Voluntariado juvenil: Proyecto educativo para ciudadanos y discípulos

1 enero 1997

Pedro Coduras, S.J., psicólogo y director del Pro­yecto Hombre de Zaragoza.

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

El autor propone el voluntariado social como una escuela de ciudadanía y de discipulado, particularmente para los jóvenes. Y lo hace especificando un itineraria educativo, con orientaciones prácticas, para llevar adelante el «voluntariado radical» como e cuela de ciudadanía responsable y como catecumenado.

El ser humano no es una condición está­tica sino procesual, es decir, se va haciendo a través de los procesos en que se embarca. Como muy bien expresaba Kavafis en su po­ema «Ítaca»[1]:

«Ten siempre a Ítaca en la memoria.

Llegar allí es tu meta.

Mas no apresures el viaje.

Mejor que se extienda largos años;

y en tu vejez arribes a la isla

con cuanto hayas ganado en el camino,

sin esperar que Ítaca te enriquezca.”

Lo que nos enriquece es el «ir siendo, desde el ir haciendo/viviendo». La meta es convertirse en persona, utilizando el título más conocido de Rogers, pero el resultado va a depender del via­je que hagamos, de nuestra apertura a la sor­presa, a la implicación, al riesgo, etc.

La juventud es época de hacerse consciente de las posibilidades que uno/a tiene de crecimien­to en una u otra dirección, es época de opciones y seducciones, es época de riesgo y apuestas. Tam­bién es época de perplejidad y confusión. Las al­ternativas, los itinerarios a seguir, que se ofrecen a los jóvenes, de cara a hacerse personas adul­tas, son muchos y contradictorios.

En ese inmenso supermercado de ofertas se encuentra, entre muchas otras, el voluntariado social[2]. No es una oferta nueva, siempre ha exis­tido, aunque en la actualidad venga envuelta de un aura mediática que la haga brillar algo más. Más allá del reciente relumbrón que se le quie­re dar (a veces, por intereses neoconservado­res bastardos), lo cierto es que el voluntariado social puede tener un papel educativo decisivo en el desarrollo de nuestra doble identidad co­mo ciudadanos del mundo y (romo seguidores (discípulos) de Jesús de Nazaret [3].

Mi propuesta consiste en aprovechar el dina­mismo del voluntariado social como escuela de ciudadanía y de discipulado, atendiendo al iti­nerario (proceso) de un voluntariado radical y teniendo en cuenta las características juveni­les.

 

  1. Aviso para navegantes
  2. García Roca plantea que «para que las oportunidades sociales se conviertan en opor­tunidades educativas se requiere la voluntad del educador para valorarlas y reconocerlas como tales»[4]. Al aceptar este aviso de partida, tenemos que plantearnos varias interrogantes:

a/ Como educador, ¿cuál es mi valoración y re­conocimiento del voluntariado social? Y esto no sólo significa un análisis de la potenciali­dad educativa del voluntariado, sino un análi­sis personal; es decir, responder a la siguien­te pregunta: ¿qué papel juega (y ha jugado) la gratuidad, la implicación con otros, el acerca­miento a sectores excluidos -o al menos, di­ferentes-, etc., en mi maduración como ser humano?

Sólo si respondemos positivamente a esas preguntas, podremos plantearnos el conside­rar el voluntariado como un proceso a ofrecer a los jóvenes con quienes trabajamos (sea como educadores, catequistas, animadores de gru­pos, etc.). Y es que a los jóvenes no les puede vender una experiencia, un proceso, alguien que no los ha vivido. La oferta tiene que ser creíble, ha de transmitirse limpiamente.

b/ En mi trabajo con los jóvenes, ¿prima una actitud esperanzada en su proceso de cre­cimiento, reflejado en la valoración conti­nuada de los procesos en los que se impli­can?

Aunque la respuesta parezca obvia, no lo es. Cuestiones como notas, actividades reali­zadas, expectativas -prefijadas por el educa­dor, no consensuadas- cumplidas, se convier­ten, básicamente, en los criterios evaluativos. Aquí, sin embargo, estamos hablando de ani­mar un proceso largo, lento y complejo, por lo que el acompañante de ese proceso ha de te­ner paciencia, facilidad para encontrar aspec­tos positivos que permitan seguir motivando al caminante en su esfuerzo y no tener una meta fija sino un horizonte abierto.

c/ Por último hay que hacer un autoanálisis del proceso personal en cuanto a compro­miso social y a seguimiento de Jesús, an­tes de proponerse el ofrecer caminos de crecimiento a otros. ¿Estoy dispuesto a po­ner sobre la mesa mi proceso personal, en el acompañamiento de los procesos de los jóvenes?, ¿con qué limitaciones?

