REVITALIZAR LA FE DE LOS PASTORES: CONDICIÓN PARA FORTALECER LA FE DE LA COMUNIDAD

1 enero 2013

Eugenio Alburquerque Frutos
Director del Boletín Salesiano
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor defiende que uno de los factores decisivos para superar la actual crisis de trasmisión de la fe cristiana es que los evangelizadores sean los primeros en estar verdaderamente evangelizados. Y para ello, presenta un perfil de las actitudes necesarias en el buen evangelizador: fidelidad, comunión, audacia, discernimiento y humildad.
 
Desde el comienzo de su ministerio, ha recordado Benedicto XVI la exigencia de redescubrir y revitalizar el camino de la fe “para iluminar la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo” (PF 2). El Papa constata que existe una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas. Por ello, no es posible dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16).
El Santo Padre se refiere a todos los cristianos. A todos pide el testimonio de vida de creyentes: la conversión al Señor, “hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó” (PF 6), la alegría de creer, el compromiso misionero, el testimonio vivo de la caridad. Pero fácilmente puede percibirse que esta exigencia comienza por cuantos en la Iglesia consagran su vida a la evangelización. Es, ciertamente, la primera condición del apóstol: “Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro. Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino, que está presente y se realiza en su persona. Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de su muerte. Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el evangelio a toda criatura” (PF 13).
Como a ellos, también hoy al apóstol de Cristo se le exige, especialmente, creer en quien le sedujo y envió, y vivir en comunión con Él. Para fortalecer la fe la de la comunidad cristiana, hay que comenzar robusteciendo la fe del apóstol que evangeliza. Quizá es el evangelizador quien ha de tener más en cuenta la recomendación del apóstol Pablo a su discípulo Timoteo: “busca la fe” (2 Tm 2,22), “reaviva el don de Dios que hay en ti” (2 Tm 1,6). Este es el sentido de esta reflexión. En una situación generalizada de crisis de transmisión, me parece que los pastores hemos de fijar la atención, ante todo, en verdadera actitud de autocrítica, en nuestra propia vida de fe y de testimonio evangélico para sentir la profunda exigencia de revitalizar y robustecer nuestra propia fe. Es posible que podamos descubrir así las verdaderas raíces de la crisis de la trasmisión evangelizadora.
 

