Más vida y menos cuento: narrar la fe a los jóvenes

1 noviembre 2004

José Luis Moral
 
José Luis Moral es Profesor en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Partiendo de la importancia de la comunicación para la configuración de la persona, como agente primordial de socialización y como verdadero lugar teológico donde se revela el rostro de Dios y su proyecto de salvación para la humanidad, el autor propone como modelo para orientar la pastoral juvenil por una pista concreta: “evangelizar narrando la fe a los jóvenes”. La narración de la fe se construye entrecruzando profundamente la historia de Jesús, la historia del que narra y la de quienes han de ser receptores activos. No se puede, pues, historiar la fe si no se incluye a los jóvenes.
 
Nos humanizamos y personalizamos, por así decirlo, a través de la comunicación; de ahí que ella constituya uno de los pilares sobre los que se asienta el sujeto humano. Las actuales teorías sobre la comunicación, además, subrayan el carácter absolutamente central del dato en la vida de las personas y sociedades contemporáneas: sin miedo a exagerar, debe reconocerse que se trata del agente más poderoso de socialización. También somos «seres de comunicación» porque nuestra naturaleza, congénita y originariamente, es lingüística: antes de nada, «somos un diálogo», es decir, interrelación más que seres aislados. Esa naturaleza lingüística nos emplaza a perpetuidad en un contexto comunicativo y social: desde el principio, nos descubren y descubrimos, nos dicen y decimos todo a través de palabras cargadas de sentidos, de diálogos mantenidos por tantos y tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia.
No hay ser humano, pues, sino siempre en relación con otros seres humanos: por un lado, entonces, nuestra razón es siempre dialogal o dialógica –no es la conciencia, por tanto, sino el lenguaje quien inicialmente marca los confines del mundo–; por otro, la persona presupone la comunidad, lo que –por supuesto– no despoja de la propia subjetividad y conciencia individuales, pero sí cambia la dinámica y el referente más elemental a considerar, o sea, nos constituimos primariamente por comunicación y no por reflexión, resultando que la última se configura a partir de la primera, y no al revés. Nos precede, afirma Apel, una «comunidad de comunicación»; pensamos y experimentamos, diría Gadamer, en y desde un lenguaje: tenemos mundo porque tenemos lenguaje y la «esencia de lo histórico» no consiste tanto en la restitución del pasado, cuanto en su relación con la vida presente, cuya ejecución se confía a la «fusión de horizontes»[1].
Así las cosas, bien podemos sostener que la evangelización de los jóvenes ha de entenderse básicamente como un «proceso de comunicación» (1), que nos obliga a preguntarnos por el «qué comunicar» (2) y «cómo comunicar» (3) o narrar la fe a los chicos y chicas de nuestros días. Quedan de ese modo delimitados los tres aspectos que pretendemos encarar a continuación.
 

  1. Pastoral juvenil y comunicación

 
Si el lenguaje es esencial para la comunicación y la comunidad humana, no lo es en menor medida para la relación entre los hombres y Dios. Hubo un tiempo (largo, demasiado largo para que no sintamos aún el lastre que nos dejó) en que el lenguaje creyente era oscuro y más bien incomprensible, cuando no autoritario: el carácter inefable del ser divino, más que narrarse con palabras comprensibles, se expresaba a través de conceptos metafísicos y abstractos. Ahora, sin embargo, somos ya conscientes de que la palabra de Dios no es una palabra sobrenatural sino un lenguaje natural: “Dios habla, afirma la Dei verbum, por medio de hombres y en lenguaje humano; por tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras” (DV 12). Sabemos asimismo que el objeto de la experiencia religiosa (incluidas las respuestas de fe que conlleva) no es propiamente Dios y su misterio, en sí mismos inaccesibles, cuanto lo experimentado por el hombre acerca del misterio eterno de un Dios que «se expresa en palabras humanas y ha querido hacerse semejante a nosotros, asumiendo nuestra condición humana» (cf. DV 13).
Precisamente porque el lugar de Dios no puede ser otro que el de la experiencia humana (el de la antropología y la praxis), nos encontramos –en el caso que nos ocupa– con la presente crisis de la pastoral juvenil. Por muchos motivos, no se hecho del todo realidad aquello que Pablo VI proclamaba en la clausura del Vaticano II: “La religión del Dios hecho hombre se ha encontrado con la religión –porque tal es– del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? […] Seguramente, nunca como en esta ocasión, la Iglesia ha sentido la necesidad de conocer, de acercarse, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar la sociedad que le rodea; de acogerla, casi de acompañarla en su rápido y continuo cambio”[2]. En efecto, el Concilio reconoció la necesidad de expresar el cristianismo con categorías propias de la cultura moderna y, por consiguiente, en grado de conectar con las maneras de ver, sentir e interpretar el mundo que tienen las personas actualmente.
 
