La educación ante el desafío de la mentalidad fundamentalista

1 marzo 2005

Antonio Jiménez Ortiz
 
Antonio Jiménez Ortiz es profesor de Teología Fundamental en la Facultad de Teología de Granada
 
SÍNTESIS
Parte el autor no del extremismo, sino de una mentalidad fundamentalista sostenida como actitud vital. Porque la verdad es que el fundamentalismo nos atañe a todos, no es simplemente un perfil patológico sino que está muy vinculado al dinamismo de la personalidad. La acción educativa entre adolescentes y jóvenes encuentra en este campo un desafío abierto. El autor propone la educación en valores para lograr crear en ellos convicciones firmes y, al mismo tiempo una actitud tolerante y crítica. En esta tarea se hace necesario: la clarificación de los valores, la educación de la conciencia moral y el acompañamiento haga el descubrimiento del otro.
 
El baptista norteamericano Curtis Lee Laws, editor del The Watchman Examiner, acuñó en 1920 el término “fundamentalista”, designando así a una persona dispuesta a “librar una batalla grandiosa” por los fundamentos de su fe. Poco tiempo antes los representantes del movimiento evangélico conservador de Princenton habían editado entre 1910 y 1915 una serie de 12 volúmenes con el título The Fundamentals: A Testimony to the Truth, dirigidos por A. C. Dixon[1]. En ese entorno se llamó fundamentalista al que se consideraba defensor de la inspiración literal y de la inerrancia absoluta de la Biblia, de forma que habría que suscribir todo, palabra por palabra, de forma incondicional. Sus raíces están en la ortodoxia protestante que se aferró a la doctrina rigurosa de la inspiración verbal y de la infalibilidad de la Biblia. Y desde ahí el fundamentalismo fue ampliando su territorio conceptual: mantener de forma intocable doctrinas, normas, ideologías, principios rechazando todo tipo de interpretación y actualización, de espaldas a los procesos históricos que en ningún caso podrían empañar el carácter absoluto de ese peculiar punto de vista, que se impone como el exclusivo acceso a la verdad. El fundamentalista se siente poseedor de la verdad definitiva y no tolera el error que se contempla como una amenaza inminente.
Esta palabra tan popular hoy se ha convertido en una especie de “vocablo comodín”, utilizado con frecuencia en contextos dialécticos como “arma arrojadiza” sobre el contrario: el fundamentalista vive en un horizonte cerrado y estrecho, con una visión miope de la realidad, enemigo de todo pluralismo, vinculado obsesivamente al pasado, ajeno a los cambios históricos y sociales, sin predisposición al diálogo… Desde su matriz religiosa protestante el concepto fundamentalismo ha ensanchado su campo de aplicación.
Hoy se habla también del fundamentalismo político, del fundamentalismo laicista, del fundamentalismo de derechas y de izquierdas, del fundamentalismo ecológico o dietético, del fundamentalismo nacionalista, del fundamentalismo que se hermana con el integrismo y fanatismo, y que puede desembocar en agresividad intelectual y verbal, o en violencia terrorista según ambientes y circunstancias. Se usa con frecuencia integrismo como sinónimo de fundamentalismo. En realidad ese vocablo expresa con claridad un aspecto decisivo de la mentalidad fundamentalista: la coherencia radical con una idea o principio, considerado fundamental, que se concreta con una claridad meridiana en una doctrina o ideología de validez absoluta más allá de los condicionamientos del tiempo y del espacio. El integrista se puede sentir llamado a imponer ese principio incluso de forma agresiva porque su misión es implantar la verdad en una sociedad cobarde y desviada del camino del bien.
Sin embargo desde el punto de vista histórico y desde el análisis fenomenológico se evidencia que el fundamentalismo abarca un horizonte más amplio de referencias significativas que el integrismo. El concepto de fundamentalismo integrista que hoy generalmente manejamos proviene de los años en que el ayatollah Jomeini declaró su revolución islámica con una fusión entre religión y política, desconcertante y sorprendente para el mundo occidental de aquellos años setenta[2].
A modo de ejemplo sobre las acepciones que ha ido adquiriendo el término fundamentalismo podemos citar a Thomas Meyer[3] que desde 1989 habla de fundamentalismo vital, político y cultural, y a Stephan H. Pfürtner[4] que a los fundamentalismos religioso, político y cultural, añade el fundamentalismo moral, el fundamentalismo en el derecho y en la burocracia. En nuestro caso concreto más que el análisis pormenorizado de carácter histórico o social, nos interesa una visión sintética que nos oriente en la pregunta: “¿Cómo educar preventivamente frente al fundamentalismo como tendencia existencial?” Y pienso que en este punto lo que nos preocupa pedagógicamente no son los fenómenos extremistas, raros o violentos del fundamentalismo, sino más bien la mentalidad fundamentalista y lo que puede suponer como actitud vital[5].

