Lo llaman, eufemísticamente, la cultura del botellón, pero, en sentido estricto, nada tiene de cultura, ni en sentido etimológico, ni en sentido lato…
Se aglutinan en una plaza, beben sentados en la cera, toman éxtasis, se emborrachan, vocean, ríen y, en ocasiones, se empujan, se agreden mutuamente, molestan gravemente a los vecinos y vulneran su derecho al descanso, derecho reconocido ya en la Declaración de 1948. Como consecuencia de ello, una alfombra de cristales y de residuos de todo tipo copa toda la calle horas después y el ayuntamiento de turno tiene que doblar el servicio de limpieza para poder reinventar, de nuevo, la calle y resucitarla de la mugre que cubre. Lo llaman cultura, pero es la expresión más nítida de la barbarie, del vandalismo, de la crisis del civismo y del descalabro de lo que algunos han venido a llamar la ética mínima.
También es la expresión de un fracaso educativo, porque esas manadas de jóvenes no proceden del mundo del trabajo, del almacén o del taller, tampoco del ámbito rural. No provienen, tampoco, de familias socialmente desestructuradas o del ámbito de la marginación. Son el fruto de nuestro sistema educativo, el producto de un mundo que ha dimitido de sus responsabilidades.
La gran mayoría de ellos han sido escolarizados, se han arrastrado por las aulas hasta los dieciséis años en las instituciones educativas a cargo del erario público y, sin embargo, no han integrado en su ser las normas elementales de respeto al prójimo, de cortesía y de buena educación, de cuidado respecto al propio cuerpo, de civismo fundamental. Son el resultado de un fracaso, de un estrepitoso fracaso que afecta a todos, pero, principalmente a sus padres. Han vegetado en las aulas y, aparentemente, han progresado adecuadamente; muchos de ellos, ya están en bachillerato y en universidad. El botellón es, por un lado, la expresión de un fracaso educativo, pero, por otro, el síntoma de un mundo decadente.
No soy partidario de diagnósticos apocalípticos, pero la ingenuidad del analista que mira con complicidad un fenómeno de tales características, con condescendencia y casi con nostalgia, me parece una frivolidad. La cuestión no se resuelve acordonando la zona, mandando a miles de guardias urbanos y de policías para entorpecer el encuentro. Ni siquiera llega a ser una medida disuasiva, sino todo lo contrario: promete bronca, espectáculo y, además, en caso de carga policial, siempre habrá alguna alma en pena que convertirá a los jóvenes en víctimas propiciatorias del sistema capitalista y neoliberal. Seamos serios por el amor de Dios.
Con todo, el fenómeno del botellón no es baladí. Responde a la necesidad de reunirse, de cultivar la vida social, de establecer vínculos y relaciones. Hasta aquí, ningún problema. Pero hay algo más en el fondo de este fenómeno. Aparentemente tiene la forma de fiesta, pero no es una fiesta en sentido estricto, ni siquiera una forma civilizada de ocio, sino un puro mecanismo de evasión, de salida, de escape. La fiesta, en el sentido más noble del término, es una conmemoración de la existencia, del gozo de vivir, requiere de comunidad, de lazos, de gusto por la vida. El botellón es un mecanismo de evasión de la nada, del absurdo, de un mundo sin futuro.
En el fondo, es una expresión del gregarismo humano, cuyo fin solamente sólo consiste en desaparecer del mundo, en fugarse de la existencia a través de fármacos que catalizan este viaje hacia ninguna parte, a esta aparente felicidad que solamente es una provisional estado de bienestar que estúpidamente se identifica con la felicidad. Necesidad de olvidar, de marcharse, de salir de un mundo que no gusta, que carece de sentido. Emborracharse, drogarse, volar, desaparecer de una realidad hostil. El botellón es, en este sentido, uno de miles mecanismos de evasión que se expresan en nuestra cultura.
Antes los jóvenes se manifestaban por las calles para defender sus derechos, para transformar la universidad, el mundo del trabajo, la sociedad, se congregaban para luchar contra la injusticia, para hacer realidad la utopía. Hoy, apenas saben cómo se escribe Marx, Engels, Proudhon, SaintSimon, Fourier. Algunos pequeños grupos utópicos todavía tienen valor para vindicar una sociedad alternativa, pero la gran masa invade las calles y las plazas a altas horas de la madrugada para desaparecer, durante unas horas, de un mundo hostil y pétreo que no da salidas, donde resulta imposible hallar algún sentido.
Se impone la tarea de articular una pedagogía del sentido en los ámbitos educativos formales, de enseñar a amar la vida y a respetarla. No basta con transmitir conocimientos, habilidades y actitudes.Resulta necesario presentar narrativas de sentido, ideales para los que merezca la pena luchar, trabajar, esforzarse. El vacío es el gran enemigo. La experiencia de esta nada en la interioridad resulta insoportable. De ahí la necesidad de salir, de evadirse, de expulsar fuera de sí a esta nada que corroe por dentro.
Vivimos en un mundo aparentemente feliz, pero el nihilismo está ahí, latente, escondido y, en ocasiones, aflora a la superficie. Este criptonihilismo requiere de mecanismos de evasión y de distracción. Sólo la educación puede salvarnos de tal desafío. Nada más. Pero para ello, debemos revisar con hondura cómo educamos y qué ideales y horizontes de sentido presentamos a las generaciones venideras. La tarea que se nos presenta puede calificarse de titánica.
20/03/2006