la historia, Dios puede ser reconocido y encontrado a través de ese mismo laberinto interior de nuestro desear. Allí, en el campo del deseo, Dios quiere ser tam­bién escuchado. La tarea, sin embargo, como nos mostraron los grandes maestros de la es­piritualidad, no resultó nunca fácil.
Dentro del ámbito del deseo se genera toda una arborescencia de numerosas y enrevesa­das ramificaciones. Cada uno, en efecto, cons­truye a partir de las vicisitudes de su historia, su particular mundo de anhelos, aspiraciones, apetencias, sueños o intereses. Cada cual, lo sabemos, vive en su propia maraña de dese­os. La historia irá dibujando nuestro laberinto particular, construyendo vías específicas que edifican nuestra singular arquitectura desear­te. También la construcción única y original en los modos de enfrentar, organizar, huir o de­fendernos dentro de ese laberinto deseante. Sobre gustos no hay nada escrito. Sobre las defensas ante esos gustos, tampoco.
La infinita complejidad de la vida irá diseñan­do, pues, para cada uno su propio laberinto del desear con sus vías abiertas y sus callejones sin salida. Consumir, poseer, dominar, gozar se­xualmente, entregarse a los demás, saber y co­nocer, crear, contemplar o combatir… La cues­tión fundamental que se plantea, entonces, pa­ra la vida, en general, y para la experiencia reli­giosa, en particular, es la de ordenar el deseo, encontrar un eje que verterme y organice con­venientemente todo el conjunto de anhelos y aspiraciones en el que vivimos. Somos una plu­ralidad de deseos, a veces, incluso, de deseos opuestos y contradictorios. Lo importante en­tonces es saber cómo se articulan y en qué los tenemos puestos. Se impone de ese modo la compleja tarea del discernimiento y de la edu­cación de nuestro mundo de deseos. Llegar a conocer el modo en que hablan, cómo se ocul­tan o camuflan, de qué manera responden a nuestra propia dinámica más personal, a cuáles les tememos y huimos, a qué otros privilegia­mos, cuáles llegan a confluir con nuestros valo­res e ideales propuestos, etc.
En estas páginas sólo he atendido a los ejes fundamentales por los que la fe puede discu­rrir para su maduración y crecimiento o para sus extravíos básicos. Queda por determinar el complejo procedimiento para discernir más de cerca de qué manera podemos también oír a Dios a través de nuestro desear. Habría que remitirse para ello a los grandes maestros de la espiritualidad que brindaron unas técnicas refinadas de discreción de espíritus, desde el convencimiento de que es en lo más íntimo de nuestra alma y a través de nuestro laberinto de deseos desde dónde tenemos que oír la voz de Dios sobre nosotros. Su deseo. Por­que, contra lo que muchas veces hemos ten­dido a pensar, más desde la filosofía griega que desde el mensaje del Evangelio, nuestro Dios, que es un Dios Amor, es, por eso mismo, un Dios deseante. Un Dios que, lejos de mos­trarse como un absoluto imperturbable, com­pleto y cerrado en sí mismo, es relación, co­municación, y búsqueda y, por tanto, también un dinamismo de deseos que aspira a la unión y al encuentro con lo que es la obra más que­rida de sus manos.
Carlos Domínguez Morano
«… Los sentimientos Son el balance consciente de nuestra situación. Son una amalga­ma Subjetiva y objetiva, un resumen de urgencia, un lenguaje cifrado que hay que aprender a descifrar, un SOS o un «len hora buena!» o un «tal vez» o un «¡ay de mí!», cuya superficie conocemos y cuyo fondo ignoramos. En este balance, como en el balance de una empresa, intervienen varias partidas: el estado físico, la marcha de nuestros deseos y proyectos, el sistema de creencias, nuestras experiencias anteriores…» (p.27).
«… Los sentimientos son experiencias cifradas. Nos cuesta trabajo admitir que los sentimientos, una evidencia tan descarada, tan firme, tan inevitable, sean de naturaleza críp­tica. ¿Cómo no voy a saber si estoy enamorado, furioso, aterrado o melancólico? No hay más remedio que distinguir: una cosa es la claridad de la experiencia y otra muy distinta la claridad del significado de la experiencia» (p. 31).

  1. A.MOLINA,El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona 1996.

 
[1] Cf. J. ROF CARBALLO, Urdimbre afectiva y enferme­dad, Labor, Barcelona 1961.
[2] Con estos términos se refiere A. VERGOTE a las ex­periencias primeras de contacto con la madre que po­sibilitan la posterior experiencia de confianza religiosa. Cf. Psicología religiosa, Taurus, Madrid 1969, 191-216.
 
[3] Sobre toda esta problemática me detuve en el tra­bajo: El deseo y sus ambigüedades, «Sal Terrae» 84/8 (1996), 607-620.
 
[4] En la que hay que entender toda palabra que, dicha por el padre biológico o quien le sustituya (incluso por la madre misma), haga comprender que no se es obje­to único y exclusivo en el deseo de la madre.
 
 
[5] Véanse a este propósito las obras de D. VASSE, L’Autre du désir et le Dieu de la fol. Lire aujourd’hui Trérése d’Avfla, Ed. Du Seuil, Paris 1991 y A. Vergote, Dette et désir, Ed. Du Seuü, Paris 1978.
 
[6] A estos temas me referí en los trabajos Orar después de Freud, FeySec/Sal Terrae, Madrid-Santander 1994 y El Dios imaginado, «Razón y Fe» 231(1995), 29-40.
 
[7] Cf. En este sentido: cf. F CHAMPION-D. HERVIE LÉGER, De I’émotion en religión. Renouveaux et traditions, Cen­turion, Paris 1990.
 
[8] Cf. el sugerente trabajo de J.A. GARCÍA, «Cor in­quietum». Dios y las voces del deseo, «Sal terrae» 84/8 (1996), 638.
 
[9] Cf. C. MILANESI-M. ALETTI, Psicología de la religión, Ed. CCS, Madrid 1974,231-260.
[10] Cf. El estudio ya clásico de E. JONES, El Complejo de Jehová, en Ensayos de psicoanálisis aplicado, Ed. Tiempo Nuevo, Caracas 1971, 179- 203.
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