ASÍ LO VIVÍ

1 noviembre 2010

“YO FUI Y VI ALGO QUE CAMBIO MI VIDA”

En el año 97, yo era una adolescente de 17 años que iba a misa más por tradición que por convicción, estaba a punto de confirmarme y, aunque la idea era continuar en algún grupo de fe, la cosa no estaba nada clara.
Lo malo de hacer las cosas sin ganas es que oyes, pero no escuchas, así que una buena amiga me tuvo que contar que en misa habían hablado de una Jornada Mundial de la Juventud que se celebraría en París ese verano y que ella estaba pensando en apuntarse. Estaba claro: un viaje con mi mejor amiga donde conocería a más gente de mi edad y que seguro que contaba con la aprobación de mis padres.
Después de alguna que otra duda, porque al final mi amiga decidió no ir, hablé con una conocida que también iba y me animé. Aún no sé qué me llamaba tanto la atención de aquel viaje como para apuntarme, conociendo sólo a tres personas con las que no tenía ninguna confianza.
Llegó el día y nos fuimos para París. La primera parada fue en Pontacq, cerca de Lourdes. Allí dormí en una tienda de campaña con dos desconocidas y una persona con la que había hablado dos veces; además sufrimos una tormenta estupenda y, cuando por fin conseguí dormir, alguien paso en una moto gritando: «¡Vive la France!». En ese momento, solo se me pasó una cosa por la cabeza… ¿Qué pinto yo aquí?
Al día siguiente, en Lourdes, pude ver la procesión de las velas desde un sitio un tanto privilegiado y me impresionó. La verdad es que no sabría decir qué fue, pero parece que empezaba a merecer la pena estar allí y me empezó a picar la curiosidad de dónde me había metido.
Los días en París fueron increíbles, teníamos catequesis en algún punto de la ciudad por la mañana y luego el día libre para hacer turismo, pero no era un turismo cualquiera. La ciudad que vive una Jornada Mundial se transforma y se convierte en una ciudad tomada por jóvenes de todo el mundo con ganas de vivir en la comunidad que todos quisiéramos tener. Se crea un ambiente diferente al que vivimos a diario. Me fui dando cuenta de que allí las banderas de cada país no era algo que causase diferencias.
Pero, desde luego, en una Jornada Mundial lo mejor se guarda para el final: el encuentro con el Papa en los campos de Marte. Allí, Juan Pablo II nos dijo: “Abrid vuestros corazones a Cristo y compartid con los demás jóvenes del mundo el tesoro de vuestra fe y los mejores valores de vuestras culturas.” Eso era justo lo que habíamos vivido todos durante los días de peregrinación y realmente yo me di cuenta de que vivir así era lo que quería. La pregunta que me quedaba era: ¿qué pintaba Cristo en medio de todo aquello? Éramos jóvenes juntos con ganas de pasarlo bien y sin ganas de “malos rollos”, ya está. Por eso se vivía aquel buen ambiente, hasta que en el hipódromo de Longchamp, el Papa terminó la homilía con una frase que lo aclaraba todo: “Como miembros de la Iglesia, activos y responsables, ¡sed discípulos y testigos de Cristo que revela al Padre, permaneced en la unidad del Espíritu que da la vida!”. Y es que ese buen ambiente no era casual, es que Dios era el punto de unión y es una unión que está muy por encima de cualquier diferencia. Éramos un millón doscientos mil jóvenes y yo sentí que el Papa me hablaba a directamente a mí.
El lema de aquella Jornada era «Maestro, ¿Dónde vives? Venid y veréis» y yo siempre digo que yo fui y vi algo que cambio mi vida. Desde entonces, he participado en las Jornadas de Roma, Toronto y Colonia y siempre han sido experiencias que me han marcado por distintos motivos.
El año que viene la Jornada se celebrará en Madrid. Esta vez paso de ser acogida a acoger y estoy segura de que será otra forma de peregrinar, una forma de devolver parte de lo que he vivido durante estos años.

