Una pastoral juvenil para el cambio (de época)

1 julio 2006

José Luis Moral es profesor de Teología Pastoral en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Situándose en la complejidad social y cultural que caracteriza el cambio de época en que vivimos, el artículo intenta aclarar y responder fundamentalmente a estas dos cuestiones: ¿por qué la evangelización de los jóvenes vive actualmente una crisis tan grave? Y ¿dónde radican las razones de la misma? Con hondura hace ver la necesidad de repensar la fe y la religión y, consiguientemente la pastoral, desde los jóvenes. Desde este punto de partida es posible la confrontación con la cultura y la comunicación para llegar a procesos de mutua implicación entre educación y fe, que ayuden a madurar como personas y a crecer como cristianos.
 
«Las circunstancias de la vida del hombre moderno en el aspecto social y cultural han cambiado profundamente, tanto que se puede hablar con razón de una nueva época de la historia de la humanidad” (GS 54).
¡Qué razón tenía la Gaudium et spes! Sus palabras son ahora algo obvio. Más aún: constatamos con claridad que no se trata tanto de una «época de cambios», por numerosos y profundos que fueren, cuanto de un verdadero «cambio de época». Una transformación radical donde el modelo o paradigma explicativo global de la «época pasada» nos resulta fácilmente reconocible, pero donde –como constatan los obispos franceses– “el nuevo… que se trata de construir se nos escapa… No soñemos un imposible retorno a la llamada época de cristiandad –añaden–. La crisis que sufrimos no es debida fundamentalmente a que algunos grupos de cristianos hayan perdido la fe… y tampoco pueden atribuirse nuestras dificultades presentes a la hostilidad de los adversarios de la Iglesia… La crisis que vive la Iglesia es debida, en buena medida, a los contragolpes de un conjunto de cambios sociales y culturales, rápidos y profundos, de alcance universal. Está en curso una transformación del mundo y de la sociedad: un mundo desaparece y emerge otro, sin que para su construcción existan modelos preestablecidos. Particularmente en Europa, la Iglesia se encuentra profundamente ligada a los ajustes antiguos y con la imagen de un mundo que desaparece. Estaba así no sólo bien situada, sino que había contribuido ampliamente a la formación de esa imagen; pero la nueva imagen de mundo que se trata de construir se nos escapa” [1].
La cita ha introducido el otro dato que nos concierne: la envergadura del asunto nos tienen a todos un poco confundidos, pero la experiencia cristiana y la Iglesia católica se sienten particularmente a disgusto en esta situación.
Una de las formas más difundidas para caracterizar el cambio de época, la encontramos en la llevada y traída complejidad social y cultural del momento. La constatación está en boca de todos. El dato, pues, es suficientemente conocido. Hemos pasado de las «sociedades simples», con un sistema unificado donde se transmitía una identidad colectiva en la que los individuos e instituciones se identificaban sin mayores problemas, a «sociedades complejas», en las que existe un ilimitado número de propuestas que –en teoría– posibilitan la libertad, pero que –en la práctica– dificultan la construcción de la identidad.
La complejidad, por tanto, remite a una situación social y cultural donde se multiplican los principios organizativos de la existencia y las visiones del mundo a las que referirla en última instancia.
En fin, no pretendo dedicar estas reflexiones a desenmarañar la complejidad, cosa harto difícil y que quizá sólo añadiría más de lo mismo. Me interesa echar una ojeada a cuanto, en tal contexto, sucede elementalmente con la experiencia humana, en general, y con la cristiana, en particular. De resultas, en un segundo momento, sugiero la obligación, entre otras, de pensar el futuro de la religión y de la fe desde los jóvenes. Por último, intento señalar unas grandes líneas en grado de orientar la marcha futura de la pastoral juvenil en el enrevesado «mapa de carreteras» de la complejidad [2].
 

  1. Experiencia humana

 
Nuestra vida se construye sobre experiencias. Experiencia es cuanto –interna o externamente– percibimos, conocemos o realizamos: algo así como un largo proceso a través del cual sentimos, deseamos, sabemos o actuamos con mayor conocimiento de causa y, si nuestra libertad lo permite, más humana y responsablemente. Remite tanto a un efecto interno (experiencia cual acontecimiento o vivencia intensa) como a un conocimiento y acción externos (experiencia en tanto que saber o interpretación).
La primera fuente de malentendidos, que crea una falsa complejidad en el tema, reside en la confusión de esos dos elementos o, mejor dicho, en la reducción del uno al otro; cuyo prototipo extremo hallamos en quienes miden las experiencias tan sólo en base a la resonancia afectiva que provocan. Esa acentuación emotiva, por lo demás, sería la más cercana a la sensibilidad de los jóvenes.
Suele ser asimismo corriente arrinconar la interpretación: por más que se trate, por ejemplo, de un conocimiento por contacto directo, toda experiencia es en sí misma una interpretación necesitada, a su vez, de otras sucesivas. No termina ahí el rompecabezas. Existen experiencias que se basan en un contacto directo con la realidad o con las cosas; y otras, no tanto. Frente a las más empíricas, las religiosas suscitan vivencias y contienen un conocimiento referidos muy en particular a Algo/Alguien trascendente, es decir, a un misterio cuya interpretación, por una parte, jamás alcanzará a expresarlo concluyentemente y, por otra, ha de servirse de lenguajes y conceptos disponibles en cada momento histórico para originar y describir las comunes experiencias humanas.
En suma, captamos y nos apropiamos de la realidad de muchas maneras, dependiendo bien de claves científicas de lectura e interpretación, bien de otras más estéticas o poéticas, éticas o religiosas. Calificamos deexperienciales a las ciencias de la naturaleza porque, en ese caso, la apropiación se funda en un enganche específico con los objetos; la poesía, en cambio, funciona con aproximaciones más simbólicas; la ética, por su lado, se interesa de la acción para asegurar una «realidad humana» noble y feliz.
 