  1. El perfil de la mentalidad fundamentalista


En todos nosotros existen inclinaciones a adoptar posturas fundamentalistas, sobre todo cuando somos fascinados por ideales o imperativos de perfección. El fundamentalismo nos atañe personalmente: no es un mundo extraño de gente con perfil patológico, sino que está vinculado estrechamente a la dinámica de nuestra interioridad cuando orientamos nuestra energía vital por el cauce de un valor único y absoluto que condiciona de forma injustificable y drástica todo el mundo de valores individuales y colectivos en el que vivimos. Pensemos en lo que encierran expresiones como fanático del orden o de la limpieza, de la justicia o de la raza, o el fanático religioso[6].
El fundamentalismo puede crecer ante la carencia de nuevos sistemas de significado o de interpretación, capaces de ofrecer luz sobre la complejidad actual con su cohorte de incertidumbre e inseguridad. Ante la falta de un sistema de referencias de valores, ante el deseo de identidad, ante el peligro de fragmentación psicológica o social, ante la búsqueda afanosa de un suelo firme para la existencia y los propios proyectos, aparece la oferta clarividente y tranquilizadora del fundamentalismo, como reacción ante los desequilibrios provocados por cambios profundos, acelerados e inesperados.
La actual crisis cultural puede suscitar reacciones fundamentalistas allí donde menos pensamos, porque la incertidumbre produce un profundo malestar ante la inseguridad que condiciona nuestra conducta y nuestra vida. Hay nostalgia de certezas, deseo irreprimible de conseguir un apoyo firme que sostenga e ilumine nuestro obrar. Y en la sociedad de la complejidad y de la opacidad buscamos entender lo que ocurre, comprender a los demás, a nosotros mismos… y son posibles las tentaciones de la simplificación, o de la huida, o de la imposición de soluciones fundamentalistas[7].
En las sociedades occidentales, complejas y altamente estructuradas, el individuo puede sentirse perdido en el anonimato y en un pluralismo con frecuencia inabarcable. La identidad del sujeto se ve sometida a la precariedad por la confusión ideológica, por cierto desarraigo cultural, por la desarticulación de las escalas tradicionales de valores, por la fragilidad de los vínculos afectivos… Sin un marco sólido de referencia esa débil identidad puede sentirse amenazada. Y se busca seguridad a cualquier precio… Se siente miedo y se quiere evitar el fracaso existencial.
La mentalidad fundamentalista surgiría de la incapacidad para aceptar los desafíos de la vida personal y social, y de la imposibilidad psicológica de elaborarlos de una forma constructiva. La compulsión fundamentalista hundiría sus raíces en esa sensación de incapacidad, de callejón sin salida, en la angustia vital de verse ante un horizonte incomprensible y cerrado, bajo la sombra de cambios culturales y sociales que pueden resquebrajar los fundamentos. Es sensación de impotencia, reacción patológica ante la inminencia sentida de una quiebra de la estabilidad del mundo personal y colectivo, ante la amenaza de caos, si los fundamentos ceden.
Y por tanto la solución es la huida[8], la regresión ante una necesidad imperiosa de seguridad. El fundamentalismo es una huida hacia la radicalidad, vinculada con frecuencia a una actitud agresiva, con una percepción muy limitada de la realidad, con rechazo de la racionalidad y del desarrollo de la libertad para el individuo y la sociedad[9].
El presente se vive como amenaza, el futuro como incertidumbre y riesgo, y sólo en un pasado manipulado y enaltecido encuentra el fundamentalista seguridad y luz en el refugio de algo absoluto y definitivo. De ahí la actitud antihistórica del fundamentalismo: la historia no es comprendida como el lugar de la libertad y de la creatividad, sino sólo como espacio para el mantenimiento rígido del pasado
La actitud frente al entorno social y cultural es de sospecha, de distanciamiento hostil, de exclusión de lo ajeno y extraño desde la rigidez mental, desde la intolerancia, desde el rechazo visceral a toda forma de pluralismo que se identifica sin más como relativismo. El dogmatismo y la cerrazón ideológica se asientan en la creencia de la posesión absoluta de la verdad. Por tanto desde una certeza totalitaria se rechaza el diálogo y se exigen sumisión y obediencia ciega. Se renuncia a todo intento de interpretación y comprensión que son consideradas como peligrosas vías de contagio.
No hay espacio para la discusión[10]. Sólo es posible la aceptación de la definición clara y nítida de la única verdad. Con el fundamentalista puede alcanzarse a lo más un simple intercambio de testimonios pero no un diálogo basado en un esfuerzo de comprensión mutua. Esto conlleva el rechazo de los criterios de la razón como mera coartada a la necesidad de autenticidad fundamentalista, la devaluación de los derechos humanos como molesto condicionamiento a las ansias de salvación del individuo o del grupo fundamentalista, y el desprecio de la democracia y del consenso como expresiones de debilidad y falta de objetivos.
El fundamentalismo en cambio proporciona un marco de referencia sólido y seguro, con pocos principios indiscutibles, en el que los individuos, sostenidos por la colectividad, se sienten aliviados de sus angustias y amenazas, de la duda y de la inseguridad, con metas definidas y claras que alientan su esperanza y aplacan sus ansias. Pero esto exige coherencia, rigor, disciplina, sacrificio, firmeza inquebrantable, y también tiene como consecuencias carencia de flexibilidad, visión mutilada de la realidad e insensibilidad para los matices diferenciadores, inmunización ideológica frente a todo lo que venga “de fuera”, concretada en una oposición tajante frente a todo lo que pueda empañar la propia convicción o desestabilizar la seguridad conquistada, actitud antihermenéutica y rechazo de la polisemia, escasa consciencia de lo que implican los condicionamientos afectivos, sociales y culturales en el sujeto, poca capacidad de empatía[11], miedo a los cambios personales, sociales y culturales, angustia ante la pérdida de los referentes simbólicos del propio sistema de valores, y carencia de humor, ya que éste supone la posibilidad de cuestionarse a si mismo de forma serena, algo impensable para el fundamentalista.
Las causas del fundamentalismo como mentalidad no están en una u otra religión, en las ideologías o saberes científicos. El fundamentalismo arraiga en la interioridad de individuos de perfil psicológico rígido e inflexible, asediados por el miedo y la angustia, por la incertidumbre y la inseguridad, por la complejidad y el pluralismo, por la incapacidad para la libertad y la comprensión del entorno humano y social.
¿Hay desde el punto de vista psicológico en adolescentes y jóvenes alguna tendencia que pudiera inclinarlos a la mentalidad fundamentalista? ¿Sus ansias de cambio y renovación, su honda nostalgia de un mundo nuevo, sus vivencias de lo universal y su sensibilidad frente a la injusticia podrían conducirlos a posturas fundamentalistas? ¿El desarraigo afectivo, la falta de inserción en el difícil mundo laboral, la sensación de abandono social podrían empujarlos a aceptar compromisos con grupos que les ofrezcan una identidad corporativa, unos objetivos claros y unas rigurosas reglas de comportamiento frente a una sociedad permisiva que prácticamente no cuenta con ellos? Preguntas inquietantes.
¿Qué hacer con adolescentes y jóvenes para que eviten la tentación del fundamentalismo y para que puedan tener recursos personales para enfrentarse al contagio de la mentalidad fundamentalista? Creemos que la educación en valores es el camino para crear en ellos una personalidad de convicciones firmes y de actitud tolerante y crítica, de forma que aprendan a apreciar la diversidad cultural y las posibilidades enriquecedoras de la interculturalidad desde la afirmación serena de la propia identidad.
 
