ACTITUD CRISTIANA ANTE LA MUERTE

1 noviembre 2006

José Carlos Bermejo Higuera
Centro de Humanización de la Salud (Tres Cantos-Madrid)
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Ante las distintas actitudes socialmente presentes ante la muerte, el artículo ofrece como actitudes cristianas, especialmente: la responsabilidad de humanizarla y de humanizar la situación de los enfermos próximos a la muerte (estar presentes, escucharles, cuidarlos, servirles, darles protagonismo); y también de creer y de esperar como cristianos. Si la esperanza es constitutiva de la existencia humana, para el cristiano es un acto de fe en que la muerte no tiene la victoria, un acto de fe en la resurrección.
 
“La mirada de un moribundo es como la de un niño: cándida, transparente y verdadera. La mirada de niño es terrorífica, pues es la de la inocencia y, ante esa inocencia, vemos hasta qué punto no hemos amado el amor, hasta qué punto no hemos amado la vida…”
 
Si estoy yo, no está la muerte. Si está la muerte, no estoy yo. Así que es mejor no pensar en ella, ¿no es así? ¿No sigue siendo acaso un tema de mal gusto? ¿Sacamos algo de provecho pensando la muerte, incluso desde el punto de vista de la fe? Seguro que sí.
Partamos desde el principio de que la muerte vista desde la fe puede tener diferentes acepciones, sobre todo si nos inspiramos en la Sagrada Escritura. Muerto es el que espontáneamente pensamos nosotros que está muerto (se “apagaron” las funciones vitales); peor muerto también es el que está alejado de Dios (“muerto para Dios”), o el que entrega su vida (“muerto al mundo”), etc. Nos centraremos aquí en la muerte en el sentido más accesible, en la muerte como el final de la vida terrena.
No puedo olvidar algunas muertes que me han impactado de manera muy especial. Aquella niña de 7 días, a la que fui a acariciar en Africa pensando que estaba dormida y acababa de fallecer sin llegar a tener nombre por una infección perinatal absolutamente evitable. No puedo olvidar los muchos niños que mueren en los países de Latinoamérica donde voy trabajando, los muchos niños que no fueron abortados, pero que padecen la injusticia de no poder llevar una vida desarrollada y digna hasta el punto de poderse hablar de “vidas vividas en permanente aborto”. No puedo olvidar aquellos presos que, describiéndome su experiencia la calificaban diciendo: “aquí estamos en un cementerio viviente”. Y me vienen a la mente los numerosos enfermos que, expropiados de vivir y rodeados de sofisticada y refinada tecnología, son objeto de macabro espectáculo y vergüenza para la humanidad porque condenados a vivir muertos. Y no puedo quitarme de la cabeza también a tantos enfermos que confiesan –dándoles tan sólo una pequeña oportunidad- que no pueden hablar en la verdad; son víctimas de la eutanasia social inducida por quienes les niegan la posibilidad de relacionarse expresando libremente lo que viven, por incapacidad del entorno de acoger la elaboración personal de la muerte.
No es fácil combinar estos recuerdos en torno a un solo eje, pero servirán de marco para las siguientes reflexiones sobre el sentido cristiano de la muerte.
 

  1. La muerte empieza a estar de vuelta

 
En estos últimos años, junto con la tendencia a negar la muerte, manifestada de múltiples maneras (desde el cambio de escenario –la muerte institucionalizada-, hasta los profesionales del ocultamiento de la muerte maquillando los cadáveres –tanatopractas-, etc.) estamos asistiendo a algunos signos de retorno de la muerte antes negada. Quizás no tanto en la práctica cuanto en la reflexión.
La literatura le está dando un espacio más abierto a la muerte. Los problemas éticos del final de la vida son de interés para los medios de comunicación. La medicina paliativa, con sus implicaciones prácticas –nuevas unidades hospitalarias o centros de cuidados paliativos, asociaciones a nivel estatal o autonómico, programas de asistencia domiciliar, etc.) son signo de una cierta aceptación de la muerte y de la decisión de salir al paso de la posible deshumanización de la misma, despersonalizándola por sobredosis de tecnología.
Los cuidados paliativos, cada vez más extendidos, constituyen esa dimensión femenina de la medicina que ha hecho la paz con la muerte y que se dispone siempre a cuidar, aunque no se pueda curar. La particular atención a la familia (y no sólo al enfermo), la “blandura” (humanización) de las normas de las instituciones que desarrollan tales programas, la atención delicada al control de síntomas, al soporte emocional y espiritual, y el reconocimiento del peso específico de la relación y de la responsabilidad del individuo en su propia vida, dibujan un nuevo panorama menos paternalista de la medicina, y más en sintonía con la integración de nuestra condición de seres mortales.
 