1.1. Transformación radical de la experiencia
 
El cambio epocal al que se refería el concilio Vaticano II se basa en una transformación radical de la experiencia humana debida a un conjunto de factores culturales, sociales, económicos, políticos y religiosos de una novedad tan contundente como para destrozar los esquemas de que nos servíamos hasta ahora para entender la vida humana o, con otras palabras: en principio, dicha transformación desdibuja, por un lado, la identidad y la orientación de la existencia; por otro, la comunicación y la acción.
El ser humano, para su equilibrio vital, necesita convencerse de que el mundo y la historia, cuanto piensa y hace, forman parte de un todo con sentido. Por eso, aunque no siempre se sepa expresar adecuadamente o aunque sea de modo casi inconsciente, nos acogemos a una cosmovisión, esto es, a una visión general del mundo, la vida y la historia con un sentido global (o un sinsentido total, lo que no dejaría de ser igualmente una cosmovisión con –un– sentido).
Pues bien, en Europa y prácticamente hasta el siglo XVIII, el cristianismo –sobre todo– proporcionó el sentido y el universo simbólico con el que desarrollarlo en todos los ámbitos de la existencia. Si se emplearon tantos siglos para consolidar ese refugio seguro al sentido de la vida, lo cierto es que en menos de tres ha saltado por los aires. Nos encontramos apenas a distancia de dos siglos de las explosiones más decisivas en el derrumbamiento (lo hacemos notar para evitar que vacile la imprescindible lucidez con la que afrontar el asunto).
La modernidad nacida de la Ilustración nos ha ido dejando sin el universo simbólico que por tanto tiempo nos protegió de cualquier inclemencia. En cierto modo, tenemos que pagar «lo nuevo» con el precio de la inseguridad: ni la naturaleza, ni Dios, ni las autoridades nos aseguran ya una base sólida al significado de la vida y la historia; aunque sólo fuera porque hemos descubierto que el ser humano consiste precisamente en eso, en crear significado, en decidir por él mismo el destino. Nada ni nadie nos puede ahorrar o resolver tal responsabilidad.
Resumo a continuación el cambio a través de cuatro afirmaciones cruciales y enunciadas con una forma un tanto cortante para evidenciarlo con mayor descaro.
La primera: tratándose de construir un proyecto global para la vida del ser humano en el mundo, no contamos con un punto de partida absoluto –transmitido por Dios o extraído de una naturaleza fija de las cosas, por ejemplo– que nos suministre la base inconmovible para edificar nuestro sistema de interpretación, de fines y valores, de ideas fundamentales y leyes de actuación. Nada ni nadie puede sustituir la autonomía y libertad humanas; como tampoco aliviarnos o liberarnos del deber que comportan: establecernos por nosotros mismos, crear los sistemas interpretativos y valorativos, darnos las finalidades y fijar los recorridos individuales y colectivos. Evidentemente, tampoco tales afirmaciones pretenden descartar nada ni a nadie con quien podamos contar para crearnos nuestro propio proyecto.
Segunda: Dios y el cristianismo no se incluyen como pre-supuestos en el orden de la sociedad. En el pasado, el «a priori religioso» era algo dado por descontado, constituía el esencial y más obvio presupuesto de todo; por el contrario, nuestra sociedad vive sostenida más bien por un elemental «a priori empírico» y por la autonomía crítica de la racionalidad. No extraña ya que se prescinda de Dios y la religión o las Iglesias sino que alguien suponga, sin más, que hay que contar obligatoriamente con ello.
Tercera: no existe proyecto humano que sea absoluto (en tanto que único o apodíctico), por consiguiente –podríamos añadir– tampoco ninguna ética absoluta. Todas nuestras empresas son siempre relativas a múltiples y variopintos factores. Hemos de acostumbrarnos, pues, a vivirlas como procedentes de nosotros mismos y no de algo exterior a nosotros, ya se trate de Dios, la naturaleza o la historia: una afirmación así, por lo demás, ni excluye esas realidades ni cierra el diálogo intercultural ni, menos aún, niega los principios y acuerdos sobre los que construir la convivencia justa y pacífica. Eso sí, uno de los criterios irrebasables e instrumento insustituible de comprensión y actuación será el de las ciencias, entendidas con aquel sentido abierto y crítico que hace que las verdaderas y auténticas no reduzcan todo a ellas mismas e, incluso, potencien los saberes de las otras. Pero, en definitiva, la ciencia conforma el centro estratégico para la construcción de la realidad y cualquier interpretación debe insertarse en un cuadro científico; sin pretender ni elevar a la ciencia a categoría de criterio último de la realidad.
Una observación más, la cuarta: no puede concebirse la sociedad ni la vida individual sino como ámbitos libres y democráticos, donde generar conocimiento y aplicarlo racionalmente desde el diálogo y el consenso. La crítica de la razón ha ido privando de fundamentos inconmovibles a las filosofías, ciencias e ideologías y a las religiones en cuanto tienen de formulación. La razón ya no consiente proposiciones o verdades intocables; el comportamiento racional coherente pasa por el diálogo, la argumentación y los acuerdos.
 
1.2. El hombre a la intemperie
 
En la modernidad, el teocentrismo más absoluto deja su lugar al antropocentrismo (¡también con el peligro de absolutizarse, claro está!). Con Descartes y Kant, despunta ese sujeto inédito que necesita comprenderlo todo desde sí, incluido Dios y la religión; que anhela con vehemencia abandonar su «culpable minoría de edad» y reclama el derecho a controlar sus ideas y creencias, a regir libre y razonablemente su comportamiento.
Este cambio radical de la experiencia humana se desató a causa de la idea de autonomía, quizá la transformación más determinante. Filosofía y ciencia fueron soltando las amarras tutelares de la teología, que controlaba la experiencia y el conocimiento, alcanzando unos resultados que pusieron en crisis la visión del mundo ligada a la revelación, hasta producirse la ruptura con la «doctrina cristiana».
Los numerosos descubrimientos científicos y sus correspondientes aplicaciones técnicas, enormemente positivas para la humanidad (no olvidemos, entre otros aspectos, que sólo gracias a ellas se ha logrado domeñar la tiranía de la naturaleza física), encumbran a la ciencia y la técnica como las más genuinas expresiones de la identidad del mundo moderno. Convulsionaron y siguen modificando nuestras condiciones de vida, pero no queda ahí su influjo: también alteraron nuestra «forma de pensar», originando una racionalidad y mentalidad que trastocó el ritmo de la historia y la vida en sociedad. El éxito no estaba exento de peligros, como es de sobra conocido.
Además de la ciencia y la técnica existía un caldo de cultivo indispensable para cambiar las formas de vivir. Sus ingredientes esenciales: la historicidad y la libertad, por una parte; la secularización, por otra. El tema es de sobra conocido y no hace al caso entrar en pormenores.
De resultas de todo, mejoraron tantas cosas en las vidas de los hombres; pero quedó comprometida su propia identidad y orientación humana.
A tal propósito, nada más gráfico para caracterizar al ser humano contemporáneo que la expresión de «hombre a la intemperie» (H.E. Holthusen), acuñada por la literatura para reflejar el sentimiento profundo, aunque vago e inconcreto, de angustia y desorientación que produce un malestar poco explicable, con hondas raíces en la entraña de las mujeres y los hombres de nuestro tiempo. Una constatación recurrente que, a partir de los años 20 del siglo pasado, rocía de sinsentido y vacío espiritual al mundo moderno, por lo que ni en la sociedad, ni en el cosmos ni siquiera consigo mismo el ser humano logra «sentirse a casa». P. Berger lo ha denominado la «pérdida metafísica del hogar» [3].
Ante la intemperie, no pocos respondieron con actitudes nihilistas –que prosiguen bajo formas diversas en los llamados postmodernos–; no obstante, con sus más y sus menos, la mayoría se aferró a la confianza en la razón para sacar adelante la vida, tras aceptar la prescripción de las clásicas representaciones, que aseguraban tanto la verdad o falsedad del conocimiento como la bondad o menos de las acciones.
 