 

  1. Frente al fundamentalismo apostar por la educación en valores

 
En la situación de pluralismo ideológico y de complejidad inabarcable, que nos ha tocado vivir, la cuestión de los valores se impone como reflexión decisiva en el ámbito educativo para que sea posible encontrar caminos y puntos de referencia en la jungla que nos rodea.
Ya aceptamos como una evidencia que la educación no es simplemente instrucción o aprendizaje, o una pasiva preparación para la vida. No apunta sólo al hacer, sino que tiene como objetivo esencial el ser de la persona, por eso cabe concebirla como un camino de personalización, de maduración hacia el bien, la verdad, la libertad, la trascendencia… Todo proceso educativo está vinculado, por tanto, de forma esencial con valores, con escalas de valores, incluidas explícita o implícitamente en las visiones de la realidad, del ser humano, de la sociedad que integra necesariamente todo sistema educativo. La realización personal del ser humano exigiría una educación integral que tendría que ser estructurada por un esquema básico de valores éticos en el marco de nuestra tradición religiosa. Más allá de la cuestión metodológica, podemos afirmar que toda educación es ya educación en valores.
La neutralidad axiológica en la educación desembocaría en el vacío axiológico. Toda educación, de forma explícita o implícita, se desarrolla siempre en un horizonte de valores, ya que los objetivos pedagógicos suponen preferencias, opciones y decisiones basadas en argumentos de carácter ideológico del signo que sean. Para lograr que la educación tenga éxito como socialización en la compleja sociedad de hoy será necesario un esfuerzo de coordinación entre todos los agentes formativos. La familia no puede delegar en la escuela su responsabilidad frente a los hijos y la escuela no puede pretender que el entorno familiar sea capaz de responder de forma decisiva a los desafíos del presente. Unos y otros deben tender puentes de diálogo, comprensión y colaboración.
 
