NO TODAS LAS PRÁCTICAS PASTORALES LLEVAN A LA FE

1 enero 2013

Roberto Calvo Pérez
Facultad de Teología de Burgos
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor muestra cómo la actividad pastoral no es automáticamente fecunda a la hora de suscitar  y cuidar la fe de la comunidad cristiana. El repaso de las diversas desviaciones en la acción pastoral, y el conocimiento de las razones por las que dichas formas equivocadas no transmiten ni enriquecen una fe asumida, valiente, respetuosa y universal, nos servirá de guía para revisar y mejorar la práctica pastoral.
 
Con motivo del año de la fe todos hemos sido invitados a abrir la “puerta de la fe” e introducirnos más profundamente en el diálogo de salvación que Dios nos ofrece. Porque la fe, antes que nada es, por el Espíritu, el encuentro con una Persona, Jesucristo. Un encuentro que va transformando nuestras vidas, comunidades e historia.
Ahora bien, dado que la fe ha de ser necesariamente eclesial y dinámica, la propia Iglesia ha de posibilitar que, desde su pastoral, ésta crezca y se comunique de modo adecuado. Y, dado que no todas las prácticas pastorales llevan a la fe, en la presente reflexión realizamos un discernimiento de las mismas para intentar que la pastoral cotidiana, en nuestro contexto de indiferencia, paganismo y hasta decristianofobia[1], sea ámbito privilegiado de una comunicación adecuada de la fe.
 

  1. De aquellos polvos estos lodos

Dejando atrás épocas anteriores, parece oportuno recordar de forma muy sucinta cómo la división de la Iglesia en el siglo XVI hizo que se fuera desarrollando la divergencia entre la concepción católica y la protestante. Ello llevó a la acentuación unilateral de algunos elementos que constituyen la unidad vital del acto de fe. En particular, la teología protestante subrayó la fe como acto de confianza y abandono en Dios, mientras que la católica concedió especial importancia a los contenidos, a los artículos de la fe, al aspecto intelectual del acto de la fe y a la función de la Iglesia docente respecto a la profesión de la fe recta. Todo ello irá marcando un tipo de pastoral que se nos muestra incluso hoy en día como una herencia pesada en sus simplificaciones y estrechamientos.
El debate extremado con la concepción de la Reforma protestante respecto a la fe, que acentuaba más la fisionomía de un encuentro interpersonal y fiducial, hizo que la teología católica reaccionara urgentemente contra el “subjetivismo” protestante. Para ello se subrayaba el aspecto intelectual de la fe, la objetividad de sus contenidos a profesar y la mediación esencial del magisterio. Ante esta situación, la teología protestante caracterizó la concepción católica expresamente como considerar una verdadera doctrina, como una relación impersonal con la verdad y como una relación con algo y no con Alguien. De hecho, si miramos muchos manuales de teología católica, el juicio protestante no carece de fundamento. Su lectura da la impresión de que en la revelación (y por tanto en la fe de los creyentes) se habla exclusivamente de conocimiento y de enriquecimiento de nuestro saber religioso respecto al plano de las verdades naturalmente cognoscibles.
Todo ello queda patente en el Catecismo de Trento, que iba dirigido principalmente a los párrocos. De él se hicieron muchas versiones demasiado reducidas y hasta unilaterales. En concreto, en nuestras tierras se puso de moda el llamado Catecismo de Astete. Aún los mayores memorizan sus preguntas y respuestas. Referido a nuestro tema, y viendo lo inadecuado de la presentación de la fe, se pregunta: “¿Qué cosa es la Fe?”, a lo que hay que responder: “Creer lo que no vimos”. No es extraño que muy pronto la iconografía cristiana presentara la virtud de la fe como una dama con la venda en los ojos para indicar que por ella se cree lo que no se ha visto.
Por otro lado, las corrientes del modernismo del siglo XIX presentaban la fe como una experiencia meramente intuitiva y aconceptual de Dios con la ausencia de todo tipo de asentimiento intelectual, a lo que tuvo que responder el Vaticano I intentando mostrar la base humana del acto de la fe. Toda vía hoy pervive este tópico en muchos ambientes culturales y sociales de nuestro entorno.
En la postmodernidad se agudiza la ruptura de las tradiciones como eclosión de experiencias múltiples, variadas y contaminadas, y la huída de un relato fundador (acusado de totalitario) se realiza en dirección a la proliferación de pequeños relatos, entre los que se diluye el pasado (historia vinculante) y el futuro (compromiso de largo alcance) en aras del presente, la única posibilidad abierta realmente al hombre. Con ello quedan liquidados no sólo los grandes relatos sino bloqueada la admisión de un relato fundador. Cada acontecimiento tiene valor de iniciación en sí mismo, abre una herida en la sensibilidad, que da entrada a un mundo desconocido, si bien nunca hace conocer ese mundo; en consecuencia, concluye Lyotard, la iniciación no inicia en nada, comienza tan sólo. En este mundo de inicios, sin pasado y sin futuro, la iniciación cristiana aparece como otra de las grandes palabras que deben ser debilitadas en sus pretensiones. ¿Cómo presentar hoy la fe en este ambiente? ¿Cómo iniciar en la fe para ser testigos en nuestro mundo?
 