            1.1. Praxis eclesial «incomunicativa»
 
Por desgracia, no sólo parece haberse estancado el acercamiento cultural al mundo moderno propiciado por el Vaticano II, sino que han tornado las preocupaciones por cerrar filas y afirmar la identidad a base de repetir las certezas de siempre, olvidando la comunicación y el diálogo imprescindibles para traducir la experiencia cristiana y conseguir que sintonice con el estado de conciencia y los anhelos de los hombres y mujeres, de los jóvenes contemporáneos. El Concilio cayó en la cuenta de que “el futuro de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y esperar” (GS 31), por eso quiso aclarar que “la Iglesia sabe muy bien que su mensaje conecta con los deseos más profundos del corazón humano cuando reivindica la dignidad de la vocación del hombre, devolviendo la esperanza a quienes desesperan ya de su destino más alto. Su mensaje, lejos de empequeñecer al ser humano, infunde luz, vida y libertad para su progreso” (GS 21). No obstante, en el caso de los jóvenes y expresado muy esquemáticamente, no parece encontrarse –por el momento– en grado de «infundir luz, vida y libertad» en ellos. Entre otras cosas, porque la Iglesia apenas si suscita interés en medio de los jóvenes y, a sus ojos, aparece como una institución antigua y pasada que, al decir de no pocos analistas, se ha ganado a pulso esta irrelevancia por el exceso y la ininteligibilidad de sus palabras o el anacronismo de su organización interna[3].
Todo parece indicar que la Iglesia habla todavía a través de formas y lenguajes inteligibles en una cultura premoderna, pero literalmente increíbles para la presente (si no inadmisibles); por eso, “hay que preguntarse si la relación que la Iglesia mantiene con la juventud, más que fruto del secularismo militante y la postmodernidad, es consecuencia de aferrarse a un proyecto concreto de Iglesia”[4] que le impide encarnarse en nuestro tiempo.
Los textos de la Dei verbum citados, justamente, entrelazan la revelación y la encarnación. Al respecto, la Lumen gentium alude a la sacramentalidad de la Iglesia como raíz de unidad del misterio (invisible) del Pueblo de Dios con los componentes (visibles) a través de los cuales se expresa (cf. LG 8). La lógica interna del simbolismo sacramental nos advierte, por ejemplo, que el «misterio de comunión-comunicación» de la comunidad eclesial comporta su desarrollo en unas estructuras y estilos de relación que lo signifiquen comprensiblemente. Quiere esto decir, con otras palabras, que no se puede mantener una identidad comunional sin respetar los signos de participación o los procesos comunicativos con los que se comprende y delimita cualquier comunidad humana[5].
No resulta que cuestiones tan centrales como las precedentes ocupen una posición relevante entre los temas que hoy (pre)ocupan a la Iglesia; de ahí, tanto la incomunicabilidad interna como la incomunicación con el exterior que obstaculiza sobremanera cualquier relación y, en particular, el encuentro con los jóvenes. En fin, los datos no dejan lugar a dudas: además de un evidente «agotamiento de la socialización religiosa», falta sintonía y comunicación entre las nuevas generaciones y la Iglesia[6] (por este lado, su razón llevan los jóvenes cuando, refiriéndose a diversos aspectos de la religión o de la Iglesia, nos espetan a la cara eso de «¡lo vuestro es un cuento!»).
 