2. Nos morimos más que biológicamente
 
El poeta Rilke, en “El libro de la pobreza y de la muerte” empieza señalando que muchos no saben morir, que no llegan a madurar y a elaborar su propia muerte, por lo que su vida les es arrebatada desde fuera, muriendo de una muerte en serie, que nada tiene que ver con ellos.
La tesis del poeta es “vivir la propia muerte”, como posibilidad humana de ser uno mismo hasta el final.Rilke explica también por qué nos es dada la posibilidad de morir nuestra muerte propia. Precisamente porque hay en nosotros algo eterno, nuestra muerte no es similar a del animal…. Exactamente en la medida en que hay algo de eternidad en nosotros, podemos elaborar y trabajar nuestra propia muerte, lo que nos distingue radicalmente del resto de los animales. Pero ocurre que no sabemos hacerlo y que traicionamos nuestra más alta vocación, de manera que nuestra muerte no llega a vivirse siempre dignamente. Como tenemos demasiado miedo al dolor y al sufrimiento, nos empeñamos en vivir la vida sin anticipar su final, en vivir ciega y estúpidamente, como si fuéramos inmortales; y como no llegamos a madurar nuestra propia muerte, parimos en su lugar un aborto ciego, una muerte inconsciente de sí.
Nuestro poeta expresa de manera cruda la tendencia a no vivir la propia muerte de manera biográfica, porque no nos lo permitimos.
 
2.1. Expropiar la muerte
 
Ha sido Tolstoi en “La muerte de Iván Ilich” el que ha formulado con absoluta nitidez no sólo en qué consiste la diferencia entre la muerte propia y la ajena, así también cuál es la causa de tal distinción. Que todos los hombres son mortales explica el fallecer anónimo del otro, pero no el mío, o el de la persona amada.
En el momento en que Iván Ilich experimenta la comprensibilidad de la muerte propia, la más profunda soledad y angustia ante ella, es torturado por la mentira sistemática ante su estado. “Le torturaba aquel embuste, le atormentaba que no quisieran reconocer lo que todos sabían y sabía él mismo, y en vez de ello deseaban mentirle acerca de lo terrible de la situación en que él se hallaba y querían obligarle a que él mismo participara en aquella mentira”. “La mentira, –continúa Tolstoi concentrando toda la tesis de su novela en una sola frase- esa mentira de que era objeto en vísperas de su muerte, una mentira que debía reducir el acto solemne y terrible de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era algo atroz para Iván Ilich”. Pretenden reducir su muerte al nivel de una contrariedad, de una “inconveniencia”, de una falta de decoro. Cuando necesita más que nunca ser comprendido y consolado, mimado, sólo el joven Guerásim es capaz de entenderle y aliviarle.
Desgraciadamente, alrededor de las personas que mueren no encontramos muchos “Guerásim”, mientras que encontramos muchas personas dispuestas al juego de mentiras que expropian la muerte.
 
2.2. Crisis del lenguaje exhortatorio
 
Los falsos consoladores de Job, que representan la tan arraigada tendencia a consolar con frases hechas y con esquemas racionales, siguen vivos y alrededor del hombre que muere, representado en el personaje de Job, como paradigma de quien vive perdiendo (muere) y es acompañado por sus amigos.
También Bernanos, en la preciosa novela “Diálogo de carmelitas” deja ver la crisis y el límite del lenguaje exhortatorio cuando, a los pies del lecho de muerte de la madre superiora del convento, pone en boca de la hermana encargada de cuidarla, palabras de bien, que pretenden aliviar y consolar, pero no aceptadas por la moribunda porque no nacidas de la escucha, sino de la imposición exhortativa. Un fragmento del diálogo nos lo refleja así:
“Madre María: No merecíamos el gran honor de ser introducidos y asociados por obra vuestra a lo que la Santísima Agonía fue ocultado a la mirada de los hombres… ¡Oh, Madre! ¡No os preocupéis por mí! Preocuparos ya solamente de Dios.
Priora: ¡Qué soy yo en esta hora, miserable de mí, para preocuparme de El! ¡Que se preocupe antes que nada El de mí!”.
A veces es tan fuerte esta tendencia a consolar, que se llega a una evidente situación de ridículo en la relación con el enfermo terminal. Así, narra Kant:
“Un médico no hacía sino consolar a su enfermo todos los días con el anuncio de la próxima curación, hoy diciéndole que el pulso iba mejor, mañana que lo que había mejorado era la excreción, pasado que el sudor era más fresco, etc. El enfermo recibe la visita de un amigo: ¿cómo va esa enfermedad?, le pregunta nada más entrar. ¡Cómo ha de ir! ¡Me estoy muriendo de mejoría!”.
 
