EL VATICANO II, FUENTE DE RENOVACIÓN PASTORAL

1 julio 2012

Juan Martín Velasco
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor destaca la orientación pastoral del Concilio Vaticano II que puede verse en su teología sobre la Misión, la Litúrgia, la Divina Revelación, la Iglesia. También aborda algunos dinamismos pastorales del concilio cincuenta años después de su celebración.
 
El anuncio del concilio por Juan XXIII provocó una reacción inmediata de enorme sorpresa. No puede ignorarse que en los años anteriores circulaba en los medios eclesiásticos la opinión de que el Vaticano I con su definición de la infalibilidad pontificia había cerrado  la probabilidad de cualquier iniciativa conciliar.
La lectura de sus textos, sin embargo, muestra con claridad que en ese inesperado acontecimiento afloraron a la conciencia de la Iglesia y fueron sancionadas por el concilio ideas, iniciativas y hasta proyectos que habían ido apareciendo a lo largo de la primera mitad del siglo pasado. Recordemos por ejemplo los movimientos ecuménico, bíblico, litúrgico y la suma de problemas e ideas teológicas que la reacción antimodernista había reprimido sin someterlas al estudio sereno que demandaban.
En ningún campo es tan manifiesto este hecho como en el de la orientación pastoral, característica de todo el concilio, y las líneas pastorales que promovió. La una y las otras habrían sido imposibles sin la preparación que supuso la toma de conciencia del alejamiento progresivo de la población europea del influjo de la Iglesia y de la inspiración cristiana, y las respuestas que esa toma de conciencia fue suscitando. Recordemos, por ejemplo la aparición ya antes de los años 20 del siglo pasado de la Juventud Obrera Católica (JOC), surgida de la intuición del sacerdote flamenco y después cardenal Cardeijn de que los jóvenes obreros alejados de la Iglesia sólo podrían ser evangelizados por jóvenes obreros profundamente creyentes y llenos de espíritu misionero. Pío XI había constatado ya en los años 20 la «apostasía de las masas» en el mundo obrero, en los medios intelectuales y en el conjunto de la sociedad, y había propuesto como respuesta  la creación de la Acción Católica entendida como «participación de los laicos en el apostolado jerárquico de la Iglesia». Poco más tarde, el Padre A. Delp, jesuita alemán y los sacerdotes franceses Godin y Daniel toman conciencia de que sus países están convirtiéndose en «país de misión» y desencadenan un movimiento que se va a proponer como objetivo sustituir la pastoral de cristiandad o de mantenimiento, centrada en la dispensación de servicios religiosos a la población cristiana y en el fomento de un catolicismo practicante, por una pastoral misionera que se propone fundamentalmente la llamada a la conversión de una población de bautizados integrados en un cristianismo heredado pero que no habían asumido personalmente.
Estos hechos originaron en seguida un cambio del vocabulario teológico pastoral del momento. Hasta entonces la palabra «misión», en plural, era empleada para la actividad de la Iglesia en los países en que todavía no estaba implantada y para campañas intensivas del llamada a la práctica cristiana entre las poblaciones populares, sobre todo rurales, notablemente descristianizadas, en lo que se conocía como «misiones populares», desarrolladas por las congregaciones religiosas de vida apostólica. A partir de entonces el adjetivo misionero comienza a calificar las actividades todas de la Iglesia y las instituciones que las promovían, especialmente las parroquias base casi exclusiva de la acción pastoral en esa época. Para el desarrollo de la actividad pastoral surgen movimientos apostólicos en los diferentes medios de vida e instituciones especiales a su servicio como la Misión de Francia, la Misión de París y los llamados «sacerdotes obreros». A partir de ese momento la misión pasa a caracterizar la acción toda de la Iglesia y se acuñará la expresión «Iglesia en estado de misión» con la que se pretende expresar la nueva conciencia de la Iglesia y su esfuerzo por introducirse en las nuevas tierras desconocidas que son los distintos sectores descristianizados de la sociedad.
