ACTITUDES QUE DIFICULTAN O POSIBILITAN EL DIÁLOGO EN EL ATRIO DE LOS GENTILES.

1 mayo 2012

José María Rodríguez Olaizola, sj
Trabaja en Pastoral Universitaria
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor se pregunta por aquellas actitudes que dificultan o posibilitan poder estar en el atrio de los gentiles. La categoría del diálogo sostiene esta experiencia. Hacen posible el diálogo en el atrio de los gentiles: tener tiempo y ganas, la humildad, la escucha, tener algo que decir, el rigor, la búsqueda de un lenguaje común, equilibrio.
 
He de reconocer que me muevo entre la esperanza y el escepticismo al escribir sobre el diálogo. Basta entrar en un espacio virtual en el que se discuta sobre cuestiones con un punto de polémica, para salir entre deprimido y molesto. A menudo los comentarios, en blogs, muros, etc. rezuman estridencia, descalificaciones y destilan agresividad.  A menudo se dicen  sin sonrojo –quizás esta impunidad la da el anonimato- barbaridades. Da igual si hablamos de política, de economía, de deporte o, ciertamente, de religión. La bronca y la crispación están a la orden del día.
 

  1. El atrio de los gentiles

Un escenario ideal de diálogo sería muy distinto. Vamos a imaginar ese “atrio”. ¿En qué consiste? La idea la lanzó (o relanzó) Benedicto XVI hablando a la Curia Romana el 21 de diciembre de 2009, cuando decía que   “la Iglesia debería abrir hoy una especie de Atrio de los Gentiles, en donde los hombres puedan, de alguna forma, acercarse a Dios, aun antes de haberlo conocido y haber penetrado en su misterio”. Evocaba con ello el atrio primero del templo de Jerusalén, donde podían encontrarse paganos y judíos, al contrario de lo que ocurría en los patios interiores, reservados solo para los judíos o para los sacerdotes.
Haciendo honor a su título de Pontífice –el que tiende puentes- quiso Benedicto XVI buscar espacios donde creyentes y no creyentes puedan encontrarse. Fruto de esto fue, primero, un “atrio” oficial, que se juntó en París el 24 y 25 de marzo de 2011. Pronto se celebrará en Barcelona y tendrá, seguramente, sucesivas ediciones en diversos lugares del mundo. En ese foro se juntan personajes relevantes, figuras de peso intelectual, capaces de un diálogo matizado y lúcido a la búsqueda de sentido.
Pero creo que “atrio de los gentiles” es también cualquier espacio donde intentemos encontrarnos y hablar creyentes y no creyentes. Es decir, que estamos hablando de diálogo, de un espacio donde podamos reunirnos para hablar de Dios y del mundo, desde la fe y la increencia. Es un espacio de encuentro donde se pueden intercambiar ideas, opiniones y perspectivas. Un espacio de búsqueda, donde los interlocutores se acercan deseosos de aprender e ir profundizando, conscientes de que no tienen toda la verdad y, en consecuencia, han de seguir persiguiéndola. Un espacio donde las personas podrían llegar a moverse de sus posiciones iniciales, porque otros puntos de vista les ayudan a puntualizar. Un espacio donde hay maestros y hay discípulos, pero ni los maestros pretenden saberlo todo, ni los discípulos han de convertirse en receptores pasivos sobre los que otra persona ha de volcar sus doctrinas, sus opiniones y sus certidumbres. Un espacio donde el diálogo tiene algo de liturgia, con sus tiempos, sus ritmos y sus pasos, y se suceden la palabra y la escucha, el tiempo de reflexión para procesar lo escuchado, y la mirada constante a la realidad de la que se habla, para evitar divagar. Un espacio para dialogar desde la diferencia. Y en concreto, cuando hablamos de fe, un espacio de encuentro entre creyentes e increyentes.
Parece interesante. Ya San Pablo lo hizo cuando se dirigió a los atenienses –sin demasiado éxito, todo hay que decirlo- y trató de traducir al lenguaje e imágenes que los griegos pudiesen asumir, aquello que creía (Hch 17,22). Sobre todo esto quisiera reflexionar en las próximas páginas.
 