2.3. Morir como acto biográfico
 
Pensar en el sentido cristiano de la muerte nos ha de llevar a considerar un particular modo de vivir el morir y de acompañar a vivir la última etapa de la vida. Esto supone considerar la muerte como el fin de una biografía humana, reconociendo lo específicamente humano. Porque la muerte reconocida únicamente como el fin de una biología da paso a la deshumanización y a la despersonalización.
Morir puede ser triste, pero morir los unos para los otros antes de morir es mucho más triste. Y esto es lo que sucede cuando, tanto las palabras como el silencio, imponen su lado trágico. Queriendo evitar el drama de la verdad, caemos a veces en la soledad y el abandono ante la proximidad de la muerte. El silencio, que puede ser un saludable correctivo a la retórica banalizante de las palabras y pudiera ofrecer quizá el consuelo que viene de la muda solidaridad, en estas condiciones es sólo un vacío de palabras. Comunica al enfermo incurable que ya no es alguien con quien se pueda comunicar. Es decir, le comunica que socialmente puede darse por muerto y que, en realidad, sólo queda asistir al fin de una biología.
El encuentro en la verdad, en cambio, el diálogo con el enfermo terminal basado en la autenticidad, genera libertad. Produce cierto pánico, pero da paz al superviviente y serenidad a quien escribe el último capítulo de su vida.
Es tan incómodo y doloroso estar junto al moribundo, como sentirse acusados por el silencio del enfermo al no hacer nada para curarle. Sin embargo, superadas las barreras, el encuentro en la verdad ayuda al enfermo terminal a elaborar su duelo anticipatorio por lo que prevé y experimenta que está perdiendo; y ayuda al ser querido o profesional a elaborar el dolor que producirá la pérdida y que se empieza a elaborar de manera anticipada también antes de que acontezca. Reconocer la experiencia del duelo y de sus diferentes tipos, constituye un modo de acompañar al hacer de la experiencia de morir un acto biográfico en el que la vida se narra y recibe una nueva luz de sentido.
 
3. Humanizar la muerte
 
Asistimos a la necesidad de encontrar el equilibrio que nos permita hablar de un final de la vida humanizado. Es una responsabilidad que tenemos como cristianos.
 
3.1. Responsabilidad al final de la vida

Quizás no se ha habla tanto del encarnizamiento terapéutico y de la injusticia por imposibilidad de acceder a recursos de salud y de cuidados, cuanto de la eutanasia, que representa un problema menor en relación a aquellos dos, aunque bien complejo y digno de ser reflexionado.
Hans Küng, con el fin de situar en su debido lugar el debate sobre el morir, sobre su dignidad, sobre la eutanasia, sobre la necesidad de una ley que regule algunas cuestiones que tienen que ver con el final de la vida, para evitar reacciones impulsivas y «frentes que se parapeten en trincheras inexpugnables», tanto en la necesaria discusión política como ética y teológica, avanza la tesis de una vía media, cristiana y humanamente responsable, entre un libertinaje antirreligioso y un rigorismo reaccionario desprovisto de compasión.
Küng aboga por una autodeterminación y responsabilidad en el morir y una reflexión sobre sus implicaciones, superando la tendencia a cerrar el tema con la afirmación de que la vida es don de Dios.
Así como al inicio de la vida el hombre de hoy siente cada vez más la responsabilidad, así también -afirmaKüng- habría que reconocer que «el fin de la vida está en mayor medida que antes confiado a la responsabilidad de los hombres por Dios mismo, que no quiere que le adjudiquemos una responsabilidad que nosotros mismos debemos y podemos asumir».
La reflexión de Küng constituye un magnífico punto de referencia para reflexionar seriamente, como creyentes, sobre el final de la vida. Ayuda a superar las reacciones impulsivas, faltas de seriedad o reflexión, y aquellas que repiten afirmaciones que, viniendo de donde vengan, no siempre son razonadas con el necesario rigor que el tema requiere.
Quizás una mayor atención a la experiencia de cuantos se encuentran al final de sus días, sin miedo a poner nombre a la realidad, pudiera ayudar a dialogar, no sólo desde diferentes ciencias y profesiones que se dan cita en el cuidado de la vida en su final, sino también con quienes manifiestan sus deseos y quieren ver realizados sus valores y ejercer su responsabilidad personal hasta el final, para que la muerte no sea expropiada por los que ostentan el poder de utilizar la técnica disponible para el afrontamiento de las enfermedades.
“El progreso de la medicina ha tenido mucho que ver con el ethos médico de no renunciar a luchar a favor de la vida del enfermo, a pesar de la existencia de situaciones desesperadas. Sin embargo esta tendencia a luchar a favor de la prolongación de la vida no puede maximizarse, ya que corre el riesgo de incurrir en el criticado encarnizamiento terapéutico, que hoy puede ser dramático como consecuencia del gran desarrollo de la medicina y sus posibilidades cuasi ilimitadas de prolongación del proceso de muerte. Por eso hay que subrayar la importancia de humanizar la situación de los enfermos próximos a la muerte. No deben incurrir en planteamientos “vitalistas”, quizá además condicionados por una mala integración del hecho de la muerte y por la tendencia médica a concebirla como un fracaso profesional”.
 
