Francisco García Martínez
Doctor en Teología Dogmática y profesor en la Universidad Pontificia de Salamanca.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO.-
El autor mantiene que los nuevos evangelizadores no son solo los ministros o una elegida élitede cristianos, sino todo el Pueblo de Dios. Y, a partir de ahí, señala unos rasgos que deben caracterizarnos como evangelizadores. Estos rasgos tienen que ver con la relación con Dios en Cristo y con el modo de vivir ad intra y ad extra del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
- Algunas cuestiones previas
¿Por qué la cuestión de los nuevos evangelizadores? ¿De dónde viene esta reflexión?, porque si bien es verdad que la Iglesia ha puesto en marcha una nueva evangelización, lo que es claro es que no se pueden buscar nuevos evangelizadores que no sean los que ya lo son: los que somos, los cristianos que hoy por hoy formamos parte de la Iglesia. La cuestión apunta, por tanto, a la forma de configurarnos como cristianos que puedan llevar a cabo esta tarea.
La pregunta nos la hacemos casi todos los responsables de la acción pastoral de la Iglesia, porque sentimos que esta está desbordada por los acontecimientos, y que lo que somos parece no alcanzar a sostener un anuncio del evangelio con una significativa dosis de verdad y eficacia en nuestra sociedad[1]. En este sentido la pregunta nace de la impotencia de nuestros esfuerzos que no consiguen dar fruto, o eso nos parece. ¿A quién recurriremos?, y ¿cómo pedirle que sea? Pero esos a los que recurrir somos nosotros mismos, y esa nueva forma de ser es la que tendrá que definirnos. Por esto mismo, desde el principio, no deberíamos hacer proyectos que superan nuestra capacidad (Sal 130), y menos aún intentar cargarlos sobre algunos otros.
El nuevo evangelizador no es, por tanto, sino el antiguo, pero con una vocación abierta a los movimientos del Señor en estos tiempos, con una flexibilidad que es producto de la diaria ductibilidad de su vida ante el Señor, sin esas trampas en las que la vocación es toda del Señor siempre que sea en nuestros dominios de siempre.
Ciertamente hay una novedad, que sonará antigua a los más jóvenes entre aquellos a los que nos dirigimos, pues configuró la dinámica del Concilio Vaticano II, y es la necesaria “desministerialización” de la misión eclesial. Es el pueblo de Dios, todos los bautizados, el sujeto de la acción eclesial y por tanto de la evangelización. La misión de anuncio del Evangelio recae sobre todos. Todos somos evangelizadores de primera línea, más allá y por encima de las acciones concretas con las que se revista la nueva evangelización, ya que estas acciones serán siempre secundarias respecto al testimonio de vida y las razones de fe que demos los cristianos en nuestra vida concreta. Si bien algunos habrán de embarcarse en compromisos con nuevas acciones pastorales, la mayoría deberá ser alentada hacia una radicalidad evangélica en la más estricta cotidianidad.
Por tanto no hay, ni debe haber, un perfil del nuevo evangelizador como sujeto dedicado al ministerio de la evangelización, porque este no es un ministerio entre otros, sino el propio de todos. Lo que sí creemos que debe pensarse son las tendencias de la vida cristiana que deben reforzarse para que se conviertan en una presencia sugerente del evangelio y una propuesta de conversión en nombre del Señor a la altura de estos tiempos.
Pensamos, de igual manera, que existe un evangelizador que no sabe que lo es, que no pretende serlo, que no pregunta cómo evangelizar… y que sin embargo es uno de los principales activos de la nueva evangelización. Se trata de los cristianos fieles pese a todo, orantes invisibles, preocupados por los que les necesitan… los pequeños de nuestra Iglesia, los grandes del Reino. Sin ellos todo lo demás sonará a exhibicionismo, a proselitismo, a prepotencia… y a veces no solo sonará.
- Algunas tendencias a resaltar
Nos gustaría, pues, comentar algunas tendencias que ayudarían a una presencia significativa en orden a configurar una pastoral según el paradigma de la nueva evangelización.
Nos centraremos no en las formas, y por tanto en los ministerios que se deberían favorecer, sino sobre todo en la forma de ser los cristianos que habitamos la Iglesia en este tiempo de nueva evangelización, en la que todos estamos comprometidos.
