LOS ACENTOS DE LA PASTORAL: QUÉ PRIORIZAR

1 julio 2009

Pedro José Gómez es Profesor del Instituto Superior de Pastoral (Madrid)
 
La pastoral de juventud que desarrolla la Iglesia pretende dar a conocer a Jesús a los jóvenes a fin de que su persona, es decir, su experiencia de Díos, sus valores, sus actitudes, su proyecto, su destino y su misma amistad, pueda llenar sus vidas de inspiración, plenitud y sentido. Quienes la animamos cada día tenemos experiencia personal de que el Evangelio es definitivamente bueno para el ser humano. No obstante, la situación sociocultural de nuestra época presenta numerosos obstáculos a esta tarea de “presentar a los jóvenes a un amigo que puede cambiar su vida”. Por ello, está profundamente desencaminada cualquier forma de evangelización que hoy presuponga la normalidad social de la experiencia religiosa o de los valores esenciales del Evangelio. Un grave problema de credibilidad aqueja al cristianismo en el seno de la sociedad española, que hasta hace muy poco tiempo era una de las más religiosas de Europa[1]. Enfrentarnos con lucidez y esperanza a este desafío constituye, a mi parecer, el eje central de toda adecuada renovación pastoral.
Personalmente, creo que hoy afrontamos cinco retos pastorales fundamentales[2]. Para empezar, unescepticismo ambiental profundo y muy generalizado hace desconfiar de la existencia de ese misterio amoroso que los cristianos llamamos Dios y tiende a generar actitudes existencialmente superficiales y evasivas. Por otra parte, el poderío de la cultura del bienestar (el “individualismo posesivo” como lo denominan los sociólogos), convierte el horizonte evangélico de servicio a la fraternidad y la justicia en un ideal incómodo para la mayoría de los que, como el “joven rico” (Lc 18, 18-27), temen perder la seguridad y el confort al que se han acostumbrado o al que aspiran. El desajuste cultural del mensaje cristiano, anclado en un mundo tradicional reactivo frente a la modernidad y la postmodernidad, convierte demasiadas veces en anacrónico un mensaje que debería rezumar inconformismo, actualidad, alegría, provocación y esperanza. La propia Iglesia -abandonando el espíritu deaggiornamento propio del Concilio Vaticano II- ha perdido credibilidad aceleradamente en los últimos tiempos (hasta llegar a ser la institución peor valorada por los jóvenes españoles), al padecer una esclerosis que la identifica a los ojos de propios y extraños como una organización casi medieval, cuya estructura interna parece incapacitarla para la fraternidad y la evangelización. Por último, los propios agentes de pastoral se encuentran desalentados por la confluencia de varios factores: cierto desamparo institucional, los escasos resultados de su labor, el envejecimiento de las comunidades y la falta de referencias vivas y estimulantes de un cristianismo joven-adulto.
De acuerdo a esta somera radiografía de las que, a mi modesto parecer, son las principales dificultades pastorales actuales, y teniendo en cuenta el carácter subjetivo y experiencial que tiene hoy el descubrimiento de los caminos vitales de cada persona, cabe establecer cinco prioridades para nuestra actuación educativa: (1) ayudar a recuperar la confianza radical en la vida y abrir a la experiencia del Dios; (2) proponer, a pesar del hedonismo individualista dominante, el valor del amor tomado en serio como el centro de una existencia lograda; (3) dialogar crítica y acogedoramente con la sensibilidad moderna y posmoderna aceptando sus desafíos teóricos, morales, estéticos y organizativos; (4) crear, allí donde podamos, oasis de libertad y comunión en los que se verifique la enorme riqueza del compartir comunitario, pese al invierno eclesial que padecemos y (5) cuidar con esmero y de un modo integral a los agentes de pastoral. La atención a estas prioridades no aspira primeramente a recobrar la capacidad de expandir la fe e incorporar la Iglesia a nuevos miembros –algo que, en todo caso, me parecería muy positivo-, sino a una cuestión previa: recuperar la significatividad del cristianismo como extraordinaria Buena Noticia que se ofrece -humilde pero convencidamente- a la libertad de todos los seres humanos como promesa de felicidad. Profundicemos un poco en la formulación de estas propuestas.
 