Este cambio de orientación pastoral va suscitar cambios importantes en la comprensión del cristianismo del momento y de la relación de la Iglesia con el mundo. Destaco algunos cuya influencia en el concilio es patente. El primero es la toma de conciencia por gran parte del laicado, los llamados militantes, de su condición activa, de su corresponsabilidad en la tarea común a todos del testimonio y el anuncio del Evangelio. Esa toma de conciencia opera una transformación en la comprensión del ministerio ordenado que, de su comprensión fundamentalmente cúltica, que lleva consigo la identificación de quienes lo ejercen como sacerdotes, pasa a ser comprendido desde su función misionera y a designar su función como «ministerio apostólico». Todo ello producirá «la invención de una nueva relación de la Iglesia y el mundo» (Chenu). De la representada por la Iglesia sociedad perfecta, paralela al mundo y en ocasiones enfrentada a él, se pasará a pensarla como Iglesia en el mundo, encarnada en él bajo la forma de la presencia testimonial del Evangelio con vistas a hacer fructificar los gérmenes del Reino ya presentes en el mundo a evangelizar. Tal encarnación comporta toda una visión teológica condensada en la expresión «teología del Evangelio en el mundo», que tiene como aspecto importante la atención a los signos de los tiempos, la promoción de las semillas del Reino presentes en el corazón de los hombres y en las mismas estructuras de la vida social. Esa visión teológica termina desarrollando una espiritualidad, una mística, que se traduce en compartir, en actitud de verdadera comunión, las condiciones de vida, los  sufrimientos, los deseos de liberación presentes sobre todo en las masas obreras y, en algunos casos, hasta ese alejamiento de Dios en el que viven al que se había mostrado sensible Santa Teresa del Niño Jesús cuando manifestaba a Dios su deseo de «permanecer sentado a la mesa amarga de los pecadores». La teología de la encarnación se concretó después en una pedagogía de la acción pastoral resumida en el método del «ver, juzgar y actuar» que ha caracterizado desde entonces la espiritualidad de los movimientos apostólicos.
 
El movimiento misionero y el Vaticano segundo
El influjo del movimiento misionero y de la teología de la misión aparece ya en el acontecimiento mismo del concilio tal como lo concibió Juan XXIII. La propuesta del Papa se refiere a un concilio nuevo y no a la continuación del Vaticano I que se había pronunciado sobre el Papa, pero no sobre el ministerio episcopal. Desde el primer momento el Papa adelantó que su finalidad no sería doctrinal: reafirmar la doctrina católica, definir nuevas verdades, lanzar nuevas condenas, sino de orientación pastoral. Más concretamente, según la mente del Papa, el concilio debería conseguir el aggiornamento, la puesta al día de la Iglesia para que fuera capaz de responder a los retos de una nueva coyuntura histórica.
Evidentemente un concilio ecuménico no es el lugar y el medio para la elaboración del proyecto pastoral con el que la Iglesia debería responder a los retos de la nueva situación que había provocado su convocatoria. Pero, surgido de la inspiración profética de Juan XXIII y preludiado por las iniciativas teológicas, espirituales y pastorales que habían representado los movimientos renovadores de la primera mitad del siglo XX y que habían preparado el camino para su convocatoria, sí cabía esperar de él que dibujase con sus documentos el marco teológico en el que ese proyecto pudiera inscribirse y que sentase con sus decisiones las bases institucionales que facilitasen su puesta en marcha. Y el concilio, de forma tal vez implícita, lo hizo.
 
La Constitución sobre la sagrada Liturgia, un documento expresamente pastoral
Sus aportaciones más importantes a la renovación pastoral de la Iglesia consisten en haber presentado una visión renovada de la liturgia considerada como cumbre a la cual tiende toda la acción de la Iglesia y fuente de donde emana toda su fuerza; en ofrecer toda una teología de la liturgia en clave pastoral, ya que se interesa de manera expresa, más allá de su alcance teológico, en promover la mejora de la celebración cristiana; en insistir en la necesidad de una participación consciente, activa, plena y fructuosa por parte de todos los fieles que pasarían así de ser espectadores de acciones realizadas sólo por el sacerdote, único agente, a tomar parte activa, aunque de forma todavía reducida, en el desarrollo de la celebración. También merece la pena resaltar la relación estrecha que el texto conciliar establece entre liturgia y vida espiritual, y subrayar las posibilidades que ofrece para el crecimiento de la vida cristiana de los fieles.
