Aprender a orar

1 marzo 2001

[vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE AUTOR
José Antonio García-Monge es psicólogo y profesor en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid).
 
        SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Definida inicialmente la oración como presencia y acción de Dios que me permite tomar conciencia de «quién soy yo ante Aquél que se auto-revela» como Abba, el artículo propone una metodología flexible para aprender a orar, una metodología «que unifique y abra, reciba y trascienda». La propuesta desciende hasta sugerir unos pasos concretos de entrada en la experiencia oracional.
 
 
 
 
La oración es un don y una tarea. Como don es una presencia gratuita, amorosa y actuante del Dios de Jesús en nosotros. Como tarea es actitud, motivación, praxis que requiere un aprendizaje. Este mismo aprendizaje se da frecuentemente con mayor facilidad en los pobres y sencillos de corazón. La oración conlleva una antropología cristiana, una teología y una psicopedagogía que ayuden en esa dimensión contemplativa del hombre que nos lleva en dirección al seguimiento de Jesús y al servicio de nuestros hermanos. En las líneas que siguen señalaré los aspectos que me parecen más importantes en la tarea de aprender a orar.
 
 

I                               ORACIÓN COMO PRESENCIA Y ACCIÓN DE DIOS

 

  1. En qué consiste la oración profunda

 
Un sencillo cuento nos ayudará a introducir este profundo tema.
 
Existía en la lejana y misteriosa India una isla con un maravilloso templo. Ese templo tenía mil campanas que, con el correr de la brisa, formaban un armonioso y embelesador concierto. Las gentes iban al templo para orar y poder escuchar, en silencio, la música de las mil campanas. Un terremoto precipitó las ruinas del templo en el fondo del mar y todos se lamentaron de la pérdida del templo y su maravillosa música. Los pescadores de la aldea cercana a la isla mantenían la creencia de que, en la playa, en determinados días, cuando la brisa venía de oriente, se podían escuchar las mil campanas. ¿Leyenda? ¿Realidad?
Esto lo escuchó un joven del norte de la India y se decidió a emprender un largo viaje sólo por escuchar un momento la música de las mil campanas. Llegó a la aldea, se instaló en una choza cercana a la playa y madrugó para escuchar en el silencio de la mañana la deseada música. Buscó en la inmensa playa un lugar solitario, pero el rumor de la aldea le entorpecía el necesario silencio. También le rompían su silencio los cantos de los pescadores, el silbar del viento entre los cocoteros, el sonido incesante de las olas del mar al romper contra la arena y las rocas. Inquieto el joven se paseaba buscando el mayor silencio de noche o de día sin conseguirlo. Pasaron meses y comenzó a desanimarse dando por fracasado su intento.
Antes de volverse a su casa, quiso despedirse de las buenas gentes de la aldea y también de la playa, el paisaje, las gaviotas… Sin pretender nada, diciendo un resignado y pacífico adiós, se paseaba por la playa, cuando comenzó, sin saber cómo a darse cuenta que el rumor de la aldea, los cantos de los pescadores, el silbar del viento, el sonido del mar o las gaviotas le atraía, concentraba y le permitía gustar un silencio sonoro y bellísimo. Cuando estaba inmerso en este concierto natural y silencioso, de pronto oyó una campana, otra, otra y tuvo la inefable experiencia del antiguo templo.
 
Además de su bella ingenuidad lo que nos puede enseñar este antiguo relato es que sólo oyendo la realidad, sintiéndola, acogiéndola, podemos escuchar en nuestro corazón la música callada. Para escuchar es necesario oír. Para contemplar es preciso aprender a ver.
Es decir para escuchar «la música callada» el único camino pedagógico es aprender a escuchar los sonidos de la vida: los gritos, las lágrimas, las palabras… lo que constituye la vida de las personas. Hay que escuchar para poder intuir en el corazón de la realidad la «música callada, la soledad sonora…»; todo está en la piel de la historia y el que quiera saltarse la historia no descubre nada porque la dinámica cristiana es de Encarnación. La gran pedagoga de la oración es la misma vida, la realidad.
 