2.1 La complacencia en la vida cristiana
Nos referimos a esa experiencia de haber sido recogidos gratuita e inmerecidamente en un espacio de fe para vivir, aprovisionados con una esperanza para resistir y armados con un amor en el que regenerarnos de continuo. De haber sido encontrados por un Dios que se ha revelado como fuente de existencia, compañero-guía de camino y hogar de futuro.
Esta complacencia se concreta en la memoria agradecida de lugares y personas concretas donde se forjó la fe personal (una parroquia, un colegio, una amistad…), donde nos salió Dios al encuentro de la mano de otros cristianos. Complacencia que se renueva, sobre todo, cuando en la Eucaristía extendemos junto a otros la mano suplicante y agradecidamente al contacto del Señor con nuestra vida.
Es urgente la meditación de esta gracia, la meditación de haber sido agraciados con la fe y con la comunidad de fe. Solo nacerá una presencia evangelizadora cuando el evangelio nos haya encontrado como buena noticia, como bendición reconocida. Todo empieza aquí. En la misión de testimoniar el evangelio somos, sobre todo, testigos agradecidos, alegres porque Dios ha pasado a nuestro lado y nos ha recogido en su estela, arrumbando para nosotros el poder del pecado y de la muerte.Proclama mi alma la grandeza del Señor porque ha mirado la humillación de su esclava…
Se trata de reconocerse en esas palabras de Pedro: ¿A dónde iremos si solo tú tienes palabras de vida entena? O de poder decir con esa naturalidad de los pequeños: Qué bueno que viniste…
2.2 La serena pertenencia eclesial
Si la nueva evangelización no es sino una renovada invitación a presentar a Cristo como bendición definitiva de Dios hacia la humanidad, y la conminación a una forma consecuente de vida con este don, se hace necesario repensar el lugar en donde esto puede reconocerse y vivirse. Hay que afirmar rotundamente que sin Iglesia concreta no hay evangelio reconocible como tal. Es verdad que, desde ella, se pueden reconocer rasgos de la vida evangélica fuera, pero solo cuando ya se ha sido incorporado a esta nueva visión de la realidad dada en Cristo.
La nueva evangelización requiere por tanto, superar toda forma de espiritualidad individualista, ya sea en sus propuestas “devotas” o en sus planteamientos “éticos”. Estas formas pueden reconocerse en esa conciencia, latente en tantos todavía (también jóvenes), como puede ser una determinada devoción o práctica de piedad personal (mis oraciones, mi procesión, mi misa) al margen de los demás… o una determinada forma ética de vida, la entrega personal a los otros, igualmente al margen de los demás, lo que me haría cristiano. Los cristianos solo podremos ser evangelizadores si somos capaces de visibilizar el evangelio como forma relacional de vida en la que integrarse: liturgia común y vida compartida en un mismo camino de fe. Somos testigos en el interior del cuerpo eclesial tal y como Dios mismo lo ha querido (LG 9).
No hay otro lugar donde podamos encontrarnos con este Dios que no sea su Iglesia, es ella la que nos ha enseñado a reconocerlo también fuera. Es en ella donde nos constituimos como cristianos y en ella donde reconocemos nuestro futuro. Si bien es verdad que esto es aceptado teóricamente, la relación personal con la Iglesia parece haberse deslizado desde el Concilio Vaticano II hacia un purismo que configura la relación con ella en forma de acusación[2]. Se vive en ella y a su favor, pero contra ella o simplemente soportándola. Todo queda determinado por un pero, porque no todo es del todo evangélico o porque nada es del todo evangélico.
Es necesario, si queremos presentar el cristianismo como casa habitable, aprender a acoger la Iglesia como casa imperfecta con serenidad. Es necesaria una acogida de lo que es, y como es, a pesar de los pesares y gracias a las gracias que sufrimos y disfrutamos en ella. Nada de esto debe interrumpir la lógica conciliar de una Iglesia siempre necesitada de purificación (LG 8), pero esta no puede envenenar el aire que Dios nos da a respirar en sus habitaciones. Esta fue la lógica de san Francisco, que no sería un mal referente para una nueva evangelización.