  1. Abrir a la experiencia de Dios

 
En sus últimos trabajos, Johann Baptist Metz ha llegado a afirmar que, en Europa estamos padeciendo una verdadera crisis de Dios, que resulta mucho más radical y amenazadora que la, por otra parte obvia, crisis de la institución eclesial[3]. Efectivamente este es un reto formidable, porque nosotros no pensamos que Jesús sea sólo un magnífico maestro de la vida, un líder ético radical o un carismático guía espiritual, sino que en él reconocemosel rostro humano de Dios[4].
La persona y la misión de Jesús de Nazaret quedarían completamente falseadas sin la referencia a aquel al que denominaba Padre y que sostuvo e inspiró toda su existencia. Pero abrirse hoy a la trascendencia resulta difícil por muchos motivos. Desde el permanente estímulo a la evasión y el entretenimiento de la cultura audiovisual, al miedo generalizado a entrar en uno mismo -por temor a encontrar algo terrible en el propio corazón o un completo vacío-, pasando por el rechazo a mirar con profundidad los aspectos más interpelantes de la realidad para evitar que nos compliquen la existencia o la tendencia a dejarse arrastrar por un suave nihilismo que el bienestar intenta disimular con desigual éxito.
Nadie puede provocar la fe de otro, pero el cultivo de una actitud de búsqueda honrada de una respuesta al enigma que somos nosotros y el mundo sí puede educarse. Más aún, parecería natural que estos interrogantes formaran parte de las preocupaciones habituales de todos los seres humanos. Con todo, ya señalaba el hermano Roger -prior de Taizé- que el mayor veneno que lastraba nuestras sociedades económicamente desarrolladas era la falta de confianza en la bondad y consistencia de la vida y, en consecuencia, el temor a preguntarse en profundidad por su significado. La actitud contemplativa de los jóvenes solo puede abrirse paso si alguien es capaz de ayudarles a crear los espacios oportunos que rompan la inercia de la trivialidad y permitan que afloren las dimensiones utópicas y esperanzadas de la persona. Es en este terreno en el que los jóvenes pueden situarse a la escucha del testimonio de quienes tienen alguna experiencia de Dios y percibir en ellos mismos que ese testimonio apela a algo suyo, que resuena en su propio interior.
 

  1. Proponer el valor del amor

 
La afirmación central de nuestra fe es que “Dios es Amor” (1 Jn 4, 16), que “el amor es el único mandamiento” de Jesús (Jn 13, 34) y que los cristianos saben por experiencia que “hay más alegría en dar que en recibir” (He 20, 35). Sin negar en modo alguno el valor positivo de la reciprocidad, no cabe tampoco duda alguna de que Jesús promueve un estilo de vida muy concreto que ejerció “hasta el extremo” (Jn 13, 1): el del servicio gratuito. Así la increíble escena del lavatorio de los pies en la última cena termina con esta sentencia: “Habéis visto lo que he hecho con vosotros…Haced vosotros lo mismo” (Jn 13, 14).
Entendamos, eso sí, el ágape o la caridad, en su sentido serio, pleno y global (personal y estructural), para no hacer de esta actitud una caricatura piadosa o hipócrita. Pues bien, en el contexto de la “cultura de la satisfacción” -como muy bien definió nuestra sociedad el economista estadounidense John Kenneth Galbraith[5]– la propuesta de Jesús no parece hoy menos “locura” y “necedad” que en la época de Pablo (1ª Cor 1, 23). Asistimos, pues, a unacrisis de Evangelio en las sociedades ricas[6]. Algo que no deja de ser natural, pues, para nosotros, los ricos, el Evangelio con su exigencia de solidaridad sólo puede representar un peligro o un incordio que amenazan el tesoro en el que hemos puesto el corazón y la confianza en que podemos salvarnos solos. Algo que aprenden pronto los jóvenes de los adultos: que eso que propone cristianismo es “un cuento de hadas”, no “el mundo real” en el que lo importante es situarse, sobrevivir y disfrutar. Y, sin embargo, son muchos los jóvenes con los que hablo que se dan cuenta de que no es lo mismo -como diría Alejandro Sanz- “estar satisfechos” o “pasarlo bien” y “ser felices” o llevar una “vida plena”; que no es lo mismo tener una “juerga” que “la alegría completa” de la que habla el evangelio de Juan (Jn 15, 10-11).
Por eso, y porque la capacidad de entrega, justicia y solidaridad están también inscritas en nuestro código genético y no sólo las pulsiones narcisistas, violentas o egoístas, puede educarse en el amor. Sobre todo necesitamos que la solidaridad –descubierta y practicada a través de acciones progresivas- llegue a ser para los jóvenes una experiencia vivida en profundidad y no un modo mas de consumir sensaciones fuertes. Una experiencia que permita sintonizar con ese criterio cristiano nuclear de la preferencia por los pobres que Jesús asumió con tanta radicalidad. También será preciso capacitarles poco a poco para sus exigencias, porque ellos se ven muchas veces atraídos por este valor, pero demasiado débiles o carentes de energía interior para ejercitarlo a fondo.
 

