Anunciar el evangelio hoy: exigencias y retos

1 diciembre 2007

Emilio Alberich es catequeta (Sevilla)
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Para la Iglesia, el anuncio evangélico no es una tarea más, entre otras posibles, sino la tarea esencial. Se realiza cuando la presencia cristiana es anuncio y testimonio. Desde estas premisas, el artículo destaca la urgencia actual de recuperar el primer anuncio y la primera evangelización. En el centro está el Reino de Dios, el proyecto de Jesús de un mundo fraterno. La acción pastoral entre los jóvenes se realiza en este horizonte, pero ha de tener en cuenta también, con realismo, la situación de la sociedad actual y respetar las nuevas coordenadas culturales.
 
El anuncio del Evangelio, hoy, se presenta como un cometido difícil, complejo, dadas las condiciones y circunstancias de la sociedad actual. Son muchos los retos que el mundo de hoy lanza a la tarea evangelizadora de la Iglesia, en especial por lo que se refiere al mundo juvenil. Estas líneas quisieran ayudar a esclarecer su identidad y su importancia, subrayando al mismo tiempo algunas características y exigencias relacionadas con su contenido y su eficaz realización.
 

  1. EVANGELIZACIÓN: NO UNA TAREA, SINO «LA TAREA» DE LA IGLESIA.

 
El anuncio del Evangelio es un aspecto esencial de la evangelización. Ahora bien, sabemos que la Iglesia existe para evangelizar, que la evangelización ha sido redescubierta, en nuestro tiempo, como la identidad más profunda de su misión:
 
«Con gran gozo y consuelo hemos escuchado Nos, al final de la Asamblea de octubre de 1974, estas palabras luminosas: “Nosotros queremos confirmar, una vez más, que la tarea de la evangelización de todos los hombres con­stituye la misión esencial de la Iglesia”: una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más ur­gentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda».[1]

En la conciencia actual de la Iglesia, la evangelización tiene un significado de gran amplitud. Ya en el Sínodo de 1974 se llegó a la convicción de que no se debe limitar la evangelización al anuncio misionero en sentido estricto, dirigido a los no creyentes, sino de entender con ella toda la actividad misionera de la Iglesia, en todas sus formas. La Exhortación Evangelii nuntiandi ha ratificado este significado amplio del término, explicitando su complejidad (EN 17) y la riqueza de sus dimensiones:
 
«La evangelización, hemos dicho, es un proceso complejo, con elementos variados: renovación de la humanidad, testimonio, anuncio explícito, ad­hesión del corazón, entrada en la comunidad, acogida de los signos, ini­ciativas de apostolado» (EN 24).
 
No perdamos de vista esta concepción fundamental: el anuncio evangélico no es una tarea o función entre otras, dentro de la misión de la Iglesia: es su identidad más profunda, su misión esencial. La Iglesia existe para evangelizar. Y lo hace –lo debe hacer- con sus palabras, con sus acciones, y sobre todo con su ser. Toda ella debe ser anuncio.
 

  1. LA EVANGELIZACIÓN: ANUNCIO Y TESTIMONIO

 
Decir que toda la actividad y todo el ser de la Iglesia es, o debe ser, evangelización puede llevar a la ilusión peligrosa de pensar que, haga lo que haga, la Iglesia está siempre evangelizando. No, la evangelización tiene lugar cuando la actividad y la presencia de la Iglesia, de los cristianos, llega a ser, efectivamente, anuncio y testimonio del Evangelio del Reino. Y sabemos muy bien que esto no acontece de forma automática, como si fuera suficiente la vida ordina­ria de la Iglesia, realizada de cualquier modo, para que se lleve a cabo la acción evangelizadora. Es necesario que la acción eclesial llegue a adquirir la calidad y la transparencia de un auténtico testimonio evangélico. La acción de la Iglesia no evangeliza,
 
«no tiene pleno sentido, más que cuando se convierte en testimonio, provoca la admira­ción y la conversión, se hace predicación y anuncio de la Buena Nueva» (EN 15).
 