  1. Obstáculos para el diálogo

Hoy en día hablar de religión es complicado. Hay varios obstáculos que hacen problemática esa conversación.
 
¿Alguien quiere dialogar?
El primero de ellos es que no está muy claro que haya voluntad de establecer este diálogo. Está muy bien prepararse para el diálogo. Pero, ¿hay algún interlocutor con ganas de una conversación seria? ¿Hay conciencia de la necesidad de dicho diálogo? Probablemente desde un punto de vista creyente es más fácil encontrar motivos. Aunque solo sean apostólicos, y es la convicción, desde la fe, de que tenemos la misión de compartir aquello que creemos como una buena noticia que podría poner mucha esperanza en otras historias -probablemente hay quien querría leer aquí un intento proselitista de captar adeptos, aunque yo hablaría más  bien de la conciencia de una responsabilidad-. El caso es que si desde la fe creemos que tenemos que compartir una noticia, una presencia, una verdad en la que creemos, y además estamos convencidos de que vivir de acuerdo con esas creencias o no hacerlo tiene consecuencias, entonces tenemos interés real en establecer ese diálogo. Para profundizar en la búsqueda de la verdad. Para despojar a la fe de adherencias. Y, ciertamente, para convencer a otros de la bondad de aquello en lo que creemos. Pero hemos de ser sinceros y aceptar que, en dicho diálogo, muchas de nuestras certidumbres deberán dejarse zarandear y tenemos que estar dispuestos a reconocer lo que pueda haber de verdad en las palabras de aquellos a quienes tenemos enfrente.
En cuanto a los increyentes, ¿les interesa dialogar con nosotros? He ahí la cuestión. Uno diría, al menos desde un punto de vista teórico, que sí. Después de todo, la increencia es una opción intelectual (aunque a veces, sobre todo hoy en día, sea más una opción que se toma por inercia –del mismo modo que en otras épocas la inercia conducía a la fe)- Y tratar de desentrañar lo que está detrás de la sed de trascendencia, de sentido, y de eternidad que todos tenemos es algo que se necesita. Además, algunas de las grandes preguntas del ser humano –por ejemplo, por la cuestión del sufrimiento de los inocentes-  nos inquietan y nos atormentan, y si nos atrevemos a adentrarnos por esos caminos es inevitable que una de las líneas argumentales tenga como referencia la religión. Pero también tenemos que ser honestos y reconocer que ese interés teórico a menudo en la práctica no tiene cabida. Lo inmediato y las preocupaciones cotidianas se comen esas otras cuestiones que, en muchas vidas, no encuentran tiempo ni lugar.
 
¿Sobre qué dialogar?
Un segundo obstáculo es la mezcolanza de cuestiones en juego. Es difícil, hoy en día, acotar los términos de las discusiones. En concreto, cuando se habla de religión, al menos en España, hemos de distinguir al menos tres niveles.
Un primer nivel es el de las discusiones sobre la Iglesia, que dan de sí para acalorados debates. Nos podemos enzarzar en cuestiones de moral sexual, de magisterio, discutir sobre la Iglesia y la política, sobre el coste de los viajes del Papa, sobre lo que aporta o deja de aportar la Iglesia católica al estado, sobre la importancia de la educación religiosa, sobre determinadas voces públicas…
Un segundo nivel son las consideraciones más genéricas sobre la fe, Dios o el hecho religioso. Esto incluiría cuestiones como fe, agnosticismo y ateísmo. ¿Qué nos puede conducir en una u otra dirección? ¿Cuánto tiene la fe de salto al vacío, cuánto de opción compartida, cuánto de experiencia interior impredecible? ¿En qué se fundamenta la aceptación –o el rechazo- de Dios, o de la idea de Dios? También en este nivel se incluirían las cuestiones relativas al diálogo interreligioso.
Por último, en un tercer nivel podemos enzarzarnos en las precisiones sobre el contenido de la fe cristiana. ¿En qué creemos realmente? ¿Cuánto es coyuntural, cultural, cambiante, y cuánto permanece? ¿Qué imágenes nos siguen sirviendo hoy para explicar la religión?
El problema es que es difícil separar los tres ámbitos. Y lo más frecuente es que lo eclesial se convierta en puerta cerrada o punto de fricción que impide el acceso a otros niveles de conversación. En consecuencia se hace necesario un punto de rigor y disciplina conceptual a la hora de discutir, para no saltar de unos ámbitos a otros.
 
