“A causa de las entrañas de misericordia de nuestro Dios” (Lc, 1,78)

1 octubre 2004

Juan José Bartolomé
 
Juan José Bartolomé es profesor de Sagrada Escritura en el Instituto Superior de Teología D. Bosco (Madrid).
 
SÍNTESIS DEL ARTICULO
Intenta mostrar el autor que la recuperación de la ternura de Dios, tema central y corazón del evangelio, puede contribuir a una auténtica recuperación de la evangelización y del evangelizador. Presenta al Dios de Israel como un Dios compasivo, con entrañas de misericordia, que se da a conocer salvando y liberando al pueblo; y es precisamente actuando la salvación cómo manifiesta su ternura. La actuación de Dios se manifiesta especialmente en Jesús. Él revela la ternura divina en sus obras y en sus palabras, aunque directamente no hable mucho de ella. El muestra el rostro humano de un Dios tierno que ama, vela y protege “a causa de su entrañable misericordia”.
 

“Hasta el día de hoy ha faltado ternura

a los evangelizadores cristianos de cualquier confesión”.[1]

 
Quizá la crítica de Böll, aunque lejana en el tiempo, siga siendo certera. Y si al evangelizador le ha faltado ternura[2] mientras evangelizaba, probablemente se haya debido a que olvidó que un Dios entrañablemente tierno el corazón del evangelio es. Recuperar la ternura de Dios como tema del evangelio podría contribuir, pues, a una auténtica recuperación de la evangelización y del evangelizador.
 
A diferencia del Dios de la cultura helénica, un Dios necesario pero indiferente, arbitrario y apático, que piensa pero que no habla con los hombres, omnipotente pero neutral, ocupado en sí y desatento con el mundo, el Dios bíblico es un Dios que gobierna el mundo con sabiduría, que interviene en la historia con pasión; no contempla con distancia las acciones del hombre ni las encaja impasible; se deja implicar por aquello que le importa y reacciona con celo, a veces desmedido.[3]
 

  1. El Dios bíblico, un Dios de entrañable misericordia

 
En la Biblia la existencia de Dios se da por descontada; es un hecho evidente, sólo el necio podría negarla (Sal 14,1; 53,1). Más aún, cuando en ella se habla de Dios, no se quiere definir su esencia, sino describir su actuación, narrándola por lo general. La Biblia no especula, pues, sobre la naturaleza de Dios, relata cómo se reveló a los hombres. Tan evidente es su presencia en el mundo, tan experimentada su acción en la historia, que el hombre bíblico las narra como si de un coetáneo suyo se tratara: Dios creó, sostiene y dirige el universo; Dios está presente, actúa y gobierna la historia.
 
Que este Dios tenga “entrañas de misericordia” (Lc 1,78)[4] bien puede resumir lo esencial de la revelación bíblica: es el núcleo básico de la historia de Israel y en el NT se convierte en un punto fundamental del evangelio. El Dios en el que creyó Israel, el Dios que anunció Jesús de Nazaret es un Dios, si algo, “lento a la ira y rico en piedad” (Ex 34,6; Nm 14,18; Sal 86,15; 103,8; 145,8; Jl 2,13; Jon 4,2).
 
1.1 Un Dios que se da a conocer salvando
 
La experiencia de ese Dios fue fruto más de un proceso permanente, a veces doloroso, que consecuencia de una súbita desvelación, más aprendizaje costoso que descubrimiento puntual: a Israel le llevó algo más de ocho siglos para alcanzar el más estricto monoteísmo, que logró en el primer judaísmo, habiendo partido de una convivencia pacífica con otros dioses en la época de los padres. Con todo, en tiempos de politeismo apenas discutido, el problema de Israel se centraba no tanto en creer en un solo Dios, sino en guardarle solo a Él fidelidad; fue la monolatría, más que el monoteísmo, lo que ocupó por igual a Dios y a Israel durante su larga historia de aliados.
 
El Israel bíblico había nacido como pueblo al estrenar libertad creyéndose que un Dios, el dios de los padres, le había salvado de la esclavitud de Egipto; ese Dios que le sacó de tierra extraña con la promesa de entregarle en propiedad una tierra buena, que mana leche y miel (Ex 3,8.17; Nm 14,8), ese Dios que le obligaría a entrar en un desierto para dársele a conocer como compañero y aliado (Ex 13,18; Dt 1,31; 8,15-16), ese Dios que había creado la tierra que Israel encontró cultivada cuando se posesionó de ella era único que le había elegido y salvado (Dt 13,16-27; 31,20-21), porque había visto la aflicción, escuchado el clamor y conocido las angustias de su pueblo (Ex 3,6-7), es un Dios que se revela porque piensa salvar y salva porque se compadece. La compasión de Dios es el motivo de su desvelación-salvación.
 