Hay que reconocer agradecidamente que vivimos nuestra fe en una comunidad peregrina que no sabe ser del todo lo que tiene que ser y que, no pocas veces, no quiere ser del todo lo que debe ser (vamos, puro discipulado evangélico). Es esta experiencia, de la que todos participamos, la que nos hace reconocer la misericordia y la paciencia de Dios, y tiene poder para configurarnos como una fraternidad en la que el centro no sea la corrección fraterna (tantas veces convertida en despiadada crítica a escondidas o bloggeada públicamente), sino la acogida incondicional del amor. Esto supone que la Iglesia no solo refleja a Dios cuando es santa como él es santo, sino en su mismo pecado cuando este es reconocido y soportado mutuamente, pues refleja así la verdad de la misericordia divina mostrada radicalmente en la cruz de Cristo, que siempre nos preside.
Es cierto que necesitamos profetas (y ciertamente los hay) que en nombre de Dios provoquen a la Iglesia a reconocer y desligarse de sus ataduras al mundo y al pecado; pero este no es el perfil del nuevo evangelizador que hemos de ser todos.
2.3 El amor al mundo y la distancia con él
Pese a que la reflexión cristiana no ha dejado de profundizar en los últimos decenios en la secularidad propia del cristianismo y, en este sentido, en el sacerdocio existencial de todo creyente[3], los cristianos no terminamos de configurar la mirada eclesial sobre la realidad como el lugar de nuestro ejercicio religioso. Es la vida tal cual el espacio de la revelación, y es ella el lugar de la configuración con la gracia de Dios. En este sentido los sacramentos son símbolos eficaces de lo que la misma realidad está llamada y posibilitada a ser por la presencia de Dios mismo en ella, y no espacios sagrados al margen, frente o contra la vida. Es necesario, pues, que los cristianos repensemos nuestras formas de comprensión de los ritos religiosos, desde los más densos teológicamente hasta los más débiles. Esto no significará, como veremos más adelante, eliminar la liturgia o reducirla a una secularidad cerrada, sino que apunta a una forma de celebrarla, externa e internamente, que posibilite la comprensión de la globalidad de la vida y de la historia como mundo e historia agraciada y en camino de plenificación. De lo contrario la nueva evangelización no llevaría al evangelio de la encarnación y la resurrección, sino al de la dicotomía sagrado-profano y al de la magia, tentaciones muy presentes hoy en día, y especialmente atrayentes para un hombre que busca una espiritualidad de emociones y seguridades sin seguimiento personal.
El cristiano debe amar al mundo tanto que no pueda olvidarlo cuando se encuentra en la eucaristía para poder ponerlo con el pan y el vino en manos de Cristo, y que él mismo le muestre los caminos y le ofrezca la gracia de su transfiguración. Nada sobrará, pues, en la liturgia de lo que vive el hombre, nada deberá dejarse fuera. Nada si queremos que el hombre, tal cual es, se descubra acogido por un Dios que le visita en su misma carne y le alimenta desde ella con la vida verdadera.
Por otra parte, la mirada complacida de Dios sobre el mundo y sobre los hombres, incluso cuando están presos de su pecado, está distante de nuestra mirada eclesial que, salida de un tiempo social donde se encontraba a sus anchas, percibe sobre todo la lejanía del mundo, su distancia, su rechazo de Dios. ¡Qué lejos del corazón de Jesús que sabe ver y pone como ejemplo a los suyos la fe de una pagana y el amor de un hereje samaritano…! O que incluso frente al que le rechaza por su apego a las riquezas apenas si puede contener una mirada de cariño…
La afirmación cristiana de la creación y de la encarnación define el mundo como lugar de la complacencia divina, lugar capaz de acoger en sus mismos dinamismos a Dios. Lo religioso cristiano solo es la transfiguración de estos dinamismos para que alcancen plenitud. Esto significa que el cristiano debe vivir la vida y sus riquezas como un verdadero regalo del cielo. Es así como mostrará a los otros que, antes de que ellos se pongan en camino hacia Dios, este ya está cerca de ellos, en ellos, como fuente de una vida que quiere plenificar.