  1. CRISIS GENERALIZADA DE TRASMISIÓN DE LA FE

 
La gran preocupación de nuestro tiempo es la tremenda crisis económica en la que estamos sumidos. A veces, no somos capaces de situarla en toda su complejidad y extensión dentro de la crisis social y cultural que atravesamos, una verdadera crisis epocal. El cambio acelerado y profundo impulsa nuestra sociedad, provocando una profunda crisis cultural, ética, educativa, política, económica y religiosa.
Se ha hablado de crisis de trasmisión como resquebrajamiento y quiebra de los estilos fundamentales de vida trasmitidos por las grandes tradiciones, que produce la pérdida de la gramática elemental de la existencia humana, de los valores, de los puntos de referencia, e incluso de los recursos para afrontar las situaciones de precariedad[1]. Todo ello acarrea muchas fragilidades personales, debilitando las razones para vivir y para construir el futuro.
En esta crisis generalizada de trasmisión se sitúa también la trasmisión de la fe. Realmente, no resulta difícil apreciar la debilidad misionera de nuestra Iglesia[2]. No se percibe en nuestros ambientes eclesiales una verdadera pasión evangelizadora. Benedicto XVI se ha referido al “silencio de la fe” en muchos ámbitos de nuestra sociedad: política, cultura, comunicación social, afirmando que “en dichos ámbitos hay muchos creyentes que se avergüenzan y dan una mano al secularismo, que levanta barreras a la inspiración cristiana”[3]. Por lo que se refiere, en concreto, a la situación en Europa y, especialmente, en España, podemos reconocer humildemente que no hemos logrado suscitar en nuestras Iglesias un movimiento auténticamente evangelizador, con clara conciencia de sus exigencias espirituales y apostólicas. Como consecuencia, todo indica que está a punto de romperse la continuidad de nuestra tradición cristiana y católica para instalarse en un contexto cultural nuevo, ateo, materialista y nihilista[4].
Se extienden ampliamente y tienden a normalizarse la incredulidad y la indiferencia religiosa. Juan Pablo II, ante el avance del laicismo, advertía ya del riesgo de la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas en el continente europeo: “Muchos ya no logran integrar el mensaje evangélico en la experiencia cotidiana; aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado. […] La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera” (Ecclesia in Europa 7 y 9).
Este es el horizonte en que se desarrolla la pastoral juvenil. Y, quizá, es precisamente en el ámbito de la acción pastoral con los jóvenes donde se percibe con mayor claridad la disociación actual entre la transmisión de la fe a las nuevas generaciones y el proceso de socialización[5]. Cada vez somos más conscientes de que el cristianismo, la fe en Jesús de Nazaret, no se trasmite de forma automática, sin la intervención activa de los destinatarios, porque “no se nace cristiano”, sino que “nos hacemos cristianos”. La fe no se hereda; es siempre opción personal. Por ello resulta sumamente importante en la trasmisión de la fe la disposición de los destinatarios. Y, también por ello, la situación en que viven y el contexto social en que la trasmisión se realiza, implica muy graves dificultades. Es cierto el poder de la ofensiva laicista, la descristianización generalizada, la irrelevancia religiosa, la ambigüedad moral. En este contexto resulta verdaderamente difícil la acción pastoral, la propuesta de la fe cristiana.
Pero ¿son simplemente estas dificultades propias del contexto socio-cultural, de la situación de los destinatarios del mensaje, las que están impidiendo la trasmisión límpida de la fe? ¿No cuentan nada los agentes, los evangelizadores, los pastores? Mi impresión personal es que, en la acción pastoral, nos está haciendo mucha falta una mayor disponibilidad para la autocrítica, para el discernimiento, para reconocer nuestros errores, rutinas, perezas, miedos, conformismos, ambigüedades.
En la trasmisión de la fe está en juego la fe de quien la trasmite. El anuncio pasa por la propia experiencia de fe. La crisis de la trasmisión de la fe es crisis de credibilidad, amasada en nuestra propia debilidad misionera, en la fragilidad generalizada de la trasmisión, en la insidia de la mediocridad. Para evangelizar, es necesario ser evangelizado. Es necesario que la radicalidad evangélica asiente y fundamente  profunda y vitalmente la identidad del evangelizador, la acción y la propuesta evangelizadoras. Es la propia vida de los agentes de pastoral la que debe ser visible, creíble y fecunda[6].
 

