Contra tanta mentira de tristeza
yo he de rezarte a gritos, Alegría:
¡Dios te salve, María, llena eres de gozo!
¡El Señor es contigo, como un río de leche que se sale de Madre…!
Una mujer de hoy, desamparada, les ha dicho a los hombres:
«Buenos días, tristeza». Y ellos se lo han creído.
Hace ya mucho tiempo que se han puesto a ser tristes…
La fiebre de la angustia les ha cercado el alma con sus tropas.
La palabra y la luz y la armonía se han quemado en la angustia
como un bosque en la guerra.
La angustia ha carcomido la carne y la mirada de los muchachos rotos,
(Beber, bailar, tocarse,
y quedarse vacíos, como un corro de copas,
con las últimas babas, en la mesa del bar abandonado…).
Los hombres están tristes, se empeñan en ser tristes.
Se empeñan en perderse, por las minas, a gatas, acosados del miedo.
Se empeñan en morirse corroídos de hambre y de nostalgia
¡cuando estáis al alcance de la mano
tú como un Paraíso de manzanas primeras
y Dios como un jilguero consentido…!
¿«Buenos días tristeza», después que tú alumbraste la Alegría?
(¡Campanas de Belén, recién nacidas, que no saben oíros,
detrás de los motores, más allá del clamor de las antenas,
sobre los parlamentos y las plazas,
detrás de los anuncios, ¡dentro del corazón!).
Romeral y colmena: Dios te salve, María, llena eres de gozo.
En el umbral abierto de Ain-Karim, de cara al horizonte amanecido,
tu corazón se ha roto de Alegría…
Sus crecidas de miel saltan de cumbre en cumbre,
con el sol en la risa, sobre el llanto del mundo,
y penetran el seno de la tierra, preñada,
¡y los niños futuros se incorporan, de un brinco!
Llena eres de gozo
y el Señor es contigo, como un río de leche que se sale de Madre
para todos los hijos.
La Alegría, María, es tu nombre -¡María!-: tú la llevas, María,
crecida sobre el pecho, como una flor silvestre huida a la Botánica.
La humildad de tus manos la encontró junto al cauce de Dios, inmarcesible,
Cada día la hallabas, olorosa de Gracia, dondequiera pacías tus ojos recentales.
En la fuente del pueblo te cantaba con la voz de Gabriel estremecida.
En el hombro sudado de José te aguardaba, en silencio,
como una encina buena con palomas posadas.
Y en la boca del Niño te hablaba con su boca verdadera.
Cada día era Sábado en tus días, porque eran la Esperanza.
Y un día fue Domingo.
(¡Se abrió el Sol en tus brazos, salido del sepulcro, y te vistió de Gloria!).
Después ya fue Domingo para siempre… Y tu gozo ha crecido
como un río de leche que se sale de Madre hasta llenar el mundo.
-¿«Buenos días, tristeza»?
-¡Dios te salve, María!
Pedro Casaldáliga
Llena de Dios y tan nuestra