Agresividad y violencia juvenil: un problema educativo

1 septiembre 1999

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pie Autor:
Francisco A. Díaz es profesor en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga.
 
Síntesis del Artículo:
Tras definir y diferenciar agresividad, violencia y conflicto, el autor —en primer lugar— analiza psicológicamente la agresividad humana. A partir de aquí, el artículo se centra en el estudio de la violencia juvenil: factores de riesgo, cómo educar en la familia y en la escuela, etc.
 
 
1 Introducción
 
Desgraciadamente, cada día nos sorprenden menos las caóticas noticias que los medios de comunicación nos lanzan: nuevas guerras que periódicamente nacen; poder, corrupción y destrucción que esparcen los «señores de la droga»; luchas callejeras entre bandas juveniles; alumnos que agreden a sus compañeros e incluso a sus profesores en el centro educativo; niños que maltratan y/o violan a otros/as menores, etc.
¿Qué está pasando en nuestra sociedad? ¿Hasta dónde llegaremos? ¿Por qué los más jóvenes manifiestan conductas cada vez más violentas? ¿Qué procesos de aprendizaje engendradores de toda esta realidad se están desarrollando en ellos? Las pautas educativas que padres y educadores nos marcamos, ¿son las idóneas?
 
Numerosos son los interrogantes que invaden nuestra mente y que nos invitan a plantear el presente artículo. Con él nos proponemos ofrecerte, amigo lector, un punto de referencia para la reflexión personal desde la cual puedas encontrar tus propias respuestas y formular tus propias soluciones ante el creciente fenómeno social de la violencia juvenil.
Para ello, comenzamos con una breve aclaración conceptual, como preámbulo a la exposición de las posibles causas o factores de riesgo que conducen a situaciones violentas, entre las que intercalaremos sintéticamente algunas pistas que, desde el terreno pedagógico, nos orienten en la prevención y/o actuación en situaciones de agresión y violencia.
 
2  Aclaraciones conceptuales
 
 
La manifestación descontrolada de la agresividad humana es, como todo problema social, una cuestión de origen multifactorial y por tanto de enorme complejidad, que exige para ser comprendida, primero, y abordada, después, la conjunción de múltiples visiones (sociológica, psicológica, pedagógica…), cada una de las cuales aportará desde su campo la correspondiente explicación o la posible actuación preventiva.
 
 
2.1. La agresividad humana desde la perspectiva psicológica
 
Las teorías psicológicas, desde una perspectiva naturalista hasta el enfoque profundo del psicoanálisis, han contribuido a desarrollar creencias sociales sobre el comportamiento agresivo y, aunque mucha de la información científica que sustenta estas creencias es susceptible de ser revisada, otra buena parte de ella nos permite reflexionar sobre este complejo asunto y posicionarnos con algo de sensatez ante el tema.
Se sabe que ciertas tendencias comportamentales se heredan, a pesar del cambio acelerado de las condiciones naturales y sociales, donde debe tener lugar el desarrollo de los individuos y que pueden no corresponder ya con el esquema heredado.
Seguramente la agresividad es uno de estos patrones que en la actualidad, dado el nivel de evolución humana, podría parecernos improcedente, ya que muchos de nosotros no tenemos que enfrentarnos cada día a animales peligrosos o a condiciones naturales violentas. Pero la evolución filogenética no tiene mucha prisa en cambiar patrones conductuales que adquirió durante miles de años, y seguimos naciendo preparados para situaciones adversas.
 
 
Si aceptamos los argumentos naturalistas para explicar la existencia de la agresividad, considerada ésta como un componente más de la compleja naturaleza biosocial del ser humano, deberíamos recordar también que los etólogos han propuesto que algunas de las características más estrictamente humanas vienen a modificar los procesos naturales de aprendizaje.
Tal es el caso de la refinada capacidad de comunicación que el lenguaje ofrece a los seres racionales. El patrón heredado incluye pues, además de esquemas de respuestas defensivas y, por tanto, agresivas, las habilidades necesarias para resolver el conflicto de forma pactada. Todo ello confirmaría los rasgos adaptativos de la llamada agresividad natural, dado que existe la posibilidad de reconvertirla en habilidades sociales.
 