2.1. La clarificación de valores: posibilidades y límites

Se podría describir la educación como integración crítica en una cultura, es decir, en un universo no homogéneo de valores. Estos no son meras ideas, ideales o cualidades del ser. Como herramientas imprescindibles en la humanización del mundo han de estar encarnados en los diversos ámbitos de la realidad objetiva, personal y social. Son concepciones de lo deseable, que despiertan nuestro interés, que orientan y condicionan como criterios los sistemas normativos y las conductas individuales, integrándose en jerarquías axiológicas muy diversas en el seno del pluralismo social.
Ya sea en la educación formal o no formal, o en la educación inmediata o informal que tiene lugar en la complicada vida cotidiana, la confrontación con los valores es inevitable. En la familia o en la escuela, en el tiempo de ocio o en el acontecer de cada día, los diversos agentes educativos han de apoyar a niños, adolescentes y jóvenes en la percepción e interiorización de los valores que posibiliten su maduración en su originalidad personal. El objetivo es la adhesión y el compromiso del educando por el cauce de su propia experiencia, en la que el análisis crítico y la vivencia afectiva, el testimonio auténtico de los adultos y el desarrollo de habilidades específicas, lo guiarán hacia el discernimiento y la coherencia existencial. La clarificación de valores como estrategia hacia la autonomía axiológica intenta personalizar todo este proceso educativo mediante la interpretación de las propias experiencias vitales y la confrontación crítica con el entorno, con la reflexión sobre las distintas alternativas, en un clima de aceptación personal, de diálogo y contraste libre y sincero dentro del grupo.
El fenómeno del multiculturalismo con su complejidad axiológica está propiciando el uso del método de la clarificación de valores que ya propusiera Louis Raths[12] y su equipo en 1966. Desde entonces este método se ha visto enriquecido sobre todo por H. Kirschenbaum[13] con la aportación de la psicología de Carl Rogers sobre las tres actitudes básicas (congruencia, aceptación incondicional y empatía) del orientador o psicoterapeuta en la relación de ayuda. Este método estimula en los alumnos la capacidad de valoración, su libertad, su responsabilidad y compromiso con los valores a través de una reflexión crítica, acompañada de la experiencia afectiva y de una praxis coherente, con el apoyo de las habilidades desarrolladas en el proceso.
La cuestión no desdeñable que queda pendiente es el relativismo cultural y moral que supone la clarificación de valores desde su primera propuesta por L. Raths[14]. O visto desde la “no-directividad” de Carl Rogers: ¿Desde una actitud de empatía y aceptación incondicional del adolescente y del joven, con un esfuerzo de autenticidad y transparencia, con una renuncia sincera al adoctrinamiento puede el educador abstenerse sin más de todo juicio en el proceso de clarificación de valores? ¿Sería esta constante abstención de juicio la forma más adecuada para apoyar la vertebración ética de los alumnos frente a la amenaza del fundamentalismo en todas sus expresiones? ¿Y desde el marco de la fe cristiana podríamos aceptar las consecuencias de la “no-directividad” en el ambiente de densa confusión ideológica y religiosa en el que vivimos?
 
