Acompañar el camino de oración de los jóvenes

1 marzo 2006

Jesús Manuel García
 

Jesús Manuel García es profesor de Teología Espiritual en la Pontificia Universidad Salesiana de Roma.

 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
De manera sencilla y coloquial, a través de una carta, y de la mano de los grandes maestros, especialmente Teresa de Jesús, el artículo señala los aspectos más relevantes de una pedagogía de la oración cristiana. Se fija primero en algunas condiciones básicas: preparación corporal, equilibrio psíquico, deseo de orar, para llegar a presentar un método y unos criterios de evaluación. Siguiendo el método teresiano destaca como etapas fundamentales: la concentración, el recogimiento y la comunión..
 
Querida Merche:
Claro que recuerdo nuestra última escalada al monte Cristallo, durante tu estancia en tierras italianas, con motivo del Erasmus. En aquel momento me sentí profundamente orgulloso de ti. Exhausta, pero contenta, llegaste a la meta entre los primeros. ¡Qué alegría! Se notaba en tus ojos, la expresión de tu cara y… el abrazo de complicidad. Por momentos, allá arriba, rondando los 3.000 metros, te quedaste sin palabras. Un silencio que yo respeté. Entre otras cosas, porque también yo estaba agotado, después de tres horas de subida con la mochila al hombro. Poco a poco fueron llegando todos los demás compañeros. Mientras te seguía con la mirada, vi cómo te alejabas y te encaramabas en lo más alto de aquel peñasco grande, el único que quedaba por ser escalado en el pequeño rellano donde, poco a poco, nos juntamos todos. «Desde aquí se toca el cielo», me dijiste. No te respondí. Me dio la impresión que, como Moisés delante de la zarza ardiendo, también tú estabas pisando tierra sagrada. Te dejé inmersa en tu sentir gozoso. Recuerdo que, sorprendida por la belleza del panorama, de vez en cuando y en voz baja, decías: «¡Qué maravilla…!».
Aquel día, cuando bajamos al refugio, en la pradera, celebramos la eucaristía. Aunque me dijiste que hacía años que no ibas a misa, no te sentiste incómoda durante la celebración. Entre otras cosas porque, los que fueron tus compañeros de un día, dieron a la eucaristía un tono de fiesta compartida que, según me contaste cuando estábamos ya en el autocar, te pareció hasta lógico y natural terminar el día – perdona la expresión – transcendiéndote a ti misma con un reconocimiento sorprendido y agradecido.
Veo que aquella experiencia ha dejado su huella. Me alegro. Te respondo ahora, lo mejor que puedo y sé, acerca de las preguntas que me haces en tu carta. Te anticipo que abordo tus interrogantes con un cierto temor y temblor. Entre otras cosas porque la oración es algo sublime que desborda las explicaciones, los esquemas y las enseñanzas. Me alegra saber que has recuperado las ganas de rezar, el deseo de adentrarte en los misteriosos caminos de la amistad con Dios; si bien –ya entramos en argumento– no sabes si tu oración es auténtica y , a veces, dudas que alguien te escuche; te parece estar perdiendo el tiempo…
En el fondo, me vas a obligar a hablarte de mi oración, de cómo entiendo yo esta relación filial e íntima con Jesús. Y aquí aparece mi pudor. A nadie, creo yo, le gusta hablar de sí mismo; tantos menos de estos temas tan personales e íntimos. Sin huir del testimonio personal, me vas a permitir que tú y yo nos dejemos guiar por las enseñanzas de hombres y mujeres que sí han rezado de verdad, que han experimentado en su propia piel lo que supone entrar en relación íntima con el Otro, hasta sentir que sus vidas eran transformadas, cambiadas radicalmente. No te son desconocidos sus nombres. Quizá, cuando nos volvamos a ver en Madrid, tampoco sus escritos. Créeme: merece la pena su lectura. Me refiero a Teresa, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola… Por la oportunidad que la vida me ha brindado, conozco mejor la andanzas y el mensaje espiritual de Teresa. Y también, he de confesarlo, me resulta simpática; lo notarás en esta carta que te escribo. No faltan pasajes de sus obras. Puede ser un buen motivo para hacerte comprar el libro de su Vida.
Vayamos por partes. Me dices que desde hace algún tiempo te han entrado ganas de rezar. Y te has puesto manos a la obra, aunque –al final– no sabes bien si has rezado o no. Digamos que existen muchos modos de rezar. Uno de ellos es el método de Teresa, que adquiere hoy una sorprendente actualidad, bien por sus intuiciones perennes, vinculadas al evangelio, bien por sus observaciones de tipo humano, ligadas a la psicología y al sentido común. Además, su método no está reñido con las técnicas orientales que tanto te gustan o con la moderna civilización de la imagen (respetando siempre, claro está, ciertos presupuestos típicos de la fe cristiana). Recuerdo que hace tiempo leí de un monje la siguiente afirmación: «reza como puedas, y no reces como no puedas». En su simplicidad, creo que lo dice todo. Yo te iré explicando, si eres capaz de aguantarme hasta el final, los pasos que, según mi parecer y, como te he dicho, iluminado por las enseñanzas de la Santa de Avila, son necesarios en una buena metodología de la oración.
 