            1.2. Fe cristiana y comunicación
 
La teología cristiana, solía repetir Rahner, es de hecho antropología, pues todo discurso sobre Dios lo es también sobre el hombre. Por otro lado, “todo comenzó –señala, a su vez Schillebeeckx– con un encuentro. […] Aquel encuentro sorprendente e imprevisto con el hombre Jesús se convirtió en el punto de partida de la concepción neotestamentaria de la salvación. Esto quiere decir que la «gracia» debe expresarse en términos de encuentro y experiencia…”[7] Ha sido de este modo, como la teología ha terminado por reconocer que hablar de Dios es, simultáneamente, una forma particular de hablar del hombre y su mundo. Por tanto, hace falta prestar mucha atención no sólo a la revelación en cuanto tal, sino también al modo humano en que se expresa e interpreta. Aunque la fe cristiana está radicada en una palabra gratuita y previamente dada, esa palabra de Dios sólo se hace lenguaje con palabras humanas y en una determinada situación y contexto histórico.
En realidad, la fe es siempre una faena de reescritura, de innovación narrativa o un constante acto de interpretación para entrelazar críticamente la experiencia cristiana fundamental con la humana actual. Su objeto no es tanto un conjunto de verdades sino un «misterio de donación y relación»: Dios que se automanifiesta y «se entrega» en Jesús de Nazaret, el testigo por excelencia. Los primeros cristianos narraron su experiencia de vida y salvación, traduciéndola poco a poco en «enunciados de fe» construidos con arreglo al esquema mental, la cultura y las circunstancias históricas de la época.
Ahora bien, desde la Ilustración hasta el presente se ha producido un cambio radical del paradigma cultural y del estado de conciencia de la humanidad, mientras que el cristianismo no sólo experimenta grandes dificultades para reconstruir su experiencia en consonancia con dicho paradigma, sino hasta para confirmar la renovación iniciada por el concilio Vaticano II. Nada extraño, pues, el atolladero comunicativo en el que se encuentra la pastoral juvenil.
Sea la revelación de Dios que la respuesta humana a la misma, vistas desde la óptica de la comunicación, entrañan una profunda relación con la cultura y la historia. En esta perspectiva, las dificultades fundamentales para la evangelización de los jóvenes obedecen, por un lado, a los rumores modernos que interfieren dicha comunicación y, por otro (lo que más nos debe interesar), a la carencia de significatividad y envejecimiento de las estructuras, formas y lenguajes con las que se les pretende transmitir una «novedad cargada de vida y sentido» que, por tales incoherencias, perciben como algo viejo y ajeno[8].
Evidentemente, no nos interesa limitarnos a la descripción de las problemas que rodean la comunicación con los jóvenes –y, menos aún, flagelarnos con ellos–, sino sugerir ciertas condiciones para restablecerla y alguna que otra pista para proseguirla.
Dicho queda que, si bien la experiencia cristiana está anclada en la fe, para creer en Dios hace falta que sea y resulte creíble, esto es y valgan las expresiones: que demuestre o dé razones por las que valga la pena remitir a Él nuestra vida. Aunque no sepamos del todo como decirlo, ésta es la prueba: su amor salvador, a la par universal, gratuito e incondicional. La dificultad de expresarlo para que se entienda de ese modo, en principio, constituye un «problema de experiencia»; pero también una grave cuestión de lenguaje y comunicación, respecto a la cual es posible apuntar tres requisitos sin los que la narración de la fe resultaría poco menos que imposible.
El primero se refiere al engarce experiencial de cuanto pretendemos comunicar: es tornando a la experiencia como, por una parte, accedemos a las intenciones de fondo de la Escritura y de la tradición y, por otra, palpamos la historia hodierna de los avatares humanos. Hay que volver constantemente a la experiencia: a palpar la fundante y tratar de recuperar su meollo más que insistir en las formas; a la experiencia de cómo se vive la fe, de si sus formulaciones transmiten lo fundamental y conducen a una praxis adecuada, no a un mero adoctrinamiento. En segundo lugar, los contenidos de la fe necesitan una profunda ensambladura antropológica: la palabra divina nos llega bajo formas humanas, con todas las implicaciones que esto acarrea; y del mismo modo que la divinidad de Jesús se realiza en su auténtica humanidad, cabe afirmar que la revelación de Dios «acontece» en la realización del hombre. Dicho de otra manera: Dios ha querido limitarse y, pese a tratar de revelársenos constantemente, sólo lo consigue en la medida en que el hombre lo descubre, acepta y comprende; por lo que, cuanto más ahondamos en la condición humana, tanto mejores serán las disposiciones para «caer en la cuenta» de quién nos habla en ella y qué nos dice[9]. El tercer requisito –y huelgan los comentarios–: una praxis coherente como modo de verificar el valor y sentido del mensaje cristiano.
 

  1. Qué comunicar o narrar a los jóvenes

 
La revelación (y la fe) se asienta sobre experiencias históricas; y toda experiencia es siempre una experiencia interpretada. Es por eso que los requisitos apuntados, máxime en un momento de profundos cambios culturales, penden de la interpretación básica que se dé a la acción-comunicación de Dios. Ciñéndonos ejemplarmente a un solo dato, se debe notar que hasta el concilio Vaticano II, de hecho, se comprendía la revelación y la Escritura (salvadas las lógicas diferencias, algo equivalente ocurría con la tradición) como un conjunto de acciones maravillosas (milagrosas) sucedidas tal y como se nos narraban en la Biblia, pese a sus evidentes contradicciones internas; unas palabras, en fin, dictadas bajo inspiración divina a quienes han dejado constancia fidedigna de todo.
Aunque similar visión perviva en el imaginario religioso popular, no resiste la más mínima crítica y la reflexión teológica la tiene bien superada.
 