¿Qué es dialogar?
El tercer obstáculo es que no es fácil conversar de una manera razonable. Lo fácil es escorarse hacia uno de los siguientes extremos. Opción a) Hablo con la gente que piensa como yo. En este caso, lo que hacemos es puntualizar, matizar, quizás incluso reforzar nuestros argumentos. Pero, en realidad, no hay grandes movimientos, teniendo en cuenta que ya todos estábamos en el mismo barco. Opción b) Discuto con los que piensan de manera diferente. Hoy en día no hay mucha capacidad para dialogar, y más bien la diferencia se convierte en discusión y polémica. Demasiado a menudo la descalificación del que piensa diferente es una barrera insalvable. Atrincherados en posturas fijas, no hay diálogo posible, sino concurso de chirigotas, pero con menos gracia que las coplas carnavaleras, porque lo que aquí nos jugamos es más serio. Pongamos un ejemplo: infinidad de personas han tenido, en el último año, la experiencia frustrante de enzarzarse en diluciones numantinas acerca de la JMJ con interlocutores que, sin haber estado presentes, hacían afirmaciones insostenibles. Y, sin embargo, no hay forma de que se muevan de esas posiciones. Tal vez ellos dirán que quien defiende la JMJ es igual de cerril y no es capaz de un mínimo de autocrítica. El caso es que, en muchas ocasiones, termina habiendo discusiones a cara de perro que solo generan desazón y malestar.
Pero claro, ¿cómo no va a ocurrir esto, si a menudo en el seno mismo de la iglesia nos miramos unos a otros con recelo? A lo mejor suena dramático, pero no deja de ser llamativa la incapacidad para dialogar desde la diferencia que hay en el interior de la Iglesia. ¿Cómo vamos a ser capaces de hablar desde fuera si a veces no parece haber disposición ni siquiera desde dentro?
En definitiva, no es fácil dialogar sobre cuestiones de fe, pero es que tampoco lo es cuando se trata de discutir sobre política, sobre la crisis económica, sobre deporte… Ejemplos tenemos muchos en España. Eres de Mourinho o de Guardiola, estás con los indignados o contra ellos, con los empresarios o con los sindicatos, con el PP o con el PSOE, con la Iglesia o contra ella… y para muchos todo va en el mismo lote. Es pueril, pero ocurre.
 