La oración, por tanto, sería la toma de conciencia de quién soy yo ante Aquél que se auto-revela, revelándome, en el mismo acto, mi identidad. Arriesgarme a escuchar a Dios, la Palabra con que nos habla de ÉL y de nosotros. Es cierto que «nadie puede ver a Dios y vivir», al menos, con una creyente interpretación, vivir de la misma manera. Orar nos transforma y eso, frecuentemente, nos produce miedo, temor a no controlar nuestro cambio, o dejarnos convertir al Señor de la vida.
A menudo rezamos poniendo a Dios delante, como en una procesión, en nuestros pensamientos o deseos, pero la oración profunda nos invita a ir detrás de Dios, lo cuál es mucho más difícil para nuestro ser configurado por el pecado estructural y los pecados personales que dificultan nuestra búsqueda del Señor y la libertad de seguirle.
Para el verdadero orante no se trata de poner a Dios en nuestros pensamientos, sino poner nuestros pensamientos, emociones y deseos en ver por qué caminos hay huellas de Jesús y, cuando nuestra cabeza o nuestras afecciones o raciocinios, nuestros criterios «sensatos», culturales, nos digan que esto no parece lógico, tener la locura de no seguir esos criterios sino los de Jesús que apelando al misterio amoroso de Dios, nos cita en el hombre, en el pobre. Por ahí va la oración cristiana. Caminando en fe. Y la fe es decidirse por Jesús y su Mensaje. Dejarnos enriquecer por su pobreza, liberar por su amor.
 
En el Antiguo Testamento recurre frecuentemente el tema de los dos caminos: el de la muerte y el de la vida. El hombre tiene que elegir. Orar, de verdad, es sembrar la elección que nos lleva a la Vida, que nos trae la Vida. Necesitamos desprogramarnos de las inercias de mundaneidad construida al margen de la voluntad salvífica de Dios para poder elegir. No fiarnos de las apariencias sino contemplando el corazón de la realidad, el verdadero rostro de lo humano, el misterio de Dios. Para contemplar necesitamos ante todo, ver con lucidez.
La oración consistiría en aprender, con el corazón, a ver la realidad y contemplarla. A mirar con la mirada de Dios y decidirme a vivir esa realidad como la vivió Jesús. Aprender a amar como amó Jesús, con una «fe que se realiza en el amor».
 
El Señor pone en nuestras manos la vida invitándonos a existir en ella guiados por la Bondad de Dios. En la oración y en la vida si hacemos algo bueno es porque ÉL es Bueno. «Allí estaba el Señor y yo no lo sabia». Orando en verdad lo sabemos y nos dejamos guiar por esa sabiduría. «La gloria de Dios es que el hombre viva» (lreneo), la oración da gloria a Dios, generando vida en el hombre.
 
 

  1. ¿Qué sería orar?

 
Atreverse a mirar la realidad, de dentro y de fuera, hacer silencio «habitado» y arriesgarte a escuchar en el corazón de ese silencio al que te habita. Muchos piensan que el silencio es solamente ausencia de palabras. Pero el silencio es también y, sobre todo la gran posibilidad de escuchar la Palabra que nos crea. Algunos sostienen que en el silencio oracional encuentras tu propio aislamiento, la nada, el vacío. Pero si te dejas conducir por el Espíritu del Señor, el desierto, sin dejar de serlo, se convierte en encuentro: «No temas», «el Señor está contigo».
 
La oración no se dice, se escucha. Cuando hacemos dentro de nosotros un profundo silencio creyente comenzamos a escuchar. A esa escucha confiada la llamamos oración. Pablo dice a los romanos que no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu acude en socorro de nuestra debilidad y ora en nosotros con gemidos inefables (Rom 8,26). Es el Espíritu el que ora en nosotros. La misión del orante es silenciarse hasta llegar a su ser y en él escuchar ese rumor del Espíritu.
San Agustín al hablar de la dimensión cristocéntrica de la oración cristiana desarrolla también su aspecto pneumatológico.
 