2.2. La educación moral y la aportación de la educación en la fe

En la confrontación entre las normas o el deber, que se proyectan como imperativos en la existencia del individuo, y la conciencia personal, que, a pesar de sus condicionamientos, busca decisiones responsables sostenidas por una voluntad libre, ha de actuar la educación moral no sólo como orientación sobre el bien, sino también iluminando el dinamismo de la persona que intenta traducir en hechos ese imperativo. El objetivo primario de la educación moral ha de ser la madurez ética a través del descubrimiento de la propia identidad personal, en el contexto social contemporáneo, y la conciencia de su ser libre y responsable en la búsqueda del bien, evitando el aislamiento individualista, dado que el obrar moral implica esencialmente a los otros y la complejidad institucional de la realidad social.
Entre los diversos modelos de formación moral con sus prácticas educativas con frecuencia divergentes sólo quisiera subrayar las carencias de un planteamiento meramente no directivo y los riesgos manipuladores de una directividad impositiva. Por eso en la educación moral frente al fundamentalismo debemos tener muy presente, que sean cuales sean los métodos utilizados, el sujeto es una persona cuya dignidad inviolable y cuyo valor insustituible han de ser reconocidos. No hay otro camino para la educación moral que el respeto a una libertad humana que es acompañada, sin presiones ni autoritarismos, hacia la constitución de su propio proyecto de vida personal.
La tarea educativa[15] consistiría en apoyar al sujeto de forma que vaya estructurándose como un centro de actividad inteligente y proyectiva, que implica el desarrollo de la capacidad de elegir libremente, según una escala de valores éticos, en medio de condicionamientos, estímulos y experiencias. De esta forma la persona podrá discernir y decidir, a pesar de los posibles errores, con disciplina y control personal sobre posibles gratificaciones o inhibiciones, anticipando vías o soluciones posibles y alternativas a la concreción de su proyecto y de sus fines, desde una opción fundamental por el bien. Pero este dinamismo se haya decisivamente engarzado con el componente volitivo y afectivo, que juega un papel determinante en la búsqueda de un equilibrio creativo de la personalidad. Conflictos, malestares, frustraciones en este ámbito afectivo pueden generar, según su gravedad, bloqueos de carácter intelectual y conductual, e incluso desintegraciones de elementos esenciales de la personalidad, que podrían desencadenar reacciones o generar actitudes de tipo fundamentalista e integrista.
La clave de la educación moral está en acompañar al adolescente y al joven a la creación de verdaderas convicciones personales, que sostengan la propia identidad sobre un fundamento ético. El camino pedagógico hacia esa estructuración interior del educando debería estar marcado tanto por un proceso sereno de convencimiento, en el que se ofrecen razones y argumentos fundados, como por una experiencia de persuasión que, desde la credibilidad y transparencia del educador, intenta abarcar a toda la persona en la riqueza de sus necesidades e intereses. Si el educador, en la familia, en la escuela o en cualquier otra estructura social, no vive coherentemente de sólidas convicciones personales la mediación de valores quedaría bloqueada.
“La educación moral, en síntesis, podría concebirse como un proceso que llevara a lo siguiente:
1) Formarse una serie de conocimientos (principios morales, normas) y una capacidad de juicio y raciocinio moral: es el aspecto cognitivo de la educación moral;
2) formarse una jerarquía de valores morales y unos sentimientos y actitudes morales: es el aspecto afectivo;
3) llegar a “ser” eso que se conoce y se quiere, traduciéndolo en obras; es el aspecto activo de la educación moral.”[16]
La formación de la conciencia no es separable de la educación de la persona, pero sí está condicionada por el concepto de educación que se tenga y por el modelo ético que la sustenta. Sin entrar en detalles sobre la complejidad de la conciencia y sobre las discusiones de tipo filosófico y psicológico de las últimas décadas, sí podemos apuntar que la formación de la conciencia se ha de plantear desde el reconocimiento del individuo, de su interioridad y subjetividad, y ha de orientarse hacia la adquisición de criterios axiológicos, de toma de decisiones a partir de juicios morales, sostenida la persona por las valoraciones asimiladas críticamente, a lo largo de su biografía, a partir de la aceptación de las normas éticas de la comunidad y de su tradición religiosa, con una incidencia inmediata en su conducta cotidiana. Cualquier decisión de conciencia, cuando se toma ante diversas alternativas, no excluye ciertamente la posibilidad del error. La obligatoriedad surge de la conciencia prudente cuando ésta discierne lo mejor, después de examinar todos los datos accesibles que ofrece la realidad[17].
Formar la conciencia como norma subjetiva próxima de actuación implica la búsqueda sincera de lo moralmente recto. Ante las acusaciones del fundamentalismo se debe clarificar que la libertad de conciencia no es ninguna apelación o aceptación del relativismo normativo, sino una consecuencia de la dignidad del hombre que no puede obrar nunca contra la propia conciencia. Este es el fundamento del pluralismo y de la tolerancia, y también de la objeción de conciencia, que no pueden ser diluidas por manipulaciones autoritarias ni por maniobras jurídicas.
Para nosotros como cristianos la educación moral es una consecuencia ineludible de la experiencia religiosa. Pero además quisiera sugerir en pocas palabras cómo la educación en la fe puede convertirse en un elemento decisivo frente a la amenaza de la mentalidad fundamentalista. En diversos ambientes se ha acusado al monoteísmo de ser un factor evidente del fundamentalismo, olvidando que también existen fundamentalismos hindúes, budistas y neoconfucionistas. Profundizar en la experiencia de Dios, que anuncia Jesús, supone decidirse vitalmente por la misericordia y por la compasión con todo ser humano, e implica respeto a la libertad religiosa y de conciencia, y la aceptación cordial del pluralismo religioso desde la propia identidad cristiana.
Aquí debemos repetir de nuevo que tolerancia no es lo mismo que permisivismo o relativismo. Respeto a los demás en sus creencias desde mi convicción creyente. No cabe duda de que en la situación actual hay que redescubrir con más coherencia la eclesialidad de la fe. Sin la Iglesia, como imprescindible estructura de plausibilidad para la fe, no sería posible mantener la originalidad cristiana, que confiesa a Jesús el Cristo como el salvador del mundo. Pero hoy es más necesario que nunca acompañar a adolescentes y jóvenes en procesos de personalización de la experiencia religiosa, en los que tenga lugar una mediación inteligible y significativa de los contenidos de la fe.
 
 

