Ayudas y trampas de la religión frente a la angustia

1 noviembre 1999

Pie de Autor:
Carlos Domínguez Morano es profesor en la Facultad de Teología de Granada.
 
Síntesis del Artículo:
“Religión y angustia se enlazaron siempre de una manera y otra como pocas dimensiones humanas lo pudieran hacer”. Del estado actual de dicha relación trata el artículo, con el siguiente proceso: se constata, primero, cómo la angustia es compañera del camino de los hombres y cómo la religión siempre sale en su ayuda; en segundo lugar, se describen algunas de las angustias de hoy para, en último lugar, considerar tanto las actuales trampas de la religión como el «tipo de experiencia religiosa» que debe favorecer la fe cristiana para evitar caer en ellas.
 
 
 
La religión se ha relacionado siempre de un modo íntimo con la angustia. Han sido muy diversas y siempre complicadas sus vinculaciones con ella. Ha intentado unas veces elaborar esas angustias haciéndolas soportables. En otras ocasiones las ha disuelto como por arte de magia. En otros momentos también las supo alimentar hasta lo intolerable. Acertó también en otras circunstancias a ofrecer una esperanza de salir definitivamente de ellas…, pero religión y angustia se enlazaron siempre de una manera u otra como pocas dimensiones humanas lo pudieron hacer.
Ahí están para demostrárnoslo numerosas representaciones religiosas cristianas que nos hablan directa o indirectamente de ellas y de su liberación, Vírgenes llamadas de las Angustias, como también llamadas de la Esperanza. Cristos de pasión y dolor, de angustias en Getsemaní o que vence a la muerte y aligera yugos y cargas pesadas y da descanso para el alma. La religión se ha presentado siempre a los hombres y mujeres como una vía, probablemente la más esencial, de liberación de la angustia.
 
 

  1. La angustia, nuestra compañera

 
Porque la angustia constituye un factor connatural de la condición humana de todos los lugares y de todos los tiempos. Vivir, desde el mismo acto de nacer, supone atravesar situaciones de angustias y, de modo esencial también, vivir es luchar permanentemente contra ella. La angustia revela la limitación humana que nos constituye, la impotencia frente a una realidad externa e interna que nos desborda de modo abrumador, a veces.
De una parte, nuestro débil Yo se ve confrontado a manejarse en una realidad exterior que, tantas veces, le hace sentirse desorientado y perdido. Las fuerzas de la naturaleza le amenazan, la relación con los demás puede tornarse también igualmente desconcertante o peligrosA, la enfermedad, la indigencia material y, siempre, el fantasma de la muerte constituyen elementos de tal intensidad ansiógena que, con frecuencia, nos empequeñecen o nos impulsan a utilizar mecanismos de negación que aminoren la angustia y nos hagaN tolerable el vivir.
De otra parte, existe todo ese mundo oscuro de nuestro interior más desconocido que, a veces con demandas explícitas y otras con simples movimientos que se escapan a la conciencia, sitúan al Yo en una situación de peligro y debilidad. Emociones que desbordan, reclamos que el Yo se ve imposibilitado de satisfacer, deseos que en su misma magnitud alertan como una amenaza intolerable. Nuestros sueños son, a veces, las rendijas por donde todo ese mundo interno apenas se nos deja ver a la conciencia.
Y todavía, como tercer campo de amenaza y angustia para nuestro Yo, la conciencia o la «inconsciencia» moral en sus aspiraciones ideales y prescripciones, a veces también tan oscuras y amenazantes, tan racionales y sensatas, en ocasiones, y tan irracionales también, como de modo paradigmático pone de manifiesto el neurótico obsesivo con sus escrúpulos de conciencia. El sentimiento de culpa, sin duda, constituye igualmente una fuente de angustia que, en ocasiones, llega a ser auténticamente paralizante.
 