Sucede como cuando en la noche, acampados en el bosque, nuestra sed se ve aliviada por la escucha del rumor de agua que guía nuestros pasos hacia el riachuelo que baja de la montaña. No vemos nada, sólo oímos el rumor del agua viva y nos guiamos por él. Así ocurre en la oración, el hombre, la mujer, escuchan ese murmullo del agua viva en lo más profundo de su ser. Frecuentemente, como es inefable, no encontrará conceptos y palabras para decir su oración.
Sin embargo, esa escucha, iluminada por la fe, nos da la Buena Noticia de la Palabra que acarreaba ese rumor trascendente. «Habéis recibido el espíritu de adopción por el que clamamos: ¡Abba!, ¡Padre!» (Rom 8,5). Esta es la Palabra primordial en la oración cristiana. Amorosa invocación fuente de fecunda libertad y de cercana ternura. El silencio que prologaba nuestra oración, y era ya parte de ella, ha acogido su Palabra: ¡Abba! La motivación orante nos ha dado el valor de adentramos en el desierto del silencio (tan temido y evitado) con la esperanza de encontrar la Palabra que puede llenarte la vida. Abba es el secreto de la oración. Palabra fundante más íntima a nosotros mismos que nuestra propia intimidad.
 
Pero Abba es una palabra difícil. Creer que la vida te viene de Otro que es el fundamento último de tu ser. Creer que el Otro es fuente de amor y libertad. Todo esto es posible con la gracia. Para que esta Palabra se haga hombre en tu existencia, tal vez, tienes que subvertir tu orden de valores. Convertirte al Reinado de Dios anunciado por Jesús. Es difícil, también, psicológicamente por la intrincada internalización e identificación con las figuras parentales; sociológicamente porque el mundo no está estructurado por «padres», sino por amos que, de hecho, oprimen e injustamente reparten cargas y beneficios.; teológicamente por el problema del mal, difícilmente armonizable con la imagen de un Dios justo, bueno y poderoso.
 
Casi todos los Padres, griegos y latinos en sus tratados de oración han hecho exégesis espirituales del Padre Nuestro.
Se trata de una Palabra creadora, eficaz, que realiza lo que anuncia, Hace de ti un hijo, una hija. Creer en Dios y creer en ti mismo/a como hijo/a. En la vocación libremente filial de la humanidad. Creer que si eres hijo, hija, eres libre, amado/a. Creerse ante el Señor bueno y valioso. La oración nos pide fe en Dios y fe en nosotros mismos.
 
Pero hay algo que engrandece y complica la experiencia oracional. Si eres hijo, eres hermano. En una solidaridad amorosamente adoptiva que se extiende a todo ser humano y más allá. No hay oración, por muy individual que se experiencie que no acarree un dinamismo fraterno y solidario. La oración será la energía que nos permite compartir todo lo que somos y tenemos. Por eso la oración nos enriquece haciéndonos más pobres como consecuencia del amor que comparte.
A veces rezamos para tener más cosas porque asociamos felicidad con el tener. Pero la oración no nos garantiza que vamos a tener lo que pedimos, sólo nos asegura, en el nombre de Jesús, que vamos a tener Espíritu para poder, esperanzadamente, ser felices sin lo que pedimos. Tal vez con un modelo de felicidad diferente del acuñado por el mundo y la cultura. Esto es difícil y duro de entender.
 