1. Presupuestos de la oración
 
El primer paso, el prólogo de la oración, no es aprender a rezar, sino aprender a vivir. Esa vida, cuando te remontes un poco por el curso de la misma, verás que viene de Dios, pasa por ti y sigue más allá de ti misma; no se detiene. Entonces la oración es esa consciencia de que el amor, la verdad, la justicia son experiencias humanas que traen su agua de más arriba: de la fuente que es Dios, y por eso las transformamos en oración o bien oramos convirtiéndonos a la profundidad de esas experiencias humanas.
Aprender a vivir aquí y ahora es aprender a orar, cuyo camino pasa por este difícil aprendizaje de la presencia. Me dices en tu carta que estás preocupada porque no sabes si Dios escucha tus rezos, si Dios está presente…. Por mi parte, me interesa saber si estás tú presente en tu propia experiencia de oración: ¡lejos de mí el dudar que Dios quiera comunicar contigo, que desee hablarte, estar contigo… en plan de amigos! Siguiendo con un poco de orden, comenzaré reflexionando sobre algunas condiciones para poder rezar, para presentarte, después, un método de oración y los criterios para evaluar su autenticidad.
 
1.1. Preparación corporal y equilibrio psíquico
 
Ante todo la oración, querida Merche, exige una buena relación corporal y, al menos, un mínimo de equilibrio psíquico. En este momento, quizá te sientas más atraída por la atención otorgada a la preparación corporal y al equilibrio psíquico de los que hablan los métodos orientales. Te invito a leer algunas páginas de la Vida de Teresa para demostrarte cómo del conjunto de la doctrina teresiana sobre la oración se deduce precisamente la exigencia de un equilibrio físico y psíquico para la misma. Personas que estén cansadas físicamente o débiles en su psique no podrán practicarla con provecho; mas aún, para ellas la oración puede constituir un serio peligro que provoque infecundos cansancios e inútiles desequilibrios mentales.
 
1.2. El deseo de orar
 
Está claro que la oración no puede ser propuesta como ejercicio de mortificación, como un «estar allí» por la fuerza. ¡Cuántas veces has dejado de rezar precisamente porque te lo han impuesto! Mejor el «quiero orar» que el «tengo que orar» o el «debería rezar más…». Si me dices que «sientes ganas de orar», quiere decir que estás dispuesta a comprometer tu tiempo, tu psicología, tu cuerpo, tu forma de ver las cosas. Estás dispuesta a ofrecer tu espacio vital a la acción de Dios.
En la oración, como en la vida, hace falta una buena dosis de discreción y de sentido común, que no es lo mismo que «laxismo». Esto lo entendió muy bien Teresa: «Porque muy muchas veces (yo tengo grandísima experiencia de ello, y sé que es verdad, porque lo he mirado con cuidado y tratado después a personas espirituales), que viene de indisposición corporal…; y las mudanzas de los tiempos y las vueltas de los humores muchas veces hacen que, sin culpa suya, no pueda hacer lo que quiere, sino que padezca de todas maneras; y mientras más la quieren forzar en estos tiempos, es peor, y dura más el mal; sino que haya discreción para ver cuándo es de esto, y no la ahoguen a la pobre. Entiendan son enfermos; múdese la hora de la oración, y hartas veces será algunos días» (V 11,15).
Si del libro de la Vida pasas a otras obras suyas como El Camino de perfección o el Castillo interior(también llamado Las Moradas) encontrarás que el consejo positivo siempre es el mismo: no atormentarse ni forzar al alma. No pocas personas –dice la Santa– han arruinado su salud por «la mucha penitencia y oración y vigilias». El remedio teresiano, para evitar un «abobamiento» místico en la oración, es muy sencillo: comer, dormir y no hacer tanta penitencia, hasta que vuelven las fuerzas y con ellas el equilibrio necesario para una vida de oración que, como te decía, exige una mente sana y abierta (cf. M IV,3,11-14).
El mismo hecho del deporte, la distensión física y psicológica ayudan a la oración. Es más, cuando estos no se dan, es mejor que te dediques a otras obras de virtud o incluso al simple recreo o a la distensión para poder rezar mejor en otro momento. Es un pecado contra la misma oración hacerla odiosa por la intransigencia que no tiene en cuenta las dificultades objetivas y subjetivas de tu persona.
 
1.3. Algunas actitudes que constituyen la preparación de la oración
 
Me cuentas que han sido diversas las circunstancias que te han llevado a «querer aprender a rezar». Me alegra escuchártelo. En realidad, la oración fluye de la vida; requiere un vivir lúcido, despierto, capaz de ver lo real, de llamar a las cosas por su nombre. Necesita de «buenas relaciones». Si eres incapaz de entrar en el dinamismo del dar/recibir con tus amigos y amigas, no te engañes, tampoco lo harás con Dios.
El mismo gran silencio de la oración se prepara cultivando pequeños silencios en la vida y haciendo crecer el sentido del respeto al misterio personal de la existencia. Se trata de un silencio que favorece la profundidad y la unificación. Como sabes, el lenguaje de la oración es el lenguaje del amor. Y el amor tiene un camino bien trazado que va desde las palabras al silencio. Pues bien, el silencio de la oración será la cima de tu palabra: «El fruto del silencio es la oración; el fruto de la oración es la fe; el fruto de la fe es el amor; el fruto del amor es el silencio» (Madre Teresa).
El mismo voluntariado, que realizas algún fin de semana, no está lejos de la oración auténtica. A través del servicio, te estás comprometiendo con la necesidad que sientes de cambiar las cosas y, al mismo tiempo, estás tomando conciencia de lo limitado de tu esfuerzo humano. Será precisamente esta conciencia de tu limitación, la que puede llevarte a no regatear esfuerzos para abatir las barreras de tu propia humanidad y lanzarte a trascender tus propios límites. Por esta razón, actitudes como el realismo, el respeto, la generosidad, la gratuidad, el silencio, la libertad, el compromiso, la acogida, el agradecimiento… constituyen la mejor preparación existencial para la oración.
 