  1. Experiencia cristiana

 
Frente al resto de las experiencias, la religiosa es bastante particular. Sin entrar en la cuestión acerca de si el ser humano es constitutivamente un homo religiosus o de si «lo sagrado» pertenece a la estructura misma de la conciencia, no cabe duda que en la religión se halla la matriz de todas las culturas. Sin embargo, le sobrevino algo semejante a lo ocurrido con la filosofía, cuando se ocupaba de todos los saberes y sucesivamente se fueron independizando las ciencias encerradas largo tiempo en ella. En los inicios, la religión lo absorbía todo; pero poco a poco surgieron las explicaciones autónomas de la ciencia, del derecho o de la política; no siempre coincidentes y con frecuencia contrapuestas a las religiosas.
Pensemos por un instante en lo que ocurrió con la Biblia en la Iglesia. Durante siglos, la Escritura fue la esencial fuente de conocimiento; indicaba con autoridad cómo era este mundo y el porvenir después de él. Sus informaciones sobre el origen del universo o de la humanidad, sus consejos de sabiduría o sus juicios históricos, políticos y económicos, además, favorecían la deducción segura de un gran número de otros tantos conocimientos sobre el aquí y el más allá. Ahí están los floridos textos de los teólogos medievales, con todo lujo de detalles a la hora de trenzar aquella cosmología del paraíso y de lo terrenal, del «estado primero» o del «pecado original», del cielo o los infiernos. El derrumbe del edificio informativo bíblico se debe en gran medida a esa peligrosa tentación de las religiones cuando quieren persuadir imponiendo o convencer a base de autoridad. De ese modo, terminan confundiendo «lo sapiencial» con «lo científico»… y, ya se sabe, la ciencia acaba por demostrar que el sol es el centro del universo o que tantos otros (pretendidos) «datos bíblicos» no se sostienen ante una sencilla revisión crítica de los mismos. Por desgracia, el río revuelto de algunas polémicas, que acompañaron –y acompañan– al tema, ha provocado una penosa devastación cultural que impide recuperar y conocer la sabiduría que encierra la Biblia.
 
2.1. Religión y cambio de época
 
En esa dirección se explica la más elemental y grave dificultad del cristianismo occidental en nuestros días: los profundos cambios modernos nos han cogido con unos conocimientos e interpretaciones anticuados de la experiencia cristiana y, lo que es peor, sin pericia para repensar formulaciones y prácticas que pueden no sólo resultar ininteligibles sino que, una vez trastocada en profundidad la experiencia global de los hombres y mujeres, nos exponen asimismo a deformar gravemente la misma experiencia cristiana original. De ahí que, por ejemplo, por más que el fundamento experiencial del cristianismo radique en el sentirse salvados, amados y perdonados gratuita e incondicionalmente, persista un imaginario religioso que contradice clamorosamente esa identidad primordial del Dios de Jesús (baste pensar en las «intercesiones» de todo tipo y condición o en las devociones y «prácticas de piedad» con las que cerciorarnos o asegurarnos ese amor y perdón, por si –valgan las expresiones– su carácter gratuito e incondicional lo fuera de mentirijillas).
La experiencia cristiana, su narración o las fórmulas de fe nacieron dentro de un horizonte cultural estático. Una concepción abstracta (y esencialista) de la realidad donde todo estaba fijado desde el principio, donde hasta el movimiento venía ya determinado y no admitía desviaciones. Bajo esta perspectiva, la creación y la historia humana eran pensadas como perfectas y completas; en tanto que el mal y las imperfecciones se retenían como sucesos negativos posteriores (¡el pecado!) o causados por la intervención de agentes perversos (¡el demonio!). Para una cultura así, cualquier novedad sólo podía despertar sospechas: la perfección del hombre estaba al inicio (¡el paraíso!); y no restaba que retornar a los orígenes o restaurar el pasado (¡la redención!).
El cambio de época del que venimos hablando nos ha introducido en una visión dinámica: la perfección ya no está en los inicios sino al final del camino evolutivo y para descubrirla no se ha de mirar tanto hacia atrás cuanto orientar los ojos hacia adelante, proyectarse en el futuro; la creación no ha terminado y su fuerza no ha manifestado aún toda su plenitud en el proyecto humano. Para una visión de este tipo, el tiempo o la historia adquieren un valor extraordinario: más que el sucederse de cosas, forman la estructura profunda de cuanto sucede…, la íntima realidad del mismo ser humano.
En el siglo XX, esta visión se mueve drásticamente, al actuarse el llamado «giro lingüístico»: un salto cualitativo que transforma profundamente la antigua conexión de «lenguaje–realidad–verdad». La consecuencia inmediata será la crisis radical del perfil clásico de la palabra humana como una especie de participación en el lenguaje del creador, voz de la verdad e imagen perfecta de las cosas o reflejo de las ideas divinas. Ahora sabemos que el lenguaje es la estructura que constituye la persona: más que expresión de la conciencia, del sentimiento o del pensamiento o más que, en dos palabras, «instrumento puro», en principio, refleja la comunidad y cultura de la que depende, así como el sujeto que lo utiliza.
El ser humano, por un lado, ha de formular lingüísticamente su experiencia para vivirla conscientemente; por otro, la estrecha vinculación del lenguaje con el universo simbólico imperante provoca continuos desplazamientos semánticos en el significado concreto de las palabras. El lenguaje es un sistema en perenne movimiento, como el resto de aspectos de la vida y de la historia, que envuelve a toda la persona. Así que los cambios reseñados, por ejemplo, inciden en el sistema de la lengua modificándolo… Con todo, educados en una especie de «sacralidad del lenguaje» (religioso, especialmente), parece como si el lenguaje teológico no estuviera sujeto a las leyes y mutaciones del resto de lenguajes humanos; cual si hubiera adquirido un estatuto privilegiado por el sólo hecho de referirse a Dios, que es trascendente y absoluto. Pero ni es ni puede ser así.
 