 
Así, pues, las fuentes de angustia nos circundan desde fuera y nos inundan desde dentro. El mismo sobrevivir constituye una fuente de angustia, la más primaria sin duda, para buena parte de la humanidad (quizás olvidada en nuestros planteamientos primermundistas). Ser o no queridos, valorados o rechazados, sostenidos o abandonados fue angustia primera en nuestra vida, permaneciendo por siempre (más o menos disimulada) como un estrato profundo de nuestro ser.
El sexo, sin duda, es también motivo importante de angustias conscientes y más aún inconscientes en nuestro interior. El odio, la rabia, la hostilidad que podemos ver en otros o que nace de nosotros mismos asusta y angustia de un modo que, en tantas ocasiones, tiene que camuflarse con más bellos ropajes y racionalizaciones. El vacío de arrostrar la vida desde nuestra ineludible soledad, de diseñar un futuro que no encontramos escrito en ningún texto sagrado ni profano, el «miedo a la libertad», está ahí como un reto tan difícil que, con frecuencia, pretendemos evitar, aun a costa de las más profundas alienaciones. Y la muerte…, probablemente el rostro que se esconde detrás de todas las demás angustias y que, por ello, es objeto de las mayores resistencias, de las negaciones más rotundas, de las aventuras también más nobles y ejemplares.
 
Angustias, pues, inscritas en nuestra condición y a las que tanto de bueno y de malo le debemos. Todo ello además —no conviene nunca olvidarlo—, sin contar siquiera las angustias, (ansiedades prefieren llamarlas) que desde una mera inestabilidad química pueden desencadenarse en nosotros, al margen de lo que consideramos más específicamente humano.Error de percepción, sin embargo, porque no deberíamos de olvidar que humano es también que nuestro modo de ver y sentir el mundo tenga que ver con deficits o superávits de sustancias químicas generadas por nuestro Sistema Nervioso. Por más que esto nos resulte, de una manera u otra, como una intolerable herida a nuestro narcisismo.
 
Pero tampoco podemos olvidar que en buena medida estamos construIdos desde la angustia. Nos vamos desarrollando, fortaleciendo e integrando en buena medida también gracias al enfrentamiento, a la lucha y a la defensa frente a la angustia. Cada cual con sus éxitos y fracasos. Cada cual con su arquitectura singular en los modos de elaborar, de manejar, de canalizar y de sacarle o no partido a ellas.
Hay quienes se anegan de inmediato ante una mínima circunstancia exterior y quienes, desde unos peligrosos sentimientos de omnipotencia, niegan el poder del peligro real y sucumben por un déficit de angustia. Quienes se turban ante el más mínimo deseo impuro o peligroso que sienten nacer en su corazón y quienes son capaces de autodestruirse por la incapacidad de situar unas convenientes barreras a sus pulsiones. O los que se ven de inmediato sumergidos en la angustia de la culpa persecutoria y autodestructiva frente a quienes, desde una frialdad moral enferma, son capaces de dañar sin ninguna señal de alarma que les haga retenerse o reparar el daño hecho.
 
 
La construcción de defensas frente a la angustia constituye una tarea de una dificultad considerable, a la que todos nos vemos confrontados y que se encuentra en la base del éxito o del fracaso de la estabilidad personal de cada uno. Todos necesitamos de esas defensas para sobrevivir, para no sentirnos inundados y paralizados por la angustia. Y, al mismo tiempo, tampoco podemos pretender eliminarla de raíz, pues también cierto nivel de angustia, se ha comprobado, es fuente de actividad, de creatividad y de progreso.
El problema, pues, reside en los modos y tipos de defensas, más racionales o insensatas, más costosas o rentables que acertemos a utilizar para componer nuestra andadura. A veces hay que saber taparse los ojos para no ver algo que nos paralizaría por falta de fuerzas suficientes para arrostrarlo. En otros momentos, sin embargo, será obligada la tarea de reducir racionalmente una angustia que nos paraliza y nos desenfoca la realidad que tenemos que acometer (la que a muchos sujetos les desencadena el acudir al dentista o subir a un avión por referirnos a algunas de las más prototípicas).
Tendríamos que preguntarnos, incluso, si los objetos de nuestras angustias son originales o son falsos objetos angustiantes en los que desplazamos y condensamos ansiedades que tienen en otro lugar su origen. Así, sucede, como bien sabemos en las fobias de cualquier tipo: ni es el ascensor ni la plaza lo que de verdad causa la angustia del claustrofóbico y el agorafóbico. La casuística sería infinita y no corresponde ahora el entrar en ella. Baste tan sólo como indicaciones paradigmáticas de la complejidad del tema que traemos entre manos.
 