  1. Diálogo crítico y acogedor

 
Respecto al desajuste cultural del mensaje cristiano son muchas las iniciativas que podríamos adoptar. Padecemos una aguda crisis de comunicación y de lenguaje que necesitamos superar cuanto antes. Todo menos seguir alimentando un conjunto de mediaciones religiosas que convierten en desfasado el mensaje de Jesús a los ojos de nuestros contemporáneos. Asumiendo del todo los valores positivos de la modernidad, tendría que ser perfectamente posible ser cristiano y, al mismo tiempo, mantener una actitud científica, tener un espíritu libre y crítico, defender sin paliativos la igualdad en todos los ámbitos (género, estados eclesiales, etc.) y comprometerse social y políticamente desde una perspectiva liberadora. Acoger la posmodernidad significa recuperar el valor de la subjetividad, la originalidad de cada individuo, la reconciliación de la fe con el placer, reconocer lo que hay de muy humano en la vulnerabilidad, la debilidad y la duda.
Cualquiera puede darse cuenta de que el vocabulario que he utilizado no choca con el espíritu evangélico, sino al contrario. Lo que no impide que, en un verdadero diálogo con la cultura actual, no haya que bendecir, sin más todas sus realizaciones. Ya sabemos que algunas opciones de nuestra cultura generan más muerte que vida tanto a escala individual como colectiva. Pero no podemos permitir que la reflexión teológica, las normas morales, las celebraciones litúrgicas o las formas organizativas eclesiales se encuentren tan empapadas de formas pasadas que impidan a los jóvenes ser cristianos y vivir plenamente en el mundo actual[7]. Si no pueden dar razón de su esperanza y expresarla con su propia sensibilidad, malamente podrán acceder y perseverar en la fe.
En este ámbito, la historia de la Iglesia muestra la enorme creatividad cultural de las comunidades cristianas de otras épocas, que deberíamos intentar imitar. Con la advertencia de que no se trata de “estar a la moda” o de “barnizar” superficialmente los muebles para que parezcan nuevos, sino de creerse de verdad que el Espíritu de Dios también está presente en la eclosión cultural de a modernidad y la posmodernidad y que de muchos de su valores podemos afirmar que “vio Dios que eran buenos”, por lo que hemos de incorporarlos a la vida de nuestra comunidades. Aplicando el principio de presunción de inocencia, no condenar “sin pruebas” a los nuevos valores.
 