  1. EVANGELIZADORES EVANGELIZADOS

 
El nuevo contexto social, los desafíos culturales, las graves dificultades con las que nos enfrentamos, exigen un cambio de mentalidad, de estrategias pastorales, de métodos y actitudes. Pero, sobre todo, hacen urgente la necesidad de buscar caminos de renovación. Y resulta imprescindible la propia conversión personal. Lo verdaderamente decisivo es vivir la propia identidad de apóstoles.
Para evangelizar, la primera condición es vivir personal e intensamente el evangelio que se quiere anunciar. Es decir, la primera exigencia de la misión es el seguimiento de Jesús. En toda la tradición sinóptica, seguimiento y misión están íntimamente relacionados. Jesús llama a gentes de su pueblo a que participen y cooperen en la obra mesiánica. Seguirle es servir al Reino, en comunión con Él. Según Uríbarri, el seguimiento se articula como una suerte de movimiento pendular centrípeto y centrífugo: de Jesús a la misión y de la misión a Jesús, tal como se refleja, por ejemplo, en el caso de los setenta y dos (Lc 10,1-12 y 17-20) o en la elección de los Doce, llamados “para estar con Él y enviarlos a predicar” (Mc 3, 14)[7].
Quien es llamado por Jesús, le sigue, adhiriéndose a Él totalmente. Porque el seguimiento de Jesús no es un programa de vida, no es un fin ni un ideal hacia el que hay que tender, no es una causa por la que merezca la pena comprometerse. El seguimiento es Jesucristo mismo e implica una relación personal con Él. Lo importante, al seguirle, es la vinculación y adhesión a su persona. Supone, realmente, una decisión radical: Jesús exige la fe en Él. Seguirle es el comienzo de una convivencia íntima. Los seguidores de Jesús son llamados a estar con Él. Desde el principio, el seguimiento es llamada a la comunión de vida con Jesús. El llamado se convierte en discípulo, compañero y apóstol. Sin seguimiento, como advirtió Bonhoeffer, el cristianismo es siempre un cristianismo sin Jesucristo; es idea, es mito[8].
La primera exigencia, pues, de una verdadera pastoral evangelizadora es la renovación espiritual de la Iglesia, de nosotros mismos, de cuantos nos sentimos llamados al seguimiento y enviados por Jesús a su misma misión. En la raíz del fracaso de tantos intentos de evangelización está, muchas veces, la atonía espiritual de los evangelizadores, como lúcidamente ha subrayado Martín Velasco: “El fracaso de estas iniciativas, incapaces de poner a la Iglesia en estado de misión, nos lleva a pensar que, tal vez, la raíz de este fracaso esté en que todas ellas partían del supuesto de que existían unas Iglesias ya evangelizadas, a las que se trataba de movilizar a la evangelización de una sociedad dominada por la increencia. Y hoy, tal vez, tengamos que reconocer que no solo Europa es país de misión, sino que también lo son las mismas Iglesias en Europa. Y que, por tanto, si el cristianismo en Europa está amenazado de extinción, es porque las Iglesias son incapaces de evangelizar. Y no son capaces debido a la precariedad y mediocridad de su fe, debido, por tanto a que ellas mismas, o una parte importante de ellas mismas, están necesitadas de evangelización”[9].
Sobre este aspecto ha insistido con frecuencia el mismo Martín Velasco. Realmente, si la evangelización no progresa es porque somos incapaces de poner la Iglesia en estado de evangelización. Se habla mucho de evangelización, de «nueva evangelización», pero, quizá, todo se queda en palabras y discursos, y la evangelización no progresa, porque somos incapaces de someternos al evangelio, de dejarnos evangelizar. Hoy constatamos no solo que nuestros países de tradición cristiana se han convertido también en países de misión, sino que, además, comenzamos a sentirnos incapaces de transmitir el cristianismo a los mismos bautizados que se alejan de la fe y la práctica de la vida cristiana, y a las nuevas generaciones surgidas en el interior de las familias y de las mismas comunidades cristianas.
Es necesario, pues, que los evangelizadores miremos hacia dentro. Tal vez tengamos que reconocer “que nuestras comunidades no transmiten porque no tienen qué transmitir, o, mejor, porque no somos de verdad cristianos, no vivimos como tales, no constituimos la semilla, la levadura, la luz, la sal que el Evangelio nos invita a ser, y que, en la medida en que lo son, y por el solo hecho de serlo, germinan, fermentan, iluminan y sazonan”[10]. Es decir, que tal vez, en buena medida, el fracaso de la evangelización se deba a la falta de renovación interior, espiritual, de los evangelizadores.
Pablo VI lo expresó de forma muy clara y directa: “Hay que subrayar que para la Iglesia el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites […]. Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una palabra, de santidad” (EN 41). En este mismo sentido, más recientemente, Benedicto XVI decía a los obispos de Portugal: “En cuanto primeros evangelizadores, os será útil conocer y comprender los diversos factores sociales y culturales, sopesar las necesidades espirituales y programar eficazmente los recursos pastorales; pero lo decisivo es llegar a inculcar en todos los agentes de la evangelización un verdadero afán de santidad, sabiendo que el resultado proviene sobre todo de la unión con Cristo y de la acción de su Espíritu”[11]. Para evangelizar se necesitan evangelizadores evangelizados, evangelizadores abiertos al evangelio, dispuestos a vivir la radicalidad evangélica en esta nueva sociedad tan convulsa, compleja y plural, que algunos no han dudado en calificar como nueva Babilonia: Babilonia de la confusión, de los sentidos, de las ilusiones, de las vanidades, de los miedos, de los límites, de la sangre, de la negatividad, de la desnutrición, de las prisas[12].
Solo el evangelizador evangelizado es capaz de descubrir el amor de Dios, manifestado en Cristo, en su propio ser menesteroso, de hombre o mujer frágil, y sentir su fuerza, la fuerza del amor que revoluciona su corazón y lo abre a una vida nueva de amor a Jesucristo y de servicio al Reino.
 