¿Dónde dialogar?
El último obstáculo tiene que ver con la dificultad para encontrar ese atrio. ¿Cuál ha de ser el espacio donde se dé ese diálogo?
¿La televisión? Aunque ocupa mucho tiempo (cuatro horas y  veinticuatro minutos de audiencia media diaria por espectador en España durante el mes de enero)[1] no parece que sea un medio donde el diálogo tenga mucha cabida. Las tertulias tienden a la estridencia. El formato lleno de griterío de los programas del corazón vende mucho más que otros formatos pausados, que pasan sin pena ni gloria por la parrilla televisiva. Incluso programas pretendidamente centrados en el diálogo, como puede ser 59 segundos,  son más bien debates, lastrados además por la imposibilidad de desarrollar los argumentos más allá de un minuto, y aún está por llegar el día en que de uno de esos foros alguien salga con sus ideas mínimamente cuestionadas.
¿Internet? Es un medio más interactivo. A través de blogs, artículos, páginas web y foros cabe la posibilidad de difundir pensamiento más plural. Sinceramente creo que presenta más esperanzas. Es cierto que también se puede convertir en espacio de griterío, y ejemplos los encontramos en la mayoría de los periódicos digitales y en los comentarios a los artículos que en ellos se publican. Normalmente los comentarios son retahílas de aplausos o descalificaciones al opinador de turno, fuego cruzado entre los comentaristas, y ataques o apologías de la cuestión que esté en juego. Pero demasiado a menudo con agresividad, virulencia y rayando (o cayendo) en el insulto. Esto no es diálogo. Con todo, Internet, sobre todo a través de las redes sociales, ofrece más posibilidades. Permite tener contacto con personas que piensan de formas muy diferentes. Permite estar al día de publicaciones, artículos, y asomarse a perspectivas diversas que ayudan a hacerse un cuadro más amplio. Si uno es un poco dinámico, inquieto y no está dispuesto a que se lo den todo pensado los tertulianos de turno, tiene muchas posibilidades. No es que eso sea ya diálogo. Pero pone las bases para un diálogo de calidad. En este sentido, aprovecho este punto para señalar que la verdadera valentía está en leer o buscar opiniones que difieran de las propias, y no únicamente para ver cómo rebatirlas, sino también para que puedan ayudar a completar –o corregir- la propia perspectiva si esta está equivocada.
¿La universidad? Parece que hablar del atrio de los gentiles nos llevaría, hoy, a pensar en las instituciones que de alguna manera, mantienen el aura de ser los “templos del saber”. Ya quisiéramos que las universidades fuesen esto. De hecho, pueden llegar a serlo. En febrero de 2012 tuvo lugar en Oxford un encuentro de altura entre Richard Dawkins y Rowan Williams. Ambos representan, en Inglaterra, la cumbre de dos posturas contrapuestas. El ateísmo que defiende el biólogo, y el cristianismo profesado por el arzobispo de Canterbury. Con el título “La naturaleza del ser humano y la cuestión de su origen último”, departieron durante más de una hora en el Sheldonian Theatre de la ciudad inglesa. [2] El diálogo que mantuvieron suscitó interés y ecos en la prensa internacional. Es cierto que no pretendían llegar a un punto común, sino que estaba planteado como un debate, pero un debate en el que cada quién pudiese construir su discurso en interacción sosegada con el interlocutor. Ya quisiéramos que la universidad se convirtiese, de hecho, en un lugar de diálogo profundo. Tristemente, hay que reconocer que  demasiado a menudo no es así.
¿El encuentro entre las personas? Probablemente debemos empezar a buscar ámbitos de diálogo interpersonal no mediático. Recuperar –quizás esto sea un comentario con cierto tufo nostálgico o mitificador, pues ni siquiera yo he vivido en ese pasado- un espacio personal donde poder dialogar con calma y con gusto. Recobrar las tertulias. En colegios mayores, en grupos de amigos, en familia… sin tener el impedimento de que cada vez hay menos tiempo para ello y cada vez hay más cuestiones que se convierten en tabú y de las que no se habla para no terminar enfrentados (política, religión, deporte…). Hablar alrededor de un café o dando un paseo, pero hablar de verdad.
 

  1. Paseantes por el atrio de los gentiles

Ahora bien, dicho todo lo anterior. ¿Cuáles serían las actitudes personales necesarias y cuáles serían las problemáticas para favorecer ese diálogo? En parte lo que viene se deduce de la exposición anterior, pero puede ser útil tratar de sistematizar.
 