  1. Ante la tentación del fundamentalismo guiar hacia el descubrimiento del otro

 
En las próximas décadas el gran reto de nuestras sociedades europeas será el paso desde la inevitable multiculturalidad a la realidad compleja de la interculturalidad: cómo podremos lograr que la yuxtaposición y la fragmentación social que provocan los fenómenos de la multiculturalidad desemboquen en una situación intercultural que más allá de la simple coexistencia busca la intersubjetividad, que supera las exigencias de una tolerancia pasiva, empeñándose en los diversos ámbitos sociales en la promoción del diálogo, de la comunicación social, de la solidaridad recíproca. La interculturalidad ha de plantearse como encuentro enriquecedor desde el respeto y el reconocimiento. Y en ese largo proceso estará el fundamentalismo desgraciadamente siempre al acecho.
La educación a todos los niveles ha de comprometerse seriamente en la viabilidad de ese proyecto en común, promoviendo el sentido y la necesidad de una nueva ciudadanía, que desde el respeto asumido de los derechos humanos, esté conformada por la interiorización y experiencia vital congruente de valores determinantes para un futuro en común, en el seno de un pluralismo democrático: la libertad y la conciencia de sus límites, la igualdad de todos como seres humanos, la justicia y la solidaridad, especialmente con los más desfavorecidos, la responsabilidad personal y el sentido de corresponsabilidad, desde la honestidad y la coherencia personal, la tolerancia como compromiso activo, la renuncia a la violencia y la búsqueda sincera de la paz…
Pero el rechazo de la tentación del fundamentalismo en cualquiera de sus formas debe estar cimentando en el reconocimiento del otro, de su dignidad personal. Y el punto de partida es el respeto como renuncia a la voluntad de poder y de dominio sobre él. ¿Qué respuesta ofrezco a la apelación que me dirige en su concreta realidad existencial?
Al reconocer al otro revelo su indigencia, pero también mi pobreza radical, y este reconocimiento mutuo me conduce a la aceptación incondicional y a la escucha atenta que tienden a un verdadero encuentro. Éste requiere la aceptación de la alteridad con su resistencia a cualquier intento de manipulación, de posesión o deseo de fusión indiferenciada. La presencia de cada uno se hace oferta en la libertad, abriéndose a la reciprocidad de voluntades que renuncian en el encuentro a absorber al otro, a imponerse, a dominarlo ahogando su propia originalidad.
Este dominio es el impulso ciego del fundamentalismo que es incapaz de una empatía, que abre al verdadero conocimiento de la persona, al tomar conciencia de su modo de ser y de pensar, sintonizando con su mundo interior. Y eso sólo es posible si se crea una corriente afectiva en la experiencia recíproca de los sentimientos de cercanía y apertura generosa.
Sin los otros no llego a ser yo. No me debo afirmar negando a los demás, como intenta el fundamentalismo. Mi identidad necesita su diferencia[18]. Me hago sujeto humano con ellos, en el respeto, en la tolerancia, en el reconocimiento de su dignidad y libertad. Los “otros”, los extraños que hoy ya pertenecen a mi paisaje urbano, a mi entorno cotidiano no deben ser vistos como una amenaza, sino como una posibilidad de encuentro enriquecedor. No abogamos por una actitud irenista y simplista. Existe el riesgo del conflicto. Hay límites que han de ser respetados por todos. Pero como punto de partida la actitud existencial ha de ser de acogida y de compromiso, de apertura hermenéutica y de relación significativa, porque el otro es un ser humano, más allá de los condicionamientos de la raza, de la posición social o religiosa.
Pero hay que evitar que se imponga la creencia de que la mejor solución frente al fundamentalismo sea el relativismo. Ante la obsesión fundamentalista de confundir la parte con el todo, considerándolo como algo absoluto [19] , por una percepción e interpretación mutilada y estrecha de la realidad, hemos de promover una tolerancia activa sustentada en convicciones firmes y en la aceptación de la complejidad y de la apertura a la alteridad. No sería congruente con la situación actual de pluralismo cultural presentar la tolerancia como una actitud pasiva que acepta los hechos diferenciales desde la conciencia de la propia superioridad.
La tolerancia en el momento presente debe apuntar hacia un proyecto realista y enriquecedor de interculturalidad, renunciando a la tentación de imponer mediante el poder coercitivo un modelo de convivencia. Pero esto exige al mismo tiempo definir con claridad los límites que no pueden ser traspasados, señalar taxativamente lo que podemos expresar como “humanamente intolerable”, porque tarde o temprano nos enfrentaremos a las exigencias de la “ética del rostro”, que me impone el respeto a la “paradoja del otro”: objeto que sólo puede ser tratado como sujeto, y que, por tanto ha de ser integrado en mi vida en una auténtica reciprocidad como sujeto y rostro en la alteridad insuperable
