CON EL MENSAJE DE JESÚS
Luis A. Gallo
Luis A. Gallo es profesor de Teología en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma |
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Parte el artículo del proyecto -¡”sueño”!- de Jesús: el reinado de Dios. Jesús empieza a realizarlo con el grupo que reunió en torno a sí. Su actuación, enraizada siempre en su comunión con el Padre, le costó la condena a muerte. Pero es entonces, después de la resurrección, cuando su proyecto encuentra actuación más plena entre sus seguidores. Principalmente, el artículo señala los signos que actualmente manifiestan la actuación del proyecto de Jesús (anhelo de paz, reconocimiento de la dignidad de la mujer, respeto hacia las diferentes religiones, conciencia ecológica), así como también algunos “signos de iniquidad” que constituyen fuertes disonancias con el sueño de Jesús (globalización asimétrica, colonización cultural).
En una de sus parábolas Jesús comparó el Reino de Dios con “la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo” (Mt 13,33). Ese todo que debe quedar fermentado es sin duda la interioridad de cada uno – su corazón, en términos bíblicos -, pero es también la entera realidad: las personas, las relaciones entre ellas y entre los diferentes grupos que conforman, la sociedad en su totalidad y sus relaciones con la naturaleza. Todo ello está como activado por una irrefrenable fermentación evangélica. En sus efectos concretos se capta la frescura y la vitalidad del Evangelio hoy.
- El “sueño” de Jesús de Nazaret
En el libro del Génesis se narra que los hermanos de José, el hijo predilecto de Jacob, viéndolo desde lejos dirigirse hacia donde ellos se encontraban pastoreando sus ovejas, se dijeron unos a otros: “Ahí viene el soñador” (37,19). Él les había contado anteriormente algunos de las fantasías que habían poblado los sueños de sus noches de adolescente, provocando en ellos reacciones negativas y hostiles (37,8.11). Les pareció que tenía pretensiones desorbitadas para su futuro, que soñaba demasiado en grande. Con el tiempo tuvieron que desdecirse.
Siglos más tarde los antiguos Padres de la Iglesia vieron en José un anticipo de Jesús. También en esto de ser un soñador.
Y, efectivamente, Jesús de Nazaret lo fue. Y en grande. Los evangelios se refieren al maravilloso sueño que ocupaba el centro de su vida utilizando la fórmula que él mismo empleaba: “El reino de Dios está a las puertas, conviértanse y crean en esta feliz noticia” (Mc 1,15).
Por cierto la expresión “reino (o reinado) de Dios” no fue una invención suya. Se había ido formando lentamente en la larga y compleja experiencia de la relación con su Dios-YHWH vivida por su pueblo. A esa formación habían contribuido sobre todo los profetas. Ellos habían pronosticado para el futuro, el futuro final de la historia, la implantación de un reinado estable y definitivo de Dios en su pueblo, en la humanidad y en la creación entera. Y sus efectos habrían sido maravillosos. Para describirlos habían apelado al lenguaje poético, el único que les podía ser de ayuda para expresar un sueño sorprendente que iba más allá de toda experiencia (Is 2,2-5; 11,6-9; 25,6-9; etc.).
En los días en que Jesús se lanzó a su actividad en Galilea, la llegada de dicho reinado era esperada con ilusión por los diferentes grupos religiosos que conformaban su pueblo. Fariseos, esenios, celotes: cada uno de ellos, a su modo, suspiraba por su llegada. También el profeta del Jordán, Juan elBautizador, aglutinó multitudes en torno a sí exhortándolas a recibir un bautismo de penitencia en vista de la inminente venida de Dios a reinar.
Pero era sobre todo el pueblo sencillo, la mayoría silenciosa que no gozaba de una condición de privilegio ni en razón del dinero, ni del poder, ni del prestigio, y ni siquiera en razón de la santidad de vida, el que soñaba con una situación diferente que crearía la venida de Dios a establecer su benéfica soberanía. “Ojalá rasgases el cielo y descendieses”, suplicaban con las palabras del profeta Isaías (63,19).
A esa expectativa, pero superándola ampliamente, dio respuesta Jesús de Nazaret pregonando, al igual que su Predecesor pero con rasgos marcadamente distintos, la irrupción inminente del reinado de Dios.
Más aún que sus discursos, salpicados de parábolas poéticas, era su acción infatigable la que revelaba el sentido que él le daba. Una acción a través de la cual se transparentaba su incontenible pasión por la vida en abundancia para todos y cada uno (Jn 10,10). Era ése su sueño, el sueño que compartía con su Padre Dios.