El hombre antiguo no conocía el ateísmo, más bien era el monoteísmo – o mejor la monolatría – su problema. El Dios propio, raramente uno, convivía en paz con los dioses de los demás la mayor de las veces. En la misma Biblia hay pruebas suficientes de que el monoteísmo fue durante mucho tiempo fe minoritaria: Yahvé tuvo que competir con otros dioses (2 Re 17,7-18; 18,4; 21,1-16) populares entre la población.
 
1.2 Un Dios celoso de sí y de los suyos
 
Pero la fe proclamada no siempre logra convertirse en experiencia vivida: aunque para Israel su Dios sea uno, único, exclusivo (Ex 20,2-6; Dt 5,6-10; 6,4-9), su historia es la crónica de un constante, y repetido, alejamiento de ese Dios suplantado por dioses menos exigentes y más manejables (Jue 2,11-19; 3,7-11; 10,6-16; 2 Re 17,18; Os 7,16; 8,11). Y la misma Biblia conserva el relato apasionado de esa lucha de Dios contra los baales cananeos por mantener primacía y exclusividad (Dt 6,4).
 
Es precisamente en esa lucha por la supremacía cultual que el Dios de Israel manifiesta su celo por ser reconocido en exclusiva Dios del pueblo que Él se eligió (Dt 4,32-33): el celo lo define, es su nombre (cf. Ex 34, 14; 20,5; Dt 4,24; 5,9; 6,15; 9,7-10,11); otros pueblos pueden seguir otros dioses, no así Israel (Miq 4,5), que no debe confundir a Dios con sus creaturas (Dt 4,19; Is 45,7), que a Él pertenecen (Dt 10,14).
 
Ha sido salvando, precisamente, que se ha identificado (Dios de los padres: Ex 3,1-6; 6,2-9), que se ha dado un nombre (Ex 3,12-14) y se ha adquirido un pueblo, eligiéndolo como hijo primogénito (Ex 4,22-23); Israel le debe amor total (Dt 10,12-13), porque, habiéndolo elegido para ser salvado, lo ha conocido personalmente. El Dios de Israel es uno; es sólo Él es el Dios, que lo sacó de Egipto (Ex 20,2; Dt 5,6); a Él se debe con todo su corazón (Dt 6,5): supervivencia y prosperidad dependerán de su fidelidad (Dt 31,15-20). Si Dios reivindica Israel en exclusividad es porque sólo a él ha salvado (Is 44,24-28; Is 45,15.17.21): Israel no tiene enemigos a los que temer, pues de ellos le salva Dios, ni ha de tener otros dioses a quienes servir (Is 45,14-25): su Dios no le permite alternativa (Is 45,5).
 
1.3 Las dos caras del celo divino
 
Benevolencia e ira, misericordia y juicio, son las dos caras de la siempre apasionada relación de Dios con su pueblo: la primera es la reacción inmediata, natural, en Dios; la segunda emerge, cuando su voluntad no es bienvenida o es rechazada. Ambas, ira o misericordia delatan que Dios no es indiferente al mal, ni impasible; pero airado, Dios es lento; enamorado, sobreabundante y gratuito (cf. Sal 103,8; Is 54,8).
 
Aunque la historia de Israel será la de la infidelidad (Os 9-11), Dios no destruye (Os 11,9; cf. 2 Sam 24,14); por más que jure vengarse o piense incluso en desdecirse y deshacerse de Israel, su pueblo (Ex 32,12), Dios siempre termina por recuperarse a sí mismo recuperando la compasión por los suyos (Sal 85,3). Siempre es precedido el castigo por la advertencia y la misericordia ofrecida (Am 4,1-12; 5,4-7.15; 7,8; 8,2; Is 5,25; 9,11.16.20; 10,4; 14,32; 28,16-17; 30,18; Ez 20,5-26), de forma que cuando la perdición parece irremontable, Dios se presenta como recreador de nuevo (Jr 31,31-34; Is 65,16-25; Ex 36,24-32).
 