3.2. Testamento vital y voluntades anticipadas
 
Aún resulta demasiado desconocido el significado del testamento vital, voluntades anticipadas o directrices previas. En efecto, una de las manifestaciones del camino hacia la responsabilización en el final de la vida lo constituye el conocido “testamento vital”, promulgado en diferentes países con textos semejantes.
En España, promovido por la Conferencia Episcopal, desde el Departamento de Pastoral de la Salud, dice así:
A mi familia, a mi médico, a mi sacerdote, a mi notario:
Si me llega el momento en que no pueda expresar mi voluntad acerca de los tratamientos médicos que se me vayan a aplicar, deseo y pido que esta Declaración sea considerada como expresión formal de mi voluntad, asumida de forma consciente, responsable y libre, y que sea respetada como si se tratara de un testamento.
Considero que la vida en este mundo es un don y una bendición de Dios, pero no es el valor supremo y absoluto. Sé que la muerte es inevitable y pone fin a mi existencia terrena, pero desde la fe creo que me abre el camino a la vida que no se acaba, junto a Dios.
Por ello, yo, el que suscribe ……….., pido que, si por mi enfermedad llegara a estar en situación crítica irrecuperable, o se me mantenga en vida por medio de tratamientos desproporcionados o extraordinarios; que no se me aplique la eutanasia activa, ni se me prolongue abusiva e irracionalmente mi proceso de muerte; que se me administren los tratamientos adecuados para paliar los sufrimientos.
Pido igualmente ayuda para asumir cristiana y humanamente mi propia muerte. Deseo poder prepararme para este acontecimiento final de mi existencia en paz, con la compañía de mis seres queridos y el consuelo de mi fe cristiana.
Suscribo esta Declaración después de una madura reflexión. Y pido que los que tengáis que cuidarme respetéis mi voluntad. Soy consciente de que os pido una grave y difícil responsabilidad. Precisamente para compartirla con vosotros y para atenuaros cualquier posible sentimiento de culpa, he redactado y firmo esta declaración. (Firma. Fecha)
Sin duda, tanto este documento como el deseado e incipiente hábito de dar el protagonismo al enfermo empezando por preguntarle qué desea que hagamos con su diagnóstico cuando lo conozcamos, constituyen signos de un camino hacia la humanización del morir.
 