  1. Creer en qué Dios

No es cuestión de incidir en las imágenes poco adecuadas que la pastoral ha ido y puede que siga proponiendo de Dios. De hecho la fe es esa actitud que nos permite entrar a creer en Dios. Pero ¿de qué Dios hablamos? Frente a la imagen desvirtuada que se ha vertido por muchos cristianos y en muchas celebraciones, cabe mantener que el Dios anunciado por Jesucristo es un “Dios diferente” (C. Duquoc). Ante un dios elaborado “natural y espontáneamente” como dios del niño (el dios enclaustrado y narcisista, del todo saber y todo poder, construido a medida de los deseos y temores de nuestra infancia) es preciso ofrecer y proponer al Dios diferente que se nos presenta a través de las acciones y las palabras de Jesucristo. Desde el cristianismo, el dios del niño ha de ser catequizado por el Dios de Jesucristo. Toda pedagogía pastoral debe pasar por el abandono del egocentrismo religioso, que convierte a Dios en un mero aliado del propio deseo e interés.
El cristianismo, como fenómeno histórico, tiene su origen en la experiencia pascual de los discípulosde Jesús de Nazaret. Es decir, en el encuentro de éstos, tras la muerte de Jesús en la cruz, con Jesús resucitado y reconocido como Señor: “se alegraron los discípulos al ver al Señor” (Jn 20,20). Comienza a haber cristianos cuando, tras la dispersión de los discípulos que produce la pasión y muerte de Jesús, él se va haciendo el encontradizo y los llama a cada uno por su nombre (María, Pedro, Tomás…); ellos se sienten reconocidos, aspecto que los colma de dicha y alegría, y responden desde la fe a esa iniciativa: “¡es el Señor!”. ¿En qué consiste esta nueva experiencia cristiana de Dios? “Por ello vivís alegres, aunque afligidos algún tiempo, a causa de tantas pruebas. Pero así la autenticidad de vuestra fe […] será motivo de alabanza, gloria y honor el día de la manifestación de Jesucristo, a quien no habéis visto, pero amáis; sin verlo creéis en él, y os alegráis con un gozo inefable y radiante…” (1Pe 1,6-8). Se trata ciertamente de una experiencia (“creéis, amáis, os alegráis”); pero de una experiencia en la fe (“no lo veis”).
La pastoral tendrá que proponer la originalidad de nuestro Dios: éste tiene un rostro conocido frente a otros ídolos: es Padre, Hijo y Espíritu Santo; y, desde su comunión de vida trinitaria, se desvela ante todo como Amar[2]. Un Amar que se hace don y sale al encuentro de cada uno, invitándole a crear una biografía personal-relacional de vocación-envío, porque “sólo el amor es digno de fe” (H. U. von Balthasar). Ello lleva a querer nombrar a Dios como noticia gozosa; es decir, como acontecimiento salvador. Para ello, el anuncio ha de relatar la Trinidad hablando de la historia; y al hablar de la historia, precisará hablar de la Trinidad. La primera teología cristiana necesitaba ofrecer a un Dios diferente frente a los dioses que las diversas religiones proponían y hablaba de “un Dios único, pero no solitario”.
Como muestra un breve dato, que puede valer para toda la pastoral del anuncio. Si se analizan con detalle los catecismos que hoy en día son usados, principalmente en los ámbitos europeos, cabe mantener que, a pesar de que no han sabido dar en algunas ocasiones una solución eficaz a la tensión entreteocentrismo y cristocentrismo, afirman al menos en teoría la estructura teocéntrica-trinitaria del contenido total de la catequesis cristiana. Pero resulta muy indicativo comprobar cómo entre los “temas malditos” de catequesis en la actualidad, uno de ellos sea el anuncio de la Trinidad, y más aún cuando en él se encuentra lo específico de nuestra fe[3].
El Dios cristiano “no sólo habla al hombre sino que le busca” (TMA 7). En esta búsqueda se establece un diálogo de libertades que posibilita la plenitud para cada persona que se deja encontrar y que es interpelada nominalmente por el Tú absoluto. Así se ofrece la posibilidad de ser una nueva criatura en Cristo (cf. GS 22). Por tanto, la Iglesia “debe hablar cada vez más de Jesucristo, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre” (Ecclesia in America 67), pues en él, “sus palabras y sus obras, y sobre todo su muerte y resurrección, revelan en profundidad lo que significa ser hombre. En Jesús, el hombre puede por fin conocer la verdad sobre sí mismo” (Ecclesia in Asia 13). No cabe duda que al hablar de Dios se está hablando en cierta manera de la persona. Por ello, la pastoral habrá de propiciar una comprensión del ser humano que resulte sugerente y novedosa[4].
 