Ahora bien, el cristiano no es un ingenuo, sabe por experiencia que el mundo tiende a cegarle con sus posibilidades y su belleza, haciéndole creer falsamente que si se entrega del todo a él encontrará plenitud. Por eso, para anclar el mundo al verdadero manantial de vida eterna, el cristiano vive en una cierta distancia de las posibilidades que este podría ofrecerle. Sabe ayunar, vivir en la frugalidad, con una cierta austeridad, para decirse que la vida solo alcanza su plenitud en Dios y reconocer en las pequeñas cosas, y en alguna grande que la vida le regale, la hondura de la gracia. Sin ayuno, como bien describe el relato del pecado de los orígenes, Dios desaparece, porque todo queda ocupado por un hombre vuelto sobre sí mismo. Un hombre que, en ese mismo instante, descubre paradójicamente su desnudez mortal (Gn 3,1ss). Es difícil recuperar esta práctica del ayuno y la austeridad, no solo en los hechos sino en el deseo, pero es necesario hacerlo para evangelizar el mundo comenzando por nosotros mismos. El creyente debe saber prescindir de ciertas posibilidades a su alcance, como forma de encuentro con la verdad de Dios como su único salvador. Esto hará de él un hombre sereno que sabe disfrutar de las pequeñas riquezas de cada día, ofreciendo al hombre actual, consumidor compulsivo y continuamente apático, una lógica nueva y atrayente.
Además el cristiano percibe que esta idolatría del hombre vuelto sobre sí mismo es causa de infinidad de sufrimientos, como ha descrito con especial dramatismo el libro del Apocalipsis (cap. 17-18). Por ello, un cristiano solo podrá ser evangelizador si se separa de este mundo de consumo, vanidad y bienestar al margen o/y a costa de tantos. El cristiano aparecerá en muchos momentos como un incordio para su entorno, porque ha aprendido a ser el que trae el evangelio a los pobres y no el que justifica la vida social tranquila de los integrados en el sistema. Y dichoso el que no se escandalice… (Lc 7, 22-23). En este sentido no hay posibilidad de pronunciar las bienaventuranzas en este mundo sin la amenaza de los ayes de Cristo sobre él (Lc 6, 20-26). Aunque parezca paradójico, no solo se evangeliza siendo atractivo: a veces el signo de que somos nuevos evangelizadores es que denunciamos el viejo mundo, que reaccionará contra nosotros.
Todo esto requiere poner en el centro de la espiritualidad el misterio pascual de muerte y resurrección, de lucha contra el pecado y victoria del amor. Solo la recuperación de una lógica que asuma la muerte dentro de la vida cristiana, a la luz de una presencia de Dios que la vence en nosotros con el Espíritu compartido por su Hijo y que ha condenado ya toda injusticia como ineficaz para dar vida definitiva, essalvífica. Solo la recuperación de la resurrección como centro de la vida cristiana, resurrección que acoge la muerte para vencerla y que acoge el odio para sobrepasarlo con amor, puede hacer a los cristianos verdaderos hombres de mundo, del mundo verdadero que Dios quiere y del que hemos de ser testigos.
2.4 El discipulado y la celebración litúrgica como centro de la vida cristiana
Otra tendencia que creemos fundamental en un cristiano con posibilidades de ser evangelizador es la configuración de su vida cristiana como discipulado, es decir, como camino de configuración de la propia vida a la luz de Cristo. No hablamos del seguimiento en cuanto compromiso, algo que debe tenerse obviamente en cuenta, sino de esa posición primigenia de apertura y receptividad continuada en la atenta meditación de la vida de Jesús. Esto supone dejar atrás esa idea de que en un momento determinado ya sabe todo lo que supone la existencia cristiana y uno se mide a sí mismo exclusivamente en relación a un ideal predefinido en forma de leyes. El discipulado como forma de vida supone una identificación progresiva y nunca acabada, donde el ideal de Cristo no se conoce del todo en cada momento, sino que se va conociendo en el diálogo personal con él desde los acontecimientos propios de la vida y de la historia circundante. Es esto lo que puede configurar un cristianismo que sobrepase la alergia a las ideologías de cualquier tipo, también religiosas, del hombre contemporáneo.
Esto supone una atención a Cristo que se configura como deseo de encuentro, como búsqueda de uno mismo y del mundo a través de sus ojos y su corazón, porque en ellos se ha encontrado o se intuye el amor originario que nos constituye. Es esta actitud la que dará verdadero cauce a la tan necesaria formación permanente de los cristianos cuyo gusto por la lectura y el conocimiento de su fe está en horas bajas. Situar este necesario estudio (según el estado de vida cristiana de cada uno) en la lógica espiritual del conocimiento y seguimiento de Cristo podrá posibilitar su integración positiva en la vida personal.