 

  1. La religión frente a la angustia

 
Probablemente la religión nació (al menos en buena parte) como reacción a una angustia fundamental: la de la muerte de los seres queridos que, de rebote, nos situaba frente a la nuestra. El culto a los muertos aparece así como el primer signo de religión. Y desde entonces, la creencia religiosa no ha podido separarse de la muerte. No se lo hemos permitido. En ella el ser humano sigue encontrando un alivio esencial para la mayor herida narcisista de todas cuantas la vida nos infringe. Los soldados en peligro de muerte rememoran oraciones casi olvidadas, enfermos de gravedad acrecientan su religiosidad y los ancianos, cuando más lejos llegan en su vejez, más tienden a creen en la vida eterna.
 
También frente a otras fuentes de angustia, la religión ha jugado y sigue jugando un papel fundamental. Mediante las representaciones de la divinidad, ella nos ofrece un amparo que calma ansiedades primitivas de rechazo y abandono. Frente a las angustias reales que se movilizan en nuestra pequeñez e impotencia nos ofrece auxilio y protección. Frente a la irrupción de nuestros deseos más peligrosos y amenazantes nos ofrece una moral que, introyectada, pone límites y contención. Ante la desorientación y el vacío de cara al futuro incierto la religión ofrece unas finalidades y unos proyectos que organizan el comportamiento y le confieren un sentido. En definitiva, la religión se ofrece siempre como uno de los poderes más eficaces para enfrentar, aliviar, manejar y hacer desaparecer la angustia.
 
 
Pueden poseer, sin embargo, una significación muy diversa esas soluciones que la religión ofrece con el objetivo de solventar el problema. Las defensas que proporciona para combatir la angustia pueden poseer un carácter sano y propulsor de la personalidad o también un carácter infantilizante y generador de conflicto.
Puede, por ejemplo, garantizar unos cauces para canalizar convenientemente la energía del sujeto propiciando mecanismos de sublimación que liberan sus capacidades afectivas, contribuyendo así a su expansión y desarrollo. Puede también ofrecerle unas referencias cognitivas mediante las cuales la persona organiza su vida confiriéndole una significación. Siempre le ofrece también un sistema simbólico y unos rituales que contribuyen a organizar los momentos más decisivos de su existencia (nacimiento, paso o iniciación a la vida adulta, pareja, enfermedad, muerte). Igualmente puede contribuir a su integración social, no sólo mediante esos rituales y sistemas simbólicos, sino también ofreciéndole agrupaciones en las que sentirse formando parte de un entorno humano amplio y saludable.
 
Pero, como en la vida de los individuos, también la religión puede venir a poner en marcha unas defensas que vengan a distorsionar el desarrollo y madurez de la persona. Ella puede ofrecerse como instrumento para la represión y el aliento del conflicto psíquico y la neurosis. Es la religión que se presenta como agente de control policial de cara a los deseos y pulsiones vitales de la persona. En sujetos predispuestos a la angustia ante sus propias potencialidades instintivas, la religión puede convertirse en un cómplice de primer orden para reprimir y yugular lo temido por intensamente deseado. El aliento de los componente obsesivos y compulsivos ha aparecido siempre como uno de los capítulos más negativos que la experiencia religiosa ha venido a desempeñar en la vida de muchos sujetos.
 
Sin llegar a esos extremos, la religión puede también ofrecerse para calmar y eliminar angustias que el sujeto debería enfrentar como condición de su crecimiento y adultez personal. Es la religión de las respuestas fáciles a los enigmas de la vida, de las promesas fantasiosas, del ofrecimiento de una especie de «mundo al revés», donde se hace posible todo aquello que la realidad niega. Es igualmente la religión que pretende la mágica eliminación los sentimientos de culpa, en lugar de enfrentar al sujeto a una tarea de discernimiento personal en el que se haga capaz de averiguar y declarar su culpabilidad o su inocencia.
 
Todavía, puede la religión impulsar unos mecanismos de defensa frente a la angustia mediante unas ortodoxias defendidas compulsivamente como remedio a la inquietud que genera la diferencia y la alteridad. Las tentaciones fundamentalistas, a veces fanáticas, han encontrado siempre su mejor caldo de cultivo en los ámbitos de absoluto que caracteriza a la experiencia religiosa. Ellos han sido entrevistos desde la psicología de la religión como medios eficaces de eliminar angustias muy primitivas.
 
 

  1. Angustias de hoy

 
Cada época posee sus propias angustias y cada época también tiene sus modos peculiares de enfrentarlaS y de procurar su alivio o resolución. Las angustias básicas del ser humano se configuran así socialmente según unas coordenadas particulares de cada tiempo y lugar. Los mecanismos de defensa también se elaboran dependiendo de la diversidad de factores que determinan todo el enTramado socio-cultural.
 