4. La muerte enseña a vivir
 
Los acompañantes de los moribundos, si han conseguido entablar la relación basada en una buena dosis de autenticidad y sencillez, reconocen con mucha frecuencia cuán importante y enriquecedor ha sido para ellos acompañarlos.
Los moribundos suelen dar algo muy importante: la capacidad de aceptar la muerte y de dejarse cuidar en medio del sentimiento de impotencia, dando mucha importancia al significado de la presencia y de la escucha del mundo interior, así como la servicialidad para satisfacer todas las necesidades.
Podemos aprender a desaprender las tendencias a querer dar siempre (razones, palabras, cuidados…), y comprender la importancia de dejarse querer y cuidar, la importancia y elocuencia del silencio y de la escucha.
Aprender junto al que vive su última etapa supone ejercer el arte de decir adiós. Hay personas que no saben despedirse, que niegan las despedidas, que las posponen o que las viven sólo como experiencia negativa, con reacciones poco constructivas. Aprender a despedirse puede encontrar en Jesús, en la Ultima Cena, un modelo ejemplar. Estando Jesús al final de su vida, reúne a sus amigos y maneja las tres dimensiones del tiempo con el arte de su sabiduría.
Jesús cena, celebra la Pascua con sus amigos. Celebra. En la celebración hace memoria del pasado, sintetizando el significado de la relación en pocas palabras. Les recuerda a sus amigos el núcleo del mensaje que ha pretendido comunicarles: “amaos como yo os he amado”. Con ello les da una consigna para el futuro que le permitirá estar vivo en su corazón y les invita a recordar (el poder terapéutico de la memoria) lo vivido juntos y a experimentarle presente entre ellos.
Aprender a despedirse significa ser capaces de verbalizar con quien se va, el significado de la relación (a veces con la necesaria solicitud de perdón por las ofensas), y asegurar a quien se va que seguirá vivo en el corazón del que queda. Expresar los sentimientos, aprender a nombrarlos abiertamente constituye, no sólo una posibilidad de drenar emocionalmente y liberarse de buena parte del sufrimiento producido por la separación, sino también dar densidad y significado a la separación, escribir el último capítulo del libro de la vida de una persona y levantar el acta de la propia muerte.
 

  1. Creer y esperar como cristianos


La fe no es un anestésico o ansiolítico de las humanas reacciones ante la muerte. El mismo Jesús ha manifestado claramente sus sentimientos de tristeza. La espantosa noche de terror (“me muero de tristeza”) es uno de los más valiosos relatos que tenemos sobre Jesús, porque nos lo revela en toda su humanidad. Ese miedo y esa angustia, tan difíciles de soportar, forman parte de la condición humana”. La clave es poder compartirlos con los demás y con el Padre y aprender juntos a seguir creyendo y confiando.
Una mujer, al final de su vida me decía: “El creyente se siente culpable si, en el momento de la enfermedad y la cercanía de la muerte siente miedo; de alguna manera, todos estamos imbuidos de la sensación de que, quien ha tenido una vida cristiana ejemplar, debe morir de una manera ejemplar. Creo que ha llegado el momento de contemplar más a Jesús en Getsemaní: el hombre más coherente de la Historia lloró, suplicó, gimió y sudó sangre ante la cercanía de la muerte. ¿Por qué los creyentes tendemos a creer que la muerte es el salto del último listón y que debemos sacar medalla de oro en la superación de ese salto? Quien quiera ayudarnos a morir hoy, debería insistir más en la profunda humanidad de Jesús. (…) Tenemos que convencernos de que el miedo y la repugnancia de morir no va a enturbiar una excelente “hoja de servicios” y convencernos de que Dios nos ama incondicionalmente y todo es gratuidad. Ahí sí que la ayuda puede y debe ser importante para quien va a morir”.
Andrés Tornos afirmaba al respecto: “A nosotros, como a cristianos a quienes se entrega el sacerdocio o el ministerio de Cristo, se nos marca en su ejemplo el camino y características de nuestro servicio fiel. No se trata de que ante la muerte apostemos por mesianismos, espiritualismos o heroísmos que no fueron los de Jesús y mal pueden ser ejercidos en su nombre. Nuestro testimonio y ministerios, si han de ser cristianos, tienen que asumir la condición concreta de los sentimientos y planteamientos de nuestros hermanos. Si ha de estar en su sitio la palabra explícita de la fe o el sacramento que podemos ofrecer, tiene que nacer obviamente de la situación o abrirse paso en la fidelidad a ella.”
La fe, como la oración, pueden ser purificadas al tocar el final de la propia vida o de la de un próximo. Las palabras y los signos han de ajustarse con fidelidad a la experiencia vivida; igualmente las palabras del rito, porque si el rito humaniza, el rito deshumanizado es denigrante. San Camilo, patrono de los enfermos, enfermeros y hospitales, y cuyos seguidores han sido reconocidos durante tiempo como “los Padres de la buena muerte”, decía: “Yo no sé en mis oraciones andar por las copas de los árboles”. Su espiritualidad, como refiere Pronzato, no se asemeja al aire con que se llenan los globos de colores, tan hermosos a la vista, sino al aire que sirve para llenar los neumáticos. Es una espiritualidad que le resulta indispensable para caminar y doblar el espinazo y servir a los enfermos, particularmente a los moribundos.
 
