[vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE AUTOR:
José Ramón López de la Osa es profesor de Moral Social y Ética Política en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid).
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO:
Además de la globalidad y la interdependencia, todos «tenemos conciencia de lo plural que es nuestro mundo». Pluralismo, por otro lado, nos remite a interculturalidad que, a su vez, nos exige «un esfuerzo constante de creatividad para abrir un espacio inexistente»: «no podemos hacer ya nada solos», por tanto «descubrámonos los unos a los otros». Definida y situada la interculturalidad, el artículo plantea el camino para asumir —a través de un diálogo responsable— la pluralidad cultural y religiosa.
«Supo bien aquel arte que ninguno
supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
que es pasar de un país a otros países
y estar íntegramente en cada uno»
J.L. BORGES,
Poema a la muerte de Alfonso Reyes
Casi todos tenemos hoy la convicción de vivir en un mundo global. A primera vista eso quiere decir que tenemos la experiencia de movernos con una facilidad mayor que en épocas anteriores; que lo cotidiano de nuestra vida ordinaria no solo está constituido por los acontecimientos que tienen lugar en nuestro entorno próximo, sino por aquellos otros que ocurren a miles de kilómetros de distancia de nuestro lugar de residencia. Una seria intervención quirúrgica que comprometa la salud del presidente de una de las grandes potencias de nuestro planeta, puede afectar la marcha de las bolsas de todo el mundo e influir en los ahorros de muchas personas que viven a muchas millas de distancia de esa posible potencia.
- Globalidad, interdependencia y pluralismo
Nuestro mundo se ha hecho interdependiente; para algunas cosas las fronteras se han convertido en líneas imaginarias y ya no existe ninguna nación que planifique sus políticas con esquemas únicamente nacionales sino con propuestas integradas en un contexto internacional. Esta interdependencia es la que nos lleva a pensar que el planeta es como una comunidad de vecinos, no muy bien avenidos, pero vecinos al fin y al cabo. Decimos que hay que pensar globalmente y vivir localmente, lo que supone asumir la importancia de una apertura a lo diferente ya que nuestros proyectos domésticos son insuficientes para dar respuesta a todos los conflictos que se nos plantean en la realidad cotidiana de hoy, sin que ello implique infravalorar lo propio que es, al fin y al cabo, la base de nuestra identidad.
Al tiempo que vivimos esta interdependencia, también constatamos que nuestras sociedades se han hecho mucho más cosmopolitas. Las grandes urbes albergan en su seno una multiplicidad de grupos étnicos que, tanto por su número como por su variedad, las convierten en un mosaico multicolor de interpretaciones de la vida que, con frecuencia, entran en conflicto entre sí, más por intolerancia que por razones objetivas de una convivencia difícil. El diferente, especialmente el que lo es por razones religiosas, étnicas o culturales, se ha convertido en el «enemigo» común que dota de sentido la identidad colectiva del grupo de referencia.
Creo que podemos decir, sin temor a equivocarnos, que tenemos conciencia de lo plural de nuestro mundo. En esa misma medida nos hemos hecho mas cosmopolitas y eso nos obliga a considerar el pluralismo como una realidad que no podemos olvidar. Otra cosa es que seamos pluralistas.
1.1. Pluralidad, pluralismo e interculturalidad
Teniendo en cuenta esto, hoy es bastante común conocer a alguien que haya nacido participando en dos ámbitos culturales diferentes. En nuestro país existen muchos ciudadanos españoles nacidos en nuestro suelo e hijos de inmigrantes procedentes del lejano Oriente, de la Europa del este, de América Latina o del continente Africano. Son personas que tienen dos lenguas maternas. Han nacido en el seno de dos culturas y para ellas, salvo excepciones, la interculturalidad es un hecho natural. Se han acostumbrado a ver las cosas desde dos entornos y eso les permite relativizar sin esfuerzo alguno. Eso no es lo habitual, lo usual es que veamos las cosas con los instrumentos culturales de que disponemos.
Todo lo que hacemos es cultural y casi siempre pertenecemos a una cultura determinada. De ella nos servimos y con ella conocemos. La pluralidad es una realidad que percibimos con solo salir a la calle y ver la variedad de personas que hoy viven en nuestras ciudades; el pluralismo, en cambio, es haber aprendido a vivir con la multiplicidad, tolerarla y no sentirse amenazado ni destruido por ella. Quiero decir, que supone un esfuerzo añadido descubrir la parte de verdad que existe en toda visión cultural extraña a la propia y, sobre todo, la parte de sentido que la cosmovisión de otras culturas que viven en el seno de la nuestra aportan al sentido total de esta sociedad.