El poder transformante de la oración escuchada y testimoniada es el que cambia nuestra realidad más honda, sus valores. Es el que pone en la historia: verdad, justicia, amor, y nos permite, como expresa bella y profundamente el poema de Pedro Casaldáliga, reconocer a Dios. Ese misterioso y real trasvase se intuye místicamente, unifica y visibiliza el Reino. Aquí radica la labor del contemplativo en la acción.
Orar es ser cauce de ese trasvase que riega la ciudad humana, ser fuente de agua viva alegrándonos de que en la historia florezca vida, verdad, justicia, amor. Es el Señor quien lo ha hecho. Al Dios de Israel no se le conoce por categorías abstractas sino por intervenciones en la historia, convirtiéndola en historia de salvación. Esta es su revelación actuante. A su último nombre: El-que-resucitó-a-Jesús, podríamos añadirle otro, que es consecuencia del anterior: El-que-ora-en-nosotros. El que nos salva.
 
Si nos preguntamos: En este momento de mi vida, ¿qué es, para mí, orar? Las definiciones, tendiendo a nuestra experiencia, pueden ser más conceptuales o vivenciales, más racionales o afectivas, más atemporales o más encarnadas en la historia. Nuestra forma de orar influye poderosamente en nuestra espiritualidad, La definición de Santo Tomás: «Elevación del corazón a Dios», nos dice algo importante, pero, en el dinamismo de la Encarnación, más que «elevar», la oración opera un vaciamiento, hace un hueco amoroso para acoger a Dios incomprensiblemente cercano en nuestra pobreza y pequeñez. Abajamiento, kenosis, tienen mucho que ver con la experiencia oracional (cf. Fil 2,5-11).
 
        Este poema del obispo de Sao Félix, Pedro Casaldáliga, nos lo expresa bellamente:
 
En la oquedad de nuestro barro breve
el mar sin nombre de Su luz no cabe.
Ninguna lengua a Su Verdad se atreve.
Nadie lo ha visto a Dios. Nadie lo sabe.
 
Mayor que todo dios, nuestra sed busca,
se hace menor que el libro y la utopía,
y, cuando el Templo en su esplendor Lo ofusca,
rompe, infantil, del vientre de María.
 
El Unigénito venido a menos
traspone la distancia en un vagido;
calla la Gloria y el Amor explana;
 
Sus manos y Sus pies de tierra llenos,
Rostro de carne y sol del Escondido,
¡versión de Dios empequeñez humana!
 
 

II      UNA METODOLOGÍA FLEXIBLE QUE UNIFIQUE Y ABRA, QUE RECIBA Y TRASCIENDA

 

  1. Tiempo, postura, cuerpo…

 
Al introducirte en la oración no me estoy refiriendo a esa forma de orar que, mediante el ejercicio de las tres potencias (memoria, entendimiento y voluntad), elabora un discurso racional que permite, finalmente, el ejercicio de la voluntad. Esta forma de orar meditando que tanto ha ayudado a la formación cristiana deriva fácilmente en una reflexión estructurada oracionalmente.
 
¡ Metodología
En las instrucciones que anteceden y que han ido explicitando el proceso de la oración, he señalado un modo de oración profunda. En diversos capítulos he indicado actitudes que pueden ayudar en la práctica de la oración y con­ductas que facilitan el camino a seguir; voy, ahora, a recordar concretando algunos as­pectos que pueden ayudarte a realizar ratos de oración que alimenten tu vida, la ha­gan fecunda y te permitan vivirla integradamente.
 
¡ Responsabilízate de tu oración pero no te hagas el protagonista
Esto significa que eres capaz de decir; «quiero orar», no sólo: «tengo que orar» o «debería re­zar más…». Cuando dices quiero orar estás comprometiendo tu tiempo, atención, actividad psicológica, tu cuerpo y tu lectura creyente de la realidad ofreciendo tu espa­cio vital a la consciencia de una acción de Dios. Orar es una decisión arriesgada; tie­ne que ver con tu consciencia y a la vez con el silencio con el cual respetas el misterio de Dios. Responsabilizarte de la oración es dar espacio real a un deseo tuyo y com­prometerte con la trascendencia que apunta y emerge ya en lo profundo de ese deseo.
 