Dicho de otra manera: hay evangelización cuando el Evangelio es anunciado, testimoniado y percibido como verdadera «buena Nueva», como «fuerza para vivir» y «sentido de la vida».[2] O, como afirmaba un texto famoso mandado en nombre del Papa a París en 1964, cuando la palabra evangelizadora de Dios es percibida por cada uno
 
«como una apertura a sus problemas, una respuesta a sus preguntas, una dilatación de los propios valores y al mismo tiempo la satisfacción de sus aspiraciones más profundas: en una palabra, como el sentido de su existencia y el significado de su vida».[3]
 
Para el esclarecimiento de nuestro tema es importante destacar el vínculo indisoluble que une el anuncio evangélico con el testimonio. Y esto porque, en el fondo, el eje portante de toda evangelización eficaz y de todo anuncio cristiano es la categoría del «testimonio».[4] El anuncio de Jesucristo resulta ineficaz – por lo general – si no va acompañado del testimonio: sólo un testimonio convincente evangeliza. Estamos ante un dato constante a lo largo de la historia de la experiencia cristiana.
En efecto, el testimonio aparece, en toda la historia de la revelación cristiana, como ingrediente esencial del anuncio, sobre todo en el Nuevo Testamento. Jesús es el testigo fiel por excelencia (Ap 1,5), venido al mundo para dar testimonio de la verdad (Jn 18,37), el que ante Poncio Pilato rinde su solemne testimonio (1 Tm 6,13). Y lo mismo vale para los apóstoles, que son constituídos «testigos» (Hech 1,8) y cuyo anuncio principal se presenta como un solemne testimonio, especialmente de la resurrección de Cristo (Hech 1,22; 2,32, etc.). También S. Pablo, a partir de la experiencia decisiva en el camino de Damasco, se convierte en testigo delante de todos (Hech 22,15). Y hablando en términos generales, los cristianos se presentarán, en su actividad evangelizadora, como «testigos del Testigo»,[5] como aquellos que pueden decir: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida – pues la vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio» (1 Jn 1).
En los primeros siglos del cristianismo, la evangelización se ha desarrollado sobre todo por medio del testimonio:
 
«La historia de los primeros siglos cristianos nos orienta hacia los medios ordinarios por los que las comunidades desarrollaron la evangelización: el testimonio plasmado en la forma de vivir en el que desempeña un papel preponderante la caridad, el amor mutuo de sus miembros, la hospitalidad y el cuidado de los pobres. “De no haber sido por esto (el testimonio de las comunidades) el mundo seguiría siendo pagano” (A. J. Festugière)».[6]
 
Podemos decir, en definitiva, que el cristianismo es la religión del testimonio y de la fe. El anuncio cristiano exige intrínsecamente el testimonio, pues solo de esta manera es posible transmitir un mensaje tan alto e inefable como es el misterio del Dios revelado en Cristo. Y en el fondo de todo está la revelación trinitaria: el cristianismo es la religión del testimonio precisamente porqué es la manifestación del misterio de las personas divinas.
El testimonio cristiano adquiere su valor más alto y más convincente cuando tiene lugar públicamente ante los tribunales y antes las autoridades, cuando llega, como sabemos por la historia de la Iglesia, hasta el derramamiento de la sangre en la «martyria» o testimonio supremo: el martirio. No hay que extrañarse, por lo tanto, de que las distintas formas del anuncio y de la comunicación de la fe estén siempre vinculados a la presencia del testimonio.
 

  1. URGENCIA DE LA PRIMERA EVANGELIZACIÓN Y DEL PRIMER ANUNCIO

 
En los planteamientos pastorales de hoy está muy clara la conciencia de una seria urgencia: recuperar y actuar la «primera evangelización» y el «primer anuncio» del Evangelio. La razón es evidente. En el contexto de la situación religiosa actual, ya no es posible suponer la opción de fe en nuestros destinatarios, en las personas con las cuales trabajamos. Hoy día necesitamos cristianos con fe personalizada, personas que hayan hecho una personal opción de fe cristiana, y esto supone destacar la primera etapa del proceso evangelizador, la «primera evangelización», que en una situación de «cristiandad» parecía no tener vigencia alguna.
De por sí, «primera evangelización» y «primer anuncio» no son la misma cosa. La primera evangelización, en efecto, es más amplia, pues se puede llevar a cabo con toda clase de actividades y testimonios (ejemplo, compromiso, celebración, experiencia) y con frecuencia tiene lugar antes del primer anuncio explícito de Jesucristo.
De hecho, se dan muchas formas de testimonio evangélico que son ya evangelización, aunque no se llegue al anuncio explícito. Como afirma la encíclica «Redemtoris missio»: «el testimonio de la vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión» (RM 42). En la lógica del proceso evangelizador, el primer momento, según el decreto conciliar Ad Gentes, es precisamente el testimonio de vida y el diálogo (AG 11), junto con la práctica de la caridad (AG 12): «La Buena Nueva debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio» (EN 21). Y este testimonio constituye ya por sí mismo una forma de anuncio, aunque no se llegue al anuncio pleno del Cristo:
 
