A PROPÓSITO DE UNA SECUENCIA DE DESMONTANDO A HARRY

1 noviembre 1998

En la última película de Woody Allen, Desmontando a Harry, hay secuencia muy sugerente: en uno de los momentos de esta obra, un personaje, actor de cine, descubre algo terrible y absurdo: esa mañana, su cuer­po, como si se tratara de la imagen de una fotografía mal hecha, ha amanecido desenfocado. Su familia, sus compañeros, sus amigos observan, primero divertidos y finalmente alarmados, este curioso fenómeno: el hombre que hasta ayer poseía unas formas y un perfil claros, contundentes, fácilmente identificables, hoy ha perdido, repentinamente, su nitidez. Es más, su emborronamiento no se detiene en un punto, sino que su figura se desvanece a cada instante más y más, hasta transformarse, poco a poco, en un puro borratajo que provoca mareos a quien lo contempla.
El protagonista de esta tragicomedia acude a distintos médicos, quienes no detectan en su organismo nin­guna enfermedad. Sin embargo, nuestro amigo continúa un proceso imparable: los límites que marca su piel siguen desdibujándose y en su rostro ya a duras penas se distinguen rasgos propios.
La historia concluye de una manera nada alentadora. Yo diría que se trata de un desenlace falsamente tran­quilizador: la única forma de atenuar o, al menos, disimular esta degeneración incontenible consiste en que la mujer y los hijos del hombre desenfocado se pongan unas gafas con las que recuperar ilusoriamente su contorno tal y como fue en su día. Todo nos hace sospechar que este pobre infeliz acabará convertido defini­tivamente en una gran mancha, por mucho que los otros intenten autoengañarse.
Esta secuencia permite múltiples interpretaciones. Bastaría con responder a una serie de preguntas: ¿a quiénes, a qué realidades humanas puede representar este hombre en disolución? ¿En qué ocasiones las per­sonas «nos desenfocamos», nos volvemos confusos, perdemos parte de nuestra identidad? ¿Cuándo nos colo­camos unas lentes tranquilizadoras que, en lugar de ayudarnos a resolver los problemas o a afrontar la rea­lidad, se limitan a disfrazarla?
En esta sección que dedicamos mensualmente al cine como instrumento educativo os voy a regalar mi par­ticular lectura de esta secuencia tan pedagógica. Se trata de sustituir a ese actorcillo por todos y cada uno de los hombres y mujeres que componemos las modernas sociedades occidentales, entre ellos tú y yo. Llamaremos capitalismo al objetivo fotográfico causante de nuestra mala definición o a la tinta que nos desfi­gura. Además de este cambio, imaginaremos que, ante este carnaval de presencias distorsionadas que todos protagonizamos, la gente, en lugar de buscar las razones del descentrado general para atajarlas, se confor­mara con agenciarse un hermoso par de gafas, tan mágicas como tramposas. Aplicando todas estas opera­ciones tendrás ante tus narices, sin quererlo, un retrato veraz y atroz de nuestro maravilloso mundo desa­rrollado.
¡Qué felices todos, monstruosamente borrosos, pero seguros de que el mundo es perfecto porque lo vemos a través de nuestros cristales ahumados! ¿Qué me importa que me vaya disolviendo en el ácido del egocen­trismo o que me extinga a golpe de ambición si todos a una giramos en el mismo y estúpido tiovivo, si todos padecemos una misma miopía consumista y gozosa, si todos soportamos la vida apoyándonos en la ortope­dia del materialismo? A los hombres y mujeres de las sociedades del primer mundo se nos está difuminan­do paulatinamente la conciencia y sólo podemos soportar nuestra propia deformidad moral, nuestro desen­foque, con unas gafas que oculten o justifiquen las tropelías cometidas a diario a nuestro alrededor, en nues­tra propia casa, en nuestro mismo espejo: el derroche, la acumulación, el afán competitivo, el desinterés hacia los otros… En el momento en el que, por unos instante, nos quitamos las lentes que nos protegen, el deterio­ro de nuestros principios, la barbarie de nuestra forma de vida resulta tan trasparente y deslumbrante como opaca y desvaída nuestra presunta humanidad.
Termino: en una tira de Mafalda, un personaje comentaba que, cuando alguien fuma un cigarrillo, no queda claro si es la persona quien consume el cigarro o, a la inversa, si es el propio cigarro quien se encarga de consumir a su usuario. La misma fórmula puede aplicarse a esos seres desenfocados, tal vez como tú y como yo, que son consumidos inconscientemente por sus propios hábitos de consumo. Al menos, atrévete a arrancarte las cómodas gafas que garantizan la pasividad. Tu mundo no es perfecto. Me ha parecido verte entre líneas y creo que tú también andas un poco desenfocado.
JESÚS VILLEGAS

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