Esta configuración discipular debe quedar integrada en la relación salvífica que Cristo ha configurado desde su ministerio. Dicho de otra manera, no es solo ejemplar o ética. Cristo se presenta como aquel en quien encontramos la misma vida de Dios comunicada a los hombres. Esto se actualiza en la celebración de los sacramentos, especialmente en la eucaristía, fuente y culmen de toda la vida cristiana (LG 8). La liturgia eucarística debe ser acogida, por tanto, como el lugar propio donde la identificación con Cristo, núcleo de la vida cristiana, se celebra como acontecimiento real de forma que toda la existencia se va definiendo desde el misterio pascual de muerte y vida, de pecado y perdón, de presentación y transfiguración que allí se actualiza. Esto supone que el cristiano debe conocer las leyes de la liturgia, sus dinamismos internos para que pueda integrarse y participar plena, consciente, activa y fructuosamente en ella (SC 11, 14). No está claro, al menos en la práctica, que los trabajos (a veces ciertamente maniáticos) de los liturgistas profesionales o populares, sepan aún cómo configurar ese arte de celebrar una liturgia de todos donde quepa la vida cotidiana pero acogida y transcendida en gracia por los misterios de la fe.
Vuelven a ser los pequeños, con un particular don de Dios, los que se sobreponen a las miserias litúrgicas de los excesos y defectos, para hacer su vida una con el misterio celebrado. Sin este gusto por la liturgia en su mejor lógica, el cristianismo se convierte en el cristiano en una ideología moral o en una rama más de las nuevas espiritualidades del confort y del cuidado del propio yo, separándolo del lugar donde Dios mismo le evangeliza y le convierte en evangelizador.
2.5 Cristianos con palabra y de palabra
Dicen que los tímidos cuando arrancan a hablar son casi siempre agresivos en sus afirmaciones. Quizá sea esto lo que nos está pasando en la Iglesia, que la timidez, llamémosla pudor, para afirmarnos con palabras en la sociedad, se ha convertido en cierta beligerancia formal o de contenidos cuando nos soltamos a expresar nuestra posición de vida o la visión práctica con la que nos situamos en el mundo.
Esto no coincide en las mismas personas, podríamos decir que una parte del cuerpo eclesial ha enmudecido con un cierto complejo que le susurra interiormente que su fe no está a la altura de los tiempos, o que mejor callarse después de los estropicios que esta fe habría hecho en la historia, o que buena gana de discutir, que cada uno crea para sí lo que le parezca… Ciertamente esto refleja una patología en la vida cristiana, que proviene de no haber comprendido la misión pública de la fe, la relevancia social con la que Dios busca hacerse presente a través de nosotros, en esa concentración individualista de la religión que no es sino instrumentalizarla para mi propio bienestar o salvación. Además supone que no se ha descubierto la ganancia de vida que supone para cualquiera, que no se ha integrado la dimensión pecadora de la Iglesia con la que Dios con su elección nos hace humildes frente a los demás, pero nunca inútiles para ellos (cf. Jn 21,15-17). Es más, la conciencia del pecado eclesial, lo mismo que la del personal, deben ser un lugar para conocer la relevancia salvíficade Dios y, por tanto, la oferta de perdón sobre todos que puede vivirse eficazmente en la Iglesia.
Otra parte de este cuerpo eclesial, quizá para compensar, se ha apropiado del todo esta palabra y parecen haberse convertido en los defensores absolutos de la fe y de la moralidad social a través de un discurso público omnipresente, que sin embargo habitualmente solo es un producto de consumo interno. Desgraciadamente sucede no pocas veces lo mismo que con la mayor parte de los discursos políticos.
Los cristianos (recuérdese que hablamos de todos, porque estas descripciones podrían aplicarse en diferentes niveles y con diferentes formas a cristianos con diferentes estados de vida) debemos re-apropiarnos de una palabra que se sitúe más allá de ese respeto al otro que en el fondo no es sino miedo a decirnos, a exponernos en lo que somos, aunque más acá de ese exhibicionismo que no es sino miedo a no ser nada, a una irrelevancia que parece pisarnos los talones; una palabra que se sitúe más allá de ese silencio que es decepción y amargura de la propia vida en cuanto cristiana y de la Iglesia en cuanto familia propia, pero que está más acá de esa otra que no tartamudea de pudor incluso conociendo la propia ambigüedad personal y eclesial; una palabra que se sitúe más allá de ese silencio que esconde el miedo a tener que responder de ella con hechos, pero más acá de esa otra que se dice al margen de la vida como pura y tópica teoría.