¡ Preparación existencial y preparación inmediata
La oración fluye de la vida y, por ello, la preparación existencial es la más importante. Requiere un vivir lúcido, despierto, capaz de ver lo real, de llamar a las cosas por su nombre. Necesita una in­fraestructura de relaciones yo-tú (no yo-ello, en la terminología de M. Buber), es decir un hacerse persona captando la realidad del otro un saber escuchar personificador; lo contrario de vivir cosificado, nombrando lo cuantificable y moviéndose en la esfera del tener o no tener. El gran silencio de la oración se prepara cultivando pequeños si­lencios en la vida y haciendo crecer el sentido del respeto al misterio personal de la exis­tencia. No se trata de misterios mágicos o esotéricos que ahorren una lectura científica de la realidad sino de un saber leer la historia y la naturaleza con el lenguaje de este mundo, iluminado con todas las aportaciones de la ciencia y, a la vez, no reducir el ho­rizonte de la persona a los estrechos límites de unas leyes cerradas en sí mismas. La pre­paración existencial supone una experiencia de libertad en la vida comprometida en un cambio histórico y, al mismo tiempo, poder ser espectador benévolo de lo limitado del esfuerzo humano; esta consciencia de la limitación no lleva a regatear el esfuerzo por mejorar las condiciones de la vida del hombre sino a dejar actuar la energía que viene de más allá de las fronteras del hombre, se hace historia al pasar por lo humano y trasciende nuestros límites haciéndonos ver que somos mayores que nosotros mismos.
 
Estas actitudes: realismo, personalización, respeto, silencio, trascendencia, libertad, compromiso, acogida, agradecimiento… forman la preparación existencial de la oración y se gradúan en la vida ordinaria de cada hombre. La preparación inmediata consiste en trazar un andamiaje provisional que soporte y alimente la consciencia durante la oración y que sea lo suficientemente flexible para dejar paso al silencio u otras experiencias que acontezcan con la oración. Esto se hace preparando la «materia» de la oración, sabiendo muy bien que en la oración profunda no importa la materia, pues no está basada en los contenidos de la conciencia sino en la consciencia misma, no en lo que piensa el sujeto sino en el sujeto mismo, abierto, real, histórica y transcendentemente. Esta «materia» será el soporte inicial de la atención que me permita remansarme ante mí mismo y ante el Señor.
El andamiaje de la oración debe facilitar: la toma de conciencia (el darse cuenta), la autoexpre­sión, la referencia intuitiva al Señor Jesús, la asimilación, la trascendencia del yo y el silencio. Por ello tanto se debe usar del andamiaje cuanto ayude para estos pasos y pres­cindir de él cuando no ayude y sea realmente un estorbo.
 
Prepara tu «pista de despegue» (una historia, un símbolo, una imaginación, un rit­mo verbal, un cuento, una palabra, un ángulo de visión de la realidad…) y cultívalo atento a lo que en realidad sucede en ti, en tu cuerpo, en tu mente, en tu espíritu, en la vida. Que el pensamiento, por elevado que sea, no te aliene de la realidad; que la profundidad, por «profunda» que sea, no te impida ver la superficie y los colores de las cosas; que los sentimientos, por sutiles que sean, no te aparten de tu verdad; que tu es­píritu no te aleje de tu materia; y que tus dioses no te deformen ni oculten a tu Dios.
 
 

  1. Tiempo y lugar

 
        ¡ Tiempo
          En cuanto al momento, por la mañana, por la tarde o noche, las diferencias indivi­duales son tan grandes y los condicionamientos tan obvios que toca a cada persona elegir cuidadosa y realísticamente el tiempo de su oración. El hecho de ser hipotenso o la proximidad de las comidas y tiempo de digestión, etc. son variables observables en confrontación con la experiencia que nos indicará, dentro de nuestras posibilidades, cuál es el tiempo mejor. La duración la dictará también la experiencia. En una persona laboralmente muy ocupada bastará media hora en un ritmo aproximadamente diario, para dejar una huella profunda si la oración se hace correctamente. El problema de la oración es de calidad de la comunicación o del silencio más que de cantidad de los «rezos».
 