Paula Cuesta

Parroquia de San Miguel Arcángel

Las Rozas de Madrid

 
“Recibí gratis ese mensaje y me gusta darlo gratis”
“Jóvenes amigos, hermanos y hermanas de Polonia y de todo el mundo. Comienzo con emoción esta homilía, pronunciada en polaco, pero me consuela la conciencia de que nuestros huéspedes la escuchan también en sus lenguas respectivas. Sucede algo semejante a lo que ocurrió el día de Pentecostés en Jerusalén; e incluso con más alcance, porque también los que se hallan lejos ven esta celebración litúrgica y escuchan esta homilía…”. Con estas palabras, iniciaba Juan Pablo II la homilía de la misa celebrada el 15 de Agosto de 1991 en el Santuario de Jasna Gora, en Czestochowa (Polonia), el lugar de peregrinación más venerado por el pueblo polaco en torno a su Virgen Negra.
El Santo Padre se dirigía a los miles de jóvenes allí reunidos con motivo de las VI Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ). Uno de aquellos jóvenes venidos de todo el mundo, era yo, con 17 años recién cumplidos y el Sacramento de la Confirmación recibido hacía pocos meses. Aquel día recibí una catequesis que nunca olvidaré y que me ha marcado como persona y como cristiano, impartida por alguien tan excepcional como Juan Pablo II y en un marco tan especial como sólo son las JMJ.
El Santo Padre comenzó a explicarnos, con las palabras arriba citadas, lo que para él significaba el lema de las Jornadas: «Habéis recibido un espíritu de hijos» (Rm 8, 15). Todos nosotros, da igual cuál sea nuestra procedencia, de oriente u occidente, hemos recibido el Espíritu que nos hace hijos de Dios y, por tanto, nos une con el resto de los hombres como hermanos. Esta llamada del Santo Padre a la universalidad (o, lo que es lo mismo, catolicidad) y a la hermandad cristiana tenía especial relevancia histórica y social en 1991, dado que sólo dos años antes había caído el muro de Berlín, hito histórico por el que luchó con ahínco toda su vida Juan Pablo II y que conducía hacia una Europa con menos barreras.
Después de casi veinte años, la sociedad ha cambiado notablemente: globalización, nuevas tecnologías, reestructuración de fronteras y alianzas,… Pero la llamada a la universalidad, a ser Católicos, sigue viva y actual. Desde aquel Pentecostés polaco, donde recibí gratis ese mensaje, me gusta darlo gratis a la mínima ocasión: tratando al “diferente” con cercanía y buena cara; priorizando, ante un problema o discusión, lo que une y acerca; restando importancia a lo que separa; intentando reducir las barreras (¡todavía quedan demasiadas!) que me ponen trabas para relacionarme mejor con los demás, en mi vida personal, familiar, laboral y social, etc. Así, confío que, con la ayuda del Espíritu que me hace hijo de Dios, pueda tratar a todos los que me rodean como hermanos y responder así a tan especial llamada de Juan Pablo II en las JMJ en Czestochowa.
 

Luis Díaz Diez-Picazo

Parroquia Nuestra Señora del Rosario

(Hoyo de Manzanares, Madrid)