Como en las anteriores cuestiones, no se trata de que todo educador tenga que ser vo­luntario social en su tiempo libre, sino dos co­sas cruciales: primero, el que todo educador que se plantee ofrecer el voluntariado como propuesta educativa, tenga criterios, actitudes y experiencias coherentes con la oferta que está haciendo; y segundo, que se comprome­ta a acompañar los baches, sorpresas, per­plejidades, gozos, etc., que irán viviendo los jóvenes que se aventuren a ser voluntarios.

Con estas tres cuestiones no se pretende abarcar todos los peligros asociados a consi­derar el voluntariado social como «oportuni­dad educativa», pero sí al amenos conjurar los más patentes: (a) paternalismo hipócrita, (b) dobles mensajes educativos y (c) desimplica­ción personal del acompañante.

Un último aviso. No existen las panaceas. Esta afirmación es comprobada, día a día, por los educadores. El voluntariado social, aunque útil como proceso educativo, no es el itinerario a seguir por todos. Es una buena bisagra entre el ser persona comprometida y responsable en la sociedad y seguidor radical de Jesús, pero existen otras bisagras, otros caminos igual­mente válidos. A la lucidez de los educadores, y a vuestro conocimiento de los jóvenes dejo la valoración de para quiénes, en qué mo­mento y con qué intensidad es conveniente plantear la oferta de un voluntariado social.

  1. Itinerario educativo del voluntariado

Entiendo lo educativo como el proceso en el que alguien nos acompaña en nuestro abrir los sentidos a la realidad y reflexionar sobre lo sentido, aportando la experiencia de quienes vivieron antes que nosotros e hicie­ron el mismo recorrido o similar.

En esa experiencia de contraste con lo real surge, desde los primeros años, la experien­cia del otro y, más aún, de los distintos y los excluidos. ¿Quién no se ha quedado sin pala­bras ante la pregunta de un niño al ver nues­tra reacción ante un pobre que pide limosna? Sin embargo, los itinerarios a ofrecer han de ser adecuados a las fuerzas del caminante. Por ello, una actividad de voluntariado social no debería ser planteada antes de un cierto desarrollo psicológico coincidente con la ju­ventud, so pena de convertir el voluntariado en una actividad más del «rico menú extraes­colar» con el que se llena la agenda de nues­tros alumnos.

La realidad social no debe ser maquillada, mucho menos ocultada, ante los niños y ado­lescentes, pero el acercamiento a situaciones de marginación tiene que ser de modo gra­dual y seriamente acompañado. Y aquí distin­go claramente entre lo que sería una «expe­riencia de realidad social marginal» (campos de trabajo, asistencia en instituciones, activi­dades benéficas, etc.) de lo que debe ser un voluntariado social (continuado, implicado con las personas, capaz de análisis, de denuncia y de promoción). Por ello, limito mi análisis pos­terior a los jóvenes (de dieciséis -aún mejor, de dieciocho- en adelante).

Si hay una etapa evolutiva del crecimiento humano analizada y comentada ésa es la ju­ventud. En ella resaltan más los cambios so­cioculturales que vivimos todos. Pero, ade­más, en nuestro tiempo, se ha hecho emblemática y, en cierto modo, ideal incluso para el mundo adulto,. lo cual nos habla no sólo de los jóvenes sino de la inseguridad en que vi­vimos los adultos nuestra existencia. La oportunidad educativa del voluntariado podemos analizarla en función de las características de éste y de las características de los jóvenes en este momento.

2.1 Voluntariado social como escuela de ciudadanía responsable

El voluntariado social posibilita tres expe­riencias claves en el aprendizaje de la ciuda­danía: el descubrimiento de nuestra diversi­dad humana y social, la búsqueda y redefini­ción del Bien Común, la promoción del cam­bio social hacia la justicia e inclusión.

– Cruzando fronteras

(o de la compasión al reconocimiento)

Para poder educar la sensibilidad social es preciso percibir la complejidad de nuestra re­alidad. En un momento evolutivo de apertura a la diferencia como el que se produce en el paso de la adolescencia a la juventud, ponerse en contacto con personas cuya historia y pre­sente no responde a las características de la persona joven voluntaria constituye una posibi­lidad de enriquecimiento personal Inestimable. De hecho, para muchos jóvenes, este «cruzar la frontera» es una de las motivaciones prime­ras de su voluntariado.