  1. Una fe individualista y poco eclesial

El bautismo o, mucho mejor, la iniciación cristiana es la puerta de acceso a la vivencia eclesial de ese diálogo de salvación que, en cuanto respuesta a la propuesta agraciada del Dios Trinidad, llamamos fe. Cuando se inicia el catecumenado de adultos se pregunta a los candidatos: “¿Qué pedís a la Iglesia de Dios?”. Y estos han de responder: “la fe”. Quizá un repaso rápido a la historia de la Iglesia nos ayude a ver el eco actual en una pastoral poco adecuada respecto a la iniciación cristiana que ha conducido a una fe individualista y poco eclesial.
Resulta evidente que el proceso de iniciación configurado en los primeros siglos estaba pensado para adultos, aunque ya entonces los niños fueran admitidos. Pero el problema surge cuando las proporciones cambian, cuando la mayoría de los iniciados son niños. Ello supone lógicamente un menor énfasis en la conversión y en la fe personal. El catecumenado por ello desaparecerá para dejar paso a algunos ritos de introducción al gesto bautismal. Ello iba provocando la individualización y subjetivización de los sacramentos de iniciación. La dimensión eclesial quedaba en la sombra (aunque apareciera en cuanto dispensadora de los sacramentos), porque lo que se buscaba ante todo era la propia santificación y salvación.
Además, fruto de una concepción centralista (a veces justificada como defensa ante los poderes seculares), se fue oscureciendo la identidad cristiana de la fe y, a la par, se desdibujaba la figura de la iglesia local, gestándose un proceso de clericalismo o clericalización de la Iglesia. El resto de los bautizados cae, por tanto, en una marcada pasividad o en una religiosidad intimista, devocional o caritativa.
En una sociedad homogénea y uniforme, estructurada desde coordenadas cristianas, la Iglesia se reproducía sin problemas a través de los siglos y la fe se trasmitía espontáneamente de generación en generación. Pero la historia ha acelerado su ritmo marginando algunas convicciones. Desde ahí es fácil desentrañar pastorales monolíticas que consideran el sacramento, no en cuanto alternativa de vida, sino casi como algo meramente natural. Y, de idéntica manera, aquellas otras radicales que olvidan la acción graciosa de la nueva filiación en Cristo. También resulta fácil detectar pastorales rancias en las cuales sólo se sienten protagonistas auténticos los clérigos, mientras que las demás formas de existencia cristiana adquieren funciones subordinadas y de mera suplencia.
Ante estas perspectivas conviene recordar que –por ser pascual y pentecostal– la salvación bautismal es esencialmente eclesial. El bautismo es ingreso, por la fe, en la Iglesia y acogida por la comunidad. Es el sacramento que hace a todos iguales en el seno del pueblo de Dios (dotando de derechos y deberes), a la vez que suscita los carismas peculiares. Sólo desde ahí se puede retomar la dignidad y el protagonismo que concede la inserción en la Iglesia por las aguas del bautismo.
Cuando ello no es vivido de forma espontánea, surge un estrechamiento pastoral que recae en la confirmación, pretendiendo cargar sobre dicho sacramento una responsabilidad desmesurada o desnaturalizándola[5]. Se ha roto la dinámica de la iniciación cristiana como “el gran sacramento” y se quiere iniciar a nuevos miembros sin la constitución de comunidades iniciadoras que alimenten y propongan una fe en el Dios que salva. Comunidades, por un lado, excesivamente jerarcológicas, parroquialistas o de universalismo papista; o, por el contrario, amorfas, desestructuradas, democratizantes y neoclericales.
 