2.1. Del testimonio a la «mayéutica histórica»
 
Si todo cuanto Dios nos comunica no existe jamás en estado puro, sino dentro de una interpretación determinada –hija del hombre y de la época correspondientes–, inicialmente, lo decisivo está en los orígenes de la revelación bíblica, primero, y en las codificaciones doctrinales con las que –a partir de ella– se forja la tradición que llega hasta nosotros. ¿Cómo pudo suceder, cuáles fueron las experiencias humanas a través de las cuales Dios se manifestó y se nos manifiesta en el Antiguo y Nuevo Testamento, que sostienen –decimos los cristianos– una tradición con sentido salvador para cualquier persona de hoy?
Vayamos a un ejemplo concreto y central en la Escritura: la experiencia de la liberación de Egipto narrada en el libro del Éxodo[10]. Quizá nuestra imaginación siga obligándonos a vincular el hecho con un marco grandioso de apariciones y milagros, pero la exégesis actual ya no lo permite. Bastaría con preguntarse por qué en la literatura egipcia de entonces no existe ni rastro de tal acontecimiento: los estudios concuerdan en afirmar que cuanto para la Biblia es una serie de acontecimientos extraordinarios, para un posible narrador egipcio remitiría, como mucho, a la pequeña revuelta de unos cuantos trabajadores extranjeros que escaparon del país[11]. El origen de la revelación, vistos los hechos desde el exterior, no está en nada portentoso o “añadido a la realidad, sino en la captación de lo que Dios está tratando de decirnos a través de ella. […] Justamente allí donde alguien, por su peculiar situación, por su fidelidad, por su genialidad religiosa… «cae en la cuenta» de ello, se produce la «revelación»”[12].
Esto es lo que constituye el fondo original del relato del Éxodo: un hombre, Moisés, y una experiencia contagiosa cuya interpretación otorga un nuevo sentido a los acontecimientos. Más allá del literalismo –que habló de Moisés como escritor– o del hipercriticismo –que negó su existencia–, se comprende mejor cómo su vivencia religiosa le sirvió para descubrir a Dios y captar su mensaje a través de las ansias de liberación del pueblo. En esta perspectiva, Dios no se reveló a Moisés en los «milagros», con los que la fabulación posterior quiso hacer visible su presencia salvadora, sino al caer en la cuenta de que en la rebeldía contra una opresión injusta se expresaba «la voz de Yahvé», manifestando su compasión frente a todo tipo de injusticia y sufrimiento. De resultas, ese rasgo divino se abrió camino en la conciencia humana, produciéndose un acontecimiento real de revelación: “cuando Moisés les anunció a sus paisanos que Yahvé le «había dicho» que se compadecía de su opresión, no reproducía milagrosas palabras literales, pero tampoco decía una mentira, sino que estaba proclamando una verdad más profunda y definitiva”[13].
Ciertamente, es Moisés el iniciador, el «inspirado»; pues fue él quien en la propia rebeldía contra la injusticia reconoció la llamada real de Dios; sin él esa llamada seguiría desconocida y desoída. Algo parecido encontramos en los Profetas, Salmos y libros sapienciales. El profetismo, en particular, nos ofrece la imagen viva –y gráfica– del “Dios que se encarna en la palabra humana desde dentro: Ezequiel tiene que comer y asimilar el rollo, Jeremías siente la palabra de Dios como una lava ardiente en su interior. […] El profeta ha de elaborar los oráculos con el sudor de su frente, como concienzudo artesano de la palabra profética”[14]. Pero, si el pueblo de Israel sigue a Moisés, si confía en Ezequiel y descubre con Oseas el amor incondicional de Dios o escucha a Jeremías… “no lo hace «porque sí» o simplemente porque ellos se lo dicen. Si los siguen y se fían, es porque se reconocen en lo que escuchan: no lo habían captado antes; pero ahora que lo oyen, caen en la cuenta ellos mismos”[15] («Ya no creemos por lo que tú nos has dicho: nosotros mismos lo escuchamos y sabemos…» –Jn 4,42–).
Hasta no hace mucho, al predominar una interpretación de la revelación como «dictado milagroso», se insistió en la categoría del «testimonio» como una de las claves esenciales de la fe y experiencia cristianas. Ya Rahner matizó el asunto, aclarando la insuficiencia de dicha categoría, aunque sólo fuere porque a la «experiencia testimoniada» ha de unirse la experiencia propia de los hombres y mujeres que la reciben[16]. Aún reconociendo «nuestra dependencia del testimonio apostólico», llega incluso a decir: “La dependencia [del testimonio] se interpretaría falsamente si quisiéramos entenderla según el modelo profano de la «fe» cotidiana en un suceso en el que no hemos estado presentes y que, sin embargo, aceptamos porque quien afirma haberlo vivido nos parece «fidedigno». […] Si, [por ejemplo], el testimonio apostólico de la resurrección se juzgara solamente según el modelo profano de las afirmaciones de testigos, tendría que rechazarse como poco fidedigno”[17].
Nada más lejos de nuestras intenciones que descalificar esta categoría del testimonio, pero para el tema que nos ocupa (narrar la fe a los jóvenes cuando, por tantas razones, no resultada fácil que los testimonios, de por sí, resulten significativos) no vendría mal pasar de ella a la categoría de «mayéutica histórica», propuesta por Torres Queiruga. La comunicación de Dios, entiende él, no es ningún añadido externo o algo milagroso «caído del cielo», ni mucho menos un conjunto de dictados incomprensibles en nombre de un Ser omnipotente e imprevisible, cuando no arbitrario. Dios no se impone, sino que se entrega y “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Dios está con nosotros, pues, “para «dar a luz» la realidad más íntima y profunda que somos ya por la libre iniciativa del amor que nos crea y nos salva”[18]. Admirablemente, la estructura de esta oferta no tiene nada que ver con un proceso ciego o sobrenaturalista sino con la propia experiencia humana de la realidad y de la historia. En efecto, ni la revelación es un simple dictado ni se deriva sin más de los hechos: viene de Dios (iniciativa), al mismo tiempo que remite al hombre y su historia (apropiación); nos llega a través de la palabra (realidad externa), pero nos traslada a nuestra identidad más profunda (realidad interna); en definitiva, lo mismo que Sócrates –mediante su palabra y practicando el arte de la madre (partera: maieutikê)– ayuda a nacer cuanto está ya dentro del interlocutor, así también la palabra externa de la Biblia (o de la tradición a su nivel) saca a la luz, mediante el proceso de reconocimiento y apropiación de la fe, lo más auténtico que habita en nuestra intimidad por gracia de Dios (la cualificación de «histórica», por su parte, pretende resaltar dos aspectos esenciales de esa ruta mayéutica: la libertad de Dios y la novedad de la historia)[19].
 