1.4. Un método de oración
 
Son muchos los caminos que conducen hacia Dios. Es necesario que tú sigas uno paso a paso, con seriedad y constancia; sólo uno… hasta hacer realidad el sueño de Dios sobre ti. Al principio quizá tengas que superar el afán de novedad, de eficacia y rendimiento y, sobre todo, la apatía y la inconstancia.
Aunque en estas páginas te presente el camino recorrido por Teresa, tendrás que ser tú misma quien descubra tu propio camino y recorrerlo con todas las peculiaridades de la realidad individual. Cada uno de nosotros es único para Dios, y Dios tiene una iniciativa particular para cada uno de nosotros. Necesitas, pues, discernir y descubrir la personalización del camino, la acomodación del camino a tu propia realidad personal. Quizá para dar este paso necesites una guía, de alguien que, con sabiduría y experiencia, te ayude a conocer cuál es la forma de rezar que más se adapta a tu persona. Pero, de esto, te hablaré en otro momento. Ahora quisiera concentrarme contigo en los tres niveles o etapas fundamentales del método teresiano: la concentración, el recogimiento y la comunión.
 

  1. Recursos para la concentración en la oración

 
Entre los presupuestos de la oración, te citaba la buena relación con tu cuerpo y el equilibrio psíquico. Considero importante insistir sobre este aspecto. Si no logras pacificar tu sistema nervioso será difícil gustar tus ratos de oración. Y si la oración no es saboreada, antes o después, la abandonarás. Las siguientes consideraciones acerca del lugar, el tiempo, la postura, etc., pueden parecerte superficiales, pero son importantes por condicionar todo el resto del proceso.
 
2.1. El lugar
 
«Ni en este monte ni en Jerusalén…» (Jn 4,22). Sin sacralizar ningún lugar ni plantear exigencias desmedidas en relación con la cantidad y la calidad del espacio apropiado para la oración, la elección del lugar vendrá dada por las posibilidades; eligiendo entre ellas las que más favorezcan tu silencio o reúnan unas mínimas condiciones de temperatura, ambiente acogedor, comodidad, etc. Pudiendo hacerlo, es importante que busques un lugar distinto del habitual donde trabajas, para –entre otras cosas– impedir posibles asociaciones que puedan distraerte. La misma estética del lugar, sobre todo en un primer tiempo, puede ayudar a concentrarse en la oración.
Dicho esto, está claro que la experiencia de Dios es imprevisible en cuanto al lugar, a las circunstancias o al momento donde se vive. En cualquier espacio, situación o tiempo puede estar esperándote el Señor para abrirte a su experiencia. Puede ser una huella, un gozo inmenso, una sensación de que todo está bien y en su sitio; puede ser «un dentro» o profundidad que se intuye en un objeto, en una persona, en la rama de un árbol o dentro de ti misma.
Puede ser la brisa suave de la mañana y sentir que en ella «respiras a Dios…», que te envuelve en el aire que respiras…; o, al tocar con tus dedos algo, sentir una profundidad, una solidez y consistencia mas allá del objeto, como «tocando» al mismo Absoluto que te da consistencia. Puede ser undesbordarse tu manantial interior que inunda todo tu ser del agua viva, del agua del Espíritu.
Nuestra monja andariega tenía las ideas claras al respecto: «Recia cosa sería que sólo en los rincones se pudiese hacer oración». La razón es ésta: «El verdadero amante en toda parte ama y siempre se acuerda del amado» (F 5,16). En cualquier lugar, por tanto, puede surgir la experiencia de Dios. Cuando estás sentada bajo una encina o cuando entras en el metro de Madrid. En este mismo momento en que estás leyendo mi carta, en la penumbra de la iglesia o en el mercado, junto al lecho de un enfermo o en medio de tu trabajo diario… Puedes percibir esa presencia reveladora de Dios cuando estás rezando un salmo o cuando estás ordenando la mesa de tu despacho… Acaecer en un instante del amanecer, cuando abres la ventana de tu habitación o cuando estás subiendo la escalera…
Allá donde estés, lo importante es que consigas «estar a solas». Lo pongo entre comillas porque son palabras de Teresa. El «a solas» en este caso no quiere decir aislamiento físico sino, más bien, plenitud de relación, concentración en el Otro. La razón que da Teresa para estar a solas, huye de toda complicación psicológica: «Que así lo hacía Él siempre que oraba, y no por su necesidad, sino por nuestro enseñamiento» (C 24,4). En efecto, como has leído el Evangelio sabes que Jesús se retiraba de noche a orar (cf. Lc 6,12)… Se adentraba en la soledad de lugares silenciosos y desérticos (cf. Mc 1,35)… Después de algunas actividades, se alejaba a parajes solitarios para entregarse a largos ratos de oración (cf. Lc 9,18)… Los cuarenta días del desierto, antes de su vida pública, sin duda, son una experiencia de despojo, de silencio, de soledad y de oración (cf. Mt 4,1). Podemos decir que toda la vida de Jesús está enmarcada en espacios de oración, en momentos de entrega a la vivencia de una intima unión con su Padre Dios, en soledad y adoración.
 