En efecto, el modelo etológico, defendido, entre otros, por Eibl-Eibesfeldt (1993), considera que algunas de las funciones de las capacidades superiores del ser humano (inteligencia y lenguaje, entre otras) deben convertirse en instrumentos idóneos para penetrar en las sutilezas de la negociación social de los conflictos.
En definitiva, los etólogos consideran que el ser humano, a través de la inteligencia mental y de las habilidades verbales, puede aprender a dominar la propia agresividad y la de los congéneres para lograr un buen desarrollo social y para adquirir una cierta independencia individual. Independencia que, a su vez, es necesaria para afrontar el gregarismo que, siendo imprescindible para vivir, puede llegar a convertirse en un obstáculo para la construcción de la autonomía y de la capacidad de decisión moral.
 
No obstante, más allá de la agresividad natural y de la aceptación de que vivimos en permanente conflicto con nosotros mismos y con los demás, está la violencia: un comportamiento de agresividad gratuita y cruel, que denigra y daña tanto al agresor como a la víctima. La violencia no puede justificarse a partir de la agresividad natural, pues se trata de conceptos distintos, que pueden diferenciarse si hacemos uso de la idea de conflicto.
 
 
2.2. Agresividad, violencia y conflicto
 
El conflicto nace de la confluencia de intereses o de la intersección de dos posiciones frente a una necesidad, una situación, un objeto o una intención. El conflicto, como una situación de confrontación entre dos protagonistas, puede conducirse con agresividad, cuando fallan, en alguna medida, los instrumentos mediadores con los que hay que enfrentarse al mismo.
Así, cuando está en juego una tensión de intereses y surge un conflicto, la aparición de episodios agresivos —que pueden orientarse con violencia si uno de los contrincantes no juega honestamente y con prudencia sus armas, sino que abusan de su poder, luchando por destruir o dañar al contrario, y no por resolver el asunto— dependerá de esos procedimientos belicosos escogidos para resolver dicho conflicto. Eso es violencia, el uso deshonesto, prepotente y oportunista de poder sobre el contrario, sin estar legitimado para ello.
 
 
Si es cierto que el debate teórico sobre la naturaleza psicológica de la agresividad humana sigue abierto, no lo es menos que las posibilidades de disponer de un marco conceptual para comprender el fenómeno de la violencia se nos presentan todavía remotas. Más aún cuando asumimos que, en el fenómeno de la violencia, lo que tratamos de comprender es una agresividad sin ningún sentido, ni biológico ni social; esto es, una agresividad injustificada y cruel.
 
Aceptemos, pues, que un cierto nivel de agresividad se activa cuando el ser humano se enfrenta a un conflicto, especialmente si éste se le plantea como una lucha de intereses. Sin embargo, el dominio de uno mismo y la tarea de contener y controlar la agresividad del otro en situaciones de conflicto, es un proceso que se aprende. Pero en este aprendizaje, como en muchos otros, no todos tenemos el mismo grado de éxito.
Aprender a dominar la propia agresividad y a ser hábiles para que no nos afecte la de los otros, es una tarea compleja. Cuando un niño/a no aprende bien esta tarea, está en desventaja para establecer relaciones interpersonales que circulen en las vías de la negociación y la palabra; y la situación será aún peor si aprendió a enfrentarse con los conflictos sin palabras ni negociación.
 
La rivalidad y la competición que surgen de la confrontación de intereses, más o menos legítimos, frecuentemente producen conflictos; pero el conflicto en sí no debe implicar violencia, aunque sea difícil eludir un cierto grado de agresividad, posiblemente inherente al mismo.
Desde una perspectiva ecológica, el conflicto es un proceso natural que se desencadena dentro de un sistema de relaciones en el que, con toda seguridad, va a haber confrontación de intereses.
 