  1. ACTITUDES DEL EVANGELIZADOR

 
La misión implica, pues, el seguimiento y la convivencia íntima con Jesús. Comienza, como ha destacadoSchillebeeckx, con el encuentro con Él: “Todo comenzó con un encuentro. Unos hombres, judíos de lengua aramea y quizá también griega, entran en contacto con Jesús de Nazaret y se quedaron con Él. Aquel encuentro y todo lo sucedido en la vida y en torno a la muerte de Jesús hizo que su vida adquiriera un sentido nuevo y un nuevo significado […]. El cambio de rumbo en sus vidas fue fruto de su encuentro con Jesús, pues sin Él habrían seguido siendo lo que eran. No fue un resultado de su iniciativa personal, sino algo que les sobrevino desde fuera[13].
Jesús baja al lago de Galilea, allí encuentra a Simón, a Andrés, a Juan, a Santiago; se acerca a ellos, se los lleva consigo y los hace discípulos y seguidores. El encuentro con Él los transforma en apóstoles. Busca después a la samaritana de los cinco maridos, llama a Zaqueo, se hace el encontradizo con el ciego de nacimiento, entra en casa de Marta y María, sale al paso de los discípulos de Emaús. A todos se les revela; les manifiesta el misterio de su ser, los estimula a nacer de nuevo, a conocer el don de Dios, a un cambio radical de vida, y los envía como testigos a anunciar lo que han visto y contemplado. El apóstol comienza en el encuentro, la relación, la convivencia, la comunión con Jesús. En la convivencia íntima con Él empiezan a comprender el sentido del evangelio y del Reino que el Maestro anuncia y empiezan también a asimilar las actitudes necesarias para proseguir la obra evangelizadora. Solo en el encuentro, la relación y convivencia con Jesús, el Señor Resucitado, seremos capaces también hoy sus discípulos de convertirnos en apóstoles y de asimilar las actitudes del evangelizador. Desde la perspectiva del evangelio y mirando a los signos de tiempos que tanto condicionan y apremian la urgencia evangelizadora, nos fijamos finalmente  en algunas de estas actitudes más necesarias para revitalizar la fe de los pastores y evangelizadores en la acción pastoral.
 
3.1 Fidelidad
 
La sociedad actual, la globalización, el pluralismo cultural sitúan, de manera especial, a los agentes de pastoral ante el reto de la fidelidad[14]. Siempre ha existido el pluralismo cultural, social y religioso en la historia de la humanidad. Pero actualmente la globalización promueve una pluralidad sorprendente: cultural, ética, religiosa, de valores y antivalores, llevando la libertad de pensamiento y acción hasta la arbitrariedad más radical, y convirtiendo el individualismo en dogma intocable. En nombre de la libertad individual, todo vale igual, casi todo está permitido. De esta manera, el pluralismo absoluto se convierte en relativismo absoluto. Es el gran riesgo. Cuando el pluralismo se convierte en pluralismo sin límites, se desacredita a sí mismo y enfila el camino del escepticismo y del nihilismo. Mas que nunca es necesaria una fuerte capacidad de vigilancia y de fortaleza para que no terminen por agostarse identidades y convicciones, para ser capaces de vivir a contracorriente y gozosamente la fidelidad evangélica en el mar proceloso del pluralismo actual.
En realidad, la fe se expresa en la fidelidad, porque fe es y significa fidelidad. Una misma palabra, tanto en hebreo como en griego, designa ambas realidades. Si en el Antiguo Testamento, Abrahán es el paradigma de la fe/fidelidad, en el Nuevo Testamento, Jesús es el testigo “fiel y veraz” (Ap 3,14). Toda su vida está guiada por la fidelidad al Padre y al Reino. Toda su existencia está marcada por el cumplimiento de la voluntad del Padre, que alcanza su máxima expresión en la subida a Jerusalén  y en su entrega a la muerte en la cruz[15]. Él es el primero y más grande evangelizador, como recordó Pablo VI (cf. EN 7-9); lo fue hasta el final, hasta el sacrificio de su existencia terrena. Por eso, para evangelizar hay que acercarse a Jesús, hay que serle fieles. Porque evangelizar es, en definitiva, hacer lo que él hizo a lo largo de toda su vida.
Fundamentalmente, en la evangelización, se trata de ser fieles a Cristo que nos llama a su misión, al Reino que él anunció, al evangelio, en el que se asienta la fidelidad del discípulo. Arraigados en la fidelidad evangélica, comprenderemos que es necesario, sobre todo, “buscar el Reino de Dios y su justicia” (Mt 6,33); que “no podemos servir a dos señores” (Lc 16,13); que “el que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10, 37-38). La verdad de la evangelización se cumple cuando, para el evangelizador, el Reino es el absoluto y todo lo demás es relativo. Entonces se siente la alegría de pertenecer al Reino de Dios, su misterio y sus exigencias; y solo entonces creyentes y evangelizadores estamos dispuestos a vivir la radicalidad y fidelidad evangélica.
 