Ahora bien, tras esa motivación puede ha­ber simplemente curiosidad morbosa (como la que se estimula desde los docudramas te­levisivos), por ello es importante, ya desde es­ta primera experiencia de contacto con otras historias distintas a la propia, acompañar a los voluntarios, ayudándoles a mirar con respeto e implicación. Estamos hablando de jóvenes que han crecido con un mando a distancia en la mano, su capacidad para pasar de un do­cumental sobre el genocidio en Bosnia a un videoclip musical se puede proyectar en su experiencia de contacto con la exclusión y convertir a ésta en un episodio más de su ac­tividad semanal. Y no hay nada más peligro­so en el contacto con la exclusión que una mirada rápida y opresora sobre los excluidos que confirme los prejuicios ideológicos que legitiman la exclusión[5].

Por otra parte, sin esta primera experiencia compasiva, de empatía con los excluidos, con su historia y sus esperanzas, con los valores que ellos viven y realizan, será imposible avan­zar en el proceso de cambia personal y social que el voluntariado puede alentar. De ahí que sea imprescindible que el acompañante de los jóvenes voluntarios tenga experiencia en “mirar con ojos prestados» por los otros.

– Mirando de abajo a arriba y de fuera dentro

(o del reconocimiento al análisis)

El voluntariado social, para serio auténticamente, ha de avanzar de la compasión al aná­lisis, no puede quedarse en la calidez de una relación empática que no permita reflexionar sobre las causas de la exclusión. El objetivo, no podemos olvidarlo, es hacer posible una sociedad inclusiva.

Pero no podemos analizar con nuestros es­quemas y desde nuestros parámetros simple­mente. De hecho, sólo cuando los pensadores sociales han incluido en su reflexión la expe­riencia y reflexión de los de fuera (artesanos, burgueses, obreros, mujeres…), la sociedad ha incluido a poblaciones antes marginales en su seno y nuestro análisis social se ha enriqueci­do. Para ello es preciso reconocer la limitación y sesgo de la propia mirada y análisis.

Por ello, a la experiencia de cruzar fronte­ras, de establecer contactos, que ya hemos tratado, hay que acompañarla con el análisis de las causas que producen las situaciones personales y sociales que se están conocien­do (y, necesariamente, queriendo). Este análi­sis social no puede ser, por tedioso y sesga­do, una serie de herramientas sociológicas y psicológicas. Menos aún un compendio de fi­losofía social y de pensamiento social cristia­no. Estamos hablando de jóvenes volunta­rios, no de profesores de movimientos socia­les. Acompañar esa reflexión supone ayudar al joven a entrar en las historias de las perso­nas excluidas con las que tiene relación, y desde esas historias descubrir la visión que ellas tienen de la sociedad y la esperanza que alienta su existencia cotidiana.

No hay que tener prisa por obtener conclu­siones. De nuevo, Kavafis, es un buen conse­jero: «mas no apresures el viaje…» No es fácil lo que aquí propongo, pero es profundamen­te humanizador. Las perplejidades, los quie­bros que produce el darse cuenta que la vi­sión de los excluidos es completamente dis­tinta a la propia requiere un tiempo de reac­ción personal. Hay que dar ese tiempo. Ade­más no es tiempo perdido, es tiempo de ma­duración en el que muchas opciones y se­ducciones de cada voluntario/a se van a ver confrontadas crudamente por la experiencia de los excluidos y en ese contraste, necesa­riamente, alienta el Espíritu.

– Cambiando personal y socialmente

(o del análisis a la denuncia y promoción)

Este es nuestro horizonte al proponer a los jóvenes un voluntariado social: la conversión personal y social. No podía ser otro. El volun­tariado lo promueve, si y solo si, los pasos an­teriores se han podido dar. De la compasión y el reconocimiento al análisis y la denuncia y, en último lugar, a la acción y el cambio. Pero, atención, hablamos de un cambio realizado, mano con mano, entre excluidos y voluntarios.

Es muy probable que este último paso que­de fuera de nuestro alcance como educado­res y acompañantes del proceso de los vo­luntarios. A nosotros nos compete, solamen­te, el ofrecerlo y alentarlo como objetivo final. Hemos de tener la esperanza y confianza en el proceso que los voluntarios irán realizando. Si avanzan en él, tarde o temprano será facti­ble una «tierra nueva».