Porque anhelaba esa vida en abundancia para todos y cada uno sanaba al leproso y al paralítico, liberaba a los que estaban poseídos por fuerzas deshumanizantes, acogía y perdonaba a los pecadores. Y también por eso soñaba con una convivencia alternativa a la que se estaba viviendo.
Esa convivencia estaba profundamente marcada en sus días por la presencia de ciertos modos de relacionarse entre las personas y entre los grupos que generaban infelicidad y malestar profundo en muchos, sobre todo en los más pequeños y débiles.
Así, los que se consideraban justos e intachables ante Dios porque observaban celosamente su ley hasta los últimos detalles despreciaban a todos los otros que, o por ignorancia o por debilidad, no la cumplían (Lc 15,1-2; 18,9; Jn 7,49); los pocos ricos y potentes marginaban y hasta explotaban a los pobres e indigentes (Lc 16,19-21); los varones sojuzgaban a las mujeres, considerándolas como simples objetos a su disposición para su supervivencia y el servicio doméstico (Mt 19,3; Mc 10,4). Y, por otra parte, en el seno del pueblo entero, que se gloriaba de su elección de parte de Dios, predominaba por lo general un profundo desprecio hacia los miembros de los demás pueblos, catalogados como impuros e indignos de un trato amistoso (Jn 4,9).
El sueño de Jesús, que él mostró querer compartir con todas las generaciones hasta el fin del mundo (Mt 28,18-20), era hacer de la convivencia entre todos los hombres, individuos y grupos de menor o mayor amplitud, una auténtica convivencia vivificante. Una convivencia que excluyese de su seno todo tipo de relación que generase exclusión, malestar e infelicidad. En eso encontraba su actuación el reinado de su Padre Dios, que así había soñado desde el comienzo al Hombre llamado por él a la existencia (Gn1-2).
A la luz de ese proyecto Jesús denunció la convivencia “asimétrica” de su pueblo que, comportando relaciones de exclusión, de marginación y hasta de explotación entre las personas y los grupos, producía efectos dolorosamente mortificantes. Sobre todo para los más débiles e indefensos. Era, se puede decir, el anti-reino de Dios.
La coherencia con la cual llevó adelante la actuación de su proyecto, siempre enraizada en su profunda e incomparable comunión con Dios, su Padre, le costó la condena a muerte. Aquellos que estaban interesados en mantener el statu quo, dadas las ventajas que ello les proporcionaba, se opusieron encarnizadamente a ese proyecto y se ingeniaron para hacerlo desaparecer clavándolo en la cruz.
- Actuación del proyecto
Además de proclamar su sueño, durante su período de actividad pública Jesús se empeñó en actuarlo, casi a modo de ensayo, con el grupo de los que reunió estrechamente en torno a sí. El modo de convivir en el grupo se fue plasmando paulatinamente, en medio de no pocas dificultades, según el modelo por él propuesto. Pero fue sobre todo después de su muerte y resurrección, con la irrupción de su Espíritu vivificante en ellos, que su proyecto encontró actuación más plena y estable en la comunidad de sus seguidores. El libro de los Hechos de los Apóstoles testifica ese intento llevado a cabo, también con las inevitables dificultades que crea la condición humana, en la comunidad de Jerusalén.
El sueño de Jesús ha seguido caminando en la historia a través de casi dos mil años. En las iglesias cristianas y en la sociedad humana. En las primeras, con la clara conciencia de sus implicaciones, aunque no siempre con total coherencia de actuación; en la segunda, muchas veces gracias a esa especie de “instinto cristiano” del cual hablaban los antiguos Padres de la Iglesia. Las “semillas” sembradas por la Palabra divina fueron germinando también en ella, dando a veces frutos inesperados de crecimiento hacia una humanidad más plenamente humana.
- Una significativa orientación del Vaticano II
El concilio ecuménico Vaticano II, convocado imprevistamente por Juan XXIII a mitad del siglo XX, constituyó, según la expresión del mismo Papa, un nuevo Pentecostés para la Iglesia de nuestros tiempos. Fue como una primavera llena de vitalidad y promesas. Ella se propuso “mirarse en el espejo” para reencontrar su juventud y su vitalidad. Y el espejo no podía ser otro que Aquel que la había convocado casi veinte siglos antes. Sólo contemplándose en él podía renovar su autenticidad.