2.2. ¿Un acontecimiento fallido?
 
No puede ser así, puesto que si así fuera, pongo por caso: ¿quién no haría espavientos si alguien nos insta a creer, como literalmente se decía, en un Dios cuya grandeza tiene como una de sus máximas expresiones la de enviar al Hijo a una muerte violenta para poder perdonar los pecados de la humanidad? ¿Cómo no llevarse las manos a la cabeza si, por toda argumentación con intención de obligar a tal o cual comportamiento, se invocara sin más la «voluntad de Dios» o un mandato de la jerarquía eclesiástica?
Lejos de mi interés derivar hacia cualquier tipo de casuística, pero no podemos olvidar la voz de una buena mayoría de nuestros contemporáneos a los que algunos enunciados de la fe apenas les dicen nada y tampoco encuentran que ciertos modos religiosos de celebrarla entronquen con sus problemas. Una vez cambiada la experiencia humana, la fe y la religión –en buena medida– no sintonizan con la sensibilidad del hombre moderno y han dejado de corresponder a sus cuestiones vitales; las formulaciones y celebraciones se han transformado, prácticamente, en aspectos no correlacionables con la existencia cotidiana. El «sistema di significado» cristiano, o la visión de la vida que impulsa, ha sufrido un proceso constante de degradación semántica y una gran pérdida de realidad y significatividad práctica en su confrontación del paradigma sociocultural vigente. De modo que, en esta circunstancia, la religión católica se incapacita para ejercer una de sus funciones esenciales en la sociedad actual, esa que N. Luhmann ha definido como un fundamental «factor reductor de la complejidad» [4].
En fin, bien entendió toda esta problemática el concilio Vaticano II, cayendo además en la cuenta de que el asunto no admitía más demoras: la experiencia religiosa estaba anclada en el pasado, mientras que en el mundo se había producido un vuelco total en la experiencia de los seres humanos. Por mucho –¡por tanto!– tiempo, ensimismados como estábamos en la defensa de lo nuestro, casi ni nos habíamos enterado de los trastrueques acaecidos en la vida de los hombres y mujeres. Sobrevinieron las prisas y… se hizo lo que se pudo. Lo fundamental: se selló un cambio radical de rumbo en la orientación del cristianismo y de la teología (pastoral, en primer lugar).
Fue así, pese a todos los pesares, como el Concilio pasó de considerar a Dios y a la Iglesia en sí mismos a un Dios y una Iglesia para los hombres, tornando a creer que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de la Iglesia” (GS 1).
Junto al clima acogedor de diálogo y apertura al hombre, a la cultura y al mundo moderno, el debate determinante del Vaticano II –y donde inicialmente se gestó una inequívoca «revolución copernicana»– fue eleclesiológico. Contendían, en concreto y expuesto con el tono simplificador de las síntesis, dos maneras de entender la identidad y el funcionamiento de la Iglesia: «comunidad» de creyentes, por un lado; «sociedad» jerárquicamente estructurada, por otro. Por más que parezcan eslóganes para la galería, no deja de ser cierto que se pretendía confirmar una imagen de Iglesia como «sociedad jerárquica y desigual», cimentada sobre los pilares del poder (la autoridad) y la ley (lo jurídico). En su lugar, pasó a primer plano la realidad del misterio, delsacramento y del pueblo de Dios, es decir: una Iglesia, ante todo y esencialmente, comunión o misterio ligado a la Trinidad; y una Iglesia-sacramento, obligada por tanto a esforzarse para que «lo visible» dejara entrever «lo invisible».
De ahí que se hablara de un «concilio pastoral», dando a entender que se pretendía una nueva forma de ser y hacer. No se trataba sólo de práctica, cuanto de sentido y orientación global; de relaciones exteriores, cuanto de visión cabal del misterio cristiano; no tanto de intenciones cuanto de significaciones concretas.
En cualquier caso, no se concretó o no se hizo suficiente hincapié en la práctica, por no regularse ni precisarse como se debía el asunto relativa las estructuras y signos visibles de la comunión; más adelante, además, el postconcilio no supo o no pudo encarar las interferencias comunicativas que dificultaban de nuevo la relación de la Iglesia con el mundo moderno.
 
2.3. Pastoral: ¿una complejidad tramposa?
 
A la fin y a la postre, nos encontramos de nuevo con una pastoral que no logra descifrar ni el mundo que nos rodea ni proponer una experiencia religiosa significativa y capaz de vitalizar la existencia de las personas y comunidades, capaz de organizar «proyectos» personales y comunitarios… y no sólo «prácticas», por importantes que fueren.
El Vaticano II apuntó en la dirección justa; pero no desterró ni tan siquiera el malentendido de cuantos pensaban que siendo pastoral no tenía que ser doctrinal, dando pie incluso a que una significativa minoría de padres sinodales tradujera aspectos como los apuntados en términos de simple adaptación poco menos que casuística («¿por qué retocar la doctrina cuando se trata únicamente de un Concilio pastoral?», parecían decirse a sí mismos).
Fue así como podemos haber desembocado en una complejidad pastoral… tramposa por artificial. Sabemos que existe un problema real «entre nosotros», pero lo parcheamos de mil modos, para dirigir la mirada hacia los problemas de «los otros». El carácter real del problema se refiere específicamente a la necesidad (objetiva) de repensar la identidad de la fe y experiencia cristianas y, sobre todo, de cambiar estructuras y prácticas eclesiales según la dirección conciliar citada precedentemente.
Sabemos también, máxime conociendo las vicisitudes del postconcilio, que lo decisivo se juega en la práctica, en la praxis: en cierto modo, más que renovarse a partir de principios y verdades, la Iglesia debe comenzar los cambios transformando su organización y las prácticas que comporta. La «eclesiología de comunión», más específicamente, ha de verificarse en las respuestas dadas al «cómo ponerla en práctica».
Finalmente, hemos de evitar perdernos en discusiones conceptuales para centrarnos en las formas de vida, insistiendo en el descentramiento que el Vaticano II exigió a la Iglesia para que tales formas no la ensimismen o concentren en sí misma, sino que la empujen al servicio del Reino, al servicio de la vida.
Cierro recordando el denominado «cisma pastoral», según expresión de P. Zulehner, que sigue en la base de una complejidad –sirva la adjetivación– engañosa: la pastoral y la teología de la praxis cristiana seguirán viciadas desde su raíz mientras impere en la Iglesia esa escisión entre la jerarquía, el clero y los religiosos, por una parte, y los «simples files» o los laicos, por otra [5].
Obviamente, todas estas cuestiones –y otras muchas que, sin duda, nos vienen de una sociedad un tanto a la deriva o de un «mundo desbocado» (A. Giddens), en las que no hemos querido entrar– repercuten directa y dolorosamente en el campo de la pastoral juvenil.
 