        ¡ Lugar
          «Ni en este monte ni en Jerusalén» (Jn 4,22). Superando una sacralización de los lugares aptos para la oración, y una elitización burguesa de los metros cuadrados necesarios para cultivar la vida espiritual, la elección del lugar vendrá dada por las posibilidades, eligiendo dentro de ellas, la que más favorezca el silencio ambiental o permita una mínima comodidad de calor en invierno, etc. Pudiendo hacerlo, es importante que sea distinto del habitual de trabajo para impedir, entre otras cosas, las asociaciones que nos distraigan. Si la oración se hace en grupo, la elección del lugar estará más en función de las dimensiones. La estética del lugar puede ayudar, sobre todo en un primer tiempo, a concentrarse en la oración.
 
Tu postura corporal es tu compromiso con la oración. Cuando hayas prepara­do tu pista de despegue, no te alejes rápidamente de ti mismo, sino escúchate. Date cuen­ta de los mensajes que recibes de tu entorno (que en este momento has procurado ir silenciando), de tu cuerpo, de tu persona. La oración se hará más allá de ti, pero contigo. Comienza siempre relacionándote bien contigo mismo: escucha atenta, cerca­na, aceptación personal, ausencia de juicios sobre ti mismo, empatía. Déjate, entonces, fluir, sin empujar el río (él fluye por sí solo) observándolo más con tu mirada interior que con tu pensamiento, integrando más que analizando, es­cuchando más que hablando, respirando, en una asimilación consciente, más que racio­cinando en un intento de posesión intelectual. No temas que tu oración parezca, y sea pobre y desnuda, al cultivar estas actitudes; cuanto más pobre y más desnuda, será más libre y másverdadera.
 
        ¡ La postura
          Como he indicado en varias ocasiones es de excepcional importan­cia. La mejor será aquella que permita con un mínimo de tensión, de esfuerzo, la res­piración abdominal. La espalda y la cabeza deben estar rectas, apoyadas firmemente en su base de manera que una línea vertical pase por la cabeza y recorra la columna. Sen­tados en una silla que favorezca esta posición, o sobre un banquillo, versión occidental de la tradicional postura japonesa sentado sobre los talones; los brazos y las manos re­lajados, apoyados sobre los muslos o en leve contacto de las manos o dedos entre sí. Realizando la oración en solitario las posturas pueden ser más variadas o incluso aco­modarse a las imágenes o sentimientos dominantes para reforzar corporalmente, en un lenguaje no verbal, los contenidos de nuestra consciencia: de pie, postrados, brazos abiertos, extendidos, suplicantes, confiados. Estando en el campo o en algún lugar que permita un paseo, el caminar lento, consciente de las sensaciones, puede ayudar a una oración rítmica que se desarrolle armoniosamente con nuestro andar. En la postura de sentado, mantener los ojos cerrados o abiertos depende de distintas técnicas oracionales. Yo generalmente aconsejo mantener los ojos cerrados, exceptuando oraciones más corporeizadas en las que conviene leer el lenguaje del cuerpo y reconocer su significación. La postura forma parte de la comunicación no verbal, tan importante. Con nuestro cuerpo, con nuestra postura, estamos diciendo algo de lo que somos cons­cientes. Nuestro gesto expresa la percepción de nuestra relación con Dios. Durante la oración nuestra mente puede representarnos mensajes potencialmente distractivos. Asumirlos, sin luchar con ellos, es tarea que nos facilitará enormemente nuestra postu­ra corporal. El cuerpo es la encarnación de nuestro deseo de orar, de nuestra voluntad de meditar. El Dr. Laing afirma: «Lo que nosotros pensamos es menos de lo que sabe­mos; lo que sabemos es menos de lo que amamos; lo que amamos es mucho menos de lo que existe». La toma de conciencia del cuerpo y de su sabiduría e intuición profunda nos permitirá recorrer estos niveles del pensar al amar, del amar al existir.
 