Todos los procesos psicológicos, en donde se enclava la agresividad, tienen dos grandes raíces: la biológica y la sociocultural, y ambas son productoras de principios de confrontación con los otros.
La raíz social, comunicativa e interactiva, que aporta al individuo su articulación cultural, mediante el proceso de socialización, le proporciona también un mundo conflictivo, que tiene que aprender a dominar mediante la negociación y la construcción conjunta de normas y significados, aunque no sea un camino fácil.
La raíz biológica, como expusimos anteriormente, lo enfrenta a la confrontación natural, que quizás ha sido el origen de nuestra supervivencia hasta el momento actual de la historia. Sin embargo, ninguna de las dos justifica la violencia.
 
 
2.3. Nacimiento y desarrollo de la violencia interpersonal
 
El fenómeno de la violencia transciende la mera conducta individual y se convierte en un proceso interpersonal. Un análisis algo más complejo, nos permite distinguir un tercer afectado: quien la contempla sin poder o querer evitarla.
 
Desde una perspectiva ecológica se acepta que, más allá de los intercambios individuales, las experiencias concretas que organizan la socialización incluyen la connotación afectiva necesaria para percibir el mundo social como un mundo suficientemente bueno y, por tanto, susceptible de ser imitado personalmente.
 
La consideración de que los fenómenos psicológicos se producen dentro de marcos sociales, que se caracterizan por disponer de sistemas de comunicación y de distribución de conocimientos, afectos, emociones y valores, nos proporciona un enfoque adecuado para comprender el nacimiento y el desarrollo de fenómenos de violencia interpersonal, como respuesta a experiencias de socialización que, en lugar de proporcionar a los individuos afectos positivos y modelos personales basados en la empatía personal, ofrecen claves para la rivalidad, la insolidaridad y el odio.
 
El afecto, el amor y la empatía personal, pero también el desafecto, el desamor y la violencia, nacen, viven y crecen en el escenario de la convivencia diaria, que está sujeta a los sistemas de comunicación e intercambio que, en cada período histórico, son específicos de la cultura y constituyen los contextos del desarrollo: la crianza y la educación. Creemos, pues, que sólo en la conjunción de las claves simbólicas que aporta la cultura, con los procesos concretos de actividad y comunicación en los que participan los protagonistas, podrá encontrarse la respuesta al por qué brota la violencia juvenil.
 
3  Principales factores de riesgo
 
Varios son los ámbitos que, desde el punto de vista de la socialización del pequeño, ejercen su poder educativo, contribuyendo a un desarrollo equilibrado de su personalidad que, con posterioridad, le permita una adecuada integración social y laboralDe todos, la familia y la escuela, son especialmente significativos por su sobresaliente influencia socializadora entre los más jóvenes a la hora de brindarles modelos de aprendizaje social útiles en el proceso de inclusión en su espacio sociocultural.
 
Cuando estos agentes socializadores no desempeñan correctamente su tarea, el resultado puede ser el inadecuado crecimiento personal que supondrá en el sujeto una falta de estructuración sólida de la personalidad y, por tanto, estaremos ante personas inseguras de sí con cierta predisposición a caer en las redes del sectarismo, las drogas, bandas juveniles violentas …, medios todos ellos en los que el joven buscará la solidez y seguridad que a él le falta, esto es, su reafirmación como miembro integrante de una colectividad con la que se identifica, le acoge y acepta a pesar de su debilidad, en definitiva, un entorno que le «protege».
 