  1. «Repensar» desde los jóvenes

 
El Vaticano II, se interprete como se interprete, reconoció la necesidad y obligación de vivir y expresar la experiencia religiosa católica en sintonía y con categorías propias de la cultura moderna. A esta alturas, no sólo parece haberse estancado ese acercamiento, sino que existe la impresión de que han tornado las preocupaciones de antaño por cerrar filas y afirmar la identidad a base de repetir las certezas de siempre.
A la ya compleja cuestión de asumir el «nuevo modo de ser y vivir» que acompaña al cambio epocal, lo repito, añadiríamos una ulterior dificultad si nos negáramos a vivir, experimentar y transmitir el cristianismo asumiendo el estado de conciencia del hombre actual.
Así que: ¿qué cristianismo, qué Iglesia; qué comunidades y qué generaciones nuevas de cristianos queremos? Todo nos conduce aquí; en buena medida, todo pende de este interrogante al que no acabamos de encontrar una respuesta adecuada. Las profundas transformaciones, rupturas o crisis –directa o indirectamente citadas hasta aquí–, al menos, nos hacen sentir la necesidad de repensar la fe y la religión.
 
3.1. Desafío y oportunidad
 
Al respecto, si la teología en general se preocupa de la correlación entre la experiencia cristiana originaria y la experiencia de las mujeres y hombres contemporáneos, la diferencia específica de la pastoral –frente a la forma de proceder del resto de las disciplinas teológicas– atañe a la praxis como punto de partida: en nuestro caso, la existencia concreta de los jóvenes y de la comunidad cristiana es el «lugar teológico» por excelencia para escuchar y comprender tanto la palabra inmediata de Dios como la respuesta eclesial más adecuada a la misma.
Por eso, por un lado, con la pastoral juvenil no se trata tanto de pensar a la luz de la Biblia u organizar doctrinas que transmitir, etc.; casi cabría decir que lo contrario: es desde el contacto directo con los jóvenes, con el bagaje de sus esperanzas y frustraciones, anhelos y contradicciones… desde donde se ha de (re)pensar la misma Escritura y cómo anunciarles la salvación, el «evangelio» o las buenas noticias de parte de Dios.
También por eso, por otro, la comunidad cristiana, antes de interrogarse por cuanto «ha de comunicar a los jóvenes», debe preguntarse ella misma qué le dice o anuncia hoy el Evangelio: quizá por ahí atisbemos… que toca recomenzar, es decir, atisbemos a leer el estado actual de la fe como un «momento seminal de muerte» que empuja hacia el (re)inicio de una vida distinta.
De ser así, los jóvenes no constituyen un problema para las comunidades eclesiales, por más que frecuentemente muchas quieran escabullirse por esta falsa puerta, sino un desafío y una oportunidad: las nuevas generaciones son una ocasión inmejorable para repensar la experiencia cristiana original, para correlacionarla creativamente con la existencia humana hodierna –adecuándola a los actuales dinamismos antropológicos– y, en fin, para reconstruir la «práctica religiosa».
Pues bien, en nuestro particular momento histórico de cambio epocal (cambio que, como ya dije, no sólo comporta una nuevo estado de conciencia sino que incluye también la gestación de un inédito modo de ser y vivir en el mundo), los jóvenes –a su manera– nos anticipan ese «nuevo individuo» naciente… A la par, nos indican que, así como somos los mayores, no les interesamos demasiado y que, por ejemplo, ni nuestra religión ni nuestra Iglesia prácticamente les conciernen, pues no se sienten atraídos por el cómo creemos, celebramos y «vivimos defe».
Hará falta, pues, ir más allá del «hablar de» hacia el «hablar con» los jóvenes y, lo que es más importante, encarar la situación de la fe y de la religión para pensarlas desde y pensarlas para ellos y ellas. El futuro del cristianismo pasa por estas nuevas generaciones. A la situación hermenéutica descrita precedentemente le faltaba este dato fundamental.
 