Pero no podemos dejar de lamentar que, 50 años después de su promulgación, las celebraciones litúrgicas sigan constituyendo en la mayor parte de los lugares acciones puramente rituales, monopolizadas por el celebrante y enteramente clericalizadas en las que los fieles apenas se sienten verdaderamente afectados y a las que todavía acuden llevados por la conciencia de cumplir con una obligación. De ahí, el malestar que se viene viviendo los últimos años entre los que añoran los valores de belleza y sentido del misterio de unas celebraciones preconciliares idealizadas y pretenden recuperalas volviendo a la forma de celebración eucarística anterior a la reforma litúrgica, y los que demandan formas de celebración más «vivas», con una más cuidada la selección de las lecturas bíblicas, con mayor conexión con la vida de las personas, y mayor posibilidad de participación por parte de los fieles, hombres y mujeres. Las discusiones que ha originado la «vuelta al latín» que algunos han querido ver en decisiones recientes del Papa son una muestra de lo insatisfactorio de la situación actual, que hace decir a muchos que la litúrgica es todavía una “reforma pendiente”.
 
Una nueva comprensión del conjunto del misterio cristiano
El nuevo marco teológico tiene sus líneas maestras, en primer lugar, en la nueva concepción del misterio cristiano presente en la Constitución sobre la Divina Revelación que renueva profundamente aspectos fundamentales de la visión global del mismo. El paradigma vigente en la teología escolástica moderna anterior al concilio tenía su base en una “concepción proposicional” de la revelación según la cual esta consistiría en la manifestación por Dios de un conjunto de proposiciones abstractas, atemporales, que representarían en forma especular la realidad sobrenatural en su conjunto: Dios, Jesucristo, el Espíritu, la creación, el designio salvífico etc., y a la que respondería la fe del creyente entendida como «creer lo que no vimos», es decir, asentir a las verdades reveladas por Dios y enseñadas por la Iglesia que superan la capacidad del entendimiento humano. Consecuencia de esta comprensión del cristianismo era hacer pasar la doctrina y la Iglesia que la enseña al primer plano del sistema cristiano convirtiendo a la ortodoxia en el rasgo distintivo de la identidad cristiana.
Frente a esta reducción del cristianismo a sistema doctrinal, la perspectiva bíblica recuperada en el Vaticano II presenta la verdad cristiana como el misterio de Dios, que se revela a sí mismo en Jesucristo, Misterio inagotable que las «verdades reveladas» no explican ni expresan adecuadamente, ya que son, en realidad, el resultado del esfuerzo de los creyentes por formular, hacer pensable, sin desvelarlo ni exponerlo a la vista de los que las enuncian, el misterio de Dios. En esta visión del cristianismo el criterio de la autenticidad de la fe no es la «verdad representada en conceptos abstractos», sino la persona de Jesucristo en la que se autorrevela y autocomunica el Misterio santo al que invocamos como Dios.
Las consecuencias de esta nueva presentación del misterio de Dios sobre la vida cristiana y las acciones pastorales de la Iglesia destinadas a despertarla y acrecentarla en los fieles son evidentes. En la anterior concepción del misterio cristiano el elemento decisivo es la doctrina cristiana, objeto de la fe, y  ésta se reduce a afirmar, basados en la autoridad de Dios y en la de la Iglesia, la doctrina cristiana. La fe consiste fundamentalmente en «creer que», una forma débil de saber que no compromete al sujeto y que requiere tan sólo su afirmación por la mente humana. Una «fe» descalificada expresamente en la Carta de Santiago: «¿Crees que Dios es uno? También los demonios lo creen y se estremecen”. Según esta forma de entender la fe, su transmisión consistiría fundamentalmente en la enseñanza de esas verdades, y el instrumento por excelencia para esa transmisión sería el catecismo, compendio de esa doctrina puesto al alcance de todos los fieles. A nadie se le escapa el empobrecimiento que la instalación en ese paradigma causaba para el ejercicio de la vida cristiana. Porque la fe cristiana comporta como parte de su naturaleza unos contenidos que se expresan en formulaciones racionales, indispensables para que esa fe pueda ser vivida y transmitida; pero el centro de la fe no está en esas formulaciones. Está en la adhesión personal del creyente a la autodonación del misterio de Dios en Jesucristo. Y eso comporta que la «transmisión de la fe», bajo cualquiera de sus formas, no se realice mediante la enseñanza de las doctrinas contenidas en unos más o menos actualizados catecismos. Entendida la fe como adhesión personal al misterio de Dios, el creer sólo se comunica mediante el testimonio de sujetos y comunidades creyentes que irradien, en su forma transformada de vivir, el amor de Dios contenido de la Buena nueva en que consiste el Evangelio de Jesucristo, revelación del Evangelio, de la buena noticia, que es Dios y su amor a los hombres.