Sin embargo, como en los pasos anterio­res, sí hay actitudes a reforzar, por ejemplo, la pertenencia a un grupo o asociación que ase­gure el recuerdo de este objetivo, que posibi­lite la estabilidad del compromiso y refuerce en los momentos de desencanto, cansancio y fracaso que, inevitablemente, forman parte del camino hacia el cambio social. Cuanto traba­jamos en aras del asociacionismo juvenil, del compromiso de los jóvenes en tareas concre­tas y altruistas, de su asumir responsabilida­des va en esta línea.

2.2. El voluntariado como «catecumenado»

Nadie duda de que el seguimiento de Jesús, el discipulado, es un proceso de creci­miento en la fe. Para ello hemos ido adaptan­do procesos educativos desde la escuela y la catequesis en los que hacer accesible la fe y ciertas vivencias religiosas a las distintas eda­des de los chavales con los que trabajamos. La dificultad está, muchas veces, en la sepa­ración que hacemos de la esperanza y la ca­ridad en ese proceso.

¿Cómo puede crecerse en la fe, sin hacerlo en esperanza y amor? ¿Seguimos creyendo que basta la pequeña comunidad -tantas veces homogénea y cerrada en sí misma- de nuestra pastoral juvenil para alentar esperanza y amor? ¿Seguimos anclados en una concepción ilus­trada de la fe? ¿Qué hubiera sido de nuestra fe sin el choque con el helenismo de las comuni­dades paulinas, sin los conflictos con los po­bres de los otros (cf. Hch 6,1), resultante de la inclusión de gentes distintas a los fundadores? Más aún, ¿qué sería del Evangelio, de Jesús de Nazaret sin los relatos de curaciones -que tan­tas veces hemos dejado de lado con nuestra visión técnico-científica-?

El voluntariado social aparece como un puente entre la fe y la esperanza y el amor en el proceso de crecimiento como discípulo de Jesús. Si realmente queremos discípulos y no meramente creyentes, habrá que posibilitar experiencias vitales en las que la persona prac­tique su fe y no sólo litúrgicamente o en contex­tos reducidos casi ghettos. Lo que a nivel adulto sería vivir la dimensión pública de la fe, aquí va a ser aprendizaje de una vida cristiana en la que Wa fe se haga operativa en la caridad» (Gál 5,6).

Ese puente tiene tres pilares básicos: gratui­dad, comunidad de memoria y opción por los pobres. Los tres son comprensibles desde la fe en Jesús, el Cristo. Los tres refuerzan y dan viabilidad a la fe en Jesús, aquí y ahora.

– Dios nos amó primero

Todo cuanto de bueno somos, vivimos y nos rodea tiene su origen y su sentido en ese «amor primero» de nuestro Dios, manifestado en la entrega de Jesús, su Hijo. Esta es la ex­periencia fundante de nuestra identidad co­mo creyentes. En esa expresión primera se encierra la dualidad del don: somos don reci­bido en orden a vivir ese regalo de nuestra existencia, recursos, etc., como don ofrecido a los demás[6].

Por desgracia, en nuestra experiencia de fe, a veces fue primero la culpa o el deber en lu­gar del amor del Padre. De cara a una expe­riencia de voluntariado social necesitamos partir del agradecimiento por el don recibido. Ahora bien, al igual que en la experiencia de fe, es posible iniciar la andadura sin «cumplir los requisitos», porque el Espíritu (con la ayu­da de un acompañamiento hondo) se ocupa­rá de poner ante nosotros ese amor primero. Lo que no es renunciable es el tener, al menos, teóricamente claro este punto de partida. El voluntariado no puede ser ejercicio de restitu­ción, de obligado cumplimiento, condición si­ne qua non para pertenecer a un grupo, etc. Ha de ser gratuito y, por tanto, desde el prin­cipio basado y tendente a la gratuidad que só­lo nace de la gratitud existencial a un Dios que me/nos ha desbordado amorosamente.

– Comunidad de caminantes, comuni­dad de memoria

Una comunidad de memoria es aquélla que tiene una historia común (tradición) que cuen­ta, re-crea y vuelve a contar (y a contarse); que tiene, también, unas prácticas comunes (estilo/s de vida, sacramentos, compromiso, etc.). Los discípulos de Jesús somos, eviden­temente, una comunidad de memoria. Ahora bien, ¿somos capaces de re-crear y volver a contar nuestra historia de salvación o sólo so­mos repetidores sin sentido de una historia heredada y no internalizada?