Tiempo y ganas
Hay dos requisitos primeros, previos a las actitudes.
Para estar en el atrio de los gentiles hace falta tiempo. Es decir, el diálogo no se soluciona en un minuto ni en unos pocos caracteres. Tampoco se construye desde las ocurrencias. Claro que se puede hablar por hablar. Uno puede hacer verdadero aquello de “para qué necesitas ideas teniendo palabras”. Pero es un poco triste. El parloteo puede ser entretenido, pero es insuficiente. Hay que dedicarle tiempo a las cuestiones importantes. Tiempo previo, para formarse, para informarse, para leer, para hacerse preguntas y buscar respuestas primeras. Y en nuestras vidas ajetreadas, hiperocupadas y llenas de estímulos, sacar tiempo de calidad para “tirarlo” en la conversación no es fácil. Y tiempo posterior. El diálogo, en muchas ocasiones, para ser fecundo ha de darse en varias etapas, y entre unas y otras ha de haber tiempo para reflexionar, para profundizar en lo descubierto, para ir construyendo un discurso que, a menudo, necesita algo más que un instante para cuajar.
El segundo requisito previo es la voluntad. No nos engañemos. La mayoría de las veces aquello a lo que dedicamos tiempo, energías y recursos es a lo que nos interesa. El resto, lo hacemos por obligación –si estamos urgidos a ello- o por compromiso –si nos sentimos de algún modo implicados. El diálogo a la fuerza o por cumplir está abocado al fracaso. En consecuencia, la única condición de posibilidad de dicho diálogo es que sea libre. Y la condición que posibilita dicha libertad es que nos interese. Ya podemos decir de boca para afuera que es muy importante la cuestión religiosa, que si no lo vivimos de verdad como un asunto urgente y esencial no le daremos ni media vuelta. Y esto no es baladí. Pensemos en la pastoral.  A menudo el esfuerzo (insalvable) de agentes de pastoral trabajando con jóvenes es convencerles de la importancia de lo que está en juego: Dios, la fe, el sentido religioso de la vida y cómo eso influye en la percepción de la felicidad, la justicia o el prójimo. Pero a menudo nos damos de bruces contra la pared de su indiferencia o de nuestra insignificancia. Si somos sinceros hemos de reconocer que quizás motiva más –y dependiendo de las edades- discutir sobre la crisis, sobre la reforma laboral, sobre la situación de la deuda griega, sobre el caso Urdangarín, sobre las decisiones de las autoridades universitarias, los errores arbitrales, la competencia entre Real Madrid y F.C. Barcelona, la SGAE, los nuevos servicios de tuenti, el último gadget tecnológico, los datos del paro… Para discutir sobre religión es necesario que sea una cuestión importante para uno. ¿Tal vez hay situaciones vitales que te disponen mejor para esas discusiones abiertas a la trascendencia? ¿la muerte? ¿el amor? ¿el fracaso?¿el éxito? ¿la enfermedad? ¿el nacimiento de un hijo? Tal vez, pero no es fácil encontrarse en la tesitura de ir a esas discusiones profundas.
Suponiendo el tiempo y la voluntad, ¿cuáles son, entonces, las actitudes que se ponen en juego en este dialogo sobre Dios en la cultura contemporánea?
 
Humildad
El reconocimiento humilde de que no tenemos toda la verdad. Nadie la tiene de hecho. Esto no significa decir que todo da igual, que todo es relativo o que allá cada quién con sus opiniones y pensamientos. Partimos de que existe lo cierto y lo falso, y que no es únicamente una apreciación subjetiva. Creemos que hay algo que llamamos verdad, que nos permite interpretar la realidad, buscar el sentido de la existencia, tratar de responder a las inquietudes profundas del ser humano. Y en base a esa verdad se entiende el mundo, los límites, la moral, las grandes aspiraciones del ser humano… Quizás el primer diálogo nos llevaría a discutir sobre esa apreciación de si existe la verdad –y qué es, como hacía aquel romano lavándose las manos, preguntándose, escéptico, “y ¿qué es la verdad?” (Jn 18). Desde la fe, dicha verdad echa raíz en el principio y fundamento último de la vida, al que llamamos Dios. Pero, dicho todo eso, hemos de reconocer que de Dios ignoramos mucho. Que lo “imaginamos” –es decir, nos referimos a Dios con imágenes que tomamos de la experiencia. Imágenes que cambian. El no tener toda la verdad quiere decir que podemos buscarla, irle quitando o añadiendo capas a las pocas certidumbres sobre las que construimos nuestra vida. No arbitrariamente, pero sí con la apertura de quien sabe que tiene mucho que aprender. Si el creyente y el no creyente pudiesen partir de ese reconocimiento de que otros puntos de vista pueden ayudarle a ir profundizando en su manera de entender la realidad, habría un suelo común sobre el que construir el diálogo.
 