3.2. La pastoral juvenil como piedra de toque
 
El Concilio fue consciente de que “el futuro de la humanidad estaba en manos de quienes supieran dar a las generaciones venideras razones para vivir y esperar” (GS 31), por eso quiso aclarar cómo la misión de la Iglesia conectaba “con los deseos más profundos del corazón humano cuando reivindica la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de su destino más alto. Su mensaje, lejos de empequeñecer al ser humano, infunde luz, vida y libertad para su progreso” (GS 21).
No obstante, referido a los jóvenes y expresado muy esquemáticamente, no parece encontrarse –por el momento– en grado de «infundirles luz, vida y libertad». Entre otras cosas, porque la Iglesia apenas si suscita interés entre ellos: a sus ojos, aparece como una institución antigua y pasada que, al decir de no pocos analistas, se ha ganado a pulso esta irrelevancia por el exceso y la ininteligibilidad de sus palabras o el anacronismo de su organización interna. Con tino, termina por preguntarse F.J. Carmona “si la relación que la Iglesia mantiene con la juventud, más que fruto del secularismo militante y la postmodernidad, es consecuencia de aferrarse a un proyecto concreto de Iglesia” [6] que le impide encarnarse en nuestro tiempo.
Entonces, ¿qué proyecto de Iglesia perseguimos, desde dónde lo estamos imaginando y construyendo? ¿Hacia dónde apuntamos, qué comunidades, qué cristianos… queremos? ¿Qué futuro cabe… si nos concentramos en pensarlo todo para «que sea como nosotros somos», si las preocupaciones nacen del conservar –en el bueno o en el peor de los sentidos– lo que tenemos?
¿Qué mañana espera al cristianismo si, por ejemplo, nos interesan más los «signos de Iglesia» que los «signos del Reino»? ¿Cómo pueden los jóvenes realizar experiencias cristianas si están diseñadas e interpretadas con una sensibilidad y presupuestos extraños a su vida?
Salta a la vista, por lo que no vale la pena extender la argumentación, que los jóvenes y la pastoral juvenil constituyen uno de los espacios fundamentales de la «situación hermenéutica» contenida en los interrogantes antecedentes. Con palabras más sencillas: no sólo hemos de pensar el cristianismo para las nuevas generaciones, algo obvio y para nada contrapuesto a pensarlo también para los católicos actuales, sino que lo más importante será pensarlo desde esos jóvenes en grado de continuarlo o exponernos al peligro mortal, en caso contrario, de proponer una experiencia cristiana insignificativa para ellos.
Claro está que imaginar y repensar desde otro punto de vista distinto del nuestro (confundido fácilmente dentro de la Iglesia como «el» punto de vista) no es nada fácil. Pero, sin desentendernos de las inconsistencias y contradicciones juveniles, ¿qué otro aviso nos mandan los jóvenes, en primera instancia, con su despreocupación, desinterés o desconocimiento… sino el recado de que «la cosa nuestra no va con ellos»? (¿Y qué otro mensaje nos esperábamos haciendo lo que hacemos? Piénsese a los signos y palabras que empleamos, a cómo son nuestras celebraciones cristianas, a qué organizamos, etc.).
Por lo demás, existe una cuestión previa a esa de que los jóvenes rechazan «lo nuestro», esto es, el problema de si entienden o menos lo que decimos y la experiencia que proponemos. Tantas veces sólo se trata de esto último y, en consecuencia, ni que decir tiene que no se plantean lo primero. En definitiva y aunque la escasa vitalidad de la pastoral juvenil de las comunidades cristianas agrande las dificultades, una esencial piedra de toque para medir el futuro de la religión católica reside en la capacidad para repensarla desde los jóvenes, a los que obviamente va dirigida como destinatarios en grado de confirmar o desmentir ese futuro.
 

  1. Fe y experiencia, comunicación y educación

 
Dando por descontado que el cristianismo –sin querer separar o contraponer– es una experiencia que se transforma en anuncio, y no tanto un mensaje o unos contenidos con los que construir experiencias, todos nos preguntamos: ¿por qué la evangelización de los jóvenes vive una crisis tan grave? ¿Dónde radican esencialmente las razones de la misma: en los evangelizadores, en los jóvenes o en la propia estructura y desarrollo de la evangelización?
Antes de seguir, algo obvio: no se trata de buscar culpables. No se buscan reos, sino razones para explicar y comprender. Pero, al hilo del asunto, ya podemos efectuar un descarte inicial: el problema de la fe y de la Iglesia con los jóvenes, básicamente, consiste en que no entienden bien lo que decimos con la primera (fe) y tampoco lo que hacemos en la segunda (Iglesia); como se ve, algo previo a que puedan estar de acuerdo o no con ambascosas [7].
 
4.1. Evangelización como comunicación
 
El concilio Vaticano II, la Dei verbum más en concreto –y por olvidadizos que seamos–, nos permitió entender un poco mejor sea el porqué de la situación de la evangelización que el cómo proceder para afrontarla adecuadamente. Afirma el número 13 de la DV: “La palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo la debilidad de la condición humana, se hizo semejante al hombre”. Y señala en el número precedente: “Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano; por lo tanto…, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos…, para […] comprender exactamente lo que el autor propone en sus escritos, hay que tener muy en cuenta los modos de pensar, de expresarse, de narrar que se usaban en tiempo del escritor, y también las expresiones que entonces se empleaban en la conversación ordinaria» (DV 12).
Por supuesto: no sólo la revelación y salvación divinas se nos transmiten con palabras y acciones humanas, también las personas deciden y responden a la revelación y salvación –manifestadas definitivamente en Jesús deNazaret, el Cristo– a través de experiencias y palabras de la propia realidad cultural.
Si, según lo dicho por activa y por pasiva, tenemos una naturaleza lingüística, es decir, el lenguaje es una de las estructuras básicas con las que se constituye el ser humano, y si –además– «somos interpretando» desde una pre–compresión determinada (que en la actualidad se organiza en torno al universo simbólico y cultural modernos), nada mejor para repensar la evangelización que vincularla a la comunicación.
No representa un punto de vista exclusivo ni, mucho menos, excluyente. Proponer el modelo o la clave interpretativa de la evangelización como comunicación, eso sí, conlleva algunas ventajas significativas en relación a tres aspectos fundamentales para la pastoral juvenil: 1/ Entrelazar lógica y profundamente la experiencia cristiana con la de los jóvenes, en el contexto de la llamada era de la comunicación; 2/ Reconocer el significado y peso decisivos de la cultura en la educación a la fe; 3/ Individuar una razón determinante para comprender y afrontar el progresivo alejamiento de la Iglesia por parte de las nuevas generaciones. Considero brevemente cada uno de los puntos.
Nos humanizamos y personalizamos, por así decirlo, a través de la comunicación; de ahí que ella constituya uno de los pilares sobre los que se asienta el sujeto humano. Las actuales teorías al respecto subrayan el carácter absolutamente central del dato en la vida de las personas y sociedades contemporáneas: sin miedo a exagerar, debe reconocerse que se trata del agente más poderoso de socialización. También somos «seres de comunicación» porque nuestra naturaleza, originariamente, es lingüística y nos emplaza a perpetuidad en un contexto comunicativo y social. No hay ser humano, pues, sino siempre en relación con otros seres humanos y, así las cosas, bien podemos sostener que la evangelización de los jóvenes se ha de entender básicamente como un «proceso de comunicación» que nos remite al «qué – por qué comunicar» y «cómo comunicar».
Todo esto nos obliga a confrontarnos continuamente con la cultura, puesto que para comunicar el «misterio salvador de Dios» nos servimos de símbolos, conceptos, formas y palabras que se leen y remiten a modos culturales de sentir, pensar y actuar propios de cada tiempo. Repetir literal o pasivamente la experiencia cristiana, sin hacerla viva y comprensible en la historia y cultura del momento, sería secarla o condenarla al ostracismo.
La evangelización de los jóvenes, en particular, requiere una atención especial a la cultura y a la comunicación para hacerla posible a través de la educación a la fe. No es el caso de entrar en detalles, por otro lado ya suficientemente estudiados en la pastoral juvenil [8].
 