2.2. El tiempo
 
En cuanto al tiempo –por la mañana, por la tarde o por la noche–, las diferencias individuales son tan grandes y los condicionamientos tan obvios que cada persona deberá elegir cuidadosamente y con realismo el momento de su oración.
Existen variables (la tensión arterial, la mayor o menor facilidad para hacer la digestión de las comidas, la propensión al sueño, etc.) que hay que tener en cuenta, atendiendo a la experiencia de cada cual. Y esa misma experiencia dictará también la duración que debe tener tu oración. Por ejemplo, los días que estás muy ocupada en el trabajo, bastará un ritmo aproximado de veinte minutos para que la oración deje en ti una profunda huella, si la haces correctamente. El problema de la oración remite más a la calidad de la comunicación o del silencio que a la cantidad de los «rezos».
 
2.3. La postura
 
La postura forma parte de la comunicación no verbal, tan importante. Con tu cuerpo, con tu postura, estás expresando la percepción que tienes de Dios. En este sentido, el cuerpo es la encarnación de tu deseo de orar, de tu voluntad de meditar. ¿Cuál es la mejor postura? Aquella que permita, con un mínimo de tensión y de esfuerzo, la respiración abdominal. La espalda y la cabeza deben estar rectas, apoyadas firmemente en su base, de manera que una línea vertical pase por la cabeza y recorra la columna. Sentada en una silla que favorezca esta posición, o sobre un banquillo (versión occidental de la tradicional postura japonesa, consistente en sentarse sobre los talones), con los brazos y las manos relajados, apoyados sobre los muslos o en leve contacto de las manos entre si sobre el regazo.
Cuando estés sola haciendo oración, tu postura puede ser más variada e incluso puede acomodarse a las imágenes o sentimientos dominantes para reforzar corporalmente, con un lenguaje no verbal, los contenidos de tu consciencia: de pie, postrada, brazos abiertos, extendidos, suplicantes, confiados… Santa Teresa, por seguir con su ejemplo, oraba en la posición que hoy se llama «de las carmelitas», es decir, sentada sobre los talones. Una posición normal entonces y que hoy es aconsejada por los maestros de meditación. Los valores de esta postura son un cierto relajamiento del cuerpo, un descenso del centro de gravedad, una actitud de espera, de escucha, de receptividad. Esta postura favorece aquella unión en la que parece que la persona está concentrada como en un punto: «El cuerpo no querrían se menearse, que de entre las manos le parece que se le ha de ir aquel bien; ni resollar algunas veces no querría…» (V15,1).
La postura, como es lógico, cambiará según el escenario de la oración. Cuando vayas al campo o en algún lugar que puedas pasear, tu mismo caminar lento, sintiéndote consciente de tus sensaciones, puede ayudarte a seguir una oración rítmica, acompasada con tus pasos. Sin pretenderlo, viene a mi mente el Camino de Santiago (por cierto, sigue mi invitación para hacerlo el próximo agosto): paso a paso, kilómetro a kilómetro, sendero tras sendero… ¡Cómo no pensar en tu vida, en tu relación contigo misma, con los demás, con Dios…!
En postura sedente, mantener los ojos cerrados o abiertos depende de las distintas técnicas oracionales. Teresa aconsejaba que se mantuvieran los ojos cerrados (cf. C 26,1; 28,6; 34,12). Hoy quizá te parezca demasiado intimista este tipo de oración. No importa. Abre bien tus ojos si de lo que se trata es de leer el lenguaje de tu cuerpo, de reconocer su significación.
Concluyo el asunto de las posturas recordándote que, si durante la oración te sobreviene el deseo de cambiarla, antes de hacerlo, es interesante que veas de dónde viene ese deseo y lo que significa tal cambio. En general, es más conveniente que permanezcas quieta en la misma postura, concentrándote de manera relajada en aquello que reclama tu atención: una molestia física, un dolor, etc. Si, con todo, crees oportuno el cambio, hazlo muy lentamente, concentrándote en el movimiento, y escuchándolo para releerlo en clave de oración.
 
 
2.4. Escucha tu cuerpo
 
Una vez escogida la postura, presta atención a tu cuerpo, escucha sus tensiones. Aquellas que sean voluntarias y conscientes serán más fáciles de relajar después de haber percibido qué hacían en tu cuerpo. Frecuentemente sirve de ayuda preguntar al cuerpo directamente cómo está, y esperar un minuto o dos en silencio para oír su respuesta a través de alguna sensación concreta. A algunos les puede parecer extraño este diálogo con el cuerpo; sin embargo, de una manera menos consciente, lo estamos haciendo constantemente. Realizarlo con plena lucidez nos permite adentrarnos más realísticamente en lo que estamos sintiendo y nos evitará somatizaciones neuróticas. El minuto o dos de silencio para esperar la contestación tiene la misión de frenar las habituales respuestas mentales que nos distraen de las sensaciones corporales. Debemos dar nombre a las sensaciones que tengamos, pues es la única manera de dialogar con ellas y de comenzar la oración desde nuestra autenticidad.
A continuación, dirige la atención a la respiración, sin controlarla, solamente observándola y cayendo en la cuenta de cómo se está produciendo. Para ello, si estás respirando con el diafragma centrarás la atención en el abdomen. Puede ayudarte también prestar atención al labio superior y a la nariz y seguir desde ahí el itinerario del aire al entrar y salir de tus pulmones.
Recuerda, Merche, que no debe existir dicotomía entre tu cuerpo y tu alma en la oración, sino una sabia integración, una progresiva asunción de los sentidos externos. Te darás cuenta que, a medida que crece la oración, abundará también en tu cuerpo, la tranquilidad y la alegría.
 