  1. Una pastoral que mantiene una fe impersonal

De todos es conocida la valoración que, desde una fe individualista y demasiado racional, se ha hecho de cristianos con “fe del carbonero” o de “primera comunión”. En una sociedad supuestamente cristiana la pastoral no veía motivos para hacer que los creyentes madurasen y personalizasen su fe. En cierto modo la pastoral mantenía una fe impersonal.
De cara al individuo singular la iniciación cristiana no es un mecanismo biológico; es cuestión de gracia y libertad, y por eso constituye un proceso histórico y un diálogo personal. La persona no nace realizada, sino que va adquiriendo su personalidad desde un proceso histórico de maduración; “el cristiano no nace, se hace” (Tertuliano), el creyente se va haciendo en proceso. La maravilla de lo cristiano no es algo obvio. La conversión, el caminar en una nueva vida, implica un devenir. La diferencia o novedad cristiana, como alternativa a otros ritos iniciáticos, está en el paso que se da del mito al misterio, de lo cósmico a lo histórico, de lo genérico a lo personal, del grupo social a la comunidad, de lo físico a la fe.
El mejor símbolo que recoge todo ello y abre perspectivas personalistas es el de la maternidad. La Iglesia, por la iniciación cristiana, se realiza como madre, ya que va engendrando continuamente nuevos hijos concebidos por el Espíritu: de su seno virginal reciben la vida nueva los que se han convertido por el testimonio y el anuncio. La puesta en práctica de la maternidad eclesial conlleva asumir y desplegar acciones que valoren y respeten la personalidad de cada catecúmeno, además de procesos educativos que impliquen a toda la persona, a la persona en todas sus dimensiones[6]. Por otro lado, la maternidad eclesial le hace no sólo iniciadora sino también iniciada. No basta con “con dar a luz” a nuevos miembros, sino también experimentarse comunidad iniciada que acoge y ofrece posibilidades reales en sus acciones y estructuras para que en verdad sean comunidades de talla humana donde se dan relaciones personalizantes en todo su vivir creyente[7].
La sociedad postmoderna con efervescentes pretensiones paganas pone en evidencia que el hecho de ser cristiano conlleva una opción personal autónoma más o menos responsable en el ámbito del pluralismo cultural, ideológico y religioso. El proceso de acogida y pertenencia a la fe cristiana exige desde el inicio itinerarios diversos dentro del contexto pastoral. ¿Se necesitarán unas iglesias de múltiples caminos? Desde luego que es necesario saber caminar juntos; pero ello reclama que la pastoral asuma cada vez más lo diverso promoviendo el diálogo en la comunión. Se debe propiciar positiva y creativamente las nuevas diversidades, dado que las personas no son copias, que necesitan contar sus historias de nacimiento a la fe desde cada libertad y criterios para seguir comunicando al mundo una fe a la altura de nuestro contexto.