En tiempos de narcisismo la alteridad se evapora con frecuencia del entorno psicológico y sólo queda el YO en su salón de espejos. Cuando los demás son vistos como instrumentos para mi gratificación, el individuo se hace consciente de la alteridad como negación: realidad extraña, ajena, antagonista, contemplada a lo más desde la indiferencia. Y si las relaciones personales se hacen opacas y difíciles, la alteridad se experimenta como frustración y rechazo.
¿Cómo educar para el reconocimiento y aceptación de la alteridad? Quizás por los caminos abruptos de las experiencias de la soledad y del sufrimiento ajeno. El sujeto frágil y vulnerable de la posmodernidad es incapaz de soportar la soledad. Y ésta puede entenderse como metáfora del absurdo de la vida, cuando se olvida de que vivir es convivir, que soy yo por los otros, que sin ellos no es posible el diálogo de la existencia, que la alteridad puede ser percibida a veces como amenaza, pero que sin la alteridad no florece la vida ni el sentido ni la aceptación del propio yo, ni el amor que no pueden prescindir del encuentro personal, del dar y del recibir.
Y la otra posibilidad para reconocer la alteridad es el sufrimiento humano. Podemos intentar aislarnos, recrear un mundo a nuestra medida… pero tarde o temprano nos toparemos con la experiencia del dolor que derrumba nuestro castillo de naipes. El otro que sufre apela a mi sensibilidad, se hace palabra que perfora los muros de la distancia, de la indiferencia. Golpea mi conciencia y me exige respuesta. No es cuestión de simpatía. Es la sensación extraña e iluminadora de que ese rostro, a pesar de las diferencias evidentes, pertenece también a mi mundo interior, porque en su humanidad me reflejo como ser finito, frágil, vulnerable a la búsqueda también de un sentido y de una esperanza. Y nace en mí la compasión como reconocimiento, como responsabilidad, como compromiso que ofrece consuelo, pero también la superación de las causas y circunstancias de todo tipo que provocan ese sufrimiento.
El reconocimiento del otro en esta situación compleja y plural exige un proceso pedagógico que acompañe al descubrimiento del hecho multicultural y sobre todo a la búsqueda consecuente de la multiculturalidad. En este punto las vinculaciones afectivas entre adolescentes y jóvenes de diversa procedencia son una garantía de un futuro de concordia y tolerancia, cuando se les educa en la concepción de la vida como diálogo, ya sea en la amistad, en la pareja, en la familia, en las relaciones sociales.
La vida en su complejidad es un continuo intercambio de palabras, gestos, silencios, vivencias, experiencias en el que los diversos interlocutores se sienten, afectados, transformados… El yo de cada uno a lo largo del proceso permanece, pero su identidad se va estructurando, consolidando en la aceptación mutua, en la discrepancia, en la convergencia, en la dramática de la existencia… Hay un sustrato personal que mantiene la continuidad, en un cambio constante… Por eso al proceso de maduración personal pertenecen también la precariedad, la búsqueda, la incertidumbre… Y exige sensibilidad para percibir la situación y el apoyo para elaborar poco a poco un pensamiento complejo y bien articulado, es decir, un pensamiento que evite los simplismos, la ingenuidad axiológica, las evidencias engañosas y que, al mismo tiempo, esté estructurado con firmes fundamentos y convicciones, un pensamiento que pueda iluminar la realidad en su oscura opacidad.
Y no basta con eso. Como educadores debemos insistir en que los adolescentes y jóvenes abran los ojos a la unidad del destino humano por encima de fronteras, razas y diversidad de religiones. Esto conlleva superar el localismo posmoderno y sensibilizarlos a la universalidad de lo humano, en el respeto a la originalidad de los otros, en el aprecio a las diferencias, con experiencias concretas de compasión y ayuda en ámbitos de marginación, que se convierten en símbolos de universalidad por expresar la ruptura de barreras sociales y el reconocimiento del “otro alejado”.
Pero en la educación preventiva frente al fundamentalismo no nos olvidemos del humor. En sus diversas concepciones hay algo que parece generalmente aceptado: el humor brotaría ante la aparición de una incongruencia inesperada, sorprendente entre cómo son las cosas y cómo esperábamos que fuesen. Así el humor abre una senda hacia el sentido y la comprensión de la vida, pero exige aceptación de las propias limitaciones y de la irremediable contingencia. Nos provoca al romper nuestra autosuficiencia, al relativizar lo que posiblemente habíamos absolutizado de forma equivocada, nos libera de falsos ídolos, nos obliga a ser flexibles y creativos, y no soporta la severidad, la rigidez, el tomarse demasiado en serio. El humor se hace vacuna imprescindible contra el contagio del fundamentalismo.
 