  1. El camino hacia el recogimiento

 
En la metodología de Teresa de Jesús, después de la concentración, de la superación de los condicionamientos psicofísicos, resulta fundamental ocuparse de los sentidos internos y externos, los cuales tienen que ser conducidos suavemente hacia la presencia del Otro del que nos  sabemos amados.
Si te acostumbras a la soledad será relativamente fácil reconvertir las funciones de los sentidos externos: ver, hablar, escuchar… No es tan fácil, en cambio, reconvertir las funciones de los sentidos internos: intelecto, voluntad, imaginación. Esta última, según la Santa, te puede dar mucha guerra. Te sugiero algunos recursos, siempre según los consejos de Teresa.
 
 
3.1. Un libro para alimentarse y recogerse
 
En el libro de la Vida  Teresa muestra cómo, en la larga tarea de los inicios de su vida de oración, encuentra una primera ayuda en los libros: «Jamás osaba comenzar tener oración sin un libro… Con este remedio, que era como una compañía o escudo en que había de recibir los golpes de los muchos pensamientos, andaba consolada» (V 4,9). De esta experiencia proviene su consejo: «Es gran remedio tomar un libro de romance bueno, aun para recoger el pensamiento, para venir a rezar bien vocalmente, y poquito a poquito ir acostumbrando el alma con halagos y artificio, para no amedrentarla» (C 26,10).
¿Qué tipo de libros?, me preguntarás. Según nuestra doctora, el libro mejor es la Sagrada Escritura: «Siempre yo he sido aficionada, y me han recogido más las palabras de los evangelios que libros muy concertados; en especial, si no era el autor muy aprobado, no los había gana de leer» (C21,4). Creo que este consejo te puede servir todavía hoy. Por internet recibes, todos los lunes, la lectiodivina del domingo. Se trata de aprender a rezar con la Palabra y a través de la Palabra; si en grupo, mejor.
 
3.2. La naturaleza, libro abierto que habla de Dios
 
La contemplación de la naturaleza es un libro abierto que habla de Dios. Como te sucedió en el monte Cristallo, no te faltarán ocasiones para poder abismarte en Dios a través de la contemplación de todo lo creado. Te conté que estuve el verano pasado en Patagonia. Me llevaron a visitar el Glaciar Moreno: 45 Km. de hielo; trozos que se desprendían de sus altísimas paredes produciendo un ruido ensordecedor… Delante de aquella octava maravilla del mundo –así la llaman los argentinos y razón tienen– me vino espontáneo exclamar: «hielos, bendecid al Señor».
A veces, el mejor libro es la misma naturaleza: «Aprovechábame a mi también ver campo, o agua, flores. En estas cosas hallaba yo memoria del Criador, digo, que me despertaban y recogían y servían de libro» (V 9,5). Concentrarte en la observación de la naturaleza, te ayudará a entender no sólo la acción del Creador sino los secretos de su comunicación con los hombres, contigo misma.
Sumerge tus sentidos externos e internos en la contemplación de la naturaleza para entrar en contacto con Dios; descubre en toda criatura la revelación de su amor. Todo está penetrado de su presencia. Qué bien entendió todo esto, el gran amigo de Teresa, Juan de la Cruz. Te cito simplemente la estrofa quinta del Cántico espiritual:

«Mil gracias derramando

pasó por estos sotos con presura,

y, yéndolos mirando,

con sola su figura

vestidos los dejó de hermosura».

 
3.3. La imagen como pedagogía para la mirada contemplativa
 
La imagen sirve para este fin: hacer presente al Señor, personalizar la relación con Él, educarse para la mirada de amor que luego tiene que interiorizarse. En realidad, la oración de Teresa tiende a ser, en su simplicidad, contemplativa: un intercambio de miradas, un lenguaje de los ojos, que empieza precisamente por la contemplación externa de una imagen para convertirse en mirada interior.
La pedagogía de la imagen está convalidada por una larga tradición de la Iglesia con su Iconografía. Basta recordar, por ejemplo, que Teresa comienza su relación con Cristo a través de la imagen que se hallaba en casa de su padre y que ella llevó al convento: la representación de la escena evangélica de Jesús con la Samaritana. Hoy vivimos en la cultura de la imagen: una obra de arte, un film, un power point… son mediaciones para poder nutrir la mirada contemplativa.
 