3.2 Comunión
 
La fe cristiana es eclesial; se vive y se anuncia en la comunidad y, para crecer, requiere a la Iglesia. La evangelización es siempre un compromiso eclesial en el que está empeñada la entera Iglesia local. No puede ser una aventura individual de nadie, no es obra de trabajadores autónomos ni de francotiradores. Es tarea y compromiso de todos. Pero tiene que estar asumida, alentada y orientada, en la Iglesia local, por el obispo diocesano[16]. La acción evangelizadora tiene que ser orgánica, coordinada y perseverante. Y el agente de pastoral es hombre de comunión y actúa en comunión.
Con frecuencia, la acción pastoral en la Iglesia es fragmentada y variable; poco sólida y estable. Abundan los reinos de Taifas, los individualismos, protagonismos, vedettismos, el culto y mitificación del propio grupo, movimiento o asociación. Nos hace falta a los evangelizadores gran generosidad para ser capaces de renunciar a las propias parcelas y porciones, para dejar estereotipos y encasillamientos, que siempre separan y dividen, y empezar a sumar juntos y a crear comunión[17]. Como recordó Pablo VI: “La fuerza de la evangelización quedará muy debilitada si los que anuncian el evangelio están divididos entre sí por tantas clases de rupturas… Si el evangelio que proclamamos aparece desgarrado por querellas doctrinales, por polarizaciones ideológicas o por condenas recíprocas entre cristianos, al antojo de sus diferentes teorías sobre Cristo y sobre la Iglesia, e incluso a causa de sus distintas concepciones de la sociedad y de las instituciones humanas, ¿cómo pretender que aquellos a los que se dirige nuestra predicación no se muestren perturbados, desorientados, si no escandalizados?” (EN 77).
La comunión eclesial es un don. Refleja la comunión del amor trinitario y expresa la esencia de la Iglesia. El Señor Jesús, por el Espíritu, convoca a los hermanos, los congrega y une en comunión. Pero es además un signo para el mundo y una fuerza potente que conduce a la fe en Cristo. No solo hace posible la misión, ella misma es misión.
Es responsabilidad del evangelizador encarnar este don para que sea visible y significativo en la historia humana. La comunión se encarna y expresa en las estructuras, acciones y relaciones. No coarta los carismas, los potencia favoreciendo su vinculación y pertenencia eclesial, a la par que su vitalidad y desarrollo al servicio del Reino. Porque todo carisma es dado por el Espíritu para enriquecer la comunión y la misión en la Iglesia.

  1. L. Pérez habla de una “trama de comunión” en la que han de trabajar y colaborar con el ministerio episcopal, agentes de pastoral y comunidades cristianas, de manera que haga significativa la vida eclesial, el Cuerpo de Cristo y el Pueblo de Dios[18]. Ello implica en los evangelizadores un profundo sentido de pertenencia y de amor a la Iglesia.