Ahora nos interesa destacar la centralidad y protagonismo del sujeto, no en su individualidad, sino en su responsabilidad relacional desde la sociedad y la Iglesia. Cuando se quiere que las personas adquieran una identidad cristiana-eclesial adulta debe acogerse la perspectiva de la madurez como maduración. Dicha maduración procesual es sobre todo obra del Espíritu, que actúa desde su impredecible libertad. La originalidad cristiana ha de mostrarse con toda su capacidad como iluminación y transformación de la existencia, ofreciendo claves de sentido ante la vida, el mundo, la historia y la propia fe.
A veces ocurre que la persona no sabe conceptuar la fe de forma refleja señalando qué elementos le llevaron a la certeza razonable de su juicio, sin que por ello su asentimiento sea menos seguro o menos cierto:
“Hay una categoría de evidencias, que la mayor parte de las veces vivimos sin saber por qué y sin conseguir justificarlas reflejamente. La razón de ello es que esa evidencia se ha ido formando a través de la acumulación y el acoplamiento de evidencias menores, sectoriales, particulares, que han ido componiendo gradualmente la figura inesperada y nueva de un objeto complejo y al mismo tiempo unitario, que se escapa y es al mismo tiempo innegable. Nuestras evidencias en el terreno de los conocimientos histórico-humanos presentan esta fisonomía. Nacen de la familiaridad, del trato prolongado con una persona… Son fruto de una connaturalidad”[8].
¿Qué decir de esas experiencias tan humanas y necesarias como la amistad profunda y el amor sincero? ¿En qué apoyarnos para la admiración que surge ante la vida entregada de múltiples formas más allá de lo social y políticamente correcto o razonable? El camino por el que se llega a darnos cuenta y compartir lo razonable de nuestro creer puede y debe explicarse a través del conocimiento por “connaturalidad”. El Evangelio de Juan indica este itinerario para llegar y madurar la fe; “Venid y veréis” dice Jesús a los discípulos del Bautista (Jn 1,39); el “ven y verás” que Felipe expresa a Natanael (Jn 1,46).
Frente a ciertas “apologéticas” con su pretensión obsesiva de “demostrar” el hecho de la revelación por pruebas excesivamente histórico-científicas, creemos que la pastoral no ha de contentarse con una mera consideración “objetiva” de los signos; el acceso a la fe pide siempre un largo camino personal de conversión. El mismo Evangelio presenta a las personas que llegan a la fe como personas en camino y en búsqueda (Zaqueo, Nicodemo, la Samaritana, la Magdalena…). Del mismo modo, además de dejarnos iluminar por el Espíritu, hemos de acoger, valorar, respetar y, en muchos casos, aprender de los itinerarios de la muchedumbre de testigos que nos han precedido y que nos acompañan hoy en el camino de la fe[9].
 