Si durante la oración nos sobreviene el deseo de cambiar de postura, antes de hacerlo debemos atender de dónde viene ese deseo y lo que significa ese cambio. En general es más conveniente permanecer quietos en la misma postura concentrándonos en aquello que reclama nuestra atención de una manera relajada: una molestia física, un dolor, etc. Si con todo vemos oportuno el cambiar, lo haremos muy lentamente con­centrándonos en el movimiento y escucharemos, para releerla oracionalmente la nueva postura que hayamos adoptado. La postura será como el hilo conductor que mantenga la unidad de la oración ante la posible dispersión de la mente.
 
        ¡ Escucha del cuerpo
           Una vez adoptada la postura llevaré mi atención a mi cuer­po escuchando sus tensiones. Aquellas que sean voluntarias y conscientes serán más fáciles de relajar después de haber percibido qué hacían en mi cuerpo. Frecuentemente ayuda preguntar al cuerpo directamente cómo está y esperar un minuto o dos de silencio para oír su respuesta a través de alguna sen­sación concreta. La zona del plexo solar suele ser especialmente rica en este tipo de men­sajes. A algunos les puede parecer extraño este diálogo con el cuerpo y sin embargo, de una manera menos consciente, lo estamos haciendo constantemente. Realizarlo con plena lucidez nos permite adentramos más realísticamente en lo que estamos sintiendo y nos evitará somatizaciones neuróticas. El minuto o dos de silencio para esperar la con­testación tiene la misión de frenar las habituales respuestas mentales que nos distraen de las sensaciones corporales. Debemos dar nombre a las sensaciones que tengamos pues es la única manera de dialogar con ellas y de comenzar la oración desde nuestra autenticidad.
 
A continuación, dirigiremos nuestra atención a la respiración, sin controlarla, solamente observándola y cayendo en la cuenta cómo se está produciendo. Para ello, si estamos respirando diafragmáticamente, pondremos la atención en el abdomen. Puede ayudar también llevar la atención al labio superior y a la nariz y seguir desde ahí el iti­nerario del aire al entrar y salir de nuestros pulmones.
 
 

  1. Metodología: pasos flexibles y concretos de entrada en la experiencia oracional

 
 
¡ Elegido el tiempo y lugar adecuados. Adoptar la postura conveniente. Al orar no sólo vas a cambiar de actividad, más profundamente, vas a cambiar tu situación existencial. Vas a pasar del hacer al ser.
 
¡ Hazte consciente de si estás allí donde está tu cuerpo. De si tu postura refleja y expresa tu actitud y motivación orante. Y si tu oración va a encontrar «sitio» en tu cuerpo y persona.
 
¡ Date cuenta de cómo te estas sintiendo, experienciando. Cuáles son tus sensaciones físicas significativas, tus preocupaciones, intereses. Dónde está tu atención aquí y ahora. Pon nombre a tu experiencia aunque esta sea de desgana para entrar en oración.
 
¡ Dedica unos minutos a hacer silencio: corporal, una breve y atenta relajación muscular; mental, un cesar el parloteo interior; emocional, un aquietamiento afectivo. Relájate, desciende, afloja en una pasividad abierta y silenciosa.
 
¡ Explicita tu elección y deseo de orar. Pide al Señor el don de orar, de hacerte consciente, en Fe, de ser una persona habitada. El que te habita, te ama y revela su amor.
 
¡ Acoge la acción del Espíritu en ti convirtiéndola en oración, dejándote afectar, interpelar, convocar, transformar por ella. Sé libre de toda estructura humana o religiosa, de todo método y deja a Dios ser Dios, Padre y libre.
 
¡ Empapa, respira, y da cuerpo con tu vida a la oración experienciada. Desea prolongarla en tu existencia personal, relacional viendo en qué dirección lleva tus pasos históricos. Da Gracias. n
 
José Antonio García-Monge[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]