«Los discípulos de Cristo, unidos íntimamente en su vida y en su trabajo con los hombres, esperan poder ofrecerles el verdadero testimonio de Cristo y trabajar por su salvación, incluso donde no pueden anunciar a Cristo plenamente. […] Así se ayuda a los hombres a conseguir la salvación por medio del amor de Dios y del prójimo y empieza a esclarecerse el misterio de Cristo, en quien apareció el hombre nuevo, creado según Dios, y en quien se revela el amor divino» (AG 12).
 
En este sentido se pueda hablar ya de primera evangelización, puesto que «este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nueva» (EN 21). En el fondo, podemos comprender que el testimonio es ya evangelización, porque contiene, como contenido, el mensaje existencial del Evangelio. Es una forma concreta de anunciar y ofrecer «la nueva manera de ser y de vivir que caracteriza a los cristianos».[7] Se trata de una experiencia y de una conducta que pueden provocar la admiración y hacer surgir la pregunta decisiva:
 
«A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse a quienes contemplan su vida interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros?» (EN 21).
 
El dinamismo abierto de la primera evangelización puede ir creando las condiciones oportunas para llegar al diálogo y al anuncio explícito de Jesucristo y de su mensaje, que debe ser siempre el normal punto de llegada del proceso evangelizador. Como afirma con claridad Evangelii nuntiandi, «no hay evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios» (EN 22).
Nuestros esfuerzos evangelizadores deben reflejar normalmente esta dialéctica testimonio-anuncio, fieles a la relación indisoluble que, en la economía de la revelación cristiana, une las obras a las palabras:
 
«El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamen­te ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras si­gnifican; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su mi­sterio».
 
En este sentido, el testimonio de vida viene a dar la necesaria garantía de credibilidad a la palabra eclesial, en sus distintas formas (predicación, catequesis, exhortación, etc.), una palabra que con demasiada frecuencia utiliza lenguajes que no comunican, que no convencen, que carecen de significatividad. Nuestros esfuerzos evangelizadores se deben mover siempre en una dinámica de factores complementarios, en una bipolaridad siempre abierta y en continua interacción: «También la evangelización, que transmite al mundo la Revelación, se realiza con obras y palabras. Es, a un tiempo, testimonio y anuncio, palabra y sacramento, enseñanza y compromiso» (DGC 39)
En relación con este proceso bipolar, siempre necesario, se insiste hoy con frecuencia en la necesidad de no hacer esperar mucho tiempo para llegar al anuncio explícito, de no tener miedo de hacer la propuesta concreta, sin esperar que surja la pregunta explícita provocada por el testimonio. Entre otras razones porque hubo un tiempo, concretamente en los primeros años del posconcilio, en que se insistió tanto en la eficacia casi automática de las obras, que se llegó a pensar que bastaba este testimonio para que espontáneamente brotase, sin necesidad de palabras, la pregunta sobre el sentido e incluso la confesión de fe. La experiencia concreta ha obligado a cambiar ruta y a valorar el papel necesario del anuncio verbal
En todo caso, se impone, tarde o temprano, la urgencia del anuncio explícito de Jesucristo, si queremos completar la tarea evangelizadora. Ahora bien, ¿en qué consiste propiamente tal anuncio? ¿qué es lo que, de hecho, hay que anunciar?
 