Escucha
Una segunda actitud es la disposición a escuchar. El diálogo no es la superposición de dos monólogos, como demasiado a menudo ocurre. Con mayor o menor educación y oscilando entre la respetuosa cortesía y las cajas destempladas, con frecuencia sucede que el diálogo desde la diferencia no es un encuentro real en tierra común, sino el tránsito, sin verdadero intercambio, por la misma parcela. Es decir, que nos encontramos a interlocutores que tienen su visión, su perspectiva y sus convicciones, y cuyo único afán –si acaso- es tratar de convencer al otro de “porqué yo tengo razón y tú estás equivocado”. Escuchar hoy en día es muy difícil. Estar dispuesto a dejar que otros argumentos socaven los cimientos de nuestras propias seguridades es arriesgado. Hasta cabría pensar que el no escuchar tiene algo de legítima defensa. Tal y como está el patio, como para quedarse sin los pocos argumentos que uno tiene. Sin embargo, el riesgo es parte del verdadero diálogo.
 
Algo que decir
La tercera actitud es el ir construyendo un discurso coherente y sólido. Dialogar no quiere decir poner todo en cuestión. Tampoco quiere decir que no quepan, en la vida, certidumbres sólidas. De hecho, caben y son necesarias. El reto es que estén edificadas sobre algo legítimo. Por ejemplo, las convicciones construidas sobre la autoridad de “los que saben” no son demasiado determinantes en un diálogo. Es necesario algo más. Porque con bastante razón, si solo argumentamos con recetas ajenas, el interlocutor pediría que, si es posible, venga a hablar ese “que sabe” del tema o el cocinero jefe.
Muy a menudo los creyentes nos encontramos con que no tenemos muchos argumentos con los que responder a objeciones que se plantean a la fe –o a la religión tal y como la practicamos. Y la razón no es que no haya argumentos para justificar determinadas creencias, que los hay, sino que uno no los conoce. Por ejemplo, hay muchas discusiones y descalificaciones que tienen como referencia la Biblia. “Es que la Biblia dice…” es una muletilla con la que empiezan muchas descalificaciones. Y a menudo el creyente no tiene claro cómo contestar a dicha cuestión porque nunca se ha parado a buscar una fundamentación seria, adulta, intelectualmente elaborada. Esa elaboración es importante y necesaria.
Es decir, que necesitamos formación. Tanto para hablar a favor como en contra. En ocasiones uno se ruboriza (de vergüenza o de irritación, según el momento) al escuchar las simplezas con las que se ataca a la religión y a la iglesia: Una amalgama de lugares comunes, de tópicos y de generalizaciones que hacen imposible cualquier acercamiento. Del mismo modo resultan insuficientes argumentos pretendidamente apologéticos, que solo pueden servir a los ya convencidos. Hay un terreno que es al tiempo más profundo y más difícil, donde en el diálogo van confluyendo intuiciones, conocimientos, interpretaciones, preguntas y respuestas.
 
Rigor
Cuando hablo de rigor me refiero a la necesidad de buscar coherencia, solidez o lógica en los discursos. En el fondo, hablar aquí de lógica es como la segunda parte del epígrafe anterior. No se trata únicamente de tener contenido, sino además de buscar un punto de coherencia interna a la hora de dialogar –o de discutir, si llega el caso. Estamos acostumbrados a ver, perplejos, debates en los que no hay forma de seguir un hilo argumental, porque se salta de unos niveles a otros de discusión sin mucho criterio. Por ejemplo, cuando entramos en las polémicas religiosas, uno puede estar hablando de contenidos de la fe, de prácticas religiosas, de episodios eclesiales… y se salta de unas cuestiones a otras poniéndolo todo al mismo nivel. Y te puedes encontrar con discusiones en las que se va saltando de la JMJ a la virginidad de María, las riquezas de la Iglesia, la cuestión de la existencia de Dios a la luz del mal en el mundo o algunas disposiciones problemáticas de moral sexual. No puede ser. Hace falta un punto de rigor, hace falta acotar los ámbitos en los que se discute, para evitar caer en el chascarrillo o en la polémica de titular. Hace falta un punto de exigencia y de profundidad para buscar las consecuencias últimas de lo que uno persigue. Quizás suene demasiado racional. De hecho, lo es. No pienso que la pasión por buscar la verdad esté reñida con la razonabilidad. De hecho, en este tipo de cuestiones, precisamente lo mucho que nos jugamos creo que no hay peligro de caer en la frialdad de una disquisición intelectual ajena a la realidad.
 