Hemos de reencontrarnos los cristianos con esa palabra puesta en nuestros labios por Jesús que nos quema, que nos hace llorar, pero que a la vez nos ha salvado y puede salvar a otros, pues para eso fue pronunciada por Dios mismo. Estos cristianos que estamos llamados a ser cada uno de nosotros no solo tienen palabras, sino que esta palabra que ofrecen es una palabra que dan con su propia vida, es decir, su palabra se hace compromiso de oración, compañía y ayuda hacia aquellos a los que se dirigen. En este sentido hacen presente no solo la palabra de Dios, sino que se manifiestan como la palabra de Dios dada, su promesa de fidelidad a los hombres en Cristo.
En este sentido vuelven a ser los pequeños, a los que su humildad les permite reconocer su pecado y a la vez hablar con libertad de lo que creen que es bueno, los mejores evangelizadores.
2.6 Compañeros pacientes, orantes y comprometidos del mundo
Desarrollamos aquí alguna de las últimas afirmaciones del apartado anterior. Cuando Dios habla, su palabra y su acción coinciden. Así, finalmente, la Palabra de Dios no es sino el cuerpo de su Hijo entregado por nosotros. Por eso la palabra de los cristianos a los que no lo son es, en primer lugar, una forma de estar ante ellos y con ellos, que debe nutrirse de la pedagogía del mismo actuar de Dios, que cuando el pueblo le escucha en su llamada a la Alianza ya había experimentado su elección gratuita, su compañía salvífica y su misericordiosa paciencia.
Esta lógica de la acción de Dios debe encontrar una forma de existencia en el pueblo cristiano que, llamado a ser cuerpo de Cristo para el mundo, debe acoger a todos en su palabra orante ante Dios, debe esperar pacientemente el momento de la propuesta e igualmente el tiempo de la respuesta, y debe acompañar todo este recorrido con la silenciosa palabra del amor entregado gratuitamente.
La palabra de fe de los cristianos para los otros es en primer lugar una palabra ante Dios, una meditación ante Él, donde el corazón acoja el puesto que Dios les da en nuestra vida, de tal manera que poco a poco ya no se pueda vivir sin ellos. Este es el camino de Moisés, que sabe ofrecer la palabra de Dios a los hombres porque se nutre de los sentimientos de Dios por su pueblo, hasta parecer en algunos momentos que los suyos son mejores que los de Dios mismo (Ex 32, 7-14). Y, sobre todo, es el camino de Jesús mismo, que tiene clara conciencia de que es el Padre quien le ha dado a los suyos, y suplicando por ellos les entrega su vida y su palabra, su vida como palabra (Jn 17, 6ss). La oración de los fieles, tantas veces apenas apropiada, en su vertiente de oración por los de fuera, es fundamental en la liturgia comunitaria y debe extenderse a la oración personal.
En segundo lugar la paciencia con la palabra es fundamental para no agotarla antes de tiempo. El “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2) no debería interpretarse como un hablar a todas horas (interpretación bastante reductora), sino como una llamada a la perseverancia apostólica cuando parezca que la palabra cae en terreno yermo. Es decir, creemos que es una invitación a no desesperar cuando la palabra apenas encuentre eco entre los hombres, según parecen indicar los versículos siguientes (vv. 3-4). A veces habrá que hablar y otras que callar, danto tiempo al tiempo; a veces habrá que gritar y otras habrá que ir silenciosos y dejar que Dios nos haga luz de vida, como al siervo silencioso que hemos reconocido finalmente en Cristo. La palabra oportuna es todo un arte que hay que aprender y que adviene a nosotros a través de los dones de la humildad y de la parresía que hemos de pedir.