  1. EN EL CENTRO DEL ANUNCIO: EL EVANGELIO DEL REINO DE DIOS

 
El primer anuncio se refiere, evidentemente, a la proclamación del Evangelio, al anuncio de Jesucristo y de su mensaje. Se trata de anunciar lo que Dios nos ha revelado por medio de Jesucristo, su proyecto de salvación.
El anuncio evangélico puede resonar de muchas maneras y con distintas expresiones. Podemos hablar de él como «historia de salvación», como «plan de redención», como «misterio pascual» de Cristo, como revelación de Dios-Amor, etc. Pero hoy consideramos como privilegiado el modo preferido por Jesús: el anuncio del Reino. El «Reino de Dios» es el plan grandioso de Dios sobre la humanidad, el proyecto anunciado en Jesucristo de un mundo reconciliado y fraterno, realización de los valores que sueña desde siempre el corazón humano: el amor, la vida, la verdad, la felicidad, la justicia, la paz. El anuncio del Reino, como realidad y como promesa, constituye hoy probablemente la manera más estimulante y comprensible de proclamar en nuestro mundo la novedad del Evangelio de Jesús.
Mirándolo bien, el anuncio del Reino descoloca a la Iglesia, descoloca a nuestras comunidades, pues nos obliga a superar toda obsesión confesional y eclesiocéntrica, la concepción tradicional de la Iglesia como centro y lugar casi exclusivo de los valores del Reino, prácticamente identificada con el Reino de Dios. Si en cambio pensamos en la Iglesia como «sacramento del Reino», como signo y anuncio del gran proyecto de Dios que atañe a todos los hombres, entonces se amplía enormemente el horizonte de la evangelización. En esta perspectiva, es ese proyecto del Reino, y por tanto la suerte de la humanidad, el punto de mira de los afanes evangelizadores. Se supera la obsesión eclesiocéntrica (Iglesia preocupada de sí misma, de su conservación y expansión) para asumir una orientación misionera, como pueblo mesiánico que se siente enviado al corazón del mundo para testimoniar y servir.
Es un ángulo de visión que resalta el sentido profundo del anuncio como un servicio desinteresado y como un testimonio de amor:
 
«el anuncio de la fe está indisolublemente vinculado al servicio y es, en sí mismo, un acto de caridad con el que el testigo ofrece a otra persona lo mejor que posee, no ante todo para convertirlo, sino para testimoniar el amor que le tiene».[8]
 
Vista a la luz del evangelio del Reino, la evangelización es también anuncio y testimonio de la presencia del Espíritu Santo en la humanidad, del continuo emerger de los valores del Reino más allá de las fronteras confesionales, dondequiera que haya hombres y mujeres de buena voluntad:
 
«En este contexto, se comprende que evangelizar es estimar y valorar el “ya ahí” [le “déjà là”] de la vida del Espíritu Santo en el dinamismo que anima a nuestros contemporáneos, a fin de que el Evangelio pueda llegar a convertir, a renovar esos dinamismos y a reajustarlos continuamente al Espíritu que los suscita».[9]
 
«La evangelización también consiste en descubrir el Evangelio ya hecho, ya practicado, ya presente y operativo en el mundo, incluso más allá de las fronteras confesionales de la Iglesia. Consiste también en reconocer lo que hay de Evangelio en la historia humana, dentro y fuera de las Iglesias. Reconocer la presencia activa del Evangelio en la sociedad es buena noticia para la humanidad, también para los cristianos. Cuando descubrimos la presencia operativa del Evangelio en la humanidad, el evangelizador se alegra. Pero, además, se siente evangelizado por la propia humanidad. El hecho de que Cristo llegue primero o antes del predicador, el evangelizador o el misionero es muy importante e invita a una nueva forma de pensar la evangelización».[10]
Esta ampliación del horizonte evangelizador no debe en modo alguno enfriar el empeño por el anuncio explícito de Jesucristo, pero puede iluminar y confirmar los esfuerzos apostólicos de quienes, por actuar en contextos o con personas confesionalmente lejanas, no consiguen llegar a tal anuncio. Y son situaciones que cada vez nos van a afectar más, dado el pluralismo cultural y religioso en que vivimos y ante la opaca y persistente indiferencia religiosa de muchos hombres y mujeres de nuestra sociedad secularizada.
Pero volvamos al mensaje propiamente dicho del anuncio evangélico. Y más que detenernos en explicitar su contenido, bien conocido, interesa destacar sus características originales, sus dimensiones típicas, las connotaciones que aseguran su novedad y significado. Las podemos resumir de este modo: la proclamación del Reino es al mismo tiempo anuncio y encuentro con una Persona, testimonio y comunicación de una experiencia, narración de una historia, revelación de un misterio o proyecto de salvación.
El anuncio evangélico es, ante todo, anuncio y encuentro con una Persona, Cristo Jesús, máxima notificación de Dios al hombre. El cristianismo, se ha podido decir, no es algo, es Alguien. En su entraña más profunda está el encuentro con una Persona adorable, la intimidad con una Persona que satisface los deseos más profundos del corazón humano. La evangelización debe ser, antes que nada, comunicación personal e invitación a un encuentro personal. Es la exigencia que la evangelización comparte con una de sus formas tradicionales, la catequesis:
 