 
Frente al ámbito de la sexualidad, por ejemplo, las angustias emergentes en nuestra sociedad occidental tienen que ver con el derrumbe de unos modelos firmemente estructurados hasta no hace mucho. Pocas dimensiones de la vida han visto una transformación del calado como la que se ha producido en este campo. Baste pensar en las repercusiones que ha tenido en los modos de vivirse la sexualidad un factor, por otra parte tan ajeno a cualquier planteamiento ético o religioso, como es el del alargamiento de la vida. En razón de esta variable, la vivencia de la pareja ha tenido necesariamente que modificarse. Eran muy escasas las posibilidades de celebrar unas bodas de oro hace un siglo. Hoy día se multiplican de modo considerable. Todo lo cual trae consigo que la vida sexual de una pareja pasa a ser comunicación e intercambio mucho más que procreación. Pensar además en comprometerse a una vida de pareja única e indisoluble que puede durar cincuenta o sesenta años genera en muchos jóvenes una angustia que no cabía pensar a comienzos de siglo.
 
El modelo de familia se transforma también debido a variables diversas. El paso de una sociedad agrícola y campesina, donde la estructura familiar era bastante amplia (y en la que las relaciones no se fundaban tanto en la comunicación interpersonal como en motivaciones socioeconómicas) a una industrial y urbana, reducida casi con exclusividad a las relaciones entre la pareja y los hijos, ha traído también consigo modificaciones esenciales en los modos de vinculación del entramado familiar. Junto a toda otra serie de factores, el resultado es que la familia tradicional se desestructura, se transforma en sus roles y funciones, se rompe con bastante facilidad y genera unos sentimientos de desprotección, fragilidad y angustia que eran desconocidos hace no tanto tiempo.
 
El modelo de pareja se transforma igualmente desde una concepción patriarcal anterior a una basada en la igualdad esencial de los dos miembros. La angustia, por ejemplo, que el varón experimenta hoy ante una imagen de mujer transformada de modo muy radical por la nueva conciencia de su género constituye un factor nuevo en las formas de la angustia. Probablemente no estemos, ademas, sino iniciando esa transformación. Me han hecho patriarca de una familia que ya no existe, exclamaba con desesperación un personaje de la película de Marco Ferreri «La última mujer» ante la angustia de no acertar nunca a comprender la relación con su compañera.
 
De hecho, las relaciones sexualidad-ley que en cualquier tiempo y cultura han sido necesarias, se transforman igualmente de un modo que obligan a los individuos a plantearse sus posiciones al respecto con una evidente carencia de modelos y pautas a seguir. En ocasiones también, las personas (particularmente las más jóvenes) se ven presionadas ambientalmente a seguir modelos nuevos que se imponen y para los cuales no estaban preparadas por su educación previa. Todo ello conduce, con frecuencia, a situaciones de una enorme intensidad ansiógena.
 
Frente a las nuevas ansiedades, nuevas defensas. Quizás, en torno a la sexualidad, la más común sea la de pretender despojarla de sus significaciones más profundas, oscuras e inquietantes para convertirla en un mero comportamiento más o menos irrelevante que, además, pretende ser explicado mediante unas teorías de corte mecanicista y, sobre todo, de apariencia científica. Se olvida lo que de modo tan bello expresó P. Ricoeur: Finalmente, cuando dos seres se abrazan, no saben lo que hacen; no saben lo que quieren; no saben lo que buscan; no saben lo que encuentran. La doctora Ochoa, en sus conocidos programas de televisión de hace unos años, no parecía participar de la misma opinión. La sexualidad se enfocaba allí, como en tantos lugares de hoy día, como una cuestión de técnicas más o menos complejas y nada más. Es la mejor expresión de la defensa contemporánea frente a ese campo que siempre, de una manera u otra, consciente o inconscientemente, nos asusta.
 