[1] Cf. N. T. Ammerman, North American Protestant Fundamentalism, en Martin E. Marty – R. Scott Appleby (ed.), Fundamentalisms Observed = The Fundamentalism Project 1, The University of Chicago Press, Chicago – London 1991, 2. 22.
[2] Sobre otras posibles distinciones, cf. G. Hole, Fundamentalismo, dogmatismo, fanatismo. Perspectivas psiquiátricas, en “Concilium” n. 241 (1992) 418-419, para el cual la característica del fundamentalismo es la de conservar en sentido perfeccionista un valor o una idea fundamental, mientras que el dogmatismo se distingue por la construcción sistemática y el afianzamiento argumentativo de un valor o de una actitud que en su explicitación como doctrina ha de deslindarse exactamente de otros ámbitos de pensamiento, y el fanatismo lo describe como la intensidad anormal en la prosecución e implantación de una sola actitud o idea sobrevalorada sin ninguna posibilidad de autocrítica.
[3] Cf. T. Meyer, El fundamentalismo en la República Federal Alemana, en “Debats” n. 32 (1990) 80-88. Cf. igualmente las pp. 15-20 sobre los diversos contextos en que aparece la palabra “fundamentalismo” a lo largo del siglo XX en su obra Fundamentalismus. Aufstand gegen die Moderne, Rowohlt, Reinbeck 1991, donde afirma en p. 15:“Sin duda “fundamentalismo“ es un concepto problemático. La palabra se ha usado en contextos tan diferentes, desde que apareció a principios de siglo en el ámbito lingüístico anglosajón, que parece dudoso que el análisis crítico pueda encontrar un denominador común, bajo el que se puedan colocar las posiciones y movimientos tan diversos, que desde entonces han sido descritos con esa palabra.”
[4] Cf. S. H. Pfürtner, Fundamentalismus. Die Flucht ins Radikale, Herder, Freiburg – Basel – Wien 1991, 110-153.
[5] Cf. A. Schmidt, Das Phänomen des Fundamentalismus in Geschichte und Gegenwart, en K. Kienzler, Der neue Fundamentalismus. Rettung oder Gefahr für Gesellschaft und Religion?, Patmos Verlag, Düsseldorf 1990, 9: “La palabra “fundamentalismo” se ha convertido en tiempo reciente en un concepto aceptado científicamente, que sin embargo se usa todavía de una forma vaga e inespecífica. Es una determinada actitud o “mentalidad”, como lo llaman últimamente los historiadores, con la que se expresa la determinación de “estar absolutamente seguro de la propia causa”, y que declara al otro de forma indiscriminada como el completamente otro, como el extraño, como el que ha de ser excluido. Es un fenómeno que abarca desde la religión hasta la política de cada día.”
[6] Cf. G. Hole, Fundamentalismo, dogmatismo, fanatismo. Perspectivas psiquiátricas, en “Concilium” n. 241 (1992) 420-421.
[7] Cf. H. Mandt, Fundamentalistische Versuchungen – Destabilisierung der politischen Kultur in der Bundesrepublik? en K. Kienzler, Der neue Fundamentalismus. Rettung oder Gefahr für Gesellschaft und Religion?, Patmos Verlag, Düsseldorf 1990, 92.
[8] Así lo describe Jörg Splett como huida ideológica ante el riesgo de la libertad, en Flucht vor dem Freiheitsrisiko. Fundamentalismus aus der Sicht philosophischer Anthropologie, en Die verdrängte Freiheit. Fundamentalismus in den Kirchen, Hrsg. H. Kochanek, Herder, Freiburg – Basel – Wien 1991, 72-82.
[9] Cf. S. H. Pfürtner, Fundamentalismus. Die Flucht ins Radikale, 105.
[10] Cf. A. Schmidt, Das Phänomen des Fundamentalismus in Geschichte und Gegenwart, 15: “En lugar de una argumentación objetiva se impone un esquema rígido “de los que están dentro y de los que están fuera”. Frente a un inflexible “nosotros” se sitúa igualmente un inflexible “vosotros”: entre ambos se abre una especie de abismo maniqueo. Los primeros están en posesión de la verdad y los otros están excluidos de ella.”
[11] En este contexto habla G. Hole de personalidad ideológica: “Se entiende por ello una persona que, en virtud de su manera de ser, vive principalmente de una idea o de metas idealistas, porque no es capaz de vivir espontáneamente de la plenitud de la vida o del valor de las vinculaciones humanas” (G. Hole, Fundamentalismo, dogmatismo, fanatismo. Perspectivas psiquiátricas, 432).
[12] Cf. L. E. Raths, El sentido de los valores y la enseñanza, Uteha, México 1976.
[13] Cf. H. Kirschenbaum, On becoming Carl Rogers, Delacorte – Delta Press, New York 1979; S. Simon, L. Howe, H. Kirschenbaum, Values Clarification: Your Action-Directed Workbook, Warner Books, New York 1995.
[14] Cf. la crítica que realiza J. M. Quintana Cabanas, Pedagogía axiológica. La educación ante los valores, Dykinson, Madrid 1998, 293-306. En p. 293: “El método de clarificación de valores consiste en ayudar al alumno para que , por sí mismo, se percate de sus propios valores, se acalre sobre ellos y, constituyéndolos así en objetivos personales, sea capaz de afirmarlos y de traducirlos en obras.
Se excluyen, pues, tres cosas: 1ª la referencia a unos valores ideales objetivos que deban ser asumidos por todo educando; 2ª la propuesta de esos valores que, con autoridad axiológica, habría de hacer el educador; 3ª la necesidad de una ejercitación práctica en los valores.”
[15] Cf. J. M. Quintana Cabanas, Pedagogía Moral. El Desarrollo Moral Integral, Dykinson, Madrid 1995, 448: “(…) la educación moral debe formar el sentido ético del individuo, a través de tareas como las siguientes: educación de su conciencia, ilustración de su juicio moral (que lo lleve a un exacto discernimiento ético), formación de la estimativa moral (o captación y aprecio de los valores morales), conocimiento de la deontología, cultivo de los ideales morales, etc.”
[16] Ibid., 458-459.
[17] Cf. E. López Azpitarte, Hacia una nueva visión de la ética cristiana, Sal Terrae, Santander 2003, 190-191.
[18] Cf. L. S. Filippi (y otros), Identité et Pluralisme: une integration difficile, en T. de Saussure (ed.), Les miroirs du fanatisme. Intégrisme, narcissisme et altérité, Labor et Fides, Genève 1996, 88-90.
[19] Cf. R. Armengol (y otros), La personnalité du fundamentaliste, en T. de Saussure (ed.), o. c., 102.