  1. Una pastoral celestial o desencarnada

Muchos enfoques pastorales reducen la historia concreta a un mal menor que conviene sobrellevar, pero frente al cual no son asumidas de modo acorde ni la lógica de la encarnación ni la de Pentecostés. En el fondo de esta problemática se halla en juego una concepción eclesiológica que minusvalora la importancia del mundo (amenazador) como magnitud necesaria en la Iglesia. Desde esta perspectiva, particular relieve adquieren para la pastoral el conflicto y el drama surgidos ante la injusticia y la pobreza de mil rostros y modalidades. La historia que se inicia con la revelación narrada por la Biblia es la respuesta que Dios ofrece a las angustiosas preguntas que brotan del corazón humano sufriente y dolorido. Y esta respuesta divina no es sólo la transmisión de unas verdades teóricas ni la ampliación de conocimientos intelectuales, sino un compromiso con la historia a fin de mantener fidelidad a la lógica de la alianza.
No nos detenemos en su descripción por ser demasiado conocida. Sin embargo, conviene dejar claro que denota una reducción muy parcial del entramado histórico-salvífico donde Dios se hace diálogo salvador, por la voz de su Espíritu. Así pues, la Iglesia está urgida a dialogar evangelizadoramente desde actitudes testimoniales (martiriales)[10]. Además, la propia acción eclesial aparece en estos contextos como irrelevante, dado que no muestra el carácter específico de lo diferente o alternativo ante una sociedad concreta, puesto que no se da el ámbito del encuentro (aspecto imprescindible para el diálogo).
El activismo y la eficacia han sido (y continúan siéndolo en algunos ambientes y sectores pastorales) los factores predominantes de la preocupación de los cristianos. Es el signo –comprensible a pesar de su ambigüedad– de la búsqueda de relevancia en medio del mundo. Pero se ha abierto camino la convicción de que la peculiaridad cristiana no puede agotarse en las actividades y en la eficacia. La respuesta a la interpelación recibida, la relación personal con el Dios que llama y envía, deben estar en la base de la realidad eclesial en cuanto compuesta por personas concretas. Esa relación personal es el espacio humano de una pastoral “espiritual”. Sólo así se puede evitar el riesgo de transformar las acciones eclesiales en una organización no gubernamental (ONG).
Con ello se puede caer en un riesgo mortal: diluir la significación de lo cristiano o suponer que lo explícitamente cristiano no suscita atracción. Ante un punto tan delicado no se pueden establecer principios absolutos ni unilaterales. Pero sí ha de ser motivo de reflexión para identificar precisamente dónde se encuentra el aliento más profundo de la fe eclesial, de lo que los creyentes deben hacer visible en la historia, y el dinamismo que sostiene y alimenta todas estas actividades.
 

  1. Una fe incomunicada que muestra di-misión

Otra de las dimensiones que nos hace ver que no todas las prácticas llevan a la fe es cuando en lo concreto no se asume que “evangelizar constituye, en efecto, la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (EN 14), como le gustaba decir a Pablo VI. Si la fe es necesariamente eclesial, la vivencia de ésta ha de adquirir un claro dinamismo de comunicación connatural que lleve a hacer de la propia fe misión en la cotidianeidad (cf. 1Jn).
Pero aún perduran ciertas líneas del pasado que nos hablan de un cansino mantenimiento pastoral. Ante la inseguridad de los tiempos nuevos y de los supuestos riesgos de lo que aún no se encuentra suficientemente probado existen personas y grupos que prefieren seguir con la rutina de lo de siempre, unas veces de forma callada (llegando incluso a provocar una impotencia ministerial) y otras de manera combativa (quizá como recurso de autodefensa justificatoria).
Además, se aprecian actitudes que viven de lo que denominamos “la respetada privacidad”. Si bien es cierto que teóricamente nadie admite que la fe evangelizadora sea de índole individual, la pastoral narcisista aflora a menudo. Así, cuando se intuye cierto sectarismo, puesto que sólo en mi grupo cálido me siento protagonista de la misión y los demás están equivocados; cuando hay un exacerbado interés por probar, buscar e intentar multitud de técnicas, recursos, métodos… que sólo convierten en protagonista al que los realiza y/o a su entorno; cuando en nombre de la (idílica) comunión se pretende respetar indiscriminadamente todas las opciones y acciones, no queriendo afrontar las dificultades reales que conlleva la “unanimidad en la fe”; cuando la fe es vivida casi en exclusividad desde claves de profesionalidad (sí, poniendo el mayor empeño, pero después está mi vida privada-particular); cuando se necesita la gratificante pacificación de la conciencia a través de una labor en ONGs, pensando que esa es la implicación de mi creencia cristiana…
De manera especial esta actitud se nos revela bastante diáfana respecto al primer anuncio y la misión ad gentes específica. El hecho de que cueste tanto a las diversas personas y organismos eclesiales insertar la labor del primer anuncio en la vida de los creyentes es muestra evidente de que la pastoral no comunica ni enriquece una fe comunicativa, valiente, respetuosa y universal. Lo mismo se puede decir respecto a la consideración pastoral concreta que la misión y los misioneros tienen es la vivencia eclesial. La fe no puede situarse en estado de di-misión sino que su propio dinamismo conlleva apertura y universalidad[11].
 