Su Constitución pastoral “Gaudium et Spes” enunció, en un texto que es todo un programa de vida eclesial, una de las tareas fundamentales confiadas a los miembros de la Iglesia en el mundo de hoy: “El Pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o del designio de Dios”.
En otras palabras, los seguidores de Jesús tienen que abrir bien los ojos para ver dónde y cómo el gran sueño de su Padre y suyo está caminando en la historia. Tienen que discernir en lo que está pasando – los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos – lo que da señales de caminar en esa dirección.
Un documento eclesial posterior, promulgado por la Conferencia Episcopal Latinoamericana en Puebla de los Ángeles (México, 1979), precisaba mayormente dicha tarea añadiéndole el intento de discernir también los signos de la presencia en la historia del “misterio de iniquidad”, que entendía como todo aquello que caminaba en la dirección opuesta al designio de Dios. Concretamente, los “hechos y estructuras que impiden una participación más fraternal en la construcción de la sociedad y en el goce de los bienes que Dios creó para todos” (n.267).
La tarea confiada a los miembros de la Iglesia es sin duda ardua y desafiante. La historia humana es una madeja intrincada, y por ello se impone un esfuerzo notable para llegar a detectar lo que en ella es manifestación del proyecto de Dios y lo que lo es en cambio del “misterio de iniquidad”. Pero es indispensable, si se quiere contribuir, como Jesús y con él, a la actuación plena del designio del Padre.
- Asonancias actuales
En la marcha actual de la humanidad hay signos palpables de una actuación, por cierto aún parcial e imperfecta, de tal designio. Son asonancias que están en clara armonía con el sueño acariciado por Jesús. Nos aventuramos a identificarlas comentándolas brevemente. Naturalmente, con ese margen de inseguridad que comporta todo discernimiento histórico.
4.1. Anhelo por la paz
Una primera es el creciente anhelo por la paz universal. Haciéndose eco de una larga historia bíblica Jesús la deseó ardientemente para la felicidad de todos. La conocida palabra hebrea “shalom”, que denota la totalidad de los bienes anhelados por los seres humanos, incluye también el de la cesación de las hostilidades entre ellos. Individuos y pueblos. La extraordinaria profecía de Isaías la había prometido solemnemente “para el final de los días”: “Yahveh juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en el arte de la guerra” (Is 2,4).
Se podría reconstruir la historia de la humanidad narrando las innumerables guerras que los hombres y los pueblos se han hecho recíprocamente por los motivos más variados. En el Antiguo Testamento se daba por descontado que haya un tiempo del año “en el que los reyes acostumbran salir a hacer la guerra” (2 Sam 11,1). En la historia posterior hasta se ha llegado a hablar de “guerra justa” y, últimamente, de “guerra preventiva”. Los focos de guerra en acto en el mundo no son pocos aún hoy. Y siembran muerte y desolación entre los pueblos, generalmente entre los más pobres.
No se puede negar, con todo, que algo ha ido cambiando en los últimos decenios. Una conciencia nueva se ha ido difundiendo sensiblemente en la humanidad. Se ha ido acentuando la condena colectiva de toda guerra. La frase “ninguna guerra es santa, sólo la paz es santa” de Juan Pablo II, recoge y expresa un sentir siempre más extendido en el mundo. Basta pensar en las banderas multicolores de la paz expuestas en las ventanas de millones de casas con ocasión de la guerra contra Irak para tener una confirmación de ello. Es cierto que los poderosos del mundo, movidos por intereses para nada encomiables, siguen desatando guerras en razón de los más farisaicos motivos; pero ello no apaga la fortísima aspiración a la paz que atraviesa, como una descarga eléctrica, la humanidad entera de un rincón al otro del mundo.
E indudablemente quienes más se sienten tocados por este anhelo son los jóvenes que, con sus antenas orientadas radicalmente hacia la vida y la felicidad, ven en la guerra una amenaza mortal para su futuro.
4.2. Reconocimiento de la dignidad de la mujer
Una segunda asonancia la constituye el progresivo reconocimiento de la dignidad de la mujer en la sociedad actual. Los evangelios son testigos de cuánto hizo Jesús en favor de tal reconocimiento. En una sociedad como la suya en la que, como en general en todas las del tiempo, imperaba un machismo patriarcal indiscutido, su modo de relacionarse con la mujer resalta por su novedad sorprendente. Hay quien ha visto en ello una de las manifestaciones de la genialidad de Jesús (I. Magli), y quien en razón de ello ha hablado de su “masculinidad ejemplar” (H. Wolf). A través de las narraciones evangélicas se capta nítidamente su disconformidad ante la situación de marginación humillante de las mujeres de su pueblo. “Al comienzo no fue así”, responde tajantemente a quienes, precisamente con una actitud marcadamente machista, le preguntan sobre la licitud del libelo del repudio (Mt 19,8). Y con ello, como reconoció con un cierto sabor de novedad Juan Pablo II en su encíclica sobre la dignidad de la mujer, entendía defender la igualdad originaria entre hombre y mujer, una igualdad que formaba parte del plan de Dios desde la creación (Gn 2,19-2).