 
3.1. La educación que se desarrolla en la familia
 
La familia es un grupo social en el que las relaciones que se establecen entre sus miembros están en gran parte mediatizadas por la misión educativa que tienen los adultos de proveer a los menores de los instrumentos y habilidades necesarias para que alcancen su plena madurez como personas. Todo ello dentro de una atmósfera de cariño, apoyo, implicación emocional y compromiso mutuo duradero.
 
Las principales funciones que la familia debe cumplir en relación con los hijos, particularmente hasta el momento en que éstos están ya en condiciones de un desarrollo plenamente independiente, son: asegurar la supervivencia de los niños, su sano crecimiento, así como su socialización en las conductas básicas de comunicación, diálogo y simbolización; aportar a su prole un clima de afecto y apoyo sin los cuales el desarrollo psicológico sano no resulta posible; ofrecer a los hijos la estimulación que haga de ellos seres con capacidad para relacionarse completamente con su entorno físico y social, así como para responder a las demandas y exigencias planteadas por su adaptación al mundo en que les toca vivir; tomar decisiones con respecto a la apertura hacia otros contextos educativos (escuela, por ejemplo) que van a compartir con la familia la tarea de educación del menor.
 
La familia falla en sus cometidos cuando, por ejemplo, no proporciona las normas de conducta adecuadas ni los modelos oportunos que imitar. Hoy se produce esta carencia cuando a los padres «les falta tiempo» para atender a sus hijos (estar en su compañía hablando, intercambiando ideas, conociéndose mutuamente, aconsejando …) porque están inmersos en un sistema de trabajo competitivo propio de nuestra sociedad industrial y de consumo (conseguir el éxito individual aun a costa de los demás prevalece sobre la cooperación y la colaboración); falta de tiempo que, por otra parte, intentan compensar ofreciéndoles regalos que sustituyan su ausencia sin darse cuenta que una «cosa» jamás podrá sustituir a una «persona» (a su compañía, a su aceptación incondicional, a su palabra cálida y acogedora) y difícilmente sabrán en el futuro cuando crezcan «ofrecerse» a los demás, a lo sumo volverán a dar «cosas» como aprendieron de sus padres.
 
 
Toda esta situación familiar de falta de atención al menor favorece la aparición en éste de actitudes de rebeldía, temores, incomprensión, fugas del hogar, adicciones a drogas diversas, alcoholismo y tabaquismo, ingreso en sectas y grupos de cariz extremista y conductas de tipo antisocial.
Bandura y Walters (1959) demostraron lo expuesto precedentemente,  tras la realización de estudios sobre la agresión en adolescentes, con el fin de determinar patrones familiares relacionados con este tipo de conductas. Una de las conclusiones a la que llegaron fue que los lazos afectivos entre los miembros de la familia en jóvenes agresivos estaban especialmente mermados.
 
Queda mostrada, pues, la enorme importancia que un adecuado clima familiar de afecto y apoyo juega en la conformación equilibrada de la personalidad del niño. Por ello, nos gustaría acabar este apartado esbozando aunque someramente algunas indicaciones que pueden desempeñar un papel profiláctico de este tipo de situaciones problemáticas.
 
Responsabilidad
Es aconsejable adoptar una actitud responsable de cuidadosa planificación familiar que permita a las parejas tener sus hijos cuando estén preparadas material y psicológicamente.
 
Diálogo
Cuando «llega» un hijo hay que quererlo interesándose de veras por su vida y sus asuntos. Conforme va madurando es preciso que vayamos haciendo uso de una poderosa herramienta en el difícil campo de la interacción humana: el diálogo. Con él podremos entablar un proceso de encuentro y conocimiento mutuo que nos permitirá aprender a expresar nuestra complejidad interior (ideas, sentimientos …). Este aprendizaje nos reportará un mejor conocimiento de nosotros mismos y de los demás, así como una mayor capacidad para defender lo que pensamos y deseamos a la vez que respetamos lo que piensan y desean otros porque ya no nos asusta expresarnos libremente a través del diálogo sincero y honesto. Muchas veces, la agresividad tiene su caldo de cultivo en la falta de comunicación interpersonal o en un entorpecimiento de la misma, por tanto, si conseguimos mantenerla de forma eficaz, se resolverán muchas dudas y se aclararán las falsas interpretaciones que paulatinamente van distanciando a las personas entre sí.
El ejercicio de una relación interpersonal dialógica, en definitiva, gestará entre quienes la practiquen una actitud pacífica y tolerante de apertura y aceptación de otros puntos de vista, de otras formas de hacer las cosas que complementen y enriquezcan las nuestras: aquél que posee una perspectiva amplia desde la que contempla y comprende la grandeza del ser humano, será capaz de percibir su riqueza y difícilmente será violento.
 