En el itinerario voluntario se trata de ir vi­viendo y contando la propia historia de salva­ción entretejida con las historias (también de salvación, aunque aplastada por el pecado colectivo) de aquellos excluidos a los que nos acercamos y con quienes caminamos.

En los estudios sociológicos sobre el volun­tariado una cuestión queda clara en torno a la motivación religiosa. Ésta no es incompatible con el individualismo (por ejemplo, aquellos que son voluntarios para crecer personalmen­te y enriquecerse, al margen de lo que les ocu­rra a los beneficiarios de su acción voluntaria) y tampoco correlaciona positivamente con la continuidad en el compromiso voluntario. Sin embargo„ cuando tras el compromiso volunta­rio de una persona está su pertenencia a una comunidad creyente, los objetivos personales se difuminan y la implicación se mantiene en el tiempo[7], ¿por qué? Muy sencillo, porque en la acción voluntaria uno/a se enfrenta con los «poderes de este mundo», con un pecado so­cial denso, con una realidad injusta que es, también, terca. El desencanto e incluso el re­sentimiento hacia los excluidos hacen presa de los voluntarios en los momentos de crisis. Por eso, sólo cuando tras el compromiso perso­nal hay un «lenguaje de compasión y ternura», una esperanza de la que puede darse razón y una experiencia (la pascual) del paso por el fra­caso y la muerte para llegar a la vida plena, es asumible el fracaso y soportable el desaliento.

Esto que nos afecta a los adultos, cuánto más a los jóvenes. De nuevo subrayo la ne­cesidad de acompañar, esta vez desde los iguales, desde los otros miembros de la co­munidad, a quienes se aventuran en los már­genes sociales. La aportación de vida, de na­rraciones de sufrimiento y esperanza, de expe­riencias de encuentro con Cristo pobre y hu­milde, serán motor de la comunidad en mu­chos momentos. A su vez, la comunidad ha de cuidar de retroalimentar a los voluntarios so­ciales con espacios de silencio y contempla­ción, con el lenguaje y la historia común (la Es­critura) y con el recuerdo eucarístico de la en­trega, en un primer momento fracasada, de Jesús por la vida de todos.

Puede parecer teórico-teológico cuanto viene dicho en este apartado. No lo es. ¿Cuán­tos voluntarios, cristianos bien intencionados, han abandonado su tarea al encontrarse con excluidos que han compartido su historia con ellos, por no poder soportar la carga de an­gustia y dolor que latía en esos relatos? La comunidad tiene que ofrecer en esos mo­mentos el mayor tesoro que posee: la historia de Jesús de Nazaret, con su entrega, su fraca­so y… su resurrección. Y tiene que hacerlo des­de el respeto a la experiencia de fracaso, de­sencanto e impotencia de los voluntarios, pero sin resignación, porque -si es verdaderamente creyente- sabe que la muerte y el pecado no tienen la palabra final.

Por otra parte, si la comunidad quiere ser auténticamente cristiana tiene que ampliar sus fronteras sociológicas, incluir a los aleja­dos y distintos. Para esta tarea los voluntarios sociales son insustituibles, pero ésta no es ta­rea de pioneros y exploradores, sino de cons­tructores de puentes que cuenten con el res­paldo de una comunidad abierta.

Y, por último, la comunidad tiene que escri­bir (al igual que las primeras) su evangelio, su lectura de la historia de Jesús, de lucha con­tra el mal, de apuesta y seducción por el Amor primero, de caídas y de esperanzas. La comu­nidad tiene que contribuir al «quinto evange­lio» que la Iglesia, comunidad de comunida­des, necesita para aportar esperanza a nues­tro mundo.

– Una herramienta insustituible: la opción por los pobres

Aunque esta opción late en las páginas an­teriores (no otra cosa es lo que decía antes de pedir prestada la mirada a los pobres y ex­cluidos), aquí hay que hacer una breve refle­xión sobre su importancia en el recorrido ca­tecumenal.