5.1. Esperanza cristiana

Ante la muerte se plantea también el tema de la esperanza humana y de la esperanza para el creyente. De la esperanza se dice que el esfuerzo por infundirla es el factor humano-terapéutico más importante. La esperanza es ese «constitutivum de la existencia humana» que transciende el mero optimismo en situaciones como la del enfermo terminal.
Para el creyente se trata de un acto de fe en que la muerte no tendrá la última palabra. Una esperanza en cosas futuras, por importantes que sean, no tendrá nunca el valor de la esperanza en Dios, es decir, de las esperanzas de los hombres que se confían a El sabiendo que el futuro no se llama reino de los hombres sino reino de Dios, donde Dios será todo en todas las cosas.
La fe cristiana no espera en tal o en cual cosa que haya de suceder en un futuro más o menos lejano, sino que confía en una persona y en una definitiva comunión con ella. De modo sintético, dice Greshake, «quien espera, no espera en el paraíso como en un mundo feliz, sino que espera en Dios; el cual, en cuanto que se le conquista y se alcanza, es ya el paraíso, es decir, la realización de todas las aspiraciones del hombre a la comunicación personal, al amor y a la perfección».
Ahora bien, esta realización total del deseo de comunión y liberación plena, ¿es una fuga en el futuro ante la dura situación presente y ante el evidente fracaso por la proximidad de la muerte, o se encarna como un dinamismo actual? La necesidad de mantener relaciones basadas en el amor presente, ¿puede mantenerse sin futuro? Si por un lado la idea de una vida que va hacia la muerte es más aceptable mediante la fe en la resurrección, la espera de la resurrección, por otro lado, da a la vida el futuro del que necesita para poder amar. Por su propia naturaleza, la esperanza dinamiza el presente, lanza a vivir el amor en las circunstancias concretas de la vida, y hace que las relaciones del ahora sean vividas como la anticipación de la comunión profunda con Dios.
Más allá de las esperanzas particulares de nuestra vida en el tiempo, el creyente experimenta una esperanza que va más allá del tiempo, no para evadirnos de la historia, sino para introducir en el corazón del mundo una anticipación del «mundo futuro», del que los creyentes desean ser, de alguna forma, presencia sacramental.
Las relaciones interpersonales pueden ser anticipación y encarnación de la deseada relación con Dios para el creyente, realización de la misma, porque el cielo ya ha comenzado en el interior de este mundo. Vamos gozando de antemano y en pequeñas dosis las fuerzas del mundo futuro. Cada encuentro, cada relación significativa, cada diálogo que logramos establecer en el amor, es sacramento de la esperanza. Porque no habrá motivo de esperarse mucho del futuro si los signos de la esperanza no se hacen visibles en el presente. Se realiza así «el milagro de la fe: la esperanza contra toda esperanza». La esperanza va más allá de la muerte, «surge de experiencias positivas, de experiencias de sentido y que se hacen en esta vida.
En último término, para el creyente, la esperanza se traduce en abandono en Dios, en quien se deposita el máximo de confianza. Abandonarse en Dios en total confianza no significa una actitud pasiva de resignación. Más bien tiene lugar una dialéctica entre lucha y aceptación. Es una lucha que acepta que Dios diga la última palabra; una lucha como expresión de la esperanza y vivida desde la aceptación en la que la persona es sujeto.
La esperanza, pues, no consiste en la ilusión de superar todas las dificultades, hasta el punto de no morir. Sería no sólo una vana ilusión, sino que no entra dentro de la razonabilidad de las personas y de las verdaderas expectativas. Escribe el teólogo Turoldo en “La muerte del último teólogo” una interesante reflexión bajo forma de cuento: “Se trata de aquella isla, donde los hombres no mueren nunca; hombres que vivían setecientos años, ochocientos años, continuando la vida envejeciendo, transcurriendo el tiempo, marchitándose los sentimientos, como sucede normalmente en todo el universo, y, también, enfermando, pero sin morir. Lo único que no sucedía desde hacía siglos es que alguien muriese. Podemos imaginarnos lo que era aquella isla. ¿Qué podrían decirse unos a otros después de unos siglos? ¿Qué contarse, que ya no supiesen? Pero el aspecto más grave era la desaparición de todo sentimiento de ternura y de piedad, incluso frente a los dolores más atroces y en las personas más queridas, porque todos decían: “no morirá”. Hasta el punto de colocarse todos a la espera de que alguien, finalmente, comenzase de nuevo a morir. En un cierto momento, comenzaron a celebrar ritos y plegarias para que se recomenzase a morir. E invocaban a Dios suplicando: “Señor, mándanos la muerte, la gran muerte, la bella muerte; perdónanos si en algún tiempo nos hemos lamentado porque se moría, si no hemos sabido ser felices como tú querías, si no hemos comprendido; la muerte es la puerta de la salvación, la entrada a tu palacio; la vida es distancia, nos exilia a uno de otro, nos conduce al desierto; Señor, líbranos de la vida, tú eres un niño y no sabes lo que quiere decir ser un hombre de mil años”.
Ahora bien, ¿cómo infundir esperanza en el acompañamiento al enfermo terminal o a la familia? El símbolo de la esperanza es el ancla. Infundir esperanza no es otra cosa que ofrecer a quien se encuentra movido por el temporal del sufrimiento, un lugar donde apoyarse, un agarradero, ser para él ancla que mantiene firme, y no a la deriva, la barca de la vida. Ofrecerse para agarrarse, ser alguien con quien compartir los propios temores y las propias ilusiones; eso es infundir esperanza.
Acompañar a vivir en clave de esperanza no significa promover una sensación de seguridad que anule la incertidumbre y la inseguridad. La seguridad no pertenece a la esperanza, dice Santo Tomás. La esperanza es hermana del coraje paciente y perseverante, de la constancia, de la impaciencia (paradójicamente) y del abandono, en último término en Aquél en quien se confía ilimitadamente: Dios, en el caso del creyente.
Cada encuentro, cada relación de ayuda significativa con el enfermo terminal, cada diálogo que el profesional de enfermería logra establecer en el amor, es sacramento de la esperanza; porque no habrá motivos para esperar mucho del futuro si los signos de la esperanza no se hacen visibles en el presente.