 
3.3 Audacia
 
Cuando los autores del Nuevo Testamento hablan del anuncio de la Palabra de Dios, insisten en que esta tarea exige audacia. Son muchos los textos neotestamentarios en los que aparece el término parresía, cuyo significado es: atrevimiento, osadía, libertad, valentía, coraje, audacia[19]. Designa principalmente el modo de realizar Jesús su misión y de vivirla y anunciarla los apóstoles. De Jesús se afirma que hablaba “con parresía”, es decir, abiertamente, sin miedo y sin callar nada (Mc 8,32; Jn 7,26; 16,29; 18,20). Y esta nota se repite como distintivo de la predicación y de la actividad apostólica de la primitiva comunidad y de los ministros del evangelio. La parresíade los discípulos causa asombro a los hombres del sanedrín (Hch 4,13). Del mismo modo, los primeros pasos apostólicos de Pablo están guiados por su gran audacia (cf. Hch 9,27-29).
Hoy, como ayer, el anuncio del mensaje cristiano supone peligro, amenaza para quien anuncia la “buena noticia”. La tarea de los discípulos de Jesús no es nunca fácil. Él los envía como ovejas en medio de lobos. No van a recibir mejor trato que el maestro; como él, serán rechazados y perseguidos. Por ello, el ministerio apostólico tiene que ir acompañado de libertad, valentía y audacia, Y, por eso, la parresía es actitud fundamental para quien proclama el mensaje de Jesús. Quien anuncia el evangelio, ha de hacerlo abiertamente, sin disimulos, miedos o vergüenza. La fe no se trasmite de manera intimista y clandestina. Como Pablo, el evangelizador tiene que estar dispuesto a proclamar el evangelio con parresía también en medio de incomprensiones, tribulaciones y fracasos.
Pero la audacia y osadía de los agentes de pastoral no provienen de la seguridad personal ni se fundamentan en sus dotes y competencia humana, sino en la confianza en la gracia y en la fuerza de Dios, en la presencia y asistencia del Espíritu. Por ello el anuncio de la fe implica en los evangelizadores una relación especial con Dios, cimentada en la oración y en la cercanía con el Señor que los envía.
Para evangelizar hoy y poner a la Iglesia en estado de evangelización necesitamos los evangelizadores alejar nuestra rutina, pereza y mediocridad, renunciar a nuestras comodidades, conformismos y ambigüedades y necesitamos, sobre todo, poner nuestra confianza en Dios. Solo arraigados en la oración, en una profunda espiritualidad, llegamos a la verdadera parresía evangélica. Como los grandes creyentes de todos los tiempos, el dinamismo evangelizador del apóstol se forja en el silencio, en la escucha de la Palabra, en la oración y contemplación. La novedad de la evangelización, en este nuevo milenio, no está en los métodos y los medios, probablemente tampoco en el contenido del Evangelio, que, como advirtió san Pablo a los cristianos de Galacia, es único (Gal 1, 6-8); la novedad de la evangelización depende de los evangelizadores. Su calidad radica en la calidad de la fe del evangelizador, en su nueva experiencia de Dios, en su ardor y audacia para transmitir el mensaje abiertamente.
 