3.4. La oración vocal: iniciación al diálogo
 
En la oración es importante saber, antes de nada, quiénes somos y con quién hablamos. Entonces las palabras se cargan de sentido y adquieren una profundidad contemplativa desconocida. Nos hallamos ante un requisito de la oración, que es la oración mental.
Puedes leer el comentario de Teresa al Padre nuestro. Cada una de las palabras del Padrenuestro tiene una profundidad que sólo se puede descubrir a través de una prolongada y repetida contemplación. Se trata, por tanto, de recitar breves frases de la Biblia, de los salmos, detenerse en ellas, saborearlas, cargarlas de sentido o dejarse prender por las múltiples resonancias de una oración que se ilumina desde dentro.
 

  1. El recogimiento

 
Poco a poco… conseguirás un movimiento de interiorización que te permitirá no solo estar a solas con tu Amigo sino, sobre todo, gustar y gozar con su amistad. San Ignacio de Loyola formuló esta dirección atinadamente cuando afirmó: «No el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente» (Ejercicios Espirituales, 2).
Aunque te resulte quizá más difícil mantener la atención, estamos ante el punto central de lo que te quiero comunicar en esta carta: llegar a la meta de la unión con Dios a través del recogimiento. Dice Teresa: «Llámase recogimiento, porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios...» (cf. C 28, 4). No olvides que ¡Dios está dentro de ti! La interioridad asegura no sólo la apertura de Dios hacia ti, sino también tu misma apertura hacia el encuentro de comunión con Él, tu Amigo. ¡Qué difícil es rezar cuando falta la morada interior, el lugar donde descansar, el espacio que facilita tu propia pacificación! Es la morada interior la que te permitirá ir por el mundo como una persona integrada, unificada y, siguiendo el lenguaje de los místicos, simple. En este encuentro, en tu morada interior, aunque es Dios el que toma siempre la iniciativa, no puede faltar tu esfuerzo y determinación: «Si quisiere el Señor levantaros a grandes cosas, que halle en vos aparejo, hallándoos cerca de Sí» (C 29,8).
Para lograr este recogimiento necesitarás separar a los sentidos de sus objetos para concentrarlos dentro de ti, donde tienen una posibilidad de realización plena en la relación con Dios. Comprobarás si has logrado recogerte en la oración de advertir una serie de efectos psicológicos y espirituales. Los primeros proporcionan los elementos de experiencia inmediata (dominio del propio cuerpo y de los sentidos); los segundos son la garantía de una autenticidad (logro de las virtudes, fuerza de voluntad para vencer las dificultades…).
El recogimiento es también capacidad de escucha. Y a la escucha seguirá el coloquio, la respuesta. Orar es responder, hablar después de haber escuchado, después de haberse encontrado en la presencia y en la mirada. Entonces, el coloquio fluye espontáneamente con palabras simples, conscientes de que quién nos ama, mira y escucha. Hablar, en este caso, es el ejercicio de una amistad que crece con la comunicación y se enfría con la falta de relaciones. La observación teresiana revela su fina psicología: «El no tratar con una persona causa extrañeza, y no saber como hablarnos con ella, que parece no la conocemos, y aun aunque sea deudo, porque deudo y amistad se pierde con la falta de comunicación» (C26,9). Mientras te esforzabas por concentrarte, prevalecía tu oración vocal; ahora, al hablar en la oración de recogimiento, inicias una operación interior, sin rumor de palabras, sin esfuerzo de conceptos, con la alegría de sentirte escuchada.
 
 
5. La comunión con Cristo
 
Llegamos al final del método teresiano. A medida que aumentan los efectos propios de esta oración, aflora la exigencia totalitaria del amor de Dios que lo exige todo, porque lo ofrece todo. Se pasa así al punto de llegada de la oración de recogimiento: estar en la presencia de Dios, escucharle interiormente, hablarle, mirarle con amor. «Recogerse» no es un fin en si mismo, sino el medio para estar más presente al Otro. La conciencia de estar ante alguien favorece el esfuerzo psicológico y espiritual necesario para el recogimiento. También es bello descubrir la propia interioridad como una posibilidad de realización interior. Pero el descubrimiento de uno mismo como castillo sería insignificante, si no se descubre al mismo tiempo a Aquél que habita dentro de nosotros o en cuya presencia caminamos. El recogimiento sin el descubrimiento de Cristo sería como un cielo sin Dios.
En este momento de la oración, todo esfuerzo es recompensado. Si al principio eras tú la que intentaba ponerse en la presencia de Jesús, ahora es el mismo Cristo quien sale al encuentro tuyo y te hace partícipe de su vida, guiándote por caminos que tú desconocías hasta ahora: «Para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes» (Juan de la Cruz, Subida I, 13, 6).
Es la llamada de Dios que te invita a su íntima amistad y, a su vez, impulso para crecer que sientes en tu centro personal. Más que búsqueda tuya, podrás descubrir que eres buscada y atraída por Dios. Es San Agustín el que nos recuerda que hemos sido creados por Dios con esa sed de infinito y eternidad, con esa nostalgia de plenitud, y nos sentimos siempre seducidos por su luz, su vida y su amor: «Nos has creado para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti» (San Agustín,Confesiones, I, 1).
En este momento de comunión con Dios, prevalece el ejercicio de la fe y del amor, no tanto el silencio o el esfuerzo de la concentración psicológica. Sólo la fe y el amor son capaces de ir más allá de las apariencias de la soledad psicológica para sumergirnos en la presencia del Dios Amor. La Santa describe magistralmente, a través de la «mirada», esta relación de atención y de amor: «Que esté allí con El, callado el entendimiento. Si pudiere ocuparle en que mire que le mira, y le acompañe, y hable, y pida…» (V 13,22). Se trata de una relación entre amigos que se entienden con sólo mirarse: «Se entienden Dios y el alma con sólo quererlo él. Sin otro artificio para darse a entender el amor que se tienen estos dos amigos. Como acá si dos personas se quieren mucho y tienen buen entendimiento, aun sin señas parece que se entienden con sólo mirarse. Así aquí de hito en hito se miran estos dos amantes, como dice el esposo a la esposa en los Cantares...» (V 27,10).
La comunión con Dios llegará a su máxime desarrollo cuando tu existencia se transforme en una vida contemplativa, capaz de descubrir y amar a Dios en todas las cosas y a todas en él. Además, serás capaz de irradiar a Dios en la vida, en el trabajo, en la convivencia con los demás.
 
