La frecuencia con la que se están produciendo crímenes llevados a cabo por adolescentes e incluso niños en edad escolar está provocando una auténtica conmoción en la opinión pública mundial. Un día, un estudiante se ve recriminado en clase, regresa a su casa, toma un arma y vuelve a la escuela apresuradamente para descerrajarle un tiro a su profesor. Otro, un jovenzuelo asesina vilmente a varios niños en una guardería. La reacción mundial se limita a reabrir tímidamente el debate sobre la posesión legal de armas en Estados Unidos. Y si un muchacho asesina a sus padres y a una hermana con una espada de samurai o unas adolescentes matan con ensañamiento a una amiga en un descampado, en una acción largamente planeada, nos limitamos a acallar nuestras conciencias achacando a la violencia del cine o la televisión, el juego de rol o a la práctica de ritos satánicos una conducta, porque no nos atrevemos a analizar las causas profundas de esos incomprensibles asesinatos.
Nos cuesta trabajo ponemos a pensar que detrás de esos crímenes sin móviles hay toda una patología individual y social: la de los protagonistas de hechos tan horrendos, la de las familias en las que han crecido, la del entorno social en el que se mueven, la del sistema educativo, jurídico y penal bajo el que se producen.
Los psiquiatras aseguran que la tasa de psicópatas y jóvenes afectados por trastornos de la personalidad apenas ha variado en lo que va de siglo. Los sociólogos creen que es el afán de notoriedad, la pasión por el riesgo, la aventura de lo desconocido, lo que lleva a los jóvenes de hoy, más que en tiempos pasados, a convertirse en protagonistas de actos delictivos capaces de despertar reacciones apasionadas de la gente. Quieren convertirse en héroes o antihéroes como meta de una vida vacía e inadaptada. Es cierto que la violencia en todos sus grados es hoy una materia de circulación fácil: los medios de comunicación difunden reiteradamente la imagen de que lo que no se puede conseguir mediante el ejercicio de la razón se consigue mediante el de la fuerza. Y así, los jóvenes crecen con la sensación de que abatir a alguien a puñetazos, cuchilladas o balazos es un acto intrascendente con el que se reafirma la personalidad, la independencia y el respeto social.
Si a esto unimos una sociedad hedonista, en la que el principio del placer se opone a cualquier restricción, disciplina o desengaño de la familia o de la sociedad; las quiebras de modelo familiar en el que los padres, absortos en sus respectivos empleos, no son capaces de negar caprichos a los hijos, y las limitaciones de un sistema de enseñanza en el que los docentes carecen de autoridad para reprender porque las normas se lo impiden, estaremos en condiciones de analizar con alguna profundidad conductas tan rechazables como incomprensibles.
«ABC», 31.5.2000
Para hacer (cf. también «Recortes») |