3.4 Discernimiento
 
En un momento de cambio epocal resulta indispensable a los agentes de pastoral la capacidad de discernimiento espiritual sobre los acontecimientos, los signos de los tiempos, las personas, las actividades. Precisamente, en cuanto evangelizadores, hemos de ser capaces de discernir por dónde nos lleva Dios y por dónde nos quiere llevar, a nosotros, a la comunidad, a la Iglesia. Ser superficiales en discernir pastoralmente la realidad es, quizá, una manera de manifestar nuestra incapacidad para realizar la misión evangelizadora. La fidelidad evangelizadora y la audacia misionera, junto a la interioridad personal, a la disposición para la oración, a la propia experiencia de Dios, apuntan también como elemento constitutivo de la revitalización de la fe y del dinamismo apostólico, la sabiduría para valorar acontecimientos y coyunturas, para descubrir los caminos de Dios y actuar según los criterios y actitudes de Jesús[20].
Pero el discernimiento no es simplemente una técnica con la que llegamos a apoderarnos del lenguaje de Dios o de su querer. No se trata de una metodología y no puede reducirse a mera técnica psicológica para organizar la acción pastoral. En el discernimiento, el evangelizador imprime en su propio corazón, el gusto, el sabor, la luz y la verdad de Jesucristo. Por eso, el eje del discernimiento es la oración; a través de ella nos adentramos en Dios y Dios entra en nuestra vida, en el propio modo de pensar, sentir, querer y obrar. Se trata, en definitiva, de revestirse de Cristo, de tener sus sentimientos, de razonar con Él y desear lo que Él desea. Nada más ajeno al discernimiento que la seguridad en el juicio propio. Discernimos para buscar la voluntad de un Dios que es misterio, cuyos caminos no son con frecuencia nuestros caminos. El discernimiento no es claridad, sino docilidad para dejarse llevar por los impulsos de Dios.
En el fondo de esta preocupación está el arte de comprender cómo Dios se nos comunica, salva, actúa en nosotros la redención de Cristo Jesús; y es también el arte de llegar a evitar el engaño, la ilusión, y llegar a leer y descifrar la realidad de forma verdadera, yendo más allá de los espejismos que se me puedan presentar. Es, pues, el arte de hablar con Dios, de contemplarle, de entenderse y comprometerse con Él.
La actitud de discernimiento es un estado de atención a Dios y al Espíritu, una certeza experiencia de que Dios habla, se comunica. Es un estilo de vida que invade todo lo que soy y lo que hago. Es una expresión orante de la fe del apóstol. Orienta un proceso de radicalidad evangélica, de radicalización en el Señor, buscando y respondiendo a lo que nos va pidiendo cada día.
 
3.5 Humildad
 
La audacia evangélica no es prepotencia, arrogancia, ostentación triunfalista. Proviene de la fuerza del Espíritu y se expresa en la humildad. La trasmisión de la fe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo solo puede hacerse desde la cercanía, el respeto, la modestia, la humildad; no desde la fuerza, la autoridad o el reconocimiento firme de poseer toda la verdad. Una pastoral, orientada a revitalizar la fe de los mismos creyentes, en tiempos de fragilidad e indiferencia, tiene que ser muy cercana, sincera, respetuosa y humilde.
Se trata de una actitud pastoral básica, que nos pide una mayor sensibilidad para captar y comprender a los hombres y mujeres en sus situaciones concretas, mayor confianza en la libertad y conciencia personal, mayor acogida y misericordia evangélica. Con frecuencia se rechaza la palabra de la Iglesia no por exigente y radical, sino por pretender imponerla desde el poder y la fuerza.
La humildad, dice Comte-Sponville, antes que una virtud, es un saber; un saber “más útil al hombre que una alegre ignorancia”[21]. Es la virtud del hombre que sabe que no es Dios. Por ello es, quizá, la virtud más religiosa, hermana de la verdad, de la sinceridad y de la misericordia, y conduce al amor.
Desde la humildad podemos comprender mejor y cumplir más fielmente el sentido de la misión apostólica, que tiene sus raíces en el don y en el amor de Dios. El Padre “amó tanto al mundo”, que entregó a su Hijo. Y el Hijo amó de tal manera, que entregó su vida para que todos “tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Desde entonces, la misión es participación en el amor y la entrega del Hijo; es unirse a la pasión de Cristo “para la vida del mundo”. Del mismo modo que es enviado Jesús por el Padre, Él envía a sus discípulos (Jn 20,21). Y del mismo modo también que Jesús cumple la obra del Padre, la misión salvadora, porque vive en el Padre y por el Padre, así los evangelizadores cumplimos también la misma misión de Cristo si permanecemos unidos a Él.
El auténtico punto de referencia del apóstol es Jesucristo. Él nos llama y envía a cumplir su misma misión. No somos llamados por los hombres, por las urgencias y necesidades de los jóvenes. La fuente de la misión no reside ni en los gustos personales ni en las necesidades de los destinatarios; la fuente está en Aquel que nos amó y se entregó por nosotros, y quiere que nosotros nos entreguemos por los hermanos. Es Dios quien nos envía como envió a Jesús. Y los criterios que hay que seguir en su cumplimiento no pueden ser nuestros criterios, sino sus criterios. Porque somos apóstoles del Señor, en la medida en que somos del Señor y nos mantenemos unidos a Él. No es nuestra la misión. Somos enviados a su misión. Somos servidores en la misión de Cristo. El trabajo apostólico exige siempre fidelidad a la misión recibida y humildad para aceptar la propia condición de siervo y comprender que la misión es recibir, antes de que llegue a dar o a hacer: recibir y acoger el propio apóstol la salvación y el amor de Dios.
Por eso, la evangelización no se rige por las leyes que mueven otros trabajos  y ocupaciones humanas. Tiene sus propias leyes. Se basa más en la fuerza de Dios que en las propias fuerzas de los evangelizadores; invita a acudir a Dios y a ponerse en oración; a ser humilde en los éxitos y a no impacientarse en los fracasos. Fruto del amor, la acción evangelizadora tiende a salvar, a atraer, a convencer; no a juzgar ni a condenar. Comienza acercándose y escuchando, más que proponiendo o imponiendo.
 