Llegar a eso, es haber descubierto que las culturas son soberanas, incomparables y, por lo tanto, no jerarquizables y, desde luego, nunca incomunicables. Lo natural del contacto cultural ha sido el mestizaje, y la excepción el exclusivismo. En cambio cuando las razones no son las naturales sino las de cualquier otro signo, lo habitual es el exclusivismo y lo extraordinario la comunicación.
La interculturalidad es una práctica que exige algo más. Es un esfuerzo constante de creatividad por abrir un espacio inexistente: «…se encuentra en tierra de nadie, en un lugar virgen que aún nadie ha ocupado, puesto que de no ser así ya no sería intercultural, sino que pertenecería a alguna cultura determinada… es utopía, está entre dos o más culturas… Cuando abro la boca, en efecto, me veo obligado a utilizar un idioma concreto, con lo cual caigo de lleno en una cultura particular; estoy en una tierra que ya es de alguien. Estoy en mi cultura, cultivando mi tierra, mi lenguaje. Y si por encima de ello, debo de hacerme entender por mis lectores, debo forzosamente entrar en una tierra común a todos nosotros. Si hemos vencido, de alguna forma, el espacio, puesto que hay lectores en todos los continentes de la tierra, no hemos podido dominar el tiempo, puesto que somos forzosamente contemporáneos… nos comunicamos en el presente y no podemos escaparnos del hecho de la contemporaneidad, por muy polidimensional que ésta sea. Estamos forzados a la representación»[1].
1.2. El imaginario colectivo: la antipolítica
Cuando la multiculturalidad se vive como conflicto se plantea esta compleja situación: ¿cómo respetar los derechos individuales de las personas en el seno de una comunidad plural, al mismo tiempo que la identidad que cada individuo tiene de su grupo de referencia? ¿Cómo hacer posible que grupos minoritarios acepten las normas de una sociedad en la que se sienten extraños? ¿Cómo sentirse ciudadano en un lugar en el que las propias señas de identidad están en los niveles más bajos del reconocimiento social, cuando no son claramente despreciadas? Sami Naïr expresaba muy bien la situación que surge cuando se carece de esta sensibilidad política, en un artículo publicado en el diario «El País» durante el verano de 1999[2]:
«Las palabras como el lingüista Austin demostró espléndidamente, no sirven sólo para decir (describir), sino también para hacer (actuar). Actúan sobre el espíritu; configurando el imaginario, se convierten en fuerzas materiales. Decid en Francia: “El español es la corrida más la Guardia Civil” y tendréis la representación francesa del español en la época franquista. Escribid: el musulmán de Melilla en lugar del ciudadano y tendréis la imagen de una ciudad separada entre cristianos y musulmanes —cristianos, es decir, españoles; musulmanes, es decir, árabes que no queremos llamar marroquíes—. Tras estas denominaciones se encubren relaciones de fuerza, modos de exclusión, odio y, sobre todo, mucha ignorancia».
Nuestra cultura tiene una gran carga dialéctica y tendemos a construcciones de este signo. Construimos la imagen de los demás como una proyección, que no es neutra ni objetiva, sino con nuestras categorías de juicio, además de nuestras simpatías, antipatías, nuestros miedos y nuestros prejuicios. El otro es parte del propio Yo además de la representación de la diferencia entre ambos. Este mecanismo funciona también en el contexto político y social. Por eso, Sami Naïr se pregunta: ¿puede una sociedad vivir sin enemigo, sin imagen ni rostro del enemigo?[3] El enemigo de hoy es difuso, ya no tiene la identidad ideológica de otros tiempos —el socialista, el comunista— sino que actualmente lo es el pobre, el inmigrante, el diferente étnico, cultural o religioso. El espacio geográfico (el Sur) y el componente étnico (el color de la piel) son en la actualidad los componentes del imaginario occidental. El «negro», el «moro», el «sudaca», el «polaco» son términos despectivos que describen las actuales representaciones de la diferencia que conforman ese imaginario colectivo y mitificado.
Actualmente, en nuestro país, estamos viviendo situaciones en las que este imaginario colectivo aparece frente a la gran masa de inmigrantes que acuden a nuestro suelo en busca de medios de vida. Es gente que desarrolla trabajos duros, en situaciones de irregularidad y, por ello, a cambio de salarios que ningún otro trabajador aceptaría. En nuestras grandes ciudades el cuidado de muchos ancianos y de enfermos que requieren una atención permanente está confiado al mundo de la inmigración. Nunca como hoy, hubo en las tareas del hogar tanta gente de otros países empleada en este sector. A pesar de ello, todavía siguen siendo «el origen de todos los males» cuando algún acontecimiento tiene lugar en la proximidad de sus lugares de reunión. Interesa su «funcionalidad» laboral y su rendimiento económico, pero no se reconocen ni sus peculiaridades culturales, sus formas de expresión y, con mucha más frecuencia de lo que pensamos, tampoco sus derechos.