«En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona: la de Jesús de Nazaret […]. En este sentido, el fin definitivo de la ca­tequesis es poner a uno no sólo en contacto sino en comunión, en intimi­dad con Jesucristo».[11]
 
El resultado de nuestra acción evangelizadora depende, naturalmente, de muchos factores, pero el más importante, el desencadenante de todo el proceso de transformación y de conversión, es el encuentro con Jesucristo. Cuando este encuentro reviste una gran intensidad cautivadora, repercute en las actitudes que uno toma en la vida y constituye una referencia esencial para definir la propia identidad y el propio proyecto de vida.
El anuncio evangélico es, en segundo lugar, testimonio y comunicación de una experiencia. El encuentro con Jesucristo se realiza por lo general, no por vía intelectual de razonamiento o de transmisión de conocimientos, sino como resultado de una experiencia, de una realidad vivida y experimentada que ilumina la existencia y da sentido a la vida. Es una ley estructural en el plan de Dios, ya que su revelación se hace presente en nuestra historia a través de experiencias que dan sentido a la existencia y abren el corazón a la esperanza.
Dicho con otras palabras: en el centro del anuncio evangélico no se encuentra una doctrina, sino unaexperiencia (o mejor, una «correlación» de experiencias) que, en cuanto tal, debe ser narrada y testimoniada. Su efecto debe ser la escucha de un relato significativo e interpretativo de la existencia que hace memoria del misterio de Cristo y pone en relación con la vida de Dios Trinidad.
Este rasgo esencial de la comunicación evangelizadora, su dimensión experiencial, resulta providencial en la labor con los jóvenes de hoy, ya que éstos consideran creíbles solamente las cosas que son objeto de experiencia, que es posible experimentar. En cierto sentido se puede decir que, para los jóvenes de nuestra sociedad, vale lo que consta por experiencia, lo que puede ser confirmado a través de la experiencia. Esto trae consigo, ciertamente, consecuencias negativas, pues descalifica ya de entrada el valor de la verdad, del razonamiento, el magisterio de la historia, el argumento de autoridad. Pero asegura por otra parte la credibilidad y el valor de la fe experiencial, algo que es condición necesaria para una actitud convincente de fe. El reto es de envergadura: hoy no es posible anunciar a Cristo como salvador si no se comunica y se vive una auténtica experiencia de salvación. No vale decir que en Jesús encontramos el sentido de la vida y de la felicidad si no hacemos ver, experimentalmente, que realmente Jesucristo ha transformado nuestra vida y nos hace felices.
El anuncio evangélico es también, necesariamente, narración de una historia. La revelación de Dios se ha realizado en una historia concreta, tiene entre sus connotaciones esenciales la de la historicidad. Se ha encarnado y se encarna en acontecimientos históricos, culturalmente condicionados, teniendo en su centro el evento histórico de Jesús de Nazaret. De ahí que su comunicación suponga necesariamente poner en contacto con una serie de hechos históricos e invitar a insertarse vitalmente en un proceso histórico, que es ante todo el amplio marco de la creación de Dios y, más concretamente, la experiencia histórica de Israel (narrada en el AT), la experiencia extraordinaria de la Iglesia apostólica con Jesús de Nazaret (el NT), y los acontecimientos postbíblicos de la historia de la Iglesia.
Este carácter histórico de la revelación imprime un sesgo muy particular a todo proceso de comunicación de la fe. No puede faltar en este sentido el relato, la narración, el poner en contacto con hechos concretos que dibujan un proyecto salvador y que tienen una relevancia fundamental para nuestra vida. De ahí también la consecuencia de que el lenguaje de la narración constituye una pieza esencial de todo anuncio evangélico.
El anuncio evangélico es, finalmente, revelación de un misterio o proyecto de salvación. No es una historia cualquiera. No se limita nunca a relatar hechos por el gusto de conocer el pasado o de ampliar la erudición histórica. No, se trata sobre todo de narrar una historia (concentrada en una persona excepcional: Jesús deNazaret) que contiene y anuncia un «misterio» (en su significado de «buena noticia», de «secreto», de «plan de vida y de salvación»). En el corazón de la comunicación evangelizadora tenemos una serie de acontecimientos que anuncian y encierran una experiencia de liberación y de vida, un mensaje de amor y de esperanza, una clave de interpretación y de sentido de la existencia. Esto significa que el anuncio evangélico debe asumir, entre otros aspectos, también la forma de una narración de hechos salvíficos, los «mirabilia Dei», narración de una historia cargada de sentido, como anuncio de una Persona que revela e invita a un proyecto de amor. Se habla de una Persona y de una historia que tienen una enorme significación para la vida de las personas: el Evangelio debe ser percibido como «una fuerza para vivir», como fuente de sentido y de alegría, como camino de humanización y potencia de renovación. Debe responder a la demanda de sentido, a la búsqueda de la verdad, a los deseos más profundos de paz, de justicia, de amor, de realización cabal de la propia vida. Sólo de esta manera el anuncio de Jesucristo y la narración de su aventura humana y divina llega a ser de verdad la «buena noticia» que transforma la existencia y que permite, como dicen los franceses, «se tenir dans la vie en croyants».[12]
Es toda una invitación a sumergirse existencialmente en un proyecto fascinante y a adherir con fe y amor a una Persona. Como es fácil comprender, todo esto no excluye el aspecto doctrinal del anuncio y, por tanto, la existencia de verdades que se deben acoger y profesar, pero esto no es ciertamente el elemento más importante y decisivo.
 