El Dios de Moisés (Ex 34,6-7), el Dios de la piedad sálmica es el Dios del amor gratuito y permanente (Sal 103,10; 130,3; Ex 34,6-7cf. Sal 59,11.17.18; 89,2.3.15.25.29.34.50; 106.1.7.45; 107,1.8.21.31; 118,1-4.29; 119,41.64.76.88.124.149.159; 136): escucha la voz del necesitado (Sal 6,8-10; 17,6; 28,6; 66,19-20) y se manifiesta compasivo salvándole de su necesidad (Ex 33,19; Is 63,10). Y es que Dios no resiste, sin alterarse, ver a los suyos sufriendo (Ex 3,7-10; Lc 1,76-78), ni sufre, impasible, que los suyos lo abandonen (Ex 32,7-10); el malestar de su pueblo lo conmueve entrañablemente (Is 63,14-15; cf. Gn 43,30), y se siente Él molesto cuando los suyos no responden a sus desvelos (Is 65,1-7).
 

  1. Las entrañas de Dios, lugar y definición de su misericordia

 
Entraña es el nombre de la misericordia divina (Sal 119,156; 103,13), en hebreo, rahamin, que es un plural intensivo de rehem, vientre materno, útero, vísceras (Jr 1,5). Un 80% de las usos de la raíz bíblica rhm tiene a Dios como sujeto y está en estrecha relación con el acontecimiento salvífico de la alianza; el adjetivo rahum califica exclusivamente a Dios.
 
2.1 Misericordia como ternura
 
Mientras que en griego, y en general en las lenguas romances, el sentido de misericordia remite más bien al ámbito de lo sicológico, de lo individual, en la mentalidad bíblica el concepto tiene que ver más con lo comunitario, expresa una realidad interpersonal. En el vocabulario hebreo, entre los términos que expresan una relación interpersonal como amor (ahabah), benevolencia (hesed), fidelidad (emunah), firmeza (emet), misericordia (rahamin) ocupa un lugar aparte; es el único que define la relación a partir del sentimiento interior que está a la base y es su fuente, y que sugiere una gran implicación emotiva: lo mismo es el amor materno que vincula estrechamente – ¡por las entrañas! – una madre con su hijo, que es esa misericordia que reestablece un vínculo aún mayor que el nacido de la sangre.
 
No resulta, pues, fácil encontrar una traducción ajustada: el uso normal de nuestros conceptos de misericordia, en cuanto compasión o piedad, apuntan hacia un sufrimiento de otra persona, por mí reconocido y compartido, que el término bíblico incluye pero en el que no se agota. Piedad sería la emoción que surge del contacto con la desgracia que sobreviene a alguien sin justificación ni merecimiento; lo contrario a sentir envidia ante la buena fortuna. Compasión, en cambio, es el sentimiento que lleva a conmoverse ante el espectáculo del sufrimiento del otro y que se apiada de quien no merece su mal; la compasión nace no la percepción objetiva del sufrimiento del prójimo sino de la valoración que ese dolor no es justo, es inmerecido[5] Ternura es, probablemente, el significado que mejor expresa el calor y la intimidad propias de ese sentimiento entrañable que la misericordia bíblica (1 Re 8,50; Is 49,14-15; 54,10; 66,13; Sal 25,16; 106,46).
 
Los antiguos localizaban los sentimientos en las entrañas porque eran la parte más interna y oculta, la más cálida y blanda. Los griegos veían las vísceras como el lugar de la pasión violenta, fuera amor u odio. El vientre era para los hebreos el centro de la ternura, piedad y benevolencia; podía albergar otras intensas emociones, como el sufrimiento (Job 30,27; Sal 31,10), la alegría (Prov 23,16), el miedo y la angustia (Is 15,4; Lam 1,20); sería lo más cercano a lo que para nosotros hoy, en lenguaje común, llamamos ‘el corazón’.
 
Las entrañas designan el lugar corporal donde se sitúa el instinto materno (1 Re 3,26), esa experiencia de profunda resonancia afectiva, donde siente una madre su visceral relación con el hijo de su vientre (Is 49,15), de un padre por el grito de su hijo malherido (Eclo 30,7). Puede denotar la profonda conmoción de alguien por su hermano de sangre, (Gn 43,30; Am 1,11), la emoción de la enamorada (Cant 5,4), lo mismo que cuanto Dios siente por sus creaturas (Sal 25,6; 116,5).
 
