Estamos muy familiarizados con el término MENA (Menor Extranjero No
Acompañado). Muchos de ellos viven en nuestros centros de acogida, o participan en nuestros centros de día, recursos de inserción laboral, orientación o emancipación. Su llegada, imprevisible de cuantificar y desigual en los distintos territorios, genera algunas dificultades de planificación del sistema de protección en bastantes comunidades autónomas, organizados en torno a un presupuesto determinado y un número de plazas.
Son diversos como diverso es su lugar de procedencia, cultura, religión o el motivo por el que, un día, decidieron salieron de su país. Algunos vinieron en plan aventura, a lo que la suerte les depare. Otros – la mayoría – , sin embargo, llegan con el deseo de encontrar trabajo – eso sí al día siguiente de llegar – para ayudar a sus familias. Y sienten la presión de las propias familias de origen que, tal vez, recogieron sus pequeños ahorros o tuvieron que pedir un préstamo a familiares o, a alguien que vive de este negocio – que tendrán que devolver – para enviar a sus hijos a triunfar en el gran sueño europeo. Quizás vieron a otros que salieron y regresaron a sus países con coches de cierto nivel o con poder adquisitivo suficiente como para comprar viviendas que, en la distancia, podríamos calificar de lujo.
No quiero hablar en general. Quiero hablar de Abraham – nombre ficticio y con las connotaciones religiosas de aquel llamado por Dios a salir de su tierra con la promesa de heredar una tierra nueva-. Llegó con 15 años a nuestro centro. Al inicio apenas hablaba y mucho menos español. Parecía reservado, vergonzoso. Ciertamente respetuoso con los compañeros y con todos los educadores del centro. Habían dispersado a varios amigos, procedentes del mismo país, en diversos centros de protección. Él ha sido, hasta el momento, el único de su país en nuestro centro. Suerte que al lado hay una vivienda de emancipación en la que viven algunos chicos que hablaban su misma lengua con los que poder conversar de vez en cuando y salir de los bloqueos. Aprendió el español con rapidez. Pronto empezó a dibujarse una sonrisa en la cara, a hacer bromas con los compañeros. Destaca por su servicialidad, su colaboración con los pequeños. Se le matriculó en un centro educativo por la obligatoriedad de la escolarización y al cumplir 16 se le derivó a un recurso de formación prelaboral para prepararse para el mundo del trabajo en la rama de hostelería, confiando que esta alternativa le podría abrir más puertas en el complejo mundo laboral.
Sin embargo desde el momento que llegó repetía constantemente aquello de “yo tengo que trabajar para ayudar a mi familia”. Tenía también la presión de que algún familiar lejano, afincado en una localidad próxima al lugar donde está el centro de acogida y con informes favorables de los servicios sociales para un acogimiento familiar, solicitaba que el menor fuera a vivir con ellos. Que ellos se encargarían de hacer todos los trámites para que obtuviera un permiso excepcional como menor extranjero al cumplir los 16 años. Tal era la presión que sentía por parte de su familia que incluso tenía que mentir ante el responsable de la sección de menores diciendo que en el centro se encontraba muy mal, que quería salir de allí cuanto antes. Lo mismo hacía con la posible familia acogedora. Sin embargo en el centro le veíamos feliz, radiante, disfrutando de cada momento, de cada actividad. Algo nos contrastaba entre el discurso “me quiero ir” y su manera de estar cada día entre nosotros.
La urgencia de plazas hizo que este chico tuviera que salir del centro. No había motivo para retenerlo cuando había una familia dispuesta a acogerle, con un informe favorable de servicios sociales y un poder adquisitivo incuestionable. Por más que en el centro tratamos de convencer a Abraham de que él es importante, que su palabra cuenta, que el futuro es suyo, que es muy joven para dejar de formarse y encerrarse en un trabajo del que, posiblemente, no salga jamás; que uno pierde su libertad cuando vive en la casa de su propio jefe, se marchó hace unos días. Roto por el dolor de no poder cuestionar la autoridad de su familia que, supuestamente, le presiona para que trabaje y puedan devolver el dinero gracias al cual hoy se encuentra en España. Abraham no es el único. No pocos se ven obligados a tomar decisiones, en contra de su voluntad, porque no pueden decidir nada que cuestione lo que sus familias proponen. ¡Abraham que tengas mucha suerte en la vida! Esta seguirá siendo tu casa.
Segundo García