  1. Una pastoral poco con-celebrada

Durante los primeros siglos la participación del pueblo en la liturgia eucarística, desde su fe y pertenencia eclesial, era por regla general activa y plena[12]. El pueblo conoce la lengua y entiende lo que se dice y se hace. La eucaristía se celebra casi siempre con la presencia y participación de la comunidad, y se repite según las necesidades de la misma comunidad. Los presbíteros son ordenados para la presidencia y el servicio a la comunidad.
A partir del s. VII ya se verifica una serie de cambios significativos en la celebración de los sacramentos, particularmente, en torno a la eucaristía. Todos ellos tienen un mismo denominador común: el progresivo distanciamiento del pueblo respecto a la acción litúrgica; hecho que conlleva, a su vez, una nueva concepción del culto y del ministerio eclesial. De modo conciso se puede resumir este cambio que se opera, tanto en la celebración como en la teología, desde el alto medievo[13]. En la celebración va predominando la misa privada (quizá por el gran aumento de monjes-presbíteros); el sacerdote va asumiendo y absorbiendo todos los ministerios litúrgicos; el pueblo aparece cada vez más alejado mientras que la arquitectura de los templos desplaza el altar al fondo del ábside. La plegaria eucarística se comienza a decir en voz baja o en secreto; el pan ordinario es sustituido por el ázimo y éste se da en la boca, en vez de en la mano, y se va eliminando la comunión en el cáliz. Ello conllevará una escasa práctica en la comunión eucarística.
Todo ello se ha procurado subsanar con la gran reforma litúrgica que el Vaticano II realizó y con las aportaciones que la pastoral litúrgica está ofreciendo. Pero la celebración no siempre lo va retomando. Sin entrar en detalles, todos sabemos que se necesita caminar aún más en esta perspectiva: la celebración de la eucaristía es con-celebración eucarística de todo el cuerpo eclesial[14], de todo el pueblo sacerdotal. En ella se comparten los diversos carismas, servicios y ministerios, se aportan las distintas espiritualidades y acentos evangelizadores para el bien común diocesano en torno al obispo. Éste, a su vez, se inserta en medio de su pueblo (y presbiterio) y ejerce el carisma-servicio de la memoria apostólica a través de la unidad de la fe. Obviamente, desde aquí, la pastoral no sólo encontrará su fuente y meta en la eucaristía, sino que tendrá que venir realizada desde un paradigma de concelebración eucarística. Junto a ello, la vida cristiana ha de tener, ante todo, una “forma eucarística”, dado que “la espiritualidad eucarística –como indica Benedicto XVI– no es solamente participación en la Misa y devoción al Santísimo Sacramento. Abarca la vida entera” (SCa 77)[15].
 