 
Una renovada comprensión de la Iglesia
El segundo componente del nuevo marco teológico en el que ha de inscribirse cualquier proyecto pastoral viene dado por la renovada comprensión de la Iglesia contenida en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia. Hasta el Vaticano II  la Iglesia se entendía sí misma bajo el modelo de la sociedad perfecta es decir, como institución presente en la historia junto a la sociedad política y dotada de una serie de poderes que le confieren la capacidad de influir sobre ella para transformarla de acuerdo con el designio de Dios. Según este modelo la Iglesia es una sociedad perfecta en el sentido de que no le falta ningún elemento esencial ni está subordinada a ninguna otra. Tal comprensión destaca los elementos visibles de la Iglesia que aparecen en la conocida definición de San Roberto Belarmino: «Las comunidades de hombres reunidos por la profesión de la misma fe cristiana y en la comunión de los mismos sacramentos bajo el gobierno de los pastores legítimos y, especialmente, el vicario de Cristo en la tierra, el sumo Pontífice». Tal descripción hace de la Iglesia una realidad tan visible como «el Reino de Francia o la República de Venecia». En tal  modelo se insiste en la autoridad, la jerarquía, como centro de la institución, que pasa a servir como definición de su esencia. Todavía en vísperas del Vaticano II , un teólogo ofrecerá esta definición: «la Iglesia es esencialmente una sociedad histórica concreta que tiene una constitución, una serie de reglas, un cuerpo de dirigentes y una serie de miembros que aceptan esa constitución y esas reglas”.
De acuerdo con ese modelo, «Iglesia» designa fundamentalmente una institución religiosa definida por las normas que rigen su funcionamiento y por las autoridades que la gobiernan. En ella habría miembros desiguales, unos activos y los otros pasivos; unos dotados de poderes: enseñar, regir, santificar, de los que los otros miembros, los laicos, son destinatarios o beneficiarios. De acuerdo con esta comprensión, la Iglesia podía ser denominada “un sistema de mediación jerárquica» (Congar), constituida esencialmente por los sujetos de su jerarquía y definida por los poderes de los que gozan. Frente a ese modelo de Iglesia el concilio presenta a la Iglesia como “misterio de comunión», desplazando el acento del elemento institucional a la dimensión interior de la comunión en la fe, la gracia, la caridad y el Espíritu de que participan los miembros de esa comunidad.
En el interior de la Iglesia así entendida prima la igualdad de todos sus miembros. El peso en ella no recae en la división clérigos-laicos, sino en la comunidad dotada de diferentes ministerios. El ejercicio de estos no sitúa a sus agentes por encima del resto de los fieles ni consiste fundamentalmente en la posesión de un poder, ya que  el Espíritu anima a todos los miembros del pueblo de Dios y él es quien enseña, gobierna y santifica a una comunidad dotada de servicios diferentes, todos ellos destinados a la edificación del pueblo de Dios.