Queremos acompañar a verdaderos discí­pulos del único Maestro. Sólo animando la «preferencia por los pequeños» seremos co­herentes con lo que pretendemos. No se tra­ta de exclusivismos ni de exclusiones, sino de inclusión. Pero, para ello es preciso atender, acercarse e integrar a los que siempre quedan fuera. Tan fuera están de «lo nuestro» que ni siquiera entienden nuestras historias ni nues­tras prácticas. La única posibilidad de corregir esta injusticia es el mestizaje, al igual que hizo Pablo con los helenistas hace casi dos mil años, o la Iglesia latina con godos y celtas… Y el mes­tizaje, si no se impone violentamente, sólo cabe desde una opción preferencia¡ por estar, ha­blar, reír, hacer fiesta, sufrir y esperar junto a los de fuera. Ésa es la opción por los pobres, llegar a una relación con ellos que haga im­posible contar nuestra historia sin incluir la de ellos.

  1. ¿Es posible un voluntariado así?

Y después de esta reflexión sobre la “oportunidad educativa» del voluntariado so­cial, ¿qué?, ¿cómo plantear algo tan comple­jo, necesitado de acompañamiento…? Pro­pongo un proceso como orientación a la ho­ra de incluir el voluntariado entre las ofertas a los jóvenes, desde un centro educativo o una comunidad cristiana:

  • Cada educador, animador comunitario, ca­tequista que se plantee el motivar un vo­luntariado social ha de responder honrada­mente a las tres preguntas del primer apar­tado. Y aún mejor si lo hace junto a quienes van a aventurarse en ese compromiso.
  • La comunidad (la educativa, la de jóvenes, la parroquial) tendría que reflexionar sobre el espacio que se va a dar, en su seno, a las experiencias de los voluntarios, las energí­as que se van a dedicar a su acompaña­miento, la apertura a integrar (con el proce­so y graduación que vea conveniente) a los beneficiarios de la acción voluntaria de sus miembros.
  • Contar con las gentes (asociaciones) que ya trabajan en el mundo de la exclusión so­cial. No sólo por conveniencia en aspectos como formación y acompañamiento, sino por identidad voluntaria. Se trata de movili­zar la sociedad, no de enriquecerse, una vez más a costa de los mismos.
  • Como educadores que somos, habrá que evaluar conjuntamente con los jóvenes vo­luntarios, con las asociaciones de volunta­riado en las que participen y, cuando sea posible, con los beneficiarios, lo caminado y vivido. También la comunidad tendrá que evaluar cómo la experiencia de voluntaria­do de algunos ha enriquecido, complejiza­do y cristianizado su experiencia de en­cuentro con Dios.

Por último, conviene recordar a la luz de la historia de Jesús y de la memoria del sufrimien­to, lucha y esperanza de la humanidad que nuestro objetivo no es otro que el de actuar con justicia, amar con ternura y caminar humilde­mente junto a nuestro Dios.

 

Pedro Coduras, S.J.

[1] K. KAVANS, Poesías completas, Ed. Peralta, Pam­plona 1976, 46-47.

[2] J. García Roca define el voluntariado social como: «un servicio gratuito y desinteresado que nace de la tri­ple conquista de la ciudadanía: como un ejercicio de la autonomía individual, de la participación social y de la solidaridad para con los últimos». Cf. J. GARCÍA ROCA, Solidaridad y Voluntariado, Sal Terrae, Santander 1994, 62.

[3] En otro sitio he abordado el voluntariado, pensan­do en el mundo de los adultos, como proceso de aprendizaje de esa doble identidad de la ciudadanía responsable y del discipulado comprometido. Cf. R CODURAS, Voluntarios: Discípulos y ciudadanos, Ed. Cristianisme i Justicia, Barcelona 1995.

[4] J. García Roca, Constelaciones de los Jóvenes, Ed. Cristianisme i Justicia, Barcelona 1994. pp. 37-38.

[5] Como orientación práctica para «enseñar a mirar» recomiendo el estudio de X. QUINZÁ, Nos prestan su mi­rada: Para aprender a escuchar las historias de los de­más, ayudarles y dejamos transformar por ellas, Volun­tariado de Marginación Claver, Madrid 1896. Refleja perfectamente lo que aquí estoy proponiendo: una re­lación de doble implicación en la que también la mira­da ha de acabar siendo compartida.

[6] Cf. F JARAMILLO, El voluntariado social. La mística de la gratuidad, «Corintios XIII» 65(1993), p. 176.

[7] Cf. R. WUTRNOW, Actos de Compasión, Alianza Ed., Madrid 1996. Aunque su estudio es claramente esta­dounidense,ofrece una visión sugerente del papel de la fe y, especialmente, de la comunidad en la acción voluntaria.

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