2.2. De la «mayéutica histórica» a la «educativa»
 
Sólo dos palabras para subrayar cómo esta nueva categoría consiente otro salto imprescindible para narrar la fe a los jóvenes: el representado por el paso de la «mayéutica histórica» a la «mayéutica educativa».
De entrada, ya pocos ponen en duda que la pastoral juvenil ha de entenderse como un camino de educación a la fe, donde ambas realidades se implican mutuamente, es decir: crecer como personas y como cristianos se funden de tal modo que el hecho educativo contiene la posibilidad de la experiencia cristiana, al igual que ésta comporta la maduración que se persigue con aquel. Pues bien, este proceso educativo, en el fondo, no consiste tanto en introducir algo externo en el interior de la vida de los jóvenes cuanto en ayudarles «a caer en la cuenta», a «dar a luz» su intimidad más radical habitada por Dios, a desarrollar las potencialidades y capacidades que albergan en lo más profundo de sí mismos.
En definitiva, se trata de acompañar la vida de los chicos y chicas y, al hilo de la narración de la experiencia cristiana, con ellos y ellas seguir escuchando a Dios, intentando que las nuevas generaciones sintonicen con su Palabra.
 

  1. Narrar para vivir o cómo comunicar la fe a los jóvenes

 
Si la comunicación humana, según lo que venimos diciendo, no sólo resulta fundamental para la configuración de las personas sino que también constituye un verdadero «lugar teológico» donde se revela el rostro de Dios y su proyecto salvífico para la humanidad, bien podemos afirmar que evangelizar narrando la fe a los jóvenes constituye uno de los mejores modelos para encaminar la pastoral juvenil por una pista concreta, muy adecuada para la situación que vivimos y profundamente acorde con la identidad de la «buena noticia» que queremos transmitirles. Esto último, sin duda, resulta más claro que lo primero: Jüngel lo ha expresado bellamente, indicando que “la humanidad de Dios se introduce mediante la narración en el mundo”[20]; Metz advierte que una teología “desposeída de la categoría de narración […] lo que hace es marginar experiencias «propias y originales» de la fe, desplazándolas hacia el ámbito de los inobjetivo y lo inexpresable”[21].
Vivimos, sin embargo, una especie de «época postnarrativa». No podemos engañarnos: se persigue información de lo que pasa, las más de las veces, o se rastrean documentos y no narraciones. Con todo, hacen falta «historias nuevas» y no es menos cierto que, en semejantes circunstancias, la narración sigue siendo una aventura necesaria. Esta situación ciertamente adversa también alberga la posibilidad de reconstruir la «narración de la fe», pero con una condición fundamental: hay que ir con ella más allá de los habituales cuentos informativos o doctrinales para entrar en las «historias de y para la vida», o sea, «contar con» o tener en cuenta la vida de los destinatarios y de los narradores, por un lado, y relatar «la» experiencia que da vida, por otro.
 