Las consecuencias de la nueva visión de la Iglesia para la comprensión de la vida cristiana de sus miembros y para las acciones pastorales por las que debe ser promovida son importantísimas. La Iglesia es así introducida en el plan salvífico de Dios. Es misterio por ser la culminación de la acción de Dios, resumen de su obra, realizada por Jesucristo gracias al Espíritu. Esto significa, en primer lugar, que la Iglesia es considerada como comunidad de creyentes. Por tanto, la identidad más profunda de sus miembros no radica en su pertenencia al aparato institucional, a su organización. Es su condición de creyentes, de personas conscientes de la presencia de Dios y que responden a ella con esa actitud de fe -esperanza -caridad que llamamos actitud teologal. Obra de Dios padre, obra de Jesucristo en quien somos constituidos hijos en el Hijo, animada por el Espíritu, la Iglesia toda se manifiesta como una “muchedumbre reunida por la unidad (la obra común) del Padre, del Hijo y del Espíritu”.
De la naturaleza de la Iglesia misterio de comunión se deriva que la Iglesia es «en Jesucristo, sacramento, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano. La Iglesia se realiza, finalmente, como pueblo de Dios en el que surgen los diferentes ministerios y carismas que la adornan. «Que la Iglesia sea comprendida como sacramento de salvación significa que queda constitutivamente referida a Jesús, no sólo a su voluntad fundadora, sino a su propia realidad encarnativa, a su dimensión humano-divina, a su misión soteriológica. Significa a su vez que toda su consistencia está ordenada a su servicio, que no es para sí misma, que existe desviviéndose y consiste sirviendo. No hay lugar para los narcisismos, triunfalismos, clericalismos o jurídicismos” (Olegario González de Cardedal).
De la nueva comprensión de la Iglesia se sigue como conclusión inmediata la pertenencia de la dimensión misionera a la esencia misma de la Iglesia y a la identidad cristiana. El Decreto sobre el Apostolado de los Laicos lo formula expresamente: «el apostolado de los laicos, que surge de la vocación cristiana, no puede faltar nunca en la iglesia»(AA1). «la iglesia ha nacido con la finalidad de propagar el evangelio de jesucristo por toda la tierra para gloria de dios padre». «la vocación cristiana, por su propia naturaleza es también  vocación al apostolado» (AA, 2). Esa misión, por otra parte, no se deriva para ellos de ninguna participación o delegación del apostolado jerárquico, como decía la definición de la acción católica. «incorporados por el bautismo al cuerpo místico de cristo y fortalecidos con la fuerza del espíritu santo por medio de la confirmación, son destinados al apostolado por el mismo señor” (AA 3). “la iglesia, añade el decreto sobre las misiones, es por su propia naturaleza, misionera”.
Aspecto importante de la nueva comprensión de la Iglesia y con gran trascendencia sobre la acción pastoral es el nuevo lugar que la constitución asigna a las iglesias particulares de cuya comunión surge y se realiza la Iglesia única y universal (LG, 23)l. Esta nueva ubicación de las Iglesias particulares en el seno de la Iglesia universal hace posible que la pertenencia a la Iglesia cobre el realismo de la participación activa en una comunidad determinada; que el sujeto de las diferentes acciones pastorales: anuncio, evangelización, comunicación en la fe, etc. sean las fraternidad es de las que constan las Iglesias particulares, y que esta nueva manera de entender la relación entre Iglesias particulares y la Iglesia universal establezca una base teológica para evitar el centralismo creciente que venía dominando el funcionamiento de la Iglesia y la “gestión” de todas sus acciones, determinada por normas y consignas emanadas siempre de un poder único absoluto y central.
 
Redefinición de la presencia de la Iglesia en la sociedad
Antes del vaticano II la presencia de la Iglesia se centraba en la institución y estaba orientada a influir desde ella sobre la sociedad. por eso tenía tanta importancia la defensa de la institución,  sus derechos,  sus zonas de influencia,  sus plataformas de acción, para asegurar la realización de su finalidad: atraer la sociedad a Dios, atrayéndola  a la Iglesia. el cambio en la forma de presencia de la Iglesia operado por el vaticano II supera la visión de la Iglesia como sociedad paralela a la sociedad civil y la entiende como encarnada en la sociedad en la que vive, compartiendo con ella éxitos y fracasos, peligros y posibilidades. «la Iglesia, a la vez grupo visible y comunidad espiritual, avanza, junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte terrena del mundo y existe como fermento y alma de la sociedad humana».