  1. ANUNCIAR A JESUCRISTO A LOS JÓVENES: EL VALOR DE LA PROPUESTA

 
Como hemos podido comprobar, la tarea evangelizadora se presenta muy rica y compleja, con acentos y rasgos diversificados. Son muchas y muy variadas las facetas que puede asumir una acción eficazmente evangelizadora. Pero en todo caso, como ya hemos indicado, nuestra pastoral debe encontrar también los caminos para llegar al anuncio explícito de Cristo y al encuentro con Él. No hemos de tener miedo de anunciar explícitamente la buena nueva de Jesucristo a los jóvenes de nuestro tiempo.
Eso sí, normalmente será importante esforzarse por suscitar la pregunta religiosa, hacer emerger de alguna manera el interrogante vital que abre el camino al anuncio evangélico. No nos suceda, como ha denunciado uncatequeta mexicano, Francisco Merlos, refiriéndose a la catequesis, que damos «respuestas que nadie entiende a preguntas que nadie se hace». En esto ciertamente nos topamos con una gran dificultad, dado que nuestra sociedad parece empeñada en apagar o marginar toda inquietud religiosa.
Hay que decir, sin embargo, que no es necesario esperar siempre que la pregunta venga formulada espontáneamente por los mismos jóvenes para decidirse, solo después, a darles una respuesta y anunciarles a Jesucristo. Uno se puede adelantar, en forma de propuesta, como testimonio de algo que llena tu vida, que le da sentido pleno, que responde a tus más profundas aspiraciones. En un contexto sociocultural pluralista y en una sociedad que promueve la libertad religiosa, también las creencias religiosas tienen carta de ciudadanía, por lo que tiene que resultar absolutamente normal que la propuesta cristiana pueda ofrecerse a la libre elección de cuantos quieran escucharla y acogerla.
Es verdad que el anuncio cristiano no deberá presentarse nunca con visos de imposición o, menos aún, recurriendo al adoctrinamiento o al proselitismo. Debe significar, en cambio, una oferta libre, una invitación, una propuesta: «ven y verás». Lo que no significa que no deba al mismo tiempo ser formulado con decisión y claridad, como clave de lectura del sentido de la vida, secreto de realización y de felicidad, fuente de esperanza.
Una última aclaración. El dinamismo evangelizador de los cristianos de hoy, de la Iglesia actual, debe tener en cuenta con realismo la situación en que se encuentra y respetar las nuevas coordinadas culturales. Esto exige, concretamente, un nuevo talante y nuevas actitudes, abandonando las posturas tradicionales heredadas del período de cristiandad. Nuestro anuncio evangelizador se deberá realizar «desde la debilidad institucional», sin sentimientos de revancha, o espíritu de cruzada, o resentimiento y nostalgia del pasado. Tendrá que apoyarse en una actitud de sincero amor y simpatía hacia el mundo de hoy, evitando demonizaciones y fáciles condenas, sabiendo que este mundo es amado de Dios.
Y sobre todo no deberá perder de vista la serena convicción de que es Dios, es el Espíritu Santo el que mueve los corazones, el que puede eficazmente convertir a las personas: no somos nosotros, por muy decididos y preparados que nos sintamos. Toda conversión a la fe, toda apertura a la Palabra de Dios es siempre algo inesperado, constituye siempre una sorpresa, algo que nadie puede programar de antemano. En ese sentido, debemos sentirnos felices de hacer lo que está de nuestra parte, como discípulos y servidores del Evangelio, desde la aceptación serena de nuestra falta de control, de nuestra imposibilidad de dominar la situación, aquello que con bella expresión nuestros amigos de lengua francesa llaman la «heureuse démaîtrise».
 