3.1. Los jóvenes, historia de Dios
 
Los hombres y mujeres de todos los tiempos son el «relato de Dios», configuran la «historia de salvación» que se teje en él. Parafraseando a Schillebeeckx, hemos de mirar a los jóvenes como historia de Dios, para descubrir cómo resuenan en ella las historias vivificadoras de la Escritura y, sobre todo, aquellas que contienen el «saber vital» de Jesús de Nazaret, que gira en torno a la buena noticia de los cielos y tierra nuevos (Reino), el proyecto de vida para la humanidad que ilusionó su propia existencia y provocó una experiencia de inmensa alegría en la gente sencilla. Las tres parábolas de la misericordia que recoge el capítulo 15 de Lucas dan perfecta cuenta de la fuente de esa felicidad: pese a tantas contradicciones humanas que lo ocultan, la dimensión última de la realidad es el amor infinito del Padre.
Todo inicia con esas dos miradas o, mejor dicho, con esas dos experiencias: la de la vida de los jóvenes y la de Jesús, el Cristo. La narración de la fe, pues, se construye con tres hilos argumentales que han de entrecruzarse profundamente: la historia de Jesús –unida a la fe y a la vida de la Iglesia–, la historia del que narra y la de quienes han de ser receptores activos al escuchar un relato que quiere ayudarles a vivir[22]. Observemos, aunque sea con brevedad, estas hebras del relato de la fe.
Hubo un tiempo en que el narrador pasó a ser narrado; a partir de entonces, la predicación cristiana tenía que tener –y tiene–, lógicamente, una estructura narrativa. En esta perspectiva, la narración siempre contendrá una trama humana (tan profundamente humana que, a lo largo de la historia, muchos narradores han tentando de cambiarla por estimarla impropia de un Dios) y un único sentido: la afirmación de la vida y la esperanza, en especial, de aquellos que sufren una mayor privación de ambas. Por este flanco, ha de quedar claro que no existe verdadera historia sobre el Dios de Jesús si lo que se cuenta no cobra un sentido positivo y liberador para el hombre.
Desde aquel tiempo, por lo demás, la comunidad eclesial o cualquiera de sus miembros no convencen con lo que cuentan si no transmiten una experiencia hecha vida. Por eso, la Iglesia necesita presentar signos y prácticas que hagan creíble la palabra que anuncia la salvación y nadie puede contar una historia cristiana que no esté enraizada en la experiencia personal y comunitaria de esa salvación: no hay narración sin experiencia, como tampoco experiencia significativa sin vida nueva, sin justicia y solidaridad, sin esperanza y salvación o sentido en grado de transformar la vida.
Finalmente, nadie puede historiar la fe si, en este caso, no incluye a los jóvenes, si no se les introduce de lleno en una narración que, además de autoimplicativa, debe movilizarles a la acción; aunque, como ha señalado Jüngel, “el interés práctico al que se orienta el narrador no va inmediatamente a la acción, sino que quiere hacer experimentable lo que sin la palabra narrativa no se entiende por sí mismo, pero gracias a la palabra narrativa aparece como algo evidente por sí mismo”[23]. En suma, por una parte, la misma experiencia cristiana nos convence de que para encontrarse con los chicos y chicas hay que «educar la mirada» y aprender a ver con los ojos de la «razón compasiva», acercarse a ellos colocando por delante la misericordia y la benevolencia; por otra, Jesús de Nazaret nos dejó una gráfica parábola para entender el principio y final del encuentro (cf. Lc 10,25-37): «¿Quién de estos tres te parece que se hizo prójimo…? –nos siguen interrogando sus palabras–. […] Pues anda, haz tú lo mismo».
 
3.2. Narración, encarnación y humanización
 
Así pues, quien narra no inventa; transmite experiencias. Asimismo, la forma narrativa no es ni un disfraz ni una decoración; representa o imagina con apasionada viveza un mundo y una vida distintos, más humanos. Además y para terminar estas líneas, ya desde los primeros discípulos se da una estrecha relación entre narración y encarnación.
La intrincada tarea de conocer a Dios y su proyecto sobre la humanidad no puede comenzar por Dios «en sí» mismo. Podemos conocerlo porque se nos ha revelado, para más señas, a través de un rostro concreto y personal, en un hombre, en el hombre Jesús de Nazaret. La encarnación no sólo da forma a la asombrosa fe que el Padre tiene en nosotros; nos manifiesta también que, para conocer a Dios, no hay que huir o elevarse por encima de lo humano, sino todo lo contrario: alcanzarlo no supone una salida de ese ámbito, antes la realización más profunda del propio hombre. De este modo, cambia de trayectoria la pregunta por la significación y sentido del cristianismo: no es tanto cuestión de preservar la identidad ante una posible amenaza de las propuestas seculares y laicas del pensamiento y cultura modernos, cuanto de encarnar o fundir –sin confundir– esta «nueva carne humana» (secular y laica) con la vida y salvación ofrecidas gratuitamente por Dios en Jesús.
En este sentido y hasta el concilio Vaticano II, el cristianismo buscó por encima de todo ser coherente con la divinización del hombre; pero quizá no hizo otro tanto para aceptar la humanización de Dios y el consiguiente descentramiento hacia la vida y humanidad que tan diáfanamente proclamó Jesús en su mensaje del Reino (fueron tiempos –¿lo vuelven a ser ahora?– en los que la Iglesia dio a entender que le preocupaban más los problemas de la doctrina y de la religión que los problemas simplemente humanos). Ahora, por un lado, comprendemos mejor la «lógica del Reino», sostenida por el Dios de la vida y de la felicidad (no de la amenaza o de la prohibición); por otro, que la Iglesia, como servidora del Reino, sólo existe para confirmar esa vida y felicidad. Acaso sea bueno finalizar reiterando que el centro de la relación de Dios con los seres humanos no es otro que la vida (a secas). Bajo esta perspectiva, tanto la fe o la religión como la Iglesia tampoco existen para sí mismas sino al servicio de la vida y humanización íntegra del hombre. Es la humanización, sin duda, el mejor «terreno común» para redefinir la correlación entre fe y vida, cultura y evangelio.
 

