Justo el octavo día después de Navidad, venimos de nuevo a la gruta de los pastores de Belén, o a la humilde casa del carpintero de Nazaret. Venimos a celebrar el Año Nuevo junto al niño Jesús recién nacido. Hemos visto una pequeña estrella en el cielo oscuro de la noche, en los ojos cansados de unos pastores pobres, y acudimos a la luz de la estrella, en busca de un rayo de luz, para que el año nuevo no se nos quede viejo y apagado nada más nacer.
No venimos solos. Somos muchedumbres subiendo por todos los caminos de la historia. Nuestros calendarios son diferentes, pero todos celebramos el Año Nuevo. Desde los tiempos más remotos, todas las culturas y religiones lo han celebrado, unos observando la luna, otros observando el sol: los hindúes lo celebran a mediados de noviembre, los chinos a comienzos de febrero; los judíos en septiembre, los musulmanes entre enero y febrero.
Desde siempre, los seres humanos necesitamos de un calendario que ordene nuestros días, y necesitamos marcar ciertos días en rojo, de modo que podamos saber cuándo cultivar la tierra y cuándo descansar, y para que todos los días tan iguales no sean siempre igual día tras día, y para no hundirnos –sin origen ni destino– en el agujero negro de un espacio y de un tiempo sin límite. Tenemos diversos calendarios, pero todos hemos pintado de luz y de color algunos días, y hemos dicho: ¡Hoy es Navidad! ¡Hoy es Año Nuevo!
Así hemos hecho también los cristianos. Adoptamos muy pronto el calendario romano, pero en el día en que celebraban el nacimiento del nuevo sol o del emperador o del dios Mitra nosotros pusimos el nacimiento de Jesús. Es nuestro año nuevo.
Muchos lo celebraban con pompas imperiales; nosotros lo celebramos mirando a un recién nacido. Mirando a un niño pequeño, en compañía de unos pobres pastores. No adoramos al emperador Augusto en su palacio, ni al poderoso dios Mitra en sus templos; adoramos a un niño pequeño sin ningún poder en la gruta de Belén o en la casita de tierra de María y de José de Nazaret. No aparece ante nosotros ninguna gran estrella, ninguna señal resplandeciente del cielo. No: sólo un pequeño brillo en los ojos de un niño recién nacido.
Pero ¡oh!, esos ojos se llaman Jesús, y nos aman, y los amamos, y en ellos hallamos la luz. En esos ojos nos vemos reflejados, y esos ojos nos reflejan el mundo entero. Esos ojos de niño revelan la debilidad, la impotencia, la súplica de todos los seres, y la bondad herida de todos los seres.
Esos ojos se llaman «Jesús», el nombre de Dios: «Dios es salvador», Dios es sol de amor, Dios es misterio de bondad. En el fondo sin límite de esos ojos vislumbramos los ojos de Dios mirándonos a todos con ternura. Dios nos mira con los ojos de Jesús, y la mirada de Dios ilumina nuestras muchas oscuridades, y una lucecita se nos enciende dentro, y vemos cómo se encienden en el mundo otras muchas lucecitas, como en el cielo despejado de anoche.
Y en medio de la noche nace el año nuevo, y tal vez también un rayito de esperanza y algo más de bondad en nuestro corazón de carne.
Así queremos empezar este nuevo año. Queremos mirar y saludar y felicitar a todo el mundo encendido de lucecitas en los ojos de Jesús. ¡Feliz Año Nuevo a todos y a todas! ¡Paz y bien! ¡La bendición de Dios siempre nueva, siempre plena, a todos los seres!
No sabemos lo que traerá el año que empieza pero no podrá privarnos del bien y de la paz de Dios. El año que ha terminado ha tenido muchas sombras, pero no nos ha apagado la luz encendida en los ojos de Jesús, y en la tierra se han encendido otras muchas lucecitas. Confiemos en todas esas pequeñas luces, confiemos en la buena luz divina que se esconde en el corazón de todos los seres.
Quizá nos pueden parecer unas luces demasiado pequeñas para iluminar tantas sombras. Nos pueden parecer unos signos demasiado humildes para felicitar y hacer votos por el nuevo año. Hagamos como los pastores: fueron y vieron los ojos de Dios en los ojos de Jesús y se volvieron, para encender la luz de los ojos de Dios en medio de la noche.
Con todas nuestras sombras, los ojos de un niño pequeño pintan el 1 de enero con colores de fiesta. ¡Celebremos el Año Nuevo! ¡Seamos felices! ¡Que todos los seres sean felices! ¿Cómo lo haremos? Un dicho vasco nos dice cómo hacerlo, podría traducirse algo así: «Año Nuevo hubiere, si el que tiene al que no tiene un cuenquito de trigo diere».
José Arregi