Puesto que en Dios se da una plenitud de vida, la capacidad de generarla por antonomasia (Sap 11,23-24), Israel puede considerarlo padre (Os 11,1; Is 1,2; 63,16; Jr 31,9) y madre (Is 42,14; Jr 31,20). Cual padre, intenta recuperar a su hijo colmándolo de atenciones y lleno de preocupación (Sal 103,13; Is 63,15-16), “con cuerdas de ternura, con lazos de amor lo(s) atraía, fui como quien alza un niño hasta sus mejillas y se inclina hasta él para darle de comer” (Os 11,4); el pensamiento solo de abandonar a su hijo Israel “le da un vuelco al corazón y sus entrañas se estremecen” (Os 11,8). Como esposo enamorado (Os 2,21), llega a jurarle amor eterno (Is 54,4-10): “con amor eterno te amo y por eso te mantengo mi favor” (Jr 31,3). Como madre, Dios consuela (Is 66,13), es incapaz de olvido (Is 49,15), tiende siempre a cobijar y proteger (cf. Lc 13,34), a amar más que la propia madre (Eclo 4,10); prueba tan profunda conmoción que se llena de ternura por su hijo predilecto, incluso cuando lo amenaza: “siempre que hablo contra él, lo recuerdo aún más; por eso mis entrañas se conmueven por él, cierto que tendré de él misericordia” (Jr 31,20; cf. Is 63,15-16).
 
2.2 Ternura que se realiza como salvación
 
En el lenguaje corriente, misericordia (cor miser, corazón que se apena con) incluye la compasión (Sal 106,45), afectación por la miseria de otro, e perdón (Dn 9,9), disponibilidad al olvido de la afrenta o de la responsabilidad. En el lenguaje bíblico, lo sustantivo en el concepto bíblico de ternura es la afectación interna, visceral, de alguien por otro que le pertenece muy estrechamente, la entrañable conmoción interior que se traduce en gestos concretos de bondad por quien, padeciendo extravío o malestar, precisa de compasión concreta, de benevolencia (cf Is 63,7).
 
La actuación compasiva, que alcanza a quien nos pertenece o a quien pertenecemos, es la cara visible de la intensa conmoción, sentida en la propia entraña, que nos afecta ante la desgracia del necesitado. Misericordia es siempre afectación interior, fidelidad visceral, lealtad entrañable (1 Re 3,26), una profunda conmoción que tiene su sede en las entrañas de un padre (Jr 31,9.20; Sal 103,13), de una madre que se acuerda del hijo de su vientre (Is 49,15; 63,13), de un hermano que llora emocionado (Gn 43,30), de un ciego enamorado (Is 54,6-7). Como el vientre (rehem), la compasión divina (rahamin) es productora de vida, la cobija y la alimenta, la restaura y la asegura. Sugerida queda en el concepto una vinculación entre la entraña materna y el hijo entrañable o entre quienes han salido del mismo vientre: tal es la manera que Israel se imagina la misercordia de su Dios con él.
 
En esta concepción de afecto visceral, entrañable compasión, se apoya los antropomorfismos sobre la misericordia divina (Is 63,15; Jr 31,20), que presentan a Dios como lleno de ternura por su pueblo (Dt 13,18; 2 Sam 24,14; Is 54,7; 63,7.15; Jr 16,19; Os 2,21; Zac 7,9; Sal 40,10; 79,8). Dios manifiesta su ternura con ocasión de la miseria humana, no puede soportar ver en la miseria a los suyos, contemplar la desgracia de lo que le pertenece (Ex 3,7.16). La misericordia de Dios no es beneficencia sensiblera con los pobres, ni compasión altruista con todo el que sufra; es ternura que elige aquel con quien quiere mostrarse tierno: “Yo protejo – declara abiertamente a Moisés – a quien quiero y tengo compasión de quien me place” (Ex 33,19). Dios se dejó afectar entrañablemente por la suerte de un solo pueblo, su elegido, Israel, y ello a pesar de su frecuente deslealtad (Ex 33,19; Is 63,9). Y fue así que salió del anonimato y se dio a conocer (Ex 3,6-14; 6,2-8).
 
Cuando Dios es piadoso y compasivo, lo mismo que cuando (no) lo es el pueblo, la insistencia no cae sobre el sentimiento básico que tiene quien es benevolente, sino sobre las actuaciones que manifiestan su bien hacer. Siendo tierno, Dios no es débil; ni se debilita refugiándose en un estado de sensiblería ineficaz, ni debilita a los que compadece; pues es su ternura la que pone en movimiento su potente actuación salvífica: Dios muestra su misericordia, al recordarse de su alianza, y visita a su pueblo llevado por su entrañable misericordia (cf. Lc 1,72.78). Y es que ejercer benevolencia es praxis propia de aliados, solidarios como se han comprometido a ser para hacerse el bien que se deben.
 