  1. Crear caminos de libertad y comunión

 
La crisis de la Iglesia es la más frecuentemente reconocida por todos los observadores y realmente tiene su importancia aunque, a mi modo de ver, menor que las anteriores[8]. Creo que muchas veces las críticas a la Iglesia son una forma cómoda de desentenderse de la interpelación evangélica que resulta demasiado exigente para nosotros ya que desnuda la orientación narcisista de nuestra vida. Con todo, resulta necesario afrontar la crisis institucional dada la función imprescindible de la comunidad para el anuncio, cultivo y realización de la fe cristiana que, es radicalmente eclesial. Como alguna vez he comentado la pregunta que hemos de plantearnos respecto a la Iglesia -igual que en un conocido anuncio de sopa- es: ¿Hoy la Iglesia “cuece” o “enriquece” a los jóvenes?
En este terreno, nos enfrentamos a tres problemas que se superponen. Por una parte, resulta evidente que la configuración eclesial es deficiente en el plano estructural y no solo al nivel de los defectos personales -pensemos, por ejemplo, en la escandalosa discriminación de género- lo que genera un rechazo en la mayoría de los jóvenes actuales. En segundo lugar, el imaginario social de la Iglesia es profundamente injusto al magnificar algunas de sus deficiencias y ocultar sistemáticamente los numerosísimos signos de solidaridad y lucha por la justicia protagonizados por los creyentes. Y esta imagen distorsionada hace poco apetecible la pertenencia eclesial a las nuevas generaciones. Muchos jóvenes cristianos saben el “tributo en explicaciones” que conlleva que se manifiesten como tales entre sus iguales. Por último, hemos de reconocer también que el ascenso imparable del individualismo dificulta la participación comunitaria de los jóvenes.
Por ello, la acción pastoral debe articularse en dos frentes: el de la renovación de las estructuras eclesiales impulsando aquellas que más favorezcan la igualdad, la libertad, la fraternidad, el testimonio y el servicio -al menos en los espacios en los que nosotros nos encontramos- y el de la educación en la capacidad de compartir intensamente la fe y la vida, una actividad extraordinariamente enriquecedora pero que requiere el cultivo de unas actitudes para las que nos encontramos hoy particularmente atrofiados: acogida, escucha, fidelidad, perdón, transparencia, ayuda… A mi no me cabe duda de que, conforme ha aumentado nuestro nivel de vida, han perdido calidad y solidez muchas de nuestras relaciones interpersonales lo que supone, a la postre, un gran empobrecimiento. También en este terreno hace falta una educación paulatina porque, lo que en mi juventud veía como gran oportunidad –la participación en un grupo- hoy es percibido como amenaza. Los jóvenes sienten antes las dificultades y costes de la fraternidad (riesgo de comunicar, pérdida de libertad, esfuerzo de la ayuda, temor a la decepción, etc.) que su enorme capacidad para dar plenitud a su vida.
 

  1. Cuidar a los agentes de pastoral

 
La recuperación espiritual de los agentes de pastoral constituye la última prioridad pastoral que planteo. Sucrisis de confianza debe ser abordada con prontitud. Aún recuerdo cuando con 16 años escuché por primera vez a José Ramón Urbieta el “principio y fundamento” de la pastoral de juventud: “donde no hay mata, no hay patata”. Semejante principio conserva todo su valor es este momento de profundo “cambio climático y deforestación religiosa”. No puede haber “contagio”, si la “enfermedad” no ha arraigado en nosotros o las defensas y las vacunas han atemperado su virulencia.
Hemos de reconocer que, con frecuencia, hemos domesticado el fuego del Espíritu, convirtiendo la revolución de Jesús en una religión formal e inofensiva. Por eso mismo, la preocupación -legítima- por preparar pedagógicamente a los agentes de pastoral y proporcionarles recursos y materiales para preparar las reuniones, debería dar paso a otra prioridad más fundamental: realizar un trabajo sistemático con ellos orientado a que experimenten la pasión del Evangelio en primera persona, su capacidad para inspirar estilos de vida alternativos, para alimentar utopías sociales igualitarias, para fomentar la compasión ante el dolor y la indignación frente a la injusticia. Personas enamoradas de Dios y su proyecto, que son capaces de encontrarse con otros jóvenes y hacer -como los discípulos de Emaús- un camino con ellos que insufle en las brasas de su corazón el viento que pueda convertirlas en llama.
A la postre, se trata de fortalecer en los agentes de pastoral el auténtico seguimiento de Jesús. Esa capacidad para leer críticamente la realidad, para descubrir el paso de Dios por su propia vida, para vivir en clave vocacional, para comunicarse con los demás jóvenes en escucha y empatía tiene más de cultivo de una fuerte espiritualidad experimentada en primera persona que de aprendizaje teórico, aunque “con la que está cayendo” tampoco vendría mal difundir entre nuestros evangelizadores un poco de buena teología y no dos fotocopias mal grapadas entregadas en una convivencia.
 