José Luis Moral

estudios@misionjoven.org

 
[1]La labor humana por excelencia consiste en dialogar con la historia o, en su caso, recuperar la estructura dialogal allí donde está oculta (cf. H.-G. Gadamer, Verdad y método, Sígueme, Salamanca 1977, 143-181, 360-377 y 439-458). Por otro lado, el sentido y su comprensión están atravesados siempre de historicidad; lo decisivo de nuestra básica «identidad lingüística» en la delimitación de esa historia, que nos precede y camina con nuestra reflexión, es que, antes de cualquier otra cosa, en nosotros acontece algo –la palabra de la tradición– que ni pertenece a la conciencia –o a parte alguna de la que ella podría adueñarse–, ni es adecuado describir como simple conocimiento. Se trata de un «acontecer» no buscado, que “sólo se hace posible en la medida en que la palabra que llega a nosotros desde la tradición, y a la que nosotros tenemos que prestar oídos, nos alcanza de verdad y lo hace como si nos hablase a nosotros y se refiriese a nosotros mismos” (Ibíd., p. 553). Ricoeur, por su lado, ha dejado claro que la verdadera tradición se constituye en un juego dialéctico entre innovación y sedimentación (cf., por ejemplo, P. Ricoeur, Du texte à l’action. Essais d’herméneutique II, Seuil, Paris 1986, 337-343 ; Id., Temps et récit III, Seuil, Paris 1985, 320-329). En fin, respecto tanto a la «racionalidad comunicativa», como a la «comunidad de comunicación» y, en general, a la «transformación de la filosofía» operada por Apel, cf.: K.-O. Apel, La transformación de la filosofía (2 vols.), Taurus, Madrid 1985 (en particular: pp. 9-71 del vol. I y 297-413 del vol. II); Id., Semiótica trascendental y filosofía primera, Síntesis, Madrid 2002, 133-191.
[2]Homilía de Pablo VI en la clausura del Concilio (7.12.65), Documentos Conciliares completos, Razón y Fe, Madrid 1967, 1246-1247 (cursivas nuestras).
[3] Cf., por ejemplo, J. Elzo (Dir,), Jóvenes españoles ’99, Fundación «Santa María», Madrid 1999, 262-267; 312-321 y 442-445. Al respecto, los análisis del último estudio (J. González-Anleo (Dir.), Jóvenes 2000 y religión, Fundación «Santa María», Madrid 2004), por más dolorosos que resulten, dejan poco espacio a las dudas: “La religiosidad de los jóvenes españoles refleja la posición marginal de la Iglesia en España, la pobreza de medios humanos de la estructura eclesiástica y la situación de conflicto que se vive en la Iglesia […]. Ante este panorama nada halagüeño, […] muchos creyentes y hombres de Iglesia… concluyen que la única salida posible es guarecerse en los cuarteles de invierno y «bunkerizarse» frente al mundo” (p. 330).
[4]F.J. Carmona Fernández, Jóvenes y religión: una revisión histórica de los estudios españoles desde 1935 al 2000, en: J. González-Anleo (Dir.), Jóvenes 2000 y religión, o.c., pp. 251-335 (aquí, p. 335).
[5] Cf. M. Kehl, La Iglesia. Eclesiología católica, Sígueme, Salamanca 1996, 119-144 y 243-372; Id., ¿A dónde va la Iglesia? Un diagnóstico de nuestro tiempo, Sal Terrae, Santander 1977 (especialmente el cap. 4: “Teología de la «communio» y praxis (in)comunicativa en la Iglesia”, pp. 65-79).
[6]Los datos parecen indicar que, aunque los jóvenes ciertamente se están distanciando de la religión y las iglesias, más que alejarse ellos se trata de «sentir muy lejos eso de la Iglesia», tanto por una inadecuada o mala comunicación-transmisión del cristianismo como por una deficiente integración de los jóvenes en la vida y acción eclesiales. Cf. M. Martín Serrano-O. Velarde, Informe Juventud en España 2000, Instituto de la Juventud, Madrid 2001, 615 ss.; A. de Miguel, Dos generaciones de jóvenes 1960-1998, Instituto de la Juventud, Madrid 2000, 319-377; J. Elzo (Dir,), Jóvenes españoles ’99, o.c., pp. 263-354; y, especialmente, J. González-Anleo (Dir.), Jóvenes 2000 y religión, o.c. Esta última obra estudia, por un lado, la religiosidad (pp. 15-117) y socialización religiosa de los jóvenes (pp. 119-165); propone, por otro, un tipología sociorreligiosa de las nuevas generaciones (pp. 193-249) y su relación con la vocación a la vida consagrada (pp. 251-335); por último, ofrece una revisión histórica de los estudios españoles sobre «jóvenes y religión» desde 1939 al 2000 (pp. 251-335). En esta misma revista ya publicamos diversos análisis del dato: Cf., entre otros, J.L. Moral, ¿Alejados o nos alejamos?: Reconstruir con los jóvenes la fe y la religión, «Misión Joven» 281(2000), 15-25; Id., Jóvenes cristianos: retrato con fondo, «Misión Joven» 300-301(2002), 5-32/49-59.