La alianza puede cerrarse entre iguales y entre desiguales; en ambos casos, uno queda comprometido a favor del otro: lealtad entre iguales, compasión, entre desiguales. La lealtad de Dios, superior como aliado que permanece fiel, es siempre gracia; Israel puede siempre esperar esa gracia, aunque le conste su deslealtad (Ex 34,9; Num 14,19; Jr 3,13); Dios, en cambio, ‘recuerda’ su alianza, no olvida su compromiso con el pueblo y realiza su misericordia visitando a su pueblo (Lc 1,68.72; cf. 1,50.54.58): ese recuerdo – misericordia eficaz – es ‘entrañable’ (Lc 1,78). Es el estado de necesidad, por limitación natural (enfermedad o mal) o por infidelidad consciente (pecado y malicia) lo que mueve a Dios a actuar a favor de aquel que considere suyo.
 
Pero más esclarecedora que la etimología del término resulta la narración de la experiencia religiosa del pueblo elegido: en una historia religiosa en que la infidelidad fue la respuesta del pueblo a su Dios, la constante benevolencia de Dios adquirió el aspecto de perseverante ternura, siempre fiel a sí misma, siempre sobreabundante (Sal 19,156). Puesto al límite por la rebeldía de su pueblo, Dios nunca “despertó todo su enojo” (Sal 78,38). La ternura en Dios vence siempre la ira, que le provoca un pueblo “aferrado a su infidelidad” (Os 11,7), sea que Él, estremecido, recuerde su alianza (Os 11,7-9: “¿Acaso puedo abandonarte, Israel?.. Mi corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen. No dejaré correr el ardor de mi ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no un hombre.. y no me complazco en destruir”), sea que alguien le conmueva, recordándole sus promesas (Ex 32,13), su celo y ternura (Is 63,151-6), y haciéndole caer en la cuenta de que “esa nación es tu pueblo” (Ex 33,13), logre que Dios “se arrepienta de haber querido hacer el mal a su pueblo” (Ex 32,12.14). Su amor – jura después de haber sido repetidamente traicionado – no cambiará de amado, “aunque los montes cambien de lugar y se desmoronen las colinas” (Is 54,10); y si por un breve momento abandonó a “la esposa de su juventud”, Dios la recuperará acosándola con inmensa ternura, porque su cariño por ella es eterno (Is 54,6-8; Jr 31,3).
 
En Dios, pues, la ternura es un sentir íntimo, un profundo quedar afectado, un verse implicado en las desventuras de su pueblo. Ese ‘pasión’ divina no es merecida por su beneficiario, aunque su estado de necesidad la haya provocado; será siempre don y expresión de la conmiseración divina. Sus refractarios no tienen nada que objetar, porque el sentimiento no es suyo, nace en las entrañas de Dios; al final termina por imponerse como perdón paciente y comprensión sin límites. Está en la naturaleza del Dios bíblico enternecerse ante la necesidad de quien ama y amar a quien le necesita. Ser tierno y compasivo es “una cualidad constitutiva e irrenunciable de su ser y de su actuar (Dt 4,31; Sal 78,38; Eclo 50,19)”.[6]
 

  1. Jesús de Nazaret, icono de la ternura de Dios

 
El corazón del mensaje del NT es la proclamación de la actuación de Dios en Jesús, una afirmación en la que Dios es claramente el protagonista, si no único, sí principal: Dios, “el Dios de nuestros padres, ha manifestado la gloria de su siervo Jesús… Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo ha resucitado de entre los muertos” (Hch 3,13.15). Con todo, a partir de la experiencia pascual la fe en el Dios que resucitó a Jesús desliza su centro de interés del sujeto (Dios) al objeto (Jesús) y en él se fija: “Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús”, “y de ello somos testigos todos nosotros” (Hch 2,36.32).
 