4.2. Procesos educativos
 
El diagnóstico o mensaje (previo) respecto a la religión y la Iglesia, basta echar un vistazo a la vida cotidiana de los jóvenes, no puede ser más elocuente: así como somos y vivimos la fe los mayores, ni les interesamos demasiado ni les sirve nuestra fe y religión. Constatada la falta de sintonía, resulta evidente la carencia de alternativas al agotamiento de la socialización religiosa y la escasa o nula incorporación de los jóvenes a la vida eclesial, donde apenas si cuentan con espacios y responsabilidades específicas.
Uniendo diagnosis de cara a la pastoral juvenil, pocas dudas caben en la conclusión: su problema central es esencialmente educativo. Por una parte, la frecuencia de la vida de los jóvenes no logra captar la onda de la Palabra salvadora; por otra, existe una comunicación con tantas interferencias y distorsiones que ni la Iglesia los entiende ni ellos conectan con su vida y mensaje.
Por fortuna, nadie discute a estas alturas que la pastoral con jóvenes se especifica en procesos de educación a la fe; teóricamente, tampoco existen dudas acerca de la estrecha relación existente entre educación y fe (no obstante, en la práctica, ambas afirmaciones se desdibujan. Y es que en la práctica, a veces, la pastoral juvenil se asimila a una simple «catequesis juvenil» y la educación se utiliza cual instrumento al servicio de la doctrina). Lenta, pero inexorablemente, vamos comprendiendo cómo las dificultades, incluida la incapacidad de muchas parroquias y agentes de pastoral para entrar en contacto con los jóvenes, tienen la raíz común de un cierto descuido de las actitudes educativas. Aunque el asunto sea complejo, básicamente nos enfrentamos a una cuestión de competencia o incompetencia pedagógica.
La pastoral juvenil, pues, entrelaza educación y fe, hasta fundirlas en procesos de «mutua implicación», es decir: madurar como personas y crecer como cristianos se implican recíprocamente, por lo que el hecho educativo contiene la posibilidad de la experiencia cristiana, al igual que ésta comporta la maduración que persigue la educación.
Al hablar así de la fe, más que referirla a su nota esencial –don de Dios–, la entendemos como respuesta a ese regalo previo, como respuesta a la vida y al amor gratuito e incondicional que la sostiene. La fe, en esta perspectiva, no es tanto cuestión de descubrimiento y afirmación explícita de Dios, cuanto respuesta a la realidad humana más íntima y radical: Dios asume todo «sí» a esa realidad de los hombres cual si fuera un «sí» a Él mismo. (Una respuesta o un «sí», en principio, al ser humano y su realización, puesto que no otra es la causa de Dios; a quien le interesa mucho más que los hombres lleven a cabo su proyecto, que el reconocimiento incontestable de Él como autor del plan).
 
4.3. Mentalidad hermenéutica

Puede que, en los inicios –no demasiado lejanos– de la pastoral juvenil, bastase con la buena voluntad y el querer bien a los jóvenes. Ahora resulta indispensable una formación adecuada.
El servicio apasionado y desinteresado de los pioneros compaginaba espontáneamente procesos deductivos e inductivos. La mayoría de las veces, el predominio de la deducción igualaba la pastoral a catequesis juvenil; mientras que la preponderancia de la inducción conducía a modelos formativos «juvenilísticos» o meramente socio-políticos.
En la actualidad, sea los proyectos o estrategias que los responsables de la pastoral juvenil, deben moverse con métodos y mentalidades más interpretativas o hermenéuticas. El descubrimiento del carácter histórico e interpretativo de la existencia humana ha conducido también a la teología a transformarse: de ciencia ocupada en conocer los entresijos de una saber acumulado a lo largo de los siglos –el «depósito de la fe» cristiana– ha pasado a ciencia que busca comprender el significado de una experiencia que sigue viva. En pocas palabras, se ha pasado del saber a la interpretación (C. Geffré). Ya no sirve (sólo) conocer muy bien los contenidos doctrinales y la situación; hace falta correlacionarlos críticamente y mantener un estado de interpretaciones sucesivas… al hilo de los cambios históricos.
Parafraseando a E. Schillebeeckx, en esta hermenéutica, los jóvenes son la historia de Dios: «lugar teológico» básico para revisar (y «experimentar») el sentido del Evangelio, para descubrir cómo resuenan en ellos las historias vivificadoras de la Escritura y, más en concreto, aquéllas que mejor contienen y reflejan el «saber vital» de Jesús de Nazaret…. Saber que se concentra en la buena noticia de los cielos y tierra nuevos (Reino): un proyecto que dio sentido a la propia existencia de Jesús y provocó una experiencia de inmensa alegría en la gente sencilla que lo compartía con él.
Proyectos y mentalidades semejantes no pueden por menos que conducir –dada la crisis de tantos símbolos, modos y estructuras de la experiencia cristiana– a una responsable «ética de la experimentación» para buscar alternativas a todo ello (piénsese a la liturgia y las formas de celebrar, orar, etc.). No se trata de cambiar por cambiar o de hacerlo a cualquier precio; sino de encontrar salidas a una situación insostenible, no tanto por causa de la dejadez o malicia de las personas cuanto por la escasa sintonía, significatividad e irrelevancia para la vida… de tradiciones que se siguen formulando con lenguajes viejos o hasta incomprensibles.
Dos subrayados finales, en la dirección de experimentar alternativas. El primero para sugerir la importancia de las estrategias; el segundo, la parroquia y las pequeñas comunidades como principales laboratorios del empeño hermenéutico y experimental.
Nos hemos acostumbrado, por fortuna, a trabajar con «mentalidad de proyecto». Una gran conquista, sin duda. Ahora es necesario otro paso: unir los proyectos a la elaboración de perspectivas de futuro mediante la definición de estrategias. En buena medida, ha sido uno de los ejercicios que ha orientado bastantes de las páginas precedentes que, leídas bajo este punto de vista, pretenden «incitar a repensar» la experiencia cristiana a partir de una correlación crítica con la humana, en grado de inspirarnos cómo reconstruir la imagen de Iglesia y de «joven cristiano», cómo proyectar la cotidianidad educativa y aquellas acciones concretas a desarrollar con las chicas y los chicos dentro de cada comunidad cristiana.
La parroquia y las pequeñas comunidades, justamente, deben encarar su futuro poniendo al centro las jóvenes generaciones; el crecimiento personal de cada joven es fundamental para el futuro de la Iglesia. Por eso, debemos cuestionarnos si no estamos ante la obligación de un cambio fundamental de estrategia, es decir: invertiren esa perspectiva, lo que supone replantearse en todos los sentidos las prioridades de cada Iglesia diocesana, así como de las diversas parroquias u otras estructuras y presencias que la integran. Replanteamiento que incluye la revisión de cómo empleamos los recursos humanos y económicos: ¿Es el caso de concentrarlos como hasta ahora en el «sacerdocio ministerial» y en el culto? ¿No habrá que emplearlos, más bien, en la formación de los jóvenes, por ejemplo, utilizando concretamente fondos para que algunos de ellos puedan dedicarse por cierto tiempo a estudiar teología y pedagogía? ¿No será el momento de redistribuir y crear espacios parroquiales nuevos para los jóvenes, impulsando a todos los niveles el asociacionismo con múltiples formas de proyección práctica?
En cualquier caso, la parroquia debe convertirse más en un ambiente para encontrarse con los demás, con uno mismo y con Dios… que en un mero espacio cultual: ambiente que ayude a comprender las cuestiones vitales que afectan a todos, para lanzarlas más allá de las pequeñas y cómodas respuestas de un «Evangelio simplificado», rebajado o de corte ritualista. Parroquia, por consiguiente, como laboratorio de vida, de lenguajes y celebraciones, de radicalidad profética. Dentro de cada comunidad parroquial, en fin y respecto a los jóvenes, adquieren una importancia estratégica de primer orden los grupos y las pequeñas comunidades cálidas, abiertas y comprometidas.
Los jóvenes, con su aire, estiman sobremanera el grupo. A su vez, el panorama de las pequeñas comunidades –aunque fenómeno minoritario–, quizá sea crucial en un nuevo entramado capaz de organizar el paso del grupo juvenil a la comunidad cristiana. Los dos han de ser considerados, con todas las consecuencias, como lugares de experiencia de Iglesia y no como puros instrumentos hasta su integración en la parroquia (nunca se insistirá lo suficiente en el peligro que entraña la escasez o total carencia de referencias vividas en grupos o comunidades en cuyo trato pueda actualizarse lo que objetivamente significa creer).
 