[7]E. Schillebeeckx, Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Cristiandad, Madrid 1982, 3.
[8]R. Tonelli ha explicado con particular tino los distintos planos de las interferencias comunicativas (relación intersubjetiva, mensaje, intencionalidad, instrumentos expresivos y contexto), así como la problemática fundamental que acompaña a cada uno de ellos: la mutua implicación entre «contenido y relación», viciada en el caso de los jóvenes por una deficiente cualidad de las relaciones que los adultos de la comunidad cristiana mantienen con ellos; la diversidad de categorías culturales y la escasa «conjunción semántica» de las categorías y palabras de la fe con la vida y lenguaje de los jóvenes; la notable diferencia entre el sentido que cada persona elabora y el que viene sugerido por la fe; la dificultad a la hora de encontrar «signos» para hablar del «Dios inefable» o cómo seguir convirtiendo la experiencia en mensaje, y no al revés; la carencia de comunidades que funcionen como «contexto» dentro del cual entender el mensaje cristiano (cf. R. Tonelli, Per la vita e la speranza. Un progetto di pastorale giovanile, Las, Roma 1996, 43-60).
[9]Cf. A. Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid 1987.
[10] Seguimos directamente la lectura –parafraseando los textos en algunas ocasiones– que hace A. Torres Queiruga en dos de sus obras: A. Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre, o.c., pp. 58-68 y 124-126 (cf. también, pp. 161-242); Id., Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de la cultura, Trotta, Madrid 2003, 119-122.
[11] Cf. S. Herrmann, Historia de Israel en la época del Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca 1979, 80-95; R. de Vaux, Historia antigua de Israel, Cristiandad, Madrid 1975, 358.
[12] A. Torres Queiruga, Repensar la resurrección, o.c., pp. 119-120.
[13] A. Torres Queiruga, Repensar la resurrección, o.c., p. 120.
[14] L. Alonso Schökel-J.L. Sicre, Profetas I, Cristiandad, Madrid 1980, 20.
[15] A. Torres Queiruga, Repensar la resurrección, o.c., p. 121.
[16]“La literatura teológica acerca del concepto «testimonio» se reduce prácticamente […] a lo exegético y bíblico-teológico, o se ocupa de la pregunta acerca de la diferencia y de la relación entre el concepto de testimonio en el NT y en la literatura cristiana primitiva, así como del concepto eclesial de «martirio»” (K. Rahner, Theologische Bemerkungen zum Begriff «Zeugnis» (SzTh X), 164). Por carecer de análisis más específicos, normalmente, el testimonio se toma como contrapuesto a la experiencia, es decir, como “un conocimiento que no alcanza a la cosa misma, sino que depende del enunciado de otra realidad, sin entrar en contacto directo con la experiencia y sin que quepa la posibilidad de independizarse de los enunciados comunicados” (K. Rahner, Reflexiones en torno a la evolución del dogma (SzTh IV), 25).
[17]K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, o.c., pp. 322-323.
[18] A. Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre, o.c., p. 23.
[19]Ibíd., pp. 117-160 y 461-475.
[20]E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, Sígueme, Salamanca 1984, 389.
[21]J.B. Metz, Breve apología de la narración, «Concilium» 85(1973), 223.
[22]Cf. R. Tonelli, L’evangelizzazione e il suo linguaggio, en: Istituto di TP/Università Pontificia Salesiana, Pastorale giovanile. Sfide, prospettive ed esperienze, Ldc, Leumann 2003, 201-223; R. Tonelli et Alii, Narrare per aiutare a vivere, Ldc, Leumann 1992. No abundamos en las condiciones, objetivos, características, etc., de estas «tres historias» tan bien analizadas en ambos textos.
[23] E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, o.c., p. 396.