Los países europeos son hoy espacio de recepción de inmigrantes y es abultado el número de los que vienen y de los que vendrán en los próximos años. España es uno de los que menos ha recibido y sin ellos no seremos capaces de cubrir las expectativas de nuestro sistema productivo en los próximos años. Tenemos capacidad de generar esa riqueza y esos medios que otros vienen buscando aquí.
Nos hemos hecho mucho más cosmopolitas «mirando hacia arriba», pero todavía tenemos un esfuerzo que hacer, desarrollando un cosmopolitismo «hacia abajo». Hasta hoy, hemos vivido la transición de una sociedad cerrada y autártica a otra de integración homogénea. Quienes vienen a nuestras tierras han de pensar y ser como nosotros. Ahora se nos abre otro proceso, el que nos ha de llevar de una sociedad integrada en la homogeneidad a otra sociedad compleja. No se trata solo de coexistir con las diferencias que existen entre quienes habitan entre nosotros, sino asumir el proceso inevitable de que se conviertan en ciudadanos de nuestro país. Y eso pasa por el respeto a sus peculiaridades culturales y su cosmovisión.
Hasta el momento actual hemos vivido el pluralismo como la aceptación tolerante del multiculturalismo que cubría nuestro país. En cambio, en el futuro, esta pluralidad ha de convertirse en auténtica convivencia socio-cultural. Es decir, los límites de la tolerancia social, han de ser establecidos entre todos y en nombre de principios universales que todos aceptemos. Solo así, el multiculturalismo será algo más que la evidencia de la variedad de culturas, y pasará a expresarse como el reconocimiento de la parte de sentido que cada horizonte cultural aporta a la totalidad de nuestra sociedad.
En las sociedades complejas de hoy (y cada vez todas lo son más) necesitamos una identidad política común, y esa ha de ser establecida entre todos. Juntos debemos de descubrir lo que es la justicia, y esa habremos de construirla con principios democráticos elaborados por todos. De ahí, que la democracia es cada día una realidad que requiere un diálogo intercultural. Solo una democracia interculturalmente establecida, puede responder a nuestras realidades actuales.
1.3. No podemos hacer ya nada solos
«Descubrámonos los unos a los otros» es el título de una bonita intervención que J. Saramago, tuvo en el Primer Congreso Iberoamericano de Filosofía, celebrado en Cáceres y Madrid en septiembre de 1998. En ella, decía: «Ningún país, por más rico y poderoso que fuera, debería arrogarse voz más alta que los demás. Y ya que de culturas venimos hablando, diré también que ningún país, o grupo, o tratado, o pacto de países, tiene el derecho de presentarse como mentor o guía cultural de los restantes. Las culturas no deben de ser consideradas mejores o peores, no deben de ser consideradas más ricas o más pobres: son todas ellas culturas, y basta. Desde ese punto de vista se valen unas a las otras, y será por el diálogo entre sus diferencias, las cualitativas, no las cuantitativas, por lo que se encontrarán justificadas. No hay, y espero que no lo haya nunca, por ser contraria a la pluralidad del espíritu humano, una cultura universal. La tierra es única, pero no el hombre. Cada cultura es, en sí misma, un espacio comunicable y potencialmente comunicante: el espacio que las separa es el mismo que las liga, como el mar separa y liga los continentes»[4].
- La comunicabilidad, un diálogo responsable.
El riesgo del diálogo en el encuentro religioso
Hace algún tiempo que comparto las preocupaciones de algunas comunidades judías y otras musulmanas en nuestra ciudad. Ambas están seriamente concernidas por la realización de un diálogo abierto y responsable con las otras denominaciones religiosas. Esto les está llevando a un diálogo al interior de la propia comunidad y, al mismo tiempo, buscando puentes de entendimiento y encuentro ad extra. El camino no es fácil para nadie, pero el deseo de llevarlo hacia delante es imperioso para todos.
En ambos casos, quieren permanecer fieles a lo fundamental de su fe y al mismo tiempo tomarse en serio los pasos necesarios para descubrir ese espacio de nadie que es el diálogo intercultural e interreligioso. No es una tarea fácil y las experiencias, tanto históricas como sociales, constituyen una parte de la tradición que hay que asumir y transformar. Es todo un ejercicio de responsabilidad y una experiencia profunda de fe para quien vive en el marco de dos tradiciones culturales y religiosas, y tiene la convicción de que el aislamiento no puede ser el camino de futuro.