 
“La JMJ de Colonia, reavivó en mí la sed de una mayor vida de Iglesia”
Una de las cosas que me pesa de mis primeros años de juventud –ahora pertenezco a esa difusa categoría de los jóvenes adultos- es haberme subido al tren de las Jornadas Mundiales de la Juventud un poco tarde. De las de París y Roma sólo me enteré cuando ya estaban sucediendo, o incluso después. Nadie me había invitado. A Toronto sí, pero la distancia me disuadió. Creo que ni siquiera me planteé en serio ir a Colonia hasta un par de meses antes. Les veía un atractivo limitado, ese que, cuando veía la multitud de jóvenes entusiasmados en la Misa con el Papa, pensaba: “Debe de ser bonito estar allí”. Pero que no era suficiente para hacerme salir de mi tierra. Me parecían más bien como un partido de fútbol o una corrida de toros, de los que siempre he pensado que se ven mejor en casa.
Ahora sé que para valorarlo hace falta haber estado allí, sentir ese ambiente de alegría, ver ondear banderas desconocidas y lanzarse a chapurrear en cualquier idioma del que uno conozca unas palabras. Todo eso deja un recuerdo imborrable, pero que será estéril si se pierde de vista –y a veces resulta demasiado fácil-: que todo eso es por Cristo, que Él ha salido a buscar a cada uno de los jóvenes que ha llegado allí y que tiene algo único que decirle o mostrarle a cada uno. Sólo vi al Papa por las pantallas, y no recuerdo más que dos o tres cosas de las que dijo. Pero, en Colonia, Benedicto XVI se convirtió en nuestro Papa, el de los jóvenes, como hasta unos meses antes lo había sido Juan Pablo II.
Eso sí, desde el Papa hasta el peregrino de al lado, esa experiencia de universalidad de la Iglesia se quedará coja si no se ha vivido, de otra forma, en los días previos. Por eso me quedo con la parte de la JMJ que no conocía en absoluto: el contacto con la vida contemplativa “clásica” en el monasterio de Santa María de Huerta (Soria) y Montserrat, y con la vida contemplativa “de nuevo cuño” de las Hermanitas de Belén, en medio de los Alpes; la visita a Ars, antes de la cual no había oído más de un par de frases sobre san Juan María Vianney, y poder verlo a través de los ojos de un joven sacerdote, entusiasmado, que nos acompañaba. Pero, sobre todo, la vida de las iglesias locales que nos acogieron con brazos abiertos. La familia que, en Lyon, nos metió a unos cuantos en su casa, a pesar de que andaban preparando la peregrinación de su propio hijo, que, con otros cientos de jóvenes lioneses, fueron enviados por su obispo junto con nosotros.
Para ver y vivir tanto, la peregrinación se hacía imprescindible. Horas y horas de autobús y algunas incidencias vividas con una gente que, de una forma u otra, al cabo de los 15 días de peregrinación se habían convertido como en una gran familia. No voy a hablar de grandes amistades que duran toda la vida, porque en mi caso no ha sido así. Pero durante unos días nos fuimos conociendo, compartiendo nuestras experiencias de Iglesia, mirando unos por otros… y las veces que he vuelto a coincidir con alguno de ellos hemos comprobado que eso ha generado, si no amistad, sí un cariño especial. También es verdad que el haber ido de “acoplada” en ese grupo influyó en esta experiencia. Para un grupo de jóvenes del mismo lugar de origen, compartir esta experiencia puede ser determinante.
Eso sí, después de unos cuantos días en ese plan itinerante, recibimos los Días en las Diócesis, aunque fueran sólo dos, como agua de mayo. El diaconato –equivalente alemán de los arciprestazgos- de Lörrach, y otros tres de la zona más al suroeste de Alemania nos esperaron con un cariño y paciencia enormes y, durante dos días, nos enseñaron su comunidad, su ciudad, la preciosa zona de la Selva Negra… mientras que las familias, católicas y protestantes, nos abrían sus casas. En mi caso, me acogió una familia de inmigrantes libaneses que, con motivo de nuestra presencia, convocaron comida familiar. De Lörrach me llevé un gratísimo recuerdo, y también algún virus en la maleta, porque un día después de dejarlos, ya en Bonn, un trancazo considerable me dio la oportunidad de sentirme cuidada por todos, desde mis compañeros hasta los responsables de acogida que consiguieron que, aunque no me tocara, pudiera alojarme con una familia. Eso sí, me dio pena perderme un día de la Jornada en cama.
Quizá por esa “convalecencia” me costó más entrar en la dinámica de la Jornada, de catequesis, Festival de la Juventud, etc. Pero valía la pena sólo hojear el libro del peregrino, y ver plasmada sobre el papel la intuición de los días previos: el gran mosaico que es la Iglesia, y todo lo que tiene que ofrecer al mundo. También es verdad que había ido a Colonia con una misión: ayudar a un grupo de voluntarios de la Delegación de Juventud de Madrid a contar por Internet, lo más “en vivo” que permitían las circunstancias, todo lo que iba pasando para que nuestras familias y amigos de Madrid compartieran la experiencia con nosotros. Supuso algunas renuncias: a visitar actividades, a horas de sueño, a un mínimo tiempo libre… pero también alguna que otra ventajilla logística y, sobre todo, tener allí una segunda familia, más pequeña, unida por el afán de servicio.
Otra experiencia, quizá menos agradable pero también enriquecedora, es haber conocido no sólo a una Iglesia santa y magnífica, sino también formada por personas limitadas. La buena intención de los alemanes no pudo suplir del todo las carencias organizativas, no lo digo sólo por ellos, más bien por todos. El cansancio y las condiciones de la peregrinación hacían que mi orgullo, la pereza de otro, la dejadez o el egoísmo de un tercero, la poca paciencia de un cuarto, la falta de consideración de aquellos que anteponían su juerga al descanso de otros, y un montón de pequeños etcéteras pusieran todo en peligro. Pero esas pequeñas cruces también te enseñan a valorar la importancia y la “realidad” de tu propio pecado, y ojalá eso sirva para luchar más con nosotros mismos –sabiendo que nos resulta imprescindible la ayuda de Dios- y a amar a los demás como son, aunque esperamos que lleguen a ser un poquito mejores.
Han pasado cinco años y muchas de las cosas que he plasmado aquí no las pensé y viví así por aquel entonces. Más bien fueron semillas que cayeron y que ahora, al volver la vista atrás, me encuentro creciditas, entrelazadas con otras muchas cosas vividas desde entonces. Porque, eso sí, la JMJ de Colonia, reavivó en mí la sed de una mayor vida de Iglesia y me hizo pensar, por primera vez en mi vida, en dedicarme de alguna forma a la pastoral con jóvenes.
 

María Martínez López

Parroquia San Bernabé Apóstol

El Escorial (Madrid)