4.1. La primacía del amor
 
En la comunión con Dios prevalece el amor: «No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y así, lo más os despertare a amar, eso haced» (M IV 1,7; F 5,2). El contexto de esta clásica afirmación teresiana, lo importante de la oración no son los muchos discursos de una meditación, sino el amor que de los mismos brota (M IV 1,6). Por otra parte, no disminuye el valor de la oración el hecho de estar a merced de las distracciones de la imaginación, cuando se quiere estar de veras en la presencia del Señor. «Dios nos es Amigo» (cf. V 8,5). Lo importante es amar, y todos somos capaces de vivir en el amor.
El epicentro de la oración teresiana, por tanto, no es la mente ni el vientre –como en el zen–, sino más bien el corazón cual punto en el que se concentra todo la persona en oración. Aumentar la calidad del amor significa no sólo incrementar el número de actos de amor, sino ser cada vez más consciente de que tú, por dentro, eres amor. Para esto, tu «yo» se hará cada vez más pequeño, a la vez que la presencia de Dios irá ocupando el hueco dejado por aquél y comprenderás lo que Dios ha hecho de ti: una persona destinada a ser lo que Él es, amor. En este sentido, podemos decir que la oración es la expresión más genuina de lo que somos. En efecto, cuando una persona ama auténticamente se pone en contacto con la verdad más profunda, constitutiva de su ser, donde Dios resulta el fundamento último y al que no experimentamos sino de una manera profundamente espiritual.
Concluyo diciéndote que el método mejor es el que te permite levantarte de la oración con la sensación de haber amado y haber sido amado (no se pueden separar el dar y el recibir en el amor, aunque unos «roles» se caracterizan más por el dar, y otros por el recibir).
 
4.2. Un amor traducido en servicio
 
Esta experiencia de unidad y de comunión con Dios te irá llevando a una vivencia de amor profundo, de entrega y de disponibilidad para con todos. Un amor que se expresa en el compartir, dando y recibiendo lo que somos y lo que tenemos. Es así como la experiencia de comunión con Dios, meta de tu oración, te remite a la vida. Una vida que, trasformada por la oración, será decidida por el Amor. Será la vida concreta, tu capacidad de donación, de servicio a los demás, la que verificará si tu oración está hecha en el nombre de Jesús. Si comienzas a creerte una persona de oración y dejas de servir, entonces no oras, quizá simplemente digas oraciones.
Este amor trasformador te contagiará del Amor y Misericordia del Amado y sentirás la necesidad de autentificar tu oración optando por el servicio a los pobres, por acoger a todos, liberando a los que acepten la libertad para la cual nos liberó Cristo, que es esencialmente la libertad de amar con obras y de verdad.
Orar es realismo amoroso. La misma contemplación no puede ser pura fruición de un paraíso sino construcción de un reino en el que la tarea de ser hombre o mujer, comunidad y pueblo, resulta una tarea posible y no una utopía fuera de la historia, aún cuando el ser humano no cabe del todo dentro de la historia. La oración, por lo tanto, no te encierra en el intimismo, sino que te abre a la vida y al Dios de la vida: ¡que dé fruto y puedas reconocer como la fuente de esa vida al Señor, orado, creído y vivenciado!
 
5. Los frutos de la oración
 
Sé que muchas veces te surgen dudas sobre la autenticidad de tu propia oración porque ves que no cambia nada, que todo sigue igual, que los problemas no se resuelven. Querida Merche, la gratuidad de la oración no implica, como fruto, que cambien nuestras circunstancias o que se solucionen tus problemas porque has rezado un rosario o has ido a misa. En la oración no cambian las cosas, cambias tú. Lógicamente cambiando tú, cambia tu modo de leer vida y de afrontar los problemas. ¿En qué consiste ese cambio personal a través de la oración auténtica? Intentaré describirlo con algunas breves pinceladas.
Ante todo, en el ejercicio continuo del camino que estás recorriendo, notarás que te vas liberando de muchos ruidos, distorsiones y esclavitudes en tu cuerpo, en tu afectividad y en tu mente. De esta manera, vas sintiendo una mayor serenidad y quietud en tu cuerpo y en tus sentidos. Eres más consciente de ellos y percibes una mayor capacidad para estar donde estás con los cinco sentidos y con todo nuestro cuerpo: estás más concentrada, posees más paz y armonía. Eres capaz de escuchar a los demás con todo tu ser. Sientes, en definitiva, una mayor unificación entre tu cuerpo y tu mente. Podrás descubrir que estos efectos se van manifestando en dos aspectos distintos: la experiencia de Dios y la transformación de tu vida.
 