Mientras el testimonio apostólico, después de Pascua, tendrá la proclamación del Señor Jesús como tema y motivo predominante, la predicación de Jesús de Nazaret, según ha quedado registrada en la tradición evangélica, sigue siendo todavía, y fundamentalmente solo, teológica: tiene a Dios y su reino por venir como motivo central (Mc 1,14-15). El Dios al que Jesús anuncia sigue siendo tierno cuando salva (Mt 18,27; Lc 15,20), y Jesús, su mensajero, compasivo al proclamarlo: la compasión personal del mensajero es implicación cordial en la situación de sus oyentes, una simpatía que manifiesta la invisible ternura del Dios que viene a los que más lo necesitan: publicanos (Mc 2,13-17; Lc 15,1) y prostitutas (Mt 21,31), enfermos (Mt 4,23-24; 9,35-36; 14,35-36) y endemoniados (Mt 8,16.28-34), ciegos (Mt 9,27-31; 20,29-34) y leprosos (Mt 8,1-4), mujeres (Mt 9,21-28) y extranjeros (Mc 7,24-30; Jn 4,1-42), viudas (Lc 7,11-17) y niños (Mc 5,21-23.34-43; 15,15-20), pobres y ricos (Lc 19,1-10).
 
3.1 Compasivo en obras
 
La tradición evangélica presenta a menudo a Jesús conmovido por la necesidad ajena, y para expresarlo recurre al término splagchnízomai, forma verbal de splagchna, entrañas (Hch 1,18; Col 3,12; 1 Jn 3,17), afecto entrañable (2 Cor 7,15; Flp 1,8), corazón o vida propia (Fil 2,1; Flm 1,7.12.20).
 
Con excepción de las tres veces que Jesús utiliza el verbo en sus parábolas (Mt 18,27; Lc 10,33; 15,20), el sujeto de ese movimiento de profunda ternura es siempre Jesús; la conmoción da razón de la actividad taumatúrgica, sea porque le basta a Jesús contemplar el mal para, enternecido, sanar (Mc 1,41; Lc 7,13), sea porque se le recuerda su capacidad de ternura para pedir la curación (Mc 9,22). El verbo describe la emoción profunda, tan conmovedora como para desestabilizar visiblemente a quien la siente (Mt 9,36; 14,14; Lc 7,13; 10,33) y que es producida por una desgracia objetiva y evidente (Mt 15,32; 18,27; 20,34; Mc 1,41; 8,2; 19,22). Reaccionar enternecido no se debilidad, pues la profunda afectación no muere en sí misma, antecede siempre la actuación milagrosa; el milagro es consecuencia tanto, o más, de la compasión de Jesús, que de la necesidad del enfermo, quien no siempre ha pedido la misericordia que obtiene (Mt 14,14). Representante de Dios, Jesús, no sólo lucha contra el mal en el hombre, se siente por él tocado en lo más profundo de sí: el mal que encuentra dominante le llega primero, diríamos hoy, al alma (Mt 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Lc 7,13).
 
Anunciando el reino, Jesús se topa con gente necesitada, cuya situación lo conmueve profundamente (Mt 14,14) sea por el mal que domina a algunos (Mc 1,41: lepra; Mt 20,34: ceguera; Lc 7,13: muerte), sea por la lastimosa situación de la mayoría (Mt 9,36: su cansancio y abatimiento; Mt 15,32/Mc 8,2: el hambre de tres días; Mc 6,34: andar como ovejas sin pastor). En Jesús oyen (Lc 15,20; Mt 18,17) y ven que Dios tiene un corazón apasionado y compasivo (Mc 5,19; Lc 16,24).
 
En su palabra, la gente puede escuchar el compromiso de un Dios que está por venir a salvarlos (Mc 1,14-15); en su actuación compasiva descubre el pueblo el inicio de esa voluntad de cercanía de Dios y son muchos quienes se acercan a él pidiendo misericordia (Mt 9,27; 15,22; 17,15; 20,30-31; Mc 10,47; Lc 17,13; 18,38-39); en su implicación afectiva (Mt 9,36; 14,14; 15,32; 20,34; Mc 1,41; 6,34; 8,2; 9,22; Lc 7,13), los necesitados pueden sentirse acompañados por un Dios al que no resulta desconocido el dolor humano.
 
Que Jesús pueda sanar del mal es consecuencia, y prueba, de que puede sentirlo: salva del mal porque lo padece cuando lo descubre; salva al que lo padece, porque se compadece, del ciego (Mt 20,34), del leproso (Mc 1,41), del muerto (Lc 7,13), del epiléptico (Mc 9,22), del hambriento (Mt 15,32; Mc 8,2). En Jesús compasión es mirar la desgracia del otro como propria, apropiarse su dolor y dejarse afectar por él[7]; una persona compasiva no huye ante el dolor ajeno, se deja herir por él (Lc 10,37) y lo padece con quien lo está padeciendo (Mt 18,27; 16,24).
 
3.2 … y en palabras
 
Revelador de la ternura divina, porque la actúa, Jesús habla, en cambio, escasamente sobre ella, y sólo en parábolas, es decir, de modo indirecto.
 