EmilioAlberich

 
[1] Exhortación apostólica de Pablo VI «Evangelii nuntiandi» (8.12.1975, = EN), 14.
[2] «Proponer la fe en la sociedad actual. Carta de la Conferencia Episcopal Francesa a los católicos de su país (Lourdes, 9 de noviembre de 1996)», en: D. MARTÍNEZ – P. GONZÁLEZ – J. L. SABORIDO (Eds), Proponer la fe hoy.De lo heredado a lo propuesto. Santander, Sal Terrae 2006, introducción.
[3] Card. A. CICOGNANI, Carta en nombre del Papa al IV Congreso Nacional francés sobre la enseñanza religiosa (23.3.1964): «La Documentation catholique» 46 (1964) N. 1422, col. 503.
[4] J. MARTÍN VELASCO, «Reflexión sobre los medios para la evangelización, en el XXX aniversario de Evangeliinuntiandi», en: F. ELIZONDO et al., Evangelizar, esa es la cuestión. En el XXX aniversario de Evangelii nuntiandi. Madrid, PPC 2006, 99.
[5] Cf C. FLORISTÁN, «Testimonio», en: ID (Ed), Nuevo Diccionario de Pastoral, Madrid, San Pablo 2003, 1496-1498.
[6] J. M. VELASCO, La respuesta a crisis de transmisión de la fe (III), «Catequistas» N. 180 (2007) 6.
[7] CONGREGACION PARA EL CLERO, Directorio General para la Catequesis (= DGC). Madrid, EDICE 1997, 48.
[8] A. FOSSION, Le renouveau catéchétique. À propos d’une thèse récente, «Lumen Vitae» 62 (2007)2, 236.Podemos recodar el ejemplo de Madre Teresa de Calcuta, cuya solicitud se dirigía a los más pobres y desheredados de la India. La mayoría de ellos era hindú, y permanecían hindúes, y Madre Teresa los ayudaba a morir como buenos hindúes. A ella le interesaba simplemente hacerles vivir una experiencia de amor auténtico, ser signo del amor de Dios por los últimos.
[9] J.-L. SOULETIE, La catéchèse ou la grâce d’initier dans un monde pluraliste, «Lumen Vitae» 62 (2007)2, 143.
[10] F. MARTÍNEZ DÍEZ, «¿Qué es evangelizar hoy? Hacia la Evangelii nuntiandi del año 2005», en: ELIZONDO et al., Evangelizar, esa es la cuestión, 61.
[11] JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Catechesi tradendae (16.10. 1979), 5.
[12] «mantenerse en pié como creyentes en la vida»: CONFÉRENCE DES ÉVÊQUES DE FRANCE, Texte national pour l’orientation de la catéchèse en France et principes d’organisation. Paris, Bayard-Centurion / Cerf / Fleurus-Mame2006, 1.5.