 
[1] I VESCOBI DI FRANCIA, Proporre la fede nella società attuale, LDC, Leumann 1998, nn. 1-2.
[2] Aquí sólo aparecerán, no podría ser de otro modo tratándose de un breve artículo, algunas pinceladas de la problemática que he tratado con mayor profundidad en dos libros de próxima aparición; a ellos me remito (cf. J.L. MORAL, Jóvenes sin fe? Manual de primeros auxilios para repensar con los jóvenes la fe y la religión, Ed. CCS, Madrid 2006; ID., Ciudadanos y cristianos. Reconstrucción de la teología pastoral como teología de la praxis cristiana, Ed. San Pablo, Madrid 2006).
[3] P. BERGER ET ALII, Un mundo sin hogar. Modernización y cultura, Sal Terrae, Santander 1979, 80.
[4] Cf. N. LUHMANN, Die Funktion der Religión, Suhrkamp, Frankfurt 1977:“La aplicación del análisis científico a la religión y a su representación de Dios, a partir del s. XVIII, cambió radicalmente la concepción tradicional occidental, de tal modo que hasta ahora ni la dogmática religiosa ni su análisis científico han podido reencontrar de nuevo posiciones consolidadas” (Ibíd., p. 66). Por lo demás, el autor entiende la religión, desde su teoría de sistemas, como uno parcial de ellos que permite reducir y transformar la complejidad del mundo (cf.Ibíd., p. 26).
[5] Cf. P. ZULEHNER, Teologia pastorale II, Queriniana, Brescia 1992: todo este segundo volumen («Construcción de la comunidad») –de los cuatro de que consta la obra–, en cierto modo, está dedicado al tema del cisma y cómo superarlo.
[6] F.J. CARMONA, Jóvenes y religión: una revisión histórica de los estudios españoles desde 1935 al 2000, en: J. GONZÁLEZ-ANLEO (DIR.),Jóvenes 2000 y religión, Fundación «Santa María», Madrid 2004, 306.
[7] Resumiendo hasta lo imposible todo lo dicho al respecto en los puntos precedentes, ésta sería la raíz común de las separaciones y divorcios entre el cristianismo y la sociedad (occidental) contemporánea: la fe cristiana sigue viviéndose y narrándose bajo formas, lenguajes y símbolos antiguos, difíciles de entender y más difíciles aún de asumir por parte de las mujeres y hombres modernos; quienes –a su vez– asientan sus vidas sobre bases innegables de historicidad, autonomía, libertad y democracia.
[8] En esa perspectiva que ensambla evangelización, comunicación y educación descubrimos, justamente, que las dificultades esenciales para la evangelización de los jóvenes obedecen no sólo a la carencia de significatividad y envejecimiento de las estructuras, formas y lenguajes con las que se les pretende transmitir una «novedad cargada de vida y sentido» (ue, por tales incoherencias, las nuevas generaciones perciben como algo viejo y ajeno) sino también a los rumores que interfieren dicha comunicación. R. Tonelli ha explicado con particular tino los distintos planos de las interferencias comunicativas, concluyendo que las dificultades no sólo residen en el «cómo» evangelizar sino que se concentran, sobre todo, en el «qué y para qué» comunicar… al plantearnos los jóvenes un desafío que nos desconcierta, una cuestión que resume como ninguna otra la raíz de la crisis de la experiencia religiosa de la nuevas generaciones: ¿se puede querer vivir «a tope», amar y desear la felicidad que nos puede dar esta vida y, al mismo tiempo, ser cristianos confesando que Jesús es el auténtico «Señor de la vida»? (cf. R.TONELLI, Per la vita e la speranza, LAS, Roma 1996, 43-58).