5.2. Creer en la resurrección
 
Así dice el Credo de los cristianos: “creo en la resurrección de la carne”. Y toca a los teólogos y teólogasexplicar su significado; y seguro que para indicar la esperanza en una vida eterna después de la muerte, de una nueva vida para toda nuestra persona, en todas sus dimensiones. Pero yo creo también en la resurrección de la carne en el más acá. Lo creo y lo espero.
Cada vez que nos “ponemos en pie”, resucitamos. Cada vez que conseguimos que triunfe la vida y el amor sobre cualquier forma de muerte y de límite humano, apostamos y experimentamos la resurrección.
De hecho, también cuando creemos que un accidente o una enfermedad podría haber tenido consecuencias más graves, nos expresamos así: “ha nacido de nuevo”.
Y eso es lo que yo espero, que nazca de nuevo nuestra carne, la carne, la salud en nuestro modo de concebir “la carne”. Nace de nuevo la carne cuando ha habido una herida y vemos que al curarse, crece. Nace de nuevo la carne cuando un órgano que no funcionaba ha recuperado su funcionalidad. Nace de nuevo la carne cuando una persona recibe un transplante de un órgano y allí donde se preparaba la muerte, se recupera la vida.
Cada día, cuando sale el sol, resucitamos al alba, a la relación, a la carne. Nos ponemos en pie (los que podemos), pero todos, simbólicamente, para afrontar las cosas de la vida. El día es nueva vida, es oportunidad para ver y mirar las cosas con mirada renovada, con esperanza comprometida.
También las relaciones de ayuda producen resurrección: cada vez que una persona empuja a otra para que supere cualquier dificultad, ha sido instrumento de resurrección. Donde había abatimiento, hay postura erguida; donde había soledad, hay comunión.
Pero yo creo también en la resurrección de la carne en otro sentido. Ha sido tanta la connotación negativa dada a la carne, que me parece que bien merece que la resucitemos sanamente en nuestra mente y en nuestro corazón. La carne es débil, sí. Lo es porque enferma y porque es vulnerable. Lo es la persona entera, en el fondo, y eso es su genuino significado.
Pero la carne es buena. Dios mismo la asumió y se encarnó. La carne, nuestra carne, nuestra condición carnal, es nuestra posibilidad de relacionarnos unos con otros. La carne es puerta de acceso a la experiencia de placer, pero no sólo eso. La carne es posibilidad de aproximarnos, de vincularnos, de querernos tangiblemente. Es vínculo y vehículo, es expresión.
Yo espero en la resurrección de una visión positiva de la carne. Espero asistir al funeral del elogio de la razón como instancia pura y fuente de bien, en contraposición de las bajas pasiones de la carne. Espero en la resurrección de un modo saludable de pensar en nuestros sentimientos, en nuestros deseos, en nuestras pasiones. Ellos son energía. Pueden ser motor para hacer el bien.
Espero en la resurrección de un nuevo modo de mirar, de un nuevo modo de tocar, de un nuevo modo de escuchar, de un nuevo modo de gustar las cosas y la vida, de un nuevo modo de oler cuanto nos rodea. Y espero porque deseo la salud en todos los sentidos.
Confío en que cambie la connotación del color negro que Platón pone uno de los caballos del mito del auriga y el carro alado en Fedro. En él, el auriga representa la parte racional, conduciendo dos caballos, uno blanco y otro negro. El blanco simboliza el valor, impulso, coraje, la valentía, con connotación siempre positiva; el negro, el deseo y los sentimientos, con connotación siempre negativa.
En el fondo, humanizarse no es otra cosa que reconocer nuestra condición carnal; débil, sí, pero blanda y viva. Mortal, sí, pero capaz de permitirnos hacer experiencia de eternidad en el más acá. No, no es fácil creer en la resurrección en el sentido de creer en el más allá. No lo es cuando la muerte se impone con su ley incontestable, cuando lo hace en situaciones inesperadas, de manera violenta, por accidente, en edad temprana y en tantas y tantas situaciones.