Después de siglos de marginación, las mujeres están levantando la cabeza y exigiendo el reconocimiento de su dignidad paritaria. El movimiento feminista, fuera y dentro de la Iglesia, ha dado voz pública a sus exigencias. Ha dirigido también su crítica a un cierto modo de entender y de vivir la religión y la misma fe que considera, con razón, contrario al sueño de Jesús. “Si Dios es varón, el varón es Dios”, declaraba con un slogan altamente eficaz una conocida teóloga feminista, denunciando la complicidad de una manera de hablar de Dios que sanciona la condición de inferioridad de la mujer (M.Daily). Y en esas palabras han encontrado expresión las aspiraciones de millones de personas en la humanidad.
Es cierto, hay aún hoy sociedades en el mundo en las que la mujer se encuentra en situación de inferioridad respecto del varón. Y en algunos hasta se la sacraliza apelando a una presunta voluntad divina. Pero también es cierto que está creciendo en la humanidad una siempre menor tolerancia hacia dicha situación. Signo evidente, más allá de todas las perplejidades que pueda suscitar el modo en que a veces se expresa, de un actuación del plan de Dios. Se está sin duda más cerca de lo que Jesús soñó, vivió y propuso cuando varón y mujer están a la misma altura, que cuando ésta se halla en condición de subordinación a aquél.
4.3. Respeto hacia las diferentes religiones
Como tercera asonancia indicamos el aumentado respeto hacia las diferentes religiones. En los evangelios no encontramos referencias explícitas al pensamiento de Jesús sobre este tema. Como todo hebreo, heredero del pensamiento bíblico, Jesús pensaba en su Padre como el Dios único, creador y señor del mundo y de la historia. Pero su actitud global permite captar con suficiente claridad la orientación de su pensamiento al respecto.
Hay un episodio que puede ser iluminador desde este punto de vista. Es el de su encuentro con la mujer samaritana junto al pozo de Jacob (Jn 4,5-42). A un cierto punto del diálogo, la mujer plantea la cuestión sobre la religión verdadera expresándola en los siguientes términos: “Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar”. La respuesta de Jesús es pasmosamente desestabilizadora: “Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre […]. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad».
El alcance de la respuesta es amplísimo. Entre otras cosas derriba los muros de separación entre los diferentes modos de honrar a Dios, porque los abre a todos a la amplitud del único Espíritu. En realidad, dice equivalentemente Jesús, uno solo es el modo auténtico de adorar a Dios: el de secundar la acción de su Espíritu que empuja a actuar su voluntad, o sea su designio salvador, como lo hace él mismo (v.34). Todo lo demás es secundario.
Por siglos la conciencia del valor superior o hasta exclusivo del propio modo de honrar a Dios ha llevado de hecho a los diferentes grupos humanos a contraponerse e incluso a combatirse recíprocamente. Ni siquiera los cristianos hemos estado exentos de ello. Hacia afuera – las otras religiones -, y hacia adentro – las otras iglesias cristianas. En nuestra Iglesia estuvo en vigor por mucho tiempo un principio cargado de consecuencias, hasta sociales: “Fuera de la Iglesia no hay salvación”.
También hoy existen grupos religiosos fanáticos, que quieren imponer por la fuerza su propio modo de adorar a Dios eliminando a todos los demás, física o al menos socialmente. Pero está creciendo también un nuevo modo de relacionarse entre las religiones. Tanto en las que por tradición han sido siempre más abiertas y tolerantes, como el hinduismo, cuanto en las otras, más llevadas a acentuar la exclusividad de su forma de honrar a Dios. En nuestra Iglesia se ha afianzado, aunque no sin dificultades, la conciencia de la dignidad y del valor de las otras religiones como caminos para llegar a Dios.