Dos documentos conciliares formularon la nueva forma de entender la presencia de la Iglesia en la sociedad. El primero, la Declaración sobre la Libertad religiosa, comienza definiendo la libertad religiosa de la persona en estos términos: «la libertad religiosa consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como por parte de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto, de tal manera, que en lo religioso, no se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella,  en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» (DH, 2). Positivamente, la libertad religiosa es la afirmación de una autonomía del hombre para actuar en conciencia en lo religioso, tanto en público como en privado, solo o asociado, dentro de los debidos límites».
En este momento nos interesa subrayar fundamentalmente  que  el texto supera la forma de entender el ideal de la relación entre la Iglesia y el Estado bajo la forma de la confesionalidad, aceptando la autonomía y la laicidad del Estado, es decir, la ausencia de una religión como religión  oficial del Estado, que reduciría a los miembros de otras religiones y a los que no tienen ninguna al estatuto de tolerados. El Estado no confesional o laico crea un espacio neutral en el que los sujetos de las diferentes creencias disfrutan de plena libertad para vivir de acuerdo con su conciencia.
Seguramente, somos quienes hemos vivido en situación de Estado confesionalmente católico los que estamos en mejores condiciones para percibir los inconvenientes que experimenta la Iglesia, en esa situación de aparente privilegio, para hacer presente el ideal cristiano que reconoce la plena dignidad de toda persona humana y, además, tiene en el nuevo testamento las afirmaciones más claras  de la condición enteramente libre de la respuesta a la palabra de Dios por la fe por parte del creyente, y, en la forma de comportarse de Jesús y los apóstoles, el ejemplo de eso que se ha llamado con razón la «anomalía cristiana» en la historia de las religiones, que consiste en la renuncia por Jesús a todo poder contra las sugerencias del tentador, la obligación de dar al César lo que es del César, y la renuncia más completa a imponer la verdad a quienes le contradicen, hasta el punto de renunciar a «la intervención de las legiones de ángeles» y aceptar la condena injusta a la muerte en la cruz (DH, 9).
Conviene, por lo demás, anotar que la aceptación teórica por el concilio y los estados modernos de la situación de laicidad no evita conflictos entre, por una parte, unos estados que con alguna frecuencia parecen tender al laicismo, que consiste en la voluntad de imponer al conjunto de la sociedad la cosmovisión y la  ideología propia de los grupos que gobiernan, y, por otra, unas Iglesias o unas religiones que añoran las situaciones de privilegio de las que disfrutaron. Conflictos como los de la presencia pública de símbolos religiosos, la presencia de autoridades en manifestaciones de la religiosidad popular, y la enseñanza confesional de la religión en centros públicos, entre otros, muestran la necesidad de añadir a los principios teóricamente aceptados buenas dosis de sentido común y de diálogo para la convivencia en paz en las situaciones cada vez más frecuentes de pluralismo.
El segundo documento conciliar que ha abierto nuevas posibilidades al ejercicio de la acción de la Iglesia en las sociedades contemporáneas es la Constitución Pastoral  sobre la Iglesia en el mundo actual. Con  él, el concilio estableció los principios que permitieron a la Iglesia transformar la forma de presencia que había caracterizado la postura mantenida a lo largo de la época moderna. Esta se caracterizaba por el enfrentamiento permanente al mundo moderno y la condena de las adquisiciones que comportaba el proceso modernizador. Su punto culminante  está plasmado en el Syllabus  de Pio IX una de cuyas proposiciones condena que el Papa deba reconciliarse con la modernidad. La nueva postura defendida por el concilio está regida por el reconocimiento de la solidaridad de la Iglesia con el mundo proclamado al comienzo de la Constitución: «el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón».