De manera intensa experimentamos confusión, aturdimiento, sinsentido, vacío, soledad, irracionalidad, desgarro. Se nos rompe el corazón y muy difícilmente somos capaces de tender hilos entre la razón y el sentimiento. Sin embargo, si escuchamos allá en el corazón, en alguno de los últimos rincones, no podemos más que reconocer que la muerte no puede tener la última palabra. La experiencia del amor es más fuerte que la de la muerte. Y esperar en la resurrección no es más que abandonarse al reconocimiento (no a la demostración) de que el amor reclama eternidad y de que, de alguna manera no explicable con categorías meramente humanas, nuestra vida, al terminar, será transformada y plenificada.
Pensar en la resurrección no puede consistir en lanzar a un futuro un modo de vida como la de ahora, pero en otro lugar. No. Creer en la resurrección es apostar y comprometerse para que la vida y el amor digan siempre una palabra más fuerte que el sufrimiento y la muerte. Más allá del aquí y ahora de nuestra vida en la tierra, más allá de la muerte, el tiempo y el espacio no existen. Resucitar por tanto, no puede ser ir a otro lugar a vivir felices. Este modo de expresarnos nos ayuda a decir lo que creemos, como otros muchos, como hablar del cielo, el paraíso…
Resucitar es dejarse levantar por Dios cuando nosotros nos sentimos caídos y abatidos, doloridos y muertos. Resucitar es dejar que Dios diga y haga y sea en nosotros todo y para siempre.
Entender así la resurrección es también un compromiso comunitario de fe, de trabajo por el amor y la justicia, porque Dios y su palabra (Jesús) constituyan buena noticia de amor para toda la humanidad.
Trabajar por el desarrollo y la salud de los países en vías de desarrollo, los más afectados por las epidemias y sus consecuencias, es situarse en el corazón de la fe en la resurrección. La resurrección deja de ser fundamentalmente un suceso que aconteció en la historia de la salvación para convertirse en una dinámica vital del creyente, que implica todas sus relaciones y hace que sean fuente de vida y de verdadera salud global.
La fe en la resurrección se convierte así en una estructura permanente, en virtud de la cual se cree y se trabaja por una nueva creación aquí y ahora. Toda intervención que quiera ser realmente pascual debe ser necesariamente liberación de toda forma de muerte, de esclavitud y de dominación, porque la revelación nos presenta a un Dios liberador, siempre al lado de los pobres y de los oprimidos y en contra de los opresores.
Creer en la resurrección significa trabajar para salir del desierto de lo puramente legal y avanzar hacia un espacio común de construcción, en el que se apuesta por la dignidad humana, es decir: un espacio de salud y salvación, que es asimismo de liberación. Es preciso no solamente ser buenos samaritanos que curan, sino preguntarse proféticamente cómo evitar que haya tantos desventurados en esos países, paralizados por un neocolonialismo económico y cultural.
Por eso, hoy me nace del corazón esta oración: “Danos hoy nuestra dosis de resurrección cotidiana”.

JOSÉ CARLOS BERMEJO

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M. DE HENNEZEL, J.Y. LELOUP, El arte de morir. Tradiciones religiosas y espiritualidad humanista frente a la muerte, Helios, Barcelona 1998, p.66. Los autores se refieren a la mirada con que seremos juzgados y al miedo al juicio al final de la vida.
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Citado por ANTONELLI F., “Per morire vivendo”, Roma, Città Nuova, 1991(3), p. 24.