Comenzamos la cuaresma, y nos asaltan signos e imágenes que teníamos guardadas en el baúl de los recuerdos desde hace más o menos un año (ya sabéis, con este vaivén misterioso que tienen estas fechas, nunca se puede afinar demasiado).
El miércoles de ceniza nos habla del polvo, de la fragilidad y fugacidad de lo humano, de lo perecedero y finito que es lo que somos y lo que nos rodea. Y el primer domingo de cuaresma el desierto nos lleva a sentirnos abandonados y lejos de todo, para así encontrarnos con el Único necesario, sin nada que nos distraiga, ni siquiera unas tentaciones de lo más insistentes.
Y cada año, sin falta, no deja de sorprenderme lo significativo que es el sencillo símbolo de la ceniza. Los más pequeñitos de infantil, adecuadamente acompañados, queman sus papelitos con las cosas malas de sus vidas (¡son papelitos muy pequeños, criaturas…!) y con gesto serio y los ojos bien abiertos se dirigen a recibir en su frente el gesto que los marca al inicio de la cuaresma. Y, a su manera, entienden de la fragilidad, del error, de la dificultad y el fracaso. Por otro lado, los mozarrones de la FP, mecánicos que no atascan, se hacen pequeños e inocentes como niños cuando con la frente llena de ceniza se les pide que se conviertan y crean en el Evangelio. Y en su momento, las celebraciones de las parroquias, también nutridas de personas que no quieren dejar de iniciar la cuaresma recordando su limitación y reforzando sus ganas de crecer (y de creer).
¡Qué poder significativo tiene un símbolo tan sencillo! Un poco de ceniza fría sobre la frente que nos lleva a hacernos pequeños, frágiles, dependientes y abandonados en las manos del Padre, el único que da sentido a toda esta pobreza.
¿Y por qué sólo una vez al año? ¿Por qué reservamos este símbolo tan diáfano para sólo un momento? A lo mejor, es precisamente por eso que conserva esa potencia tan evocadora, pero… ¿Por qué no llenarnos de ceniza alguna vez más?
El desierto tiene un poco más de suerte: además de en la cuaresma, en el adviento también recordamos a “la voz que clama en el desierto…” El desierto es silencio, abandono, precariedad y subsistencia. Es el espacio donde todo lo superfluo estorba, donde lo que no es imprescindible es un obstáculo. El lugar donde solo te encuentras contigo mismo, y con Dios.
El desierto es lugar privilegiado de la relación de Dios con el pueblo de Israel. En el desierto Dios educa y acompaña a su pueblo, en el desierto le traicionan y se reconcilian, en el desierto se convierten realmente en un pueblo.
Y aun así, el desierto, lugar tan importante en la historia de la salvación, también tiene poco espacio en nuestra pastoral, también lo tenemos “des-empleado”.
Con esto signos tan poderosos empieza nuestro camino hacia la Pascua. Ya que no los empleamos muchas veces más, al menos en esta ocasión, aprovechemos la ceniza y el desierto… ¡Feliz cuaresma!
Pablo Gómez