 
Las relaciones interpersonales se ven también marcadas por una atmósfera de agresividad y competitividad creciente en la medida en que los modelos de triunfo social y económico se sacralizan progresivamente en una sociedad que se convierte en un inmenso mercado y poco más. Hay que triunfar y mostrar ostentosamente los signos del triunfo, configurados previamente en el imaginario de todos a través de la publicidad y de los medios de comunicación social. La angustia de no llegar suficientemente, de no estar entre los empresarios y ejecutivos agresivos que dominan el mercado, la amargura por ver a los otros subir y avanzar, la amenaza de la pérdida del trabajo y del paro sumergen a más de uno en una ansiedad que, o bien dispara una violencia contra ese sistema, o bien acaba hundiendo al sujeto en la depresión y la angustia. Esa sociedad, además, que genera, estimula y alienta la agresividad como comportamiento, hipócritamente la condena con moralinas baratas. Pocas veces se expresó mejor ese doble mensaje como en las películas «La naranja mecánica» de Kubrick o en la más reciente «Tesis» de Amenabar.
 
La muerte como emblema de las mayores angustias se multiplica ante nuestros ojos, pero, al parecer, con una intención: la de abaratar a toda costa la angustia que genera. ¿Cuántos asesinatos podemos ver en una típica película americana de acción?, ¿cuántas muertes cuando nos televisan en directo desde la guerra del Golfo, de Bosnia o Kosovo? Parece como si se tratara de un medio de desansgustiarnos ante ella, convirtiendo en película una realidad que nos espanta. Como en tantas otras cosas, no vivimos en contacto con la realidad, sino con una imagen de ella.
 
Y la libertad, fuente permanente de miedo y ansiedad, vive hoy momentos especiales también. Ante un horizonte vacío de proyectos colectivos en eso que llamamos la post-modernidad, la libertad produce vértigo. Están muy claras las «libertades de» que hay que conquistar. Pero está oscuro y vacío el horizonte de «libertades para» por las que empeñarse. El paisaje se desdibuja sin referencias. Top-Models y futbolistas parecen ser los grandes héroes sociales que se perfilan en nuestro panorama como únicos modelos que alcanzan relevancia. El individualismo, el abuso con el tema de la autoestima, la búsqueda obsesiva del bienestar y la salud psíquica y corporal, etc., se convierten en un refugio solipsista y egocéntrico para una angustia que no sabe adónde ir. El remolino del narcisismo acaba engulléndolo todo.
 
 

  1. Las trampas de la religión frente a la angustia

 
Ya hemos visto cómo la religión nos aparece como una vía privilegiada en la que la angustia ha encontrado siempre, con mejor o peor acierto, un lugar para aliviarse. También hoy la religión cuenta con el favor de muchos en el empeño por encontrar salida a la angustia. A pesar de la tan cacareada secularización, la experiencia religiosa sigue manteniendo una vigencia y una capacidad de transformación que ya querrían para sí otras dimensiones sociales. Y en ella, la angustia se sigue enfrentando con mejor o peor acierto.
 
 
Especialmente significativos en el tratamiento de la angustia moderna son los movimientos religiosos emergentes, no siempre identificados como tales y camuflados, a veces, en parámetros desprovistos de explicitaciones sacrales. Así parece, por ejemplo, en todo ese movimiento de la «New Age» que, en fronteras poco delimitadas con determinadas psicologías transpersonales o humanistas, propone la vía mística en diversas modalidades y con trasfondos teóricos diversos. Lo mismo que en la proliferación de espiritualidades de corte oriental malamente digeridas y aderezadas con grandes gurus e, incluso, estrellas de Hollywood. Como en tantas otras ocasiones a lo largo de la historia, comprobamos además que el pensamiento mágico, el iluminismo, y las fantasías mitológicas más infantiles pueden coexistir con una alta preparación en otros terrenos intelectuales, profesionales o sociales. Es una religiosidad con alergia a cualquier dimensión institucional y a cualquier exigencia ética en materia de compromiso social.
Es una religión para el consuelo. El trasfondo regresivo se pone en evidencia desde una óptica psicoanalítica. La unión con el todo, la conciencia cósmica, la inmersión en el universo, etc., tienen el efecto de proteger, como en una especie de seno materno, de toda eventualidad y amenaza procedente del exterior. La angustia se reduce mediante la regresión imaginaria. A veces, el fracaso en el intento desemboca en la adoración del tranxilium, como único remedio a una ansiedad que no quiso ser reconocida y se disfrazó de mística y espiritualidad.
 