En este documento el concilio desarrolla la afirmación de Pablo VI en la encíclica programática de su pontificado Ecclesiam  suam: «la Iglesia se ha hecho diálogo». Como consecuencia de ello expone el concilio lo que pueden aportar y han aportado al mundo los creyentes (GS, 41ss), pero reconoce  también lo que el mundo puede aportar a la Iglesia (GS, 44). Afirma además expresamente que entre los dos existe una relación de «diálogo mutuo», y por primera vez reconoce oficialmente la Iglesia la autonomía de las realidades terrenas como conforme con la voluntad del creador, y deplora que no siempre haya sido reconocida por los mismos cristianos en ámbitos como el de la ciencia, provocando disputas que han llevado a pensar que fe y ciencia se oponen entre sí (GSP 36). El texto recomienda también a los cristianos el respeto y amor «hacia aquellos que en materia social, política e incluso religiosa sienten y actúan de modo diferente al nuestro», y los invita a «distinguir entre el error que debe ser rechazado siempre y el que  yerra, que continúa conservando la dignidad de persona, incluso cuando está contaminado por nociones religiosas falsas o poco exactas».
No cabe duda de que la nueva postura de la Iglesia ante el mundo hace posible y requiere una acción pastoral que permite superar errores históricos que han llevado a la exclusión e incluso la eliminación de los religiosamente diferentes, y a la marginación y la condena de los que disentían de la forma de pensar de la jerarquía o se oponían a sus órdenes. Y es indudable también que esa nueva postura puede suscitar formas de gobierno y de atención pastoral en el interior de la Iglesia y acciones orientadas a la propuesta de la fe más acordes con el contenido del Evangelio que se anuncia.
 
Los dinamismos pastorales del concilio cincuenta años después de su celebración
Es bien conocido que la irrupción en la Iglesia, durante los años posteriores al concilio, de una crisis sin precedentes introdujo en sus responsables el temor al colapso de la institución que llevó a no pocos a responsabilizar de la misma al concilio o a interpretaciones y aplicaciones del mismo que habían traicionado su espíritu. Ya en el pontificado de Pablo VI aparecen indicios de esas sospechas. En su exhortación pastoral Evangelii Nuntiandi se manifiestan, por una parte, frutos espléndidos del concilio en relación con la evangelización y, por otra, comienzan a insinuarse dudas sobre los efectos que ha producido. De lo primero son buenas muestras la afirmación rotunda de la pertenencia de la evangelización a la esencia misma de la Iglesia: «la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia». «Evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. La Iglesia existe para evangelizar» (EN, 14); la afirmación de la necesidad de evangelizar las culturas (EN, 20); la alusión a la relación estrecha entre evangelización,  liberación y promoción humana (EN, 30-31); y la atribución de la evangelización a las comunidades cristianas verdaderamente creyentes que ofrezcan el testimonio de su vida ( EN, 74ss). Pero en ese mismo texto asoman ya alusiones a «evangelizadores tristes y desalentados, impacientes y ansiosos», el apoyo de algunos en el concilio para justificar su falta de entusiasmo evangelizador (EN, 80); y sobre todo una serie de preguntas en las que aflora la decepción por los resultados del concilio: «¿Qué es de la Iglesia 10 años después del concilio? ¿Está anclada en el corazón del mundo y es suficientemente libre e independiente para interpelarlo? ¿Da testimonio de la propia solidaridad hacia los hombres y al mismo tiempo del Dios absoluto? ¿Ha ganado en ardor contemplativo y de adoración y pone más énfasis en la actividad misionera, caritativa, liberadora? Todos nosotros, concluye, somos responsables de las respuestas que puedan darse a estos interrogantes”.