Ni que decir tiene que el desarrollo de estas prioridades tiene como requisito la existencia de cristianos convencidos y comunidades vivas en las que el Evangelio pueda “verificarse” de alguna manera. Repito, una vez más, unas palabras de Julio Lois que me parecen insuperables: «La primera condición para comunicar la fe de forma creíble y significativa podría formularse así: la comunicación ha de brotar o estar enraizada en una experiencia gozosa y liberadora de la fe, capaz de percibir su carácter atrayente y hasta fascinante, su belleza y fecundidad. Es la experiencia que se da en el seguimiento de Jesús vivido en el seno de una comunidad creyente. Sólo ofertan la fe con credibilidad los convertidos, es decir, aquellos a quienes Dios les ha salido al encuentro en Jesús, les ha llamado y han respondido con fidelidad gozosa»[9]. Del mismo modo, debería quedar claro que proponer estas prioridades pastorales significa “coger el toro por los cuernos” ya que nos sitúa a contracorriente de algunas tendencias culturales dominantes. Sólo la convicción de que dichas “evidencias” culturales constituyen pobres sucedáneos del camino de verdad y alegría que brota del Evangelio pueden mantener una actitud evangelizadora entusiasta, realista y confiada.
Para terminar esta breve reflexión me gustaría dejar constancia de que no nos encontramos inermes ante los desafíos pastorales que hemos descrito, como si no tuviéramos ni idea de por donde tirar. En este sentido, el Forum de Pastoral con Jóvenes que hemos celebrado el pasado noviembre ha sido un verdadero laboratorio que -más allá de los detalles puntuales que pueden haber resultado más o menos afortunados-, nos ha permitido convencernos de que no tenemos que inventar la pólvora o descubrir el Mediterráneo: la fuerza dinamizadora de un encuentro numeroso; el trabajo en equipo de iguales, la riqueza de las experiencias compartidas; la apertura a la diversidad sin renunciar a la comunión; el deseo de hacer una pastoral en diálogo que parte de una acogida respetuosa a los jóvenes, sigue por la honrada escucha de sus inquietudes, no rehúsa a proponerles un horizonte de sentido y culmina con una palabra de bendición y estímulo; el potencial simbólico de los lenguajes afectivo, emocional y estético, la urgencia de la reflexión crítica pero ilusionada, el valor del silencio habitado, la necesidad de idear procesos que articulen itinerarios progresivos con ritmos, actividades y pertenencias flexibles, etc[10].
Porque una cosa es constatar con el mayor realismo las dificultades ambientales a las que se enfrenta la labor evangelizadora en nuestra época, así como las resistencias que percibimos en la Iglesia para abrirse plenamente a la novedad cultural del momento, y otra, muy distinta, que no sepamos el tipo de vida cristiana capaz de ser hoy “sal y luz” para el mundo o el modelo de Iglesia que podría constituir “un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando” (plegaria VI b) o los caminos pedagógicos que hoy pueden acercar a los jóvenes inquietos al encuentro personal con Jesús. Esta es mi convicción final -que se enraíza en la confianza en que el Espíritu de Dios habita misteriosamente en todos los seres humanos-: “Sí, podemos”.

PEDRO JOSÉ GÓMEZ

 
[1] GONZÁLEZ-ANLEO, Juan y GONZÁLEZ-ANLEO, Juan María: Para comprender la juventud actual, Verbo Divino, Estella 2008, pp-261-285.
[2] CEREZO, José Joaquín y GÓMEZ, Pedro José: Jóvenes e Iglesia. Caminos para el reencuentro. PPC, Madrid, 2006. GÓMEZ SERRANO, Pedro José: “Comunidades cristianas para el comienzo del siglo XXI”, Sinite nº 137, septiembre-diciembre 2004, pp. 389-413, Ediciones San Pío X, Madrid.
[3] METZ, Johann Baptist: Memoria passionis. Una evocación provocadora en una sociedad pluralista, Sal Terrae, Santander, 2007.
[4] GONZÁLEZ FÁUS, José Ignacio: El rostro humano de Dios, Sal Terrae, Santander, 2007.
[5] GALBRAITH, John Kenneth: La cultura de la satisfacción, Ariel, Barcelona 1992.
[6] AAVV: ¿Cristianismo en crisis?, CONCILIUM 311, julio 2005.
[7] TORRES QUIRUGA, Andrés: Fin del cristianismo premoderno, Sal Terrae, Santander, 2000.
[8] “Ante la crisis eclesial”: manifiesto firmado por 300 teólogos españoles el 8 de abril de este año, 2009.
[9] LOIS, Julio: «Consideraciones para una teoría de la comunicación y transmisión de la fe», en La transmisión de la fe en la sociedad actual. II Semana de Estudios de Teología Pastoral. Verbo Divino. Instituto Superior de Pastoral, Madrid, 1991, pp. 249-250.
[10] Para una información más amplia del Forum: www.forumpj.org