Correcciones
Es obligación de los adultos denunciar cualquier situación de maltrato infanto-juvenil del que se tenga conocimiento para evitar que los más pequeños aprendan a ser violentos.
Por otro lado, si unos padres se manifiestan sistemáticamente de forma violenta con sus hijos suele deberse a un intento de liberar tensiones y frustraciones personales; por ello, deberían buscar ayuda psicológica o psiquiátrica, ya que es en ellos y no en el pequeño donde radica el auténtico problema.
 
 
3.2. El centro educativo
 
El hombre nace en una sociedad que le es dada, pero está destinado a entrar en más sociedades que libremente elegirá. La institución educativa tiene como función prioritaria el hacer posible al menor esa entrada en la sociedad.
La educación, rectamente comprendida, no sería más que un proceso de separación; es decir, un proceso en virtud del cual el menor se va haciendo capaz de independizarse de aquellas sociedades en las cuales vino al mundo. La escuela encuentra su razón de ser justamente aquí, en el hecho de que el niño se desligue de su familia originaria y se incorpore a nuevas comunidades.
 
El centro escolar es otra de las instituciones socializadores trascendentales para el desarrollo equilibrado de su personalidad y para la adquisición del conjunto de conocimientos conceptuales, procedimentales y actitudinales que garanticen su adecuada incorporación a la sociedad. Sin embargo, para que ese proceso integrador sea adecuado, es preciso que la actuación educativa se adapte a las circunstancias particulares de cada alumno.
Si todos reciben los mismos contenidos sin analizar las condiciones desde las que parte cada niño, se estará «condenando» a muchos de ellos al «fracaso escolar» porque no se acomodan al sistema educativo que se les impone.
 
La atención «individualizada» es un derecho del educando y un deber del profesorado quien debe velar por su cumplimiento. Por ello, es ésta una profesión que debe gozar de la adecuada consideración y prestigio social y del cuidado de la administración pública para satisfacer las necesidades formativas y económicas que recompensen con justicia el desempeño laboral y la alta dedicación del docente y, así, motivarle continuamente en su duro quehacer educativo.
 
 
Bajo nuestro punto de vista, la intervención educativa individualizada —teniendo presente que al alumno se le obliga, aunque no lo desease, a permanecer escolarizado hasta los dieciséis años—, tendría que dirigirse a enseñar:
 
n A convivir bajo un clima de respeto y trato cordial entre los miembros de la comunidad educativa.
n A expresar y a resolver pacíficamente los conflictos interpersonales (recordemos que una de las materias transversales es la de Educación para la Paz).
n A otorgar a los alumnos más poder y más protagonismo, animándoles a que participen en un régimen escolar democrático que ellos mismos deben haber contribuido a diseñar colaborando en la redacción del Reglamento Interno del centro, participando en la definición de deberes y derechos de la comunidad educativa.
n A los profesores a tratar de forma empática a sus alumnos, siempre con una actitud de ayuda.
 
Con una  educación individualizada en esta perspectiva, estamos convencidos que los niveles de violencia y agresividad entre los educandos disminuirían ostensiblemente.
 
 
Nota bibliográfica
 
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Francisco A. Díaz Sánchez

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