Buscar un idioma común
A menudo lo más problemático en la conversación es la dificultad que plantea el lenguaje. Es cierto que, en ocasiones, no queda más remedio que acudir y aludir a conceptos muy explícitamente religiosos. El problema, en todo caso, no es eso, sino que a menudo el discurso religioso está anclado en categorías y términos que corresponden más a otra época o a otro momento de la historia. Hoy en día el que quiera estar en el atrio de los gentiles ha de hacer un gran esfuerzo por aprender a traducir la fe para arrancar desde puntos comunes: posiblemente lo existencial es un punto de partida más amigable que lo dogmático. Ello no quiere decir que solo podamos hablar de tejas para abajo –es decir, que tengamos que reducir los contenidos de la fe a vivencias antropológicas- . Pero sí quiere decir que hay una necesidad insoslayable de partir de una terminología lo más común posible. Por entendernos. Tal vez en nuestra fe el concepto de Dios como Trinidad es innegociable. Pero eso no quiere decir que no podamos hacer un esfuerzo para traducir y reformular lo que entendemos por Trinidad. Y hablar sobre la experiencia de la vinculación afectiva, de la intimidad, del amor –con todo lo que puede implicar. Del mismo modo, tal vez no nos vamos a poner de acuerdo –de entrada- con alguien que no se siente cómodo hablando de la confesión. Pero sí podemos hablar de la fragilidad humana, de la vulnerabilidad, de la necesidad que todos tenemos de levantarnos a veces y seguir adelante. Tal vez al hablar de Dios tenemos que asumir lo que tiene de concepto límite, y tratar de empezar por lo común antes de ir a las fronteras. Jesús de Nazaret, por cierto, fue un traductor magnífico, que utilizó imágenes tomadas de su entorno para hablar de Dios, de un mundo atravesado por Dios y del ser humano.
 
Equilibrio
Como se puede entender por todo lo expresado hasta aquí, no es fácil estar en el atrio de los gentiles. No es fácil traducir, matizar, puntualizar, buscar territorios comunes… y existe el peligro de terminar difuminando las cosas. Hay quien, a estas alturas, seguro que ya está pensando que tanta “traducción” y flexibilidad solo puede llevar al relativismo. Pero a los que así piensan –si acaso hay algunos- les diría que estén tranquilos. No es así ni tiene por qué ser así. No se trata de que neguemos la búsqueda de la verdad al entrar en diálogo con otros. De hecho a menudo habrá que hacer equilibrios para mantener la tensión entre la verdad que intuimos y sus formulaciones que cambian; entre lo que entendemos que se ha ido revelando a lo largo de la historia, y lo que todavía está velado; entre nuestras propias seguridades y las incertidumbres que a veces nos quitan el sueño.
 

  1. Conclusión

            Supongo que tras lo expuesto en estas páginas se puede ver que el diálogo no es fácil. Habrá que estar atentos para ver dónde puede surgir, y dispuestos a crear las condiciones que lo hagan posible. Y, si acaso llega el momento, hablar y escuchar, dispuestos a buscar una verdad que, por más que asome de vez en cuando, se nos seguirá escapando. Pero la misma búsqueda, y las pocas convicciones que van jalonando el camino, ya le puede dar sentido a una vida.
 

José María Rodríguez Olaizola

 
[1] Según datos de Barlovento comunicación con datos de Kantar Media (Fuente. http://ocio.lne.es/tv/noticias/nws-51790-enero-marca-record-historico-consumo-television.html)
[2] El debate puede seguirse en http://www.youtube.com/watch?v=HWN4cfh1Fac