Un gesto como el de la oración por la paz hecha por los representantes de las principales religiones mundiales en Asís, con la participación personal de Juan Pablo II, el 24.01.2002, es una elocuente manifestación de dicha conciencia. ¿Cómo no ver en ello un paso adelante en humanidad? Las religiones, como intentos de honrar a Dios, se dan cita, más allá de sus particulares modos de hacerlo, para colaborar de común acuerdo en lo que al mismo Dios le preocupa fundamentalmente, como lo ha hecho conocer a través de Jesús: la “vida abundante” de todos y cada uno de los seres humanos.
4.4. Conciencia ecológica
Junto con esta tercera asonancia hay que señalar una cuarta, estrechamente vinculada con ella: el paulatino afianzamiento de la conciencia ecológica. Desde su primera página la Biblia ha evidenciado el estrecho parentesco existente entre el ser humano y la naturaleza en la que está inmerso. Como hacen notar los estudiosos, ya el hecho de que en la narración bíblica el hombre sea creado “del limo de la tierra” (Gn 2,7) lo denota claramente. Como lo denota también la orden recibida de su Creador de “enseñorear la tierra” (Gn 1,28).
Con todo, una cierta dificultad de la humanidad para relacionarse serena y positivamente con el mundo que la rodea se trasluce ya en esas misma primeras páginas bíblicas “Con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado” (Gn 3,17-19).
En los últimos siglos y a partir de nuestro Occidente, la tarea de “enseñorear la tierra” ha producido efectos asombrosamente positivos en incontables ámbitos. La ciencia moderna y sus aplicaciones técnicas han dado pasos increíbles y cada vez más acelerados en el dominio racional de la naturaleza. Con su contrapartida que, por desgracia, se está haciendo cada vez más evidente: el aire corrompido, las forestas destruidas, el suelo desgastado, las aguas contaminadas … Además de la creciente amenaza de autodestrucción mediante el potencial atómico y nuclear. El progreso científico-técnico ha ido avanzando sin controles éticos en la mayoría de los casos.
Pero junto con ello ha ido también creciendo un decidido movimiento ecológico que ha puesto en el centro de sus preocupaciones la “casa grande” del hombre. Amplios movimientos no sólo de científicos, sino también de gente sencilla, sobre todo de jóvenes sensibles al futuro de la tierra y de la humanidad, han ido expandiendo una nueva sensibilidad en el ámbito de la relación con la naturaleza, con los animales, con las plantas, con todo lo que conforma el habitat humano. De esa relación depende, en buena parte, la vida o la muerte no sólo de la naturaleza, sino de la misma familia humana.
No se puede dejar de ver en ello una asonancia con la gran preocupación de Jesús. Naturalmente a él no le tocó vivir en un mundo tecnificado como el nuestro. El control y el manejo de la naturaleza eran en su tiempo aún notablemente limitados. Pero su modo de vivir su relación con ella trasluce lo que hoy llamamos una sensibilidad ecológica muy acentuada. El encantador ambiente natural en el que había crecido, las sonrientes colinas de la Galilea que circundaban Nazaret, sus fértiles valles poblados de flores y ganados, y particularmente el encantador lago de Genesaret, deben de haber indudablemente contribuido a creársela.
Las referencias a elementos y fenómenos de la naturaleza son frecuentes en sus discursos, y se los nota siempre impregnados de una gran simpatía hacia ellos: el sol, el fuego, la luz y las tinieblas, el viento y las nubes, la lluvia y el rayo, el ocaso, el agua y el vino, los lirios del campo y los pájaros del cielo, los cuervos, las ovejas y los bueyes, los peces, los zorros, las serpientes, la vid, la cosecha, le vendimia, la pesca … son algunos de los muchos elementos que pueblan sus discursos y hablan de su serena relación con ellos. En sus narraciones se advierte un sano respeto hacia toda la naturaleza y una relación altamente positiva de su parte hacia ella.
De una lectura de conjunto de los evangelios se desprende que él apreciaba las cosas del mundo, las naturales y las producidas por el hombre – fue por años “el artesano” de su pueblo (Mc 6,3) -, en la medida en que contribuían al bien del hombre mismo. Pero ponía también en guardia contra un uso de las cosas que hiciese esclavo al hombre, privándolo de su libertad.
Siglos después Francisco de Asís encarnó en modo eminente este rasgo de la personalidad de Jesús. No por nada Juan Pablo II lo proclamó en 1979 Patrono celestial de los ecologistas. Su acendrada fraternidad extendida a toda la naturaleza se expresó en su modo de relacionarse con ella, pero también adquirió forma poética en su conocido Cántico de las criaturas, en el que dejó plasmadas su admiración, su respeto y su amor casi visceral por el agua, por la luna y el sol, por el viento, por el fuego y por todos los elementos de la “madre tierra”.