La primera condición para un diálogo es el reconocimiento mutuo. Esto pasa por una apertura al otro, que le permita seguir siendo él mismo y al tiempo reconociendo en él la posibilidad del enriquecimiento propio a partir de las aportaciones del diálogo mismo. Es el reconocimiento de la parte de verdad que está en la otra cosmovisión. Este descubrimiento no puede hacerse nunca desde la consideración conceptual que para nosotros tienen términos como Dios, verdad, dogma, etc.
El diálogo supone arrancar de otro ámbito previo en el que el deseo de entendimiento y conocimiento personal nos llevan a entrar en él de forma dialógica y no solo dialéctica. El reconocimiento no solo es la aceptación del otro como interlocutor, en quien se reconoce su originalidad y su creatividad, sino también la asunción de un posible cambio o de una conversión. Una conversión que no solo es metanoia sino desabsolutización, es decir, aceptación del horizonte de verdad de la otra parte. Tampoco estoy hablando de renunciar a la propia fe, sino de tener la capacidad de confiar profundamente en ella y caminar en ella.
2.1. Esto entraña un reto y constituye una dificultad
La experiencia multirreligiosa es una tarea inexcusable para quien ha llegado a un nivel de comprensión de lo religioso que necesita comunicarlo con otros horizontes distintos del suyo. Es un esfuerzo por entrar en la creencia, el mundo mítico y el sentido existencial de sus semejantes desde la visión que ellos mismos tienen. Se trata de descubrir la verdad que se manifiesta en lo religioso de un mundo distinto, pero abierto a lo infinito, al amor, a la búsqueda incesante de esa verdad y a la trascendencia. No es una aventura intelectual ni un conocimiento objetivo de verdades intelectuales. Es una experiencia existencial que arranca de la propia fe y descubre la universalidad de esta vivencia.
«Cuando la fe pretende universalidad, la de nuestro vecino se torna un problema que no podemos evitar»[5]. Esta es una experiencia que surge, no de la duda acerca de la propia fe, sino del deseo y la necesidad de profundizarla. Es un modo de integrar el mundo religioso y de fe de nuestros vecinos en el nuestro propio. No es un acto de inclusión de la fe del otro en las categorías de la propia, sino de mutua penetración y conocimiento.
Esta experiencia requiere haber establecido una diferencia entre la fe y la creencia. La fe como apertura, infinito, trascendencia; la creencia como las formas culturales que dentro de una tradición particular reviste la propia fe. Si no es posible hacer esto, no se puede llevar a cabo esta vivencia. No es necesario que lo haga todo el mundo, ni tampoco es un juego; se trata de responder a la vivencia de la fe, que en ocasiones nos pide arriesgarla, precisamente para seguir siendo fieles a ella.
Este esfuerzo exige encontrar ámbitos comunes en los que poder comunicarse. Éstos no se encuentran solo en los conceptos abstractos que expresan el contenido de nuestra fe. Es una aventura inscrita en el riesgo de asumir las consecuencias de la comunicación y el diálogo. Éste no puede estar predeterminado ni restringido al marco unilateral de nuestras creencias. Es un diálogo en la fe y por exigencias de la verdad. Es un diálogo espiritual y no solo científico; es un diálogo que trata de comprender y compartir la actitud básica del otro. No es una disputa que trata de ver quien tiene la razón del absoluto, sino un encuentro para hacer posible un «nosotros» en el que ambos tengamos cabida. Eso no implica traicionar a la propia fe, no hay que renunciar a lo que para cada uno constituye aquello en lo que cree sinceramente, pero tampoco es una tertulia de café. Quienes apuesten por esta vía han de asumir el riesgo de la conversión. Se requiere una fe fuerte para hacer esto.
Decía al comienzo, citando un párrafo de Panikkar, que la interculturalidad es un espacio que no pertenece a nadie. No se puede ser pluralista si no se entra en ese lugar que hay que ir creando continuamente. No es un esquema, tampoco creo que sea un modelo, es una práctica que descubrimos cuando queremos insertarnos en esa dinámica. Es un lugar para el diálogo, sobre todo para ese diálogo que lo que quiere es conocer al otro, su realidad, sus sentimientos y su forma de ser. Es un espacio para el amor. Por eso es utópico y es un esfuerzo constante de creatividad y comunicación.
2.2. Panorama de los jóvenes de hoy
No quisiera terminar sin hacer una referencia a los jóvenes que se nos muestran desde la valoración sociológica de hoy.