También dentro del marco más institucional la angustia puede ser atendida. En ocasiones, en parámetros no muy lejanos de los anteriores, en cuanto que el lenitivo de la ansiedad viene también por la vía regresiva de la pura emocionalidad y la exaltación más o menos pseudomística. El reavivamiento de determinados grupos carismáticos en el seno de la Iglesia parece tener como uno de sus motivos más importantes esa búsqueda de cobijo a la angustia de vivir a la intemperie.
Junto a la atmósfera post-moderna que desmitifica la razón y exalta la sensibilidad y la onda involutiva eclesial de los últimos años, todo ha venido a propiciar un debilitamiento de las dinámicas más críticas y proféticas que caracterizaron a muchos cristianos de los años sesenta. Estaríamos viviendo así, el «retorno de lo reprimido», la venganza de una espiritualidad que desatendió peligrosamente toda dimensión más personal, emocional, afectiva, ritual y simbólica y que ahora anda fascinada en la búsqueda de lo extraordinario.
En América Latina, desde donde esto escribo, este tipo de religiosidad, cercana a la de tantas sectas evangélicas,cuenta con un poderoso motor: la situación de angustia que necesariamente emerge ante la pobreza, la injusticia, la corrupción, etc. En este tipo de grupos se puede encontrar entonces una posibilidad de estar juntos, de ser protagonista, de experimentar un gozo que la vida parece negar. Pero el precio es muy alto. Fácilmente ese alivio de angustia es a costa de alentar la resignación y la conformidad con lo que está clamando justicia. Es una religiosidad también para el consuelo y menos problemática que se deriva, por ejemplo, desde una teología de la liberación.
 
Cabe otro modo de defensa frente a la angustia dentro de la religiosidad más institucionalizada. Justamente la que la institución puede garantizar más directamente: la de la ortodoxia dogmática y moral. En personas inseguras es muy grande la tendencia a ampararse con la solidez y firmeza de lo institucionalmente establecido. La seguridad les viene de fuera y la angustia que nace de su propia singularidad se reduce.
 
 
Tal como indicaba más arriba, fanáticos y fundamentalistas parecen, en efecto, poseer una estructuración de personalidad muy débil. El dogma y la ley les ofrece entonces una especie de seguridad fetiche, que en el caso del fanatismo puede conducir incluso a la negación de toda alteridad y a la persecución de toda diferencia. En el fondo, es una angustia muy profunda la que la alteridad provoca en ellos. En el fundamentalista, en menor grado, la idea oficial y la norma le garantizan también el fundamento del que carecen. El integrismo, en otro grado y modalidad, proporciona una integración de lo que se vive como angustia de dispersión de sí. Son tentaciones de la religiosidad contemporánea, particularmente en el seno de los grandes monoteísmos.
 
Sin llegar a estos extremos, es un hecho que en muchos sujetos y grupos cristianos la doctrina y la moral religiosas les conduce a mantener lo que se ha llamado una «mentalidad cerrada», es decir, una mentalidad poco predispuesta para abrirse a la complejidad de lo real y que busca en la experiencia religiosa límites y seguridades para sustentarse.
En un estudio reciente que hemos realizado conjuntamente José Luis Trechera y yo sobre la relación entre creencia religiosa y mentalidad abierta o cerrada se aprecia con claridad este fenómeno. La creencia religiosa favorece mentalidades más cerradas y ensimismadas y con tendencia a mostrar una menor tolerancia frente a la diversidad en política, moral u en otras dimensiones de la vida social. Una importante cuestión para la catequesis se plantea evidentemente desde aquí.
 
 

  1. La fe cristiana frente a la angustia

 
Todo conduce a replantearnos el tipo de experiencia religiosa que, de cara a las angustias actuales, es necesario favorecer. Se trata de qué modo podemos operar favorablemente en el manejo de la angustia, sin caer en las trampas de aliviarlas infantilmente mediante socorros maternales o de encubrirlas mediante el recurso a seguridades externas, dogmáticas o moralistas.
 