  1. Una espiritualidad des-memoriada

Observando algunos comportamientos y prácticas se podría hablar de que, para ciertos cristianos,Dios está demasiado en las nubes. Lo decimos porque aún perduran muchas devociones entre los creyentes, si no del medievo al menos del barroco, que, aun incorporando algunos elementos positivos de su época, apenas si muestran lo genuino del Dios cristiano, centradas en ritos cuasi mágicos; cuando el individualismo es el elemento fundamental en su salvación y cuanto más se aleje uno de la vida y del mundo, mayor paz interior acarreará; cuando todo se entiende como mérito mercantil frente a Dios… éstas y otras actitudes, ¿no denotan el creer que para esos cristianos Dios está excesivamente en las nubes?
Se dan, por el contrario, otras manifestaciones que apuntan a un callejón de misticismo evanescente y ecléctico. Influenciadas por lo novedoso quieren creer en un Dios “bonachón y en zapatillas de andar por casa”, tan cercano y personal que queda diluido. Todo es presencia, todo es mensaje para mí, todo es divino. A través de técnicas y recursos hay que llegar a la realización personal por vía de la armonía interior y con el todo. Dejando aparte de dónde procedan y lo que impliquen, sólo importa que, desde ese ecumenismo envolvente, funcionen como vehículos hacia el misterio uno y le hagan sentirse al individuo en experiencia gratificante con lo numinoso.
En este océano de tendencias también se puede observar que no todas las pastorales presentan una espiritualidad des-memoriada. Las hay que nos hablan de la memoria salvífica, que están ayudando a los cristianos en la Iglesia a devolver la frescura y la lozanía de la fe. Frente a un vacío moralismo o un esquizofrénico voluntarismo, hay creyentes que se descubren insertos en la historia de la salvación acogiendo el don alegre que se nos ha manifestado en Cristo y que se actualiza por el Espíritu. Así se avanza hacia una vivencia personalizada que descubre una espiritualidad trinitaria. Más acá de las nubes se hallan las personas y la historia donde Dios actúa y desea la búsqueda de la salvación. Esta fe necesita ser evocada con gestos y símbolos que nos actualizan el relato, profundizada a través de la Palabra, confrontada desde la solidaridad, profetizada con la vida y celebrada comunitaria y festivamente en el Espíritu.
Como mantiene Benedicto XVI, la fe (personal y eclesial) necesita guardar cotidianamente memoria de “la historia de amor de Dios […]. Esta historia consiste en que el hombre, viviendo en fidelidad al único Dios, se experimenta a sí mismo como quien es amado por Dios y descubre la alegría en la verdad y la justicia; la alegría en Dios que se convierte en su felicidad esencial” (Dios es amor, 9). En el cielo, según san Agustín, tendremos en los labios dos aclamaciones: “Amén, Aleluya”. Entonces “Amén” no será ya la palabra de la fe, sino de la visión vivificadora. Y esta visión, sin sombra ni duda, comportará tanta alegría que cantaremos eternamente “Aleluya”. Mientras tanto, queda mucho camino por andar para la pastoral que se necesita.
 
[1] Cf. E. BUENO DE LA FUENTE, España entre cristianismo y paganismo, San Pablo, Madrid 2002 y ¿Cristianofobia? La polémica anticristiana tan antigua y tan nueva, Monte Carmelo, Burgos 2012.
[2] ID., El esplendor de Amar. El Padre el Hijo y la Alegría de Dios, Monte Carmelo, Burgos 2010.
[3] Cf. P. TIHON, Faut-il encore parler de la Trinité?, «Lumen Vitae» 45 (1990) 419-430.
[4] Cf. A. DE LUIS FERRERAS, Fe cristiana y nueva evangelización. Lección inaugural, Facultad de Teología, Burgos 2012.
[5] Cf. R. CALVO PÉREZ, La confirmación a partir del Vaticano II: lectura teológico-pastoral desde España, «Misión Joven» 396-7 (2010) 13-20.
[6] Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones (1999), 18.
[7] Desde esta perspectiva, cf. «La Scuola Cattolica» 129 (2001).
[8] A RIZZI, Cristo verità dell’uomo, Roma, Paulinas, 104.
[9] Cf. F. SUSAETA MONTOYA, Buscadores de Dios, Monte Carmelo, Burgos 2012.
[10] Cf. R. CALVO PÉREZ, El testimonio/martirio, dimensión constitutiva de la evangelización, «Misiones Extranjeras» 232 (2009) 535-551.
[11] Cf. E. BUENO DE LA FUENTE, El dinamismo de la fe cristiana: responsabilidad histórica y universal, Misiones Extranjeras 247 (2012) 157-169.
[12] D. BOROBIO, Eucaristía, BAC, Madrid 2000, 109-112, con las referencias bibliográficas que allí aporta.
[13] Cf. J. ALDAZÁBAL, La Eucaristía, CPL, Barcelona 1999, 171-173.
[14] Dicha idea, a nivel litúrgico, fue asumida por el Rito de concelebración, «AAS» 57 (1965) 411; cf. R. BLÁZQUEZ, La Iglesia del Vaticano II, Sígueme, Salamanca 19912, 316.
[15] Cf. mis obras El gozo de celebrar la vida. La plegaria eucarística, Monte Carmelo, Burgos 2007 y Vivir la eucaristía en 50 claves, Monte Carmelo, Burgos 2010.

Misión Joven. Número 432_433. Enero-Febrero 2013