Finalmente, la palabra del cristiano es sobre todo su vida de amor. Es en la vida que acompaña a los hombres en sus tristezas, en sus angustias, en sus dolores, donde la presencia de Dios como evangelio de vida se revela real. Para esto he venido, me he pronunciado en la carne, para que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10,10). Por eso, la participación de los cristianos en las luchas sociales o en la vida cotidiana, para que todos encuentren la dignidad con la que Dios les quiere y la alegría que busca comunicarles, es condición sine qua non para la llamada a la conversión, al reconocimiento de que es en Dios donde el hombre encuentra hogar, perdón, plenitud, más allá de las frustraciones a las que el mundo nos tiene atados. Si bien el cristiano no hace nada distinto en el trabajo por los demás de lo que podría hacer el no creyente, su presencia evangelizadora puede mostrarse en una esperanza firme frente a todo fracaso, una esperanza que le libera del resentimiento y la violencia que la impotencia frente a los poderes del mundo tantas veces suscita en todo hombre que busca la justicia. En esta entrega el creyente sabe morir en aparente ineficacia, porque sabe que al final las obras del amor se levantarán victoriosas de la mano de Cristo resucitado. Es la oración subyacente, la serenidad de su presencia, y la alegría y gratitud con las que celebra los brotes de vida que nacen, aun amenazados, lo que le da una forma luminosa de presencia que anuncia la gloria del Padre.
2.7 Finalmente, el calendario de evangelización del cristiano
Fundamental en el cristiano como evangelizador es la conciencia de que todo está en manos del Padre y que es Él quien define los tiempos. Los cristianos, en especial tantos que han entregado parte de su vida para construir una Iglesia evangélica, alentados por la llamada del Concilio, sienten la tristeza de verla pobre, impotente, venida a menos, incapaz de saber cómo responder a los retos actuales… Esta tristeza debe evangelizarse de tal manera que se impida el paso al resentimiento y a la crítica continua, sea hacia fuera o hacia dentro. Hemos de reconciliarnos con nuestra pequeñez y encontrar en ella la fuerza que Dios da a la debilidad. Hemos de acoger el invierno donde todo parece perderse, y resistir ahondando en la fidelidad a Dios que hará que todo sirva para bien si nos entregamos a su amor amando confiadamente.
No hay un calendario de evangelización que podamos diseñar con nuestras obras. Ni siquiera para evangelizar nuestra propia vida, porque el evangelio es siempre una obra de la gracia. Se nos pide perseverancia confiada, valentía testimonial y esa oración eucarística (comunitaria e individual) donde descubrimos que estamos salvados en esperanza (Rom 8,24), y que Dios no solo en nuestras obras, sino más allá de nuestras obras trabaja, en una forma misteriosa que él conoce, para la salvación de todos.
Por tanto, los nuevos evangelizadores serán aquellos cristianos que vivan con radicalidad el evangelio en medio del mundo. Sin esto todas las obras, todos los planes, todas las palabras, todas las reformas quedarán agotadas interiormente.
Solamente una palabra para terminar: en todo esto tienen una especial importancia los responsables de la pastoral. Estos deberán preguntarse si en sus programaciones favorecen la hondura de la vida cristiana o simplemente la inercia de la misma, adornada con la belleza de las obras mundanas, apropiada sin discernimiento por la Iglesia.
FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ
[1] “Esta fidelidad a un mensaje del que somos servidores, y a las personas a las que hemos de transmitirlo intacto y vivo, es el eje central de la evangelización. Esta plantea tres preguntas acuciantes, que el Sínodo de 1974 ha tenido constantemente presentes: ¿Qué eficacia tiene en nuestros días la energía escondida de la Buena Nueva, capaz de sacudir profundamente la conciencia del hombre? ¿Hasta dónde y cómo esta fuerza evangélica puede transformar verdaderamente al hombre de hoy? ¿Con qué métodos hay que proclamar el Evangelio para que su poder sea eficaz?” (EN, 4)
[2] Si se ha dicho que la Iglesia es nuestra madre y se ha añadido que también es nuestra hija. En estos tiempos parecería que su puesto sería el de esposa infiel a la que tenemos la obligación divina de exponer a pública vergüenza. Eso sí, con la mejor de las intenciones….
[3] Así podría interpretarse la recepción conciliar del sacerdocio común de los fieles en la Lumen gentium y en toda la Gaudium etspes.
Misión Joven. Número 438_439. Julio-Agosto 2013