 
5.1. La experiencia de Dios
 
El fruto de un camino de oración es el encuentro con Dios. Unión con Dios que no es algo que «se piensa», ni algo que se queda en mero «deseo», sino que es una realidad que se vive, que se siente y que se experimenta. La experiencia de Dios, del Dios real y verdadero, es el fruto de todo camino de oración. Todo el proceso de tu oración personal, comunitaria y eclesial y de tu actitud orante en la vida ordinaria deben disponerte y conducirte a ello. Los ratos de oración, pues, deben disponerte a acoger y recibir el don gratuito de la presencia de Dios. Ésa debe ser tu actitud ante el Señor: recibir humildemente el regalo inmenso de su entrega, de su amor, de su presencia.
Una experiencia de Dios que, además de ser viva y verdadera, directa e inmediata, es imprevisible en cuanto al modo de vivirse. No puedes alimentar conceptos previos sobre ella, ni reflexiones de cómo es, ni qué cualidades o aspectos tendrá. Esta experiencia de Dios conmoverá todo tu ser y te llenará de asombro. De un asombro que te sobrecogerá porque estás viviendo algo inefable y misterioso. Es como si de pronto experimentaras una ruptura de nivel, se abriese ante ti la dimensión profunda de todo y empezaras a ver el «otro lado», lo profundo y trascendente de toda persona, de toda criatura y de nosotros mismos. La brevedad de estas páginas no me lo permiten, pero creo que puedes intuir cuánto sea particular y especial este modo de vivir la experiencia de Dios, esta forma de conocerlo. ¡Qué difícil describirlo! En realidad, dice Juan de la Cruz, se siente, se experimenta y se expresa con palabras balbucientes…

«Y todos cuantos vagan

de ti me van mil gracias refiriendo,

y todos más me llagan,

y déjame muriendo

un no sé qué que quedan balbuciendo» (Cb, 7).

5.2. La transformación de la vida
 
Otro fruto de la oración es la transformación de tu vida. La oración superficial, realizada sólo desde los niveles más externos de la persona, no transforma la vida de nadie. De ella sólo surgen cambios externos y voluntaristas de la conducta, ya que los propósitos, los buenos deseos y los proyectos, por sí mismos, no afectan a las raíces profundas de la persona y, por tanto, no la transforman desde dentro.
La oración cambia tu vida cuando se traslada, a través del silencio, más allá de toda forma y lenguaje orante a la palabra inenarrable que el Espíritu de Dios pronuncia en tu alma. Entonces, sólo entonces, esa palabra del Espíritu, palabra de amor y de luz, empieza a informar, dar nueva forma desde dentro, a tus formas y modos de vida, a tu conducta, comportamientos, expresiones y actitudes.
Tu vida, transformada en la oración, no está ya centrada sobre el yo sino sobre Dios. Este hecho te permitirá percibir una sensación de mayor estabilidad interior y una mayor seguridad en todas las dimensiones de una vida –¡tu vida!– apoyada en el ser, y no en el tener, en el poder ni en el saber. Irás experimentando no sólo una mayor integración y armonía en toda tu existencia, sino también una mayor integración de toda la realidad que te rodea: personas con las que convives y trabajas, circunstancias concretas y situaciones que se te presentan de modo imprevisible… Aumentará en ti la capacidad de comprensión y de tolerancia. Esto no significa indiferencia pasiva sino aceptación cordial de las cosas como son, sin prejuicios ni rechazos. Lo cual no impide que hagamos lo posible por mejorar las cosas, siempre que sean mejorables.
Para concluir: en la medida en que vayas absolutizando al Absoluto, a Dios, irás experimentando todo lo demás como relativo. Quizá des excesiva importancia a las cosas, con sus consiguientes alteraciones emocionales. Con la oración irás descubriendo un mayor sentido de todo, tal como es, sabiendo estimar las cosas en su justo valor. Este es el sentido de la poesía, que conoces a memoria, de Teresa:

«Nada te turbe,

nada te espante,

todo se pasa,

la paciencia

todo lo alcanza;

quien a Dios tiene

nada le falta:

sólo Dios basta» (P 30).

Te dejo. Espero de no haberte aburrido o que me hayas tomado por un simple “teórico” de la oración. Yo, como tú, estamos en el camino del aprendizaje del amor. Y, ya sabes, «se hace camino al andar…». A amar se aprende, amando. O, lo que es lo mismo, a orar se aprende orando.

Un abrazo muy fuerte,

Jesús Manuel García

 
Referencias bibliográficas:
Además de las obras de los autores clásicos citados: SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, Madrid, Ediciones de Espiritualidad, 51993; SANTA TERESA DE JESÚS, Obras completas, Madrid, BAC,71997; se puede ampliar el tema de la pedagogía de la oración con estos autores: Jesús CASTELLANO CERVERA, Pedagogía de la oración cristiana, Barcelona, Centre de Pastoral Litúrgica, 1993; Manuel J. FERNÁNDEZ MÁRQUEZ, Sabiduría del corazón. Hacia una pedagogía de la oración, Madrid, San Pablo,21994; José Antonio GARCÍA-MONJE, Unificación personal y experiencia cristiana. Vivir y orar con la sabiduría del corazón, Santander, Sal terrae, 2001.