- Disonancias vigentes
Decíamos más arriba que en la historia humana está también activamente presente el “misterio de iniquidad”. Y las señales de su presencia son tanto o a veces más visibles cuanto las del designio de Dios. Son situaciones que constituyen reales disonancias con el designio del Padre y por ello con el sueño de Jesús.
Individualizamos dos de ellas de notable trascendencia, siempre con la conciencia de los límites que tal operación supone.
5.1. Globalización asimétrica
La primera es el actual proceso mundial de globalización asimétrica. Ponemos el acento sobre el adjetivo, porque el sustantivo designa una realidad que puede ser de por sí una manifestación de la actuación del proyecto de Dios, desde el momento que tiende a una superación de las divisiones existentes entre los hombres y los pueblos, y constituye por lo mismo una novedosa y formidable oportunidad de compartir entre todos las grandes riquezas y potencialidades de las dispone la familia humana.
La globalización es sin embargo de hecho asimétrica. Favorece a un grupo relativamente reducido de pueblos de la humanidad y excluye a los demás, originando un desnivel económico, político, social, cultural y comunicacional sumamente acentuado. Crea seres humanos de primera y de segunda categoría. Con el agravante que estos últimos quedan reducidos a la condición del pobre Lázaro de la parábola de Jesús (Lc 16,19-21), a la espera de las migajas que caigan de la mesa de los ricos, y son considerados por los primeros con un lastre en relación al progreso histórico. Están demás. Sobran.
Una tal situación, creada por la avidez incontrolada de los hombres, que podría ser revertida si se dejaran guiar por el principio de la fraternidad real y concreta, está indudablemente en contradicción con el gran designio de Dios proclamado por Jesús. Solo una globalización solidaria puede estar en línea con él. Lo ha señalado en más de una ocasión en sus escritos Juan Pablo II, pero lo subrayan además numerosos movimientos mundiales y regionales sensibles a las necesidades de los últimos de la tierra.
5.2. Colonización cultural
Una segunda asonancia, estrechamente vinculada con la apenas mencionada, es la de la colonización cultural en acto en la humanidad. Es uno de los rasgos que caracterizan la actual globalización.
El mercado como mecanismo de intercambio, raíz primera de la globalización, se ha transformado en el instrumento de una nueva cultura, entendida como modo de concebir la realidad y de actuar en ella. “Muchos observadores han notado el carácter intruso, y hasta invasor, de la lógica de mercado. El mercado impone su modo de pensar y actuar, e imprime su escala de valores en el comportamiento. Es como un torrente destructor que amenaza las normas sociales que han protegido las comunidades culturales y los puntos de referencia culturales que les han dado una orientación en la vida. Los cambios en la tecnología y en las relaciones laborales se están produciendo demasiado rápidamente para que las culturas puedan responder” (Juan Pablo II). Se produce de ese modo una homogeneización de las culturas que tiende a suprimir las diferencias y a unificar el modo de pensar y de actuar, empobreciendo de ese modo la humanidad.
Es, una vez más, el avasallamiento de los más pobres y débiles de parte de los fuertes y poderosos, que está en total contradicción con el reinado de Dios proclamado por Jesús. Está claro en los evangelios, como hemos relevado anteriormente, que él se jugó hasta morir por una convivencia alternativa en la que los últimos fueran los primeros en la atención y en la solicitud de todos. La manera en que afrontó y quiso resolver las principales divisiones que atravesaban la sociedad de su tiempo lo deja entrever con meridiana claridad. Era un modo de actuar el designio de la vida abundante para todos que le había ganado el corazón. Había que privilegiar a los que tenían menos vida, en todos los aspectos. Aún a costa de molestar a los aventajados y más favorecidos por la vida.
Concluyendo
En la narración de los discípulos de Emaús se lee que, a un cierto punto, sus ojos se abrieron y reconocieron, en el compañero de viaje que se les había unido en la marcha, a Jesús resucitado y vivo (Lc 24,31).
Para ver ciertas cosas hacen falta ojos apropiados. La marcha de la historia humana se puede ver con muchos ojos diferentes. Los de la fe pueden percibir en ella “los signos verdaderos del designio de Dios” (GS 11). Ellos logran captar, mediante un atinado esfuerzo de discernimiento, dónde está fermentando el mundo con la levadura del Evangelio. Y, captándolo, pueden confirmarse en la vitalidad de la formidable propuesta que desde hace veinte siglos trasmite.
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