Antes que nada es necesario decir que los jóvenes son siempre una esperanza. He de confesar mi optimismo a la hora de pensar en el mundo de la juventud. Ellos son siempre el futuro de nuestra sociedad y depende de nosotros las expectativas que puedan albergar acerca de su porvenir.
Los jóvenes españoles, en la actualidad, son mas tolerantes y abiertos que sus antecesores. Es cierto que, por desgracia, no faltan actitudes y gestos de exclusivismo y de racismo que, con frecuencia y por su crueldad, nos eran desconocidos antes, pero en la consideración global, la juventud de hoy, aparece mas familiarizada con el contacto de otros horizontes culturales y religiosos. Los medios que han tenido a su alcance les han brindado más oportunidades de intercambio y relación que a ninguna de las generaciones precedentes[6]: una escolarización primaria que alcanza al 100%; escolarización secundaria en el 70%; y el disfrute de medios tecnológicos, de ocio, de cultura y de movilidad muy superior al de otras etapas históricas de nuestro país. En lo relativo a la aceptación de otras personas, al margen de su forma de ser o de vivir, la juventud de nuestro país está por encima de la media europea: el 71,9% no siente ninguna incomodidad a este respecto.
Con respecto a la aceptación de los extranjeros en nuestro país, su opinión es comparativamente optimista. El 17,4% piensan que no hay muchos extranjeros en nuestro país, frente al 7,9% de la media europea; el 25,9% piensan que son muchos, pero no demasiados, frente al 23,8% de la media europea; el 27,8% piensan que deberían de tener los mismos derechos que los demás, frente al 23,2% de la media en Europa; el 16,3% se siente contento de que vivan en nuestro país, frente al 14,7% de la media europea; y solo 2,6% piensan que los extranjeros deberían ser devueltos a su país, frente 8,9% de la media europea. En el lado mas negativo, solo el 3,8% piensa que deberíamos aceptar más inmigrantes, frente al 4,2% de la media en Europa.
Al mismo tiempo, muestran un desinterés mayor por la política y cada vez expresan menos interés por la religión. El mundo laboral ofrece pocas posibilidades de acceso, con lo que se desvanece el sueño de llevar adelante sus aspiraciones de autonomía. Tienen un sentido mayor de libertad y privacidad, pero su deseo de emancipación del mundo familiar se prolonga por la dificultad de encontrar una estabilidad económica. Se confiesan demócratas y desconocen los fantasmas del pasado político. Ideológicamente se decantan por el centro izquierda.
Vuelvo a decir lo que expresaba un poco más arriba. Los jóvenes son siempre una esperanza y ellos son el futuro de nuestro presente. Cuando ojeo las encuestas no puedo dejar de pensar lo mismo. Si los jóvenes se interesan poco por el mundo de la religión y de la política, ¿dónde estará la causa? Supongo que la dificultad de encontrar un futuro laboral, como experiencia dominante entre la juventud, debe de ser uno de los motivos principales de este desinterés de los jóvenes. Cuando las estructuras políticas no ofrecen la posibilidad de una salida, es difícil que los jóvenes puedan sentir algún interés por los acontecimientos políticos. Probablemente su desinterés por lo religioso tenga una causa parecida. La dificultad para conectar desde las formas religiosas institucionales.
En cualquier caso, es una reflexión para los adultos. De lo que sí estoy casi seguro es de que los jóvenes de hoy tendrán que ser más abiertos a lo diferente, precisamente porque lo distinto es parte de su cotidianeidad. En eso hay una diferencia sustancial con las sociedades vividas por los adultos. Ellos se van a ver enfrentados a la realización de los derechos diferenciales, a la política multicultural que incluya medidas de igualdad en el seno de nuestras sociedades y al respeto por la religión personal, pues en una sociedad multirreligiosa nadie detenta la interpretación total de la experiencia religiosa. La religión será tal si tiene la capacidad de religar y no de segregar. En síntesis, pienso que van a estar más involucrados en un diálogo que otras generaciones no tuvieron necesidad de afrontar. n
José Ramón López de la Osa
estudios@misionjoven.org
[1] R. PANIKKAR, R.; Religión, filosofía y cultura, «Ilu» 1(1996), 125.
[2] «El País», 12 de agosto de 1999, 12.
[3] S. NAÏR-J. DE LUCAS, El desplazamiento en el mundo, Madrid 1999, 125.
[4] J. SARAMAGO, Descubrámonos los unos a los otros, «Isegoría» 19(1998), 46.
[5] R. PANIKKAR, The intrareligious dialogue, Bangalore 1984, 56
[6] Los datos aquí expuestos están tomados de Eurobarómetro, 47.2.1997.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]