En dos de ellas (Mt 18,23-25; Lc 15,11-32) recurre al término propio de la misericordia entrañable (splagchnizomai) para señalar, en sendos momentos decisivos de la narración, una profunda conmoción, compasión con el subordinado (Mt 18,27), amor paterno (Lc 15,20), en el protagonista que representa a Dios. En ambos casos, un movimiento de ternura precede y provoca la decisión de perdonar, el rey, una inmensa deuda a su insolvente criado (Mt 18,24-25), el padre, un grave pecado a su hijo menor (Lc 15,18-19); en ambos casos, rey o padre reaccionan como haría el amor entrañable de Dios, que se compadecen sin que se de ellos se esperara tal reacción, pero obligan a ser compasivos a quien ha obtenido compasión: el rey espera que condone deudas quien ha obtenido ser condonado (Mt 18,33); el padre ruega al hermano mayor que retorne a la vida común como lo ha hecho el hijo pequeño (Lc 15,24.32).
 
Sin duda así queda en evidencia lo más característico del concepto de ternura divina en el NT: un Dios entrañable, que se conmueve cuando perdona y quiere a los suyos, pide de ellos que perdonen y amen entrañablemente a sus prójimos. El Dios de Jesús exige misericordia a quien la ha recibido, y exige que se conceda gratias, como fue otorgada. Y es que “no se puede recibir el amor sin hacerse su discípulo”[8]. Que haya que ser compasivo, sin sacar otro beneficio que el de beneficiar al prójimo necesitado, hace imperativa la misericordia gratuita, so pena de perderla una vez obtenida. El Dios entrañablemente misericorioso ni es un Dios blando, ni es estúpido: exige lo que ha dado, impone llegar a ser como El es, santo (Lev 19,2), perfecto (Mt 5,48), compasivo (Lc 6,36). La motivación de la misericordia fraterna es la imitación de Dios, la apropiación de su paternidad (Mt 5,45) lo que pone el acento en la interioridad, sinceridad afectuosa, del perdón. Hay que tener un corazón perdonado para perdonar; la misericordia no nace del corazón del hombre, pero el corazón del hombre puede recibirla y, si la recibe, ha de darla.
 
De hecho, en la parábola de Mt 18 Jesús llega a decir que el Dios tierno está dispuesto a retirar su ternura y recuperar su enojo, si el vasallo perdonado no aprende a condonar a sus deudos (Mt 18,33). En materia de perdón, al final Dios se comportará según haya sido nuestro comportamiento: la mejor manera de asegurar el perdón de Dios es darlo al prójimo (Mt 18,35; 6,12). Es más aún, según explica Jesús en Lc 15, tan a gusto se siente el Dios perdonando entrañablemente a sus hijos que se arriesga a perder a quien no lo siga en la misericordia: el hijo mayor, fiel donde los haya (Lc 15,29-30), no participó en la fiesta familiar porque no quiso compartir la alegría del perdón de su padre. Como al padre de la parábola, el Dios de Jesús con tal de no dejar de perdonar, no perdona que su amor no convierta al perdón a quienes de él han usufructuado. Porque Dios tiene entrañas de misericordia, quiere de los suyos “misericordia y no sacrificios” (Mt 9,13; 12,7; cf. Os 6,6); los creyentes han de ser a imagen de su Dios, signos vivientes de su ternura.
 
La mejor confirmación de cuanto se acaba de afirmar está en Lc 10,33, donde aparece por tercera vez, y última, en el NT el verbo splagchnizomai. Es también la única en la que la conmoción interior no alude, ni siquiera indirectamente, al proceder de Dios. Aplicado al samaritano de la parábola, manifiesta una conmiseración verdaderamente eficaz – auténtica ‘imaginación de la caridad’[9] – que lleva a poner todos los medios posibles con tal de salvar al necesitado que ha encontrado casualmente en su camino (Lc 10,33.37). A quienes pasaron antes que él, no les conmovió ver un hombre medio muerto; por eso, pasaron de largo (Lc 10,31.32): a ellos los ocupaba el culto a Dios, por él quedan definidos en la narración, a él se deben (Lc 10,31-32). El samaritano, porque sintió pena, se acercó al malherido, vendó y curó las heridas, lo llevó al mesón y cuidó de él, y, cuando no pudo hacerlo personalmente, dejó pagados los servicios (Lc 10,34-35): estas acciones, que manifiestan con eficacia el poder del sentimiento, convirtieron al extranjero en prójimo. La conmoción ante el dolor ajeno hace hermano al desconocido. Al final de la parábola, Jesús impondrá esta entrañable y eficaz conmiseración, como norma del hacer del discípulo (Lc 10,37); el sentimiento interior no basta, si no produce una actuación en pro del projimo: sentirse mal ante el mal no sirve si no provoca a hacer el bien[10].
 