Eugenio Alburquerque Frutos

 
[1] Cf. “Proponer la fe en la sociedad actual. Carta de la Conferencia Episcopal Francesa a los católicos”, en Ecclesia 2835-36 (1997) 24-49.
[2] Cf. G. URÍBARRI, El mensajero. Perfiles del evangelizador, Desclée de Brouwer, Bilbao 2006, 38-40.
[3] Discurso a los obispos de Portugal, 13 de mayo de 2010.
[4] Cf. F. SEBASTIÁN, Evangelizar, Encuentro, Madrid 2010, 13.
[5] Cf. R. BERZOSA, Transmitir la fe en un nuevo siglo. Retos y propuestas, Desclée de Brouwer, Bilbao 2006, 55-60.
[6] Cf. P. CHÁVEZ, Testigos de la radicalidad evangélica, Editorial CCS, Madrid 2012, 8-11.
[7] Cf. G. URÍBARRI, o. c., 31.
[8] Cf. D. BONHOEFFER, El precio de la gracia, Sígueme, Salamanca 1968, 40.
[9] J. MARTÍN VELASCO, “Reflexión sobre los medios para la evangelización”, en Evangelizar. Ésa es la cuestión, PPC, Madrid 2006, 96.
[10] J. MARTÍN VELASCO, La transmisión de la fe en la sociedad contemporánea, Sal Terrae, Santander 2002.
[11] BENEDICTO XVI, Discurso a los obispos de Portugal, 13 de mayo de 2010.
[12] Cf. A. GARCÍA RUBIO, “Evangelizadores en medio de Babilonia”, Sal Terrae 90 (2002) 297-309; R. BERZOSA, o. c., 21-22.
[13] E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Cristiandad, Madrid 1982, 13.
[14] Cf. F. MARTÍNEZ, Espiritualidad en la sociedad laica, San Pablo, Madrid 2009, 2004-211.
[15] Cf. J. L. PÉREZ, Apasionados por el Reino. Renovación de las comunidades en la Iglesia, Editorial CCS, Madrid 2010, 58-63.
[16] Cf. F. SEBASTIÁN, o. c., 284-287.
[17] Cf. A. CHORDI, “Aquí no sobra nadie, solo faltan algunos… que están por venir”, en Misión Joven 386 (2009) 21-29.
[18] Cf. J. L. PÉREZ, o. c., 293.
[19] El sustantivo parresía aparece 31 veces en el NT y 9 veces el verbo. Ver, por ejemplo: Hch 2, 29; 4, 13. 29. 31; 9, 27-28; 13, 46; 14, 3; 18, 26; 19, 8; 26, 26; 28, 31; 2Cor 3, 12; 7, 4; Ef 5, 12; 6, 19-20; 1 Tes 2, 2.
[20] Cf. I. RUPNIK, El discernimiento, PPC, Madrid 2002; M. RUIZ JURADO, El discernimiento espiritual. Teología. Historia. Práctica, BAC, Madrid 2005.
[21] A. COMTE-SPONVILLE, Pequeño tratado de las grandes virtudes, Paidós, Barcelona 2008, 155.

Misión Joven. Número 432_433. Enero-Febrero 2013