La primera tarea, pues, será la procurar una «educación y catequesis para la realidad». Una catequesis que se detiene en el análisis del entorno sin obviar todo lo que tiene de complejo, de conflictivo, de injusto y de contradictorio. No se trata, por tanto, de proteger, adormecer y embriagar con cantos e intensas celebraciones emocionales, ni de reasegurar con ideas y normas con las que escudarse frente al relativismo y a la fragmentariedad de nuestra cultura.
La realidad a la que Dios nos convoca para transformarla en Reino de Dios es dura, injusta, engañosa, manipuladora, compleja y desconcertante. Pero ella es el único lugar en donde Dios quiere hacerse presente y visible a través de nuestra presencia. La Jerusalén celeste a la que aspiramos pasa por la Roma pagana. Hoy pasa por el Nueva York de Wall Street, por el Pentágono y la CIA, por Kosovo, por los nacionalismos violentos, por el fanatismo religioso, por el pensamiento único, por el capitalismo, el liberalismo y las reglas salvajes del mercado, por la manipulación del sexo, por la devastación de la naturaleza…
No hay otro lugar adonde dirigir el dinamismo de la fe cristiana. La catequesis que pretenda obviar esta película terrible de nuestro mundo se hace cómplice de lo ilusorio y del manejo infantil de la ansiedad.
 
 
En la «catequesis para la realidad» tiene que dejarse ver también cómo, a pesar de todo, en ese mundo late el Espíritu de Dios y, a través de muchos hombres y mujeres, pugna por crear una esperanza, una solidaridad entre los seres humanos, una fe en la utopía de un Reino digno de Dios y de su familia humana.
Tan sólo contagiando esta confianza básica que proporciona la fe, la angustia no alcanzará unos niveles intolerables que desestructuren o impulsen al abandono. A contracorriente de los aires post-modernos se hace necesario proclamar el gran Proyecto y el gran Relato de la Historia de la Salvación.
El canto, el sentimiento, el símbolo y la celebración tendrán también un lugar en nuestra catequesis: ellos expresarán la confianza, el gozo de no sentirnos solos en el proyecto y, al mismo tiempo, nos estimularán dinamizando la lucha que ese proyecto implica.
 
Jesús seguirá siendo nuestro modelo en el enfrentamiento de una realidad injusta hipócrita y despiadada, así como en los modos de abordar el problema de la angustia. No se refugió en el desierto de los esenios, ni cayó en la desesperación de los zelotas. No se amparó en la religiosidad oficial de los sacerdotes del templo, ni en el respeto a la ley de los fariseos, ni en la doctrina de los letrados. No se presentó como una maestro de la ascética y la renuncia, ni consideró los comportamientos sexuales como el asunto de más trascendencia en las relaciones del ser humano con Dios. Tampoco creó un «grupo de espiritualidad» para el progreso en la experiencia mística y la virtud.
 
Eliminó la angustia del pecador y del que se sentía separado de Dios y de los otros a causa de su culpa. No huyó de la violencia que progresivamente se le oponía, ni se asustó de la indignación y la rabia que en algunos momentos veía nacer en su corazón. Enfrentó su angustia, la de su libertad y la de un proyecto utópico que parecía derrumbarse estrepitosamente. Le plantó cara a su realidad hasta sudar sangre en una radical soledad ante Dios y supo superar la tentación de reclamarle como poder que se impusiera aniquilando mágicamente los motivos de su angustia. Su fe no le libró de ella ofreciéndole parapetos y tapaderas. Más bien le confirió la fuerza y la confianza para mantenerse firme en la manifestación de un Dios desconcertante en la radicalidad de su misericordia. En Getsemaní, en un mar de angustias, comprendió que su fidelidad pasaba por la entrega total y que en ella tenemos la única fuerza y único poder en el que Dios se expresa.
 
Si la angustia es de modo muy esencial angustia por la muerte y expresión a la vez de ella, la catequesis sólo podrá ofrecer un vehículo eficaz para contrarrestarla, manejarla y vencerla mediante el dinamismo del amor. Un amor lúcido, y no bobalicón, que abre los ojos a la terrible complejidad de lo real. Un amor que, porque nace de las entrañas y no de una mera ideología, genera ayuda, compasión y solidaridad. Un amor valiente que, porque sabe que la realidad es estructuralmente injusta, denuncia y profetiza en favor de la vida. Un amor confiado que sabe que mediante él se está haciendo realidad la Vida que vence a la muerte, la esperanza que triunfa sobre la angustia. n
 

Carlos Domínguez Morano

 El estudio de próxima publicación se centra en tres edades y períodos formativos diferentes: primer curso de bachillerato (14-15 años), estudios preuniversitarios COU (17-18 años) y tercer año de Universidad (20-22 años), con una muestra es de 714 sujetos, seleccionados entre alumnos de colegios de enseñanza religiosa privada (57% de hombres y 43% de mujeres).