La caridad supone y requiere ternura, aunque no se reduzca a ella; el sentimiento, la afectación no es necesaria para amar en cristiano; sólo ama como Cristo, quien como Él da la vida (Jn 15,13). Con todo, la ternura es el corazón de la caridad, añade al amor la dimensión personal, la implicación emotiva, la tensión a hacerse don para el otro, a interesarse por su suerte y participar en ella; añade, sobre todo, que quien ama tiernamente se semeja a Dios (Lc 6,36).
 

  1. Un Dios muy humano

 
El sentimiento de ternura entrañable, que define la actuación – y por tanto el ser – del Dios bíblico, incluye tres contenidos de fondo: la piedad, benevolencia eficaz, misericordia gratuita, ayuda desinteresada, perdón concedido; la dilección, capacidad para simpatizar y quedar afectado por el otro, íntima conmoción que se vierte fuera de uno, disponibilidad para donarse o acoger, para condividir y solidarizarse; la debilidad, ese dejarse herir por la necesidad o la pobreza del otro, la compasión que nace en el propio interior y que allí resta, como motor de la dilección y como causa de la piedad.
 
Se ha dicho que la preocupación por el otro, su cuidado y las atenciones que nos merece (Sorge), y la voluntad de hacérsele cercano, y encargarse de su penosa situación (Fürsorge) son los datos constitutivos de nuestro ser en el mundo (Dasein).[11]. Se ha dicho también que el grado de sensibilidad que tengamos para advertir y compadecer los sufrimientos de los demás mide el grado de nuestra propia humanidad[12].
 
Pues bien, esa voluntad de cercanía a la necesidad del hombre, que nos hace humanos, y tanta como para sentirla en las propias entrañas, la tuvo el Dios de Israel y de ese Dios tierno nos habló Jesús. Dios siente estremecimiento al ver la desgracia de la humanidad; y al no poder soportarla, la padece con quien la sufre, “a causa de su entrañable misericordia” (Lc 1,78). El Dios bíblico es ese Dios que “se emociona” salvándose, se interesa, porfía, lucha, se vuelve celoso, vengativo incluso, no deja solos a los suyos ni de día ni de noche, vela mientras duermen, los defiende y alimenta, hasta que, rendidos a su amor, los convierte en aliados. El Dios cristiano es un Dios muy humano, “a causa de su entrañable misericordia” (Lc 1,78).
 

Juan José Bartolomé

estudios@misionjoven.org

 
[1] H. Böll, Lettera a un giovane católico, Vicenza 1968, 54.
[2] “Alcuni pensano che la tenerezza sia un sentimento marginale della personalità. Appartiene invece al nostro stesso essere: la sua assenza è il segno di una natura incompleta. È questa la ragione per cui chi non la possiede, cerca almeno di averne dei surrogati” (M. Canciani, La tenerezza, Roma 1993, 15).
[3] A. Heschel, Il messaggio dei profeti, Roma: Borla, 1981, 9.
[4] En la fórmula lucana ‘entrañas de misericordia’, el genitivo es de cualidad. El sentido sería: Dios tiene entrañas que se conmueven a piedad, su conmiseración es visceral, entrañable; se enternece profundamente cuando se compadece.
[5] Aristóteles, Poética XIII 1453 a 4.
[6] C. Rocchetta, Teologia della Tenerezza. Un ‘vangelo’ da riscoprire (Bolonia: EDB, 2000) 105.
[7] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologica II-II 30,2
[8] X. Quinzá Lleó, “En las entrañas del corazón de Dios”: Vida Nueva 2.421 (2004) 24.
[9] “Que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno” (Juan Pablo II, Al comienzo del nuevo Milenio 50).
[10] “El significado verdadero y propio de la misericordia en el mundo no consiste únicamente en la mirada, aunque sea la más penetrante y compasiva, dirigida al mal moral, físico o material: la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre” (Juan Pablo II, Dives in Misericordia 6).
[11] M. Heidegger, Sein und Zeit, Frankfurt a.M. 1977, Vol I 6,41-42.
[12] A. Heschel, Chi è l’uomo?, Milano 1976, 71-72.