Lo que en Pablo VI aparece como preguntas se convierte en el pontificado de Juan Pablo II en convicciones que van a originar un «golpe de timón» pastoral que producirá una reorientación de la acción pastoral en su conjunto en torno al programa de nueva evangelización que será su punta de lanza. La nueva evangelización en Juan Pablo II no es sólo una llamada más a la necesidad de evangelizar. Es una corrección del rumbo que había seguido el proyecto evangelizador en Europa desde los años anteriores al concilio y que el concilio había asumido, corrección que tiene su centro en una visión enteramente negativa de la secularización, confundida con descristianización y caída del ateísmo, y el intento por devolver a Europa su situación anterior de “Europa cristiana”. No, desde luego, reproduciendo el viejo modelo de la cristiandad medieval, pero sí haciendo del cristianismo el principio rector de la cultura, la moral y el conjunto de la vida social. Es bien sabido que para realizar su proyecto Juan Pablo II se propuso una contrarreforma en el interior de la Iglesia que se tradujo en la sustitución del episcopado surgido del concilio por otro de talante netamente conservador, en otorgar el  protagonismo a nuevos movimientos eclesiales identificados con su programa, la vuelta en la formación del clero a moldes que reemplazasen las reformas que acababan de iniciarse, y el intento de dotar a la Iglesia de plataformas de influencia en el mundo de la cultura y en los medios de comunicación.
No es éste el momento ni el lugar de someter a crítica ese proyecto. Baste anotar que más de 30 años después de su puesta en marcha la crisis no ha hecho más que radicalizarse y extenderse, y que, a pesar de las repetidas y apremiantes llamadas a la nueva evangelización las Iglesias en Europa no han terminado de ponerse en estado de misión, han comenzado a constatar el fracaso de la transmisión de la fe, y cada vez se plantean con más insistencia la pregunta por el futuro del cristianismo en Europa.
Hoy todos parecen de acuerdo en reconocer que el fracaso de la evangelización tiene su causa más importante en el hecho de que la crisis religiosa se ha convertido en crisis de Dios y que ésta afecta seriamente a la misma Iglesia. Ante esta situación todo hace pensar que cualquier programa de evangelización debe tener como condición ineludible la evangelización de las propias iglesias, y que esa evangelización depende de la revitalización de la fe de las comunidades cristianas. De hecho, los cristianos más lúcidos vienen repitiendo a lo largo del último medio siglo que “el cristiano de mañana será místico o no será cristiano» (K. Rahner); que “a la crisis de Dios sólo se responderá con la pasión por Dios” (J.B. Metz). Pero no podemos ignorar que esos mensajes no han calado en la conciencia de las comunidades; que no se han dado pasos efectivos para hacerlos realidad y que se corre el peligro de que terminen no suscitando eco alguno.
La situación está poniendo de relieve una carencia de la pastoral presente ya en el Vaticano II y que la contrarreforma posterior  no ha remediado. Porque es verdad que, acuciados por la urgencia de las reformas estructurales, los padres conciliares dedicaron más esfuerzos a actualizar la doctrina sobre la Iglesia y proponer reformas a  sus estructuras que a responder a la necesidad del impulso religioso y espiritual que movió a Juan XXIII a convocar el concilio. Ya Pablo VI se había referido al hecho de que el concilio había dirigido su atención no tanto a la formación religiosa personal e interior del creyente cuanto al cuerpo social y a las estructuras de la Iglesia. De hecho a la luz de las necesidades actuales, extraña la escasa presencia en los textos conciliares del tema de Dios, y del de su posible experiencia por los creyentes. Tal vez por eso en las comunidades eclesiales se ha denunciado con razón un notable déficit de mística cristiana que ellas mismas echan de menos en la actualidad.
Por eso las necesidades y las demandas espirituales del siglo XXI nos están urgiendo que orientemos la atención y los esfuerzos pastorales a promover una pastoral mistagógica, dedicada fundamentalmente al despertar, el crecimiento y la maduración de la fe de los cristianos. Se trata de poner en el centro de nuestra pastoral lo que constituye el verdadero centro del cristianismo: la vida teologal convertida en objeto de verdadera experiencia personal por todos los creyentes. Sólo eso, por otra parte, hará posible que las comunidades cristianas evangelicen. Porque quien es creyente irradia su fe solo con serlo, como la luz irradia sólo siendo luz y la sal sazona sólo con ser sal.  Por eso  los apóstoles respondían  a quienes intentan impedirles anunciar el nombre de Jesús: «lo que hemos visto y oído no lo podemos callar» (Hech, 4,20); y Pablo, tras haberse encontrado con el señor, se ve forzado a decir: «¡Ay de mí si no evangelizo!” (1Cor, 9, 16).

Juan Martin Velasco