¿”BROTES VERDES” DEL REINO AQUÍ Y AHORA?

1 marzo 2010

José Luis Segovia Bernabé
Instituto Superior de Pastoral-UPSA Madrid
  
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
José Luis Segovia se acerca los signos de los tiempos (¿brotes verdes?), con una mística de ojos abiertos, para escrutar el espesor de la realidad. Opta por una actitud profética que no se deje engañar ni por mirar optimismos  infundados, ni por pesimismos escépticos. Hay razones para la esperanza. El autor ve con esperanza la presencia de muchos cristianos convencidos de su fe, ésta es una gran oportunidad para la Iglesia. Hoy la Iglesia está más repleta de buena gente que nunca. Continua, el autor, reconociendo una solidaridad indolora que nos aleja uno de otros. Nos hace falta más ‘caridad política’. El mundo de la marginación está repleto de ejemplos de bondad natural. Todavía hay quien apuesta por la acogida y la hospitalidad. Sólo una radical apertura al mundo y a los otros como lugar de Dios, desde el no poder, nos permitirá en algunos casos detectar señales de la primavera de su presencia.
 

  1. “Ya han muerto nuestros padres y…¡Todo sigue igual!” (2 Pe 3,4)

Las cosas no cambian como quisiéramos y, a veces, en un mundo sometido a dinamismos vertiginosos, no sabemos si avanzamos o si retrocedemos. “La vida sigue igual” aseguraba la canción del verano de hace varios lustros. Se comprende entonces que retazos de esperanza sean perentoriamente buscados y reclamados. Recientemente,  el mundo político  ha acuñado la expresión “brotes verdes” para tratar de persuadir a la ciudadanía de que la crisis económica en que nos vemos sumidos desde el 2008 empieza a remitir.  No es ahora cuestión de rebatir la objetividad de esa apreciación tan desmentida por la tozudez de los hechos y, sobre todo, por las cifras de parados. Los falsos profetas siempre han tratado de consolar al pueblo con fatuas promesas (“trafican con vosotros con palabras engañosas” 2Pe 2,3) y le impedían tomar conciencia de su pecado y de su responsabilidad. Los verdaderos profetas, por el contrario, confrontaban al pueblo con la dureza de la realidad pero, a su vez, trataban de de impedir su asfixia en la culpa o el desánimo. A lo peor, el buen Dios siempre abría un portillo a la esperanza, sobre todo perceptible por los pobres de Yahvé y los que tenían poco que esperar y mucho que desesperar. De hecho, es conmovedor descubrir cómo las páginas más rebosantes de esperanza de la Sagrada Escritura están escritas a partir de los contextos más naturales para el desespero: la penosa experiencia del éxodo, las despiadadas del exilio o la deportación, las feroces persecuciones e incluso el martirio.  La crueldad de las condiciones históricas no impide al autor sagrado descubrir la fuerza vigorosa del despliegue del amor de Dios en la vida, en la historia y en lo más humanizante de ella. Es verdad que a veces -demasiadas- aparece rubricado con la sangre, siempre con el sudor y muchas veces con las lágrimas; pero, esas, paradójicamente, son señales indiciarias de la autenticidad del hallazgo.
No hay otro lugar para descubrir la huella de Dios que la propia vida en su más amplia extensión. Para Dios no hay paréntesis en la historia, ni zonas de sombra opacas a su providencia. Siempre escribe en presente continuo: el aquí y  ahora es el tiempo de Dios, con su irrefrenable vocación de futuro abierto. Por eso, en la búsqueda de “brotes verdes”  hemos de evitar tanto el riesgo de los falsos profetas -edulcorar un presente duro y bastante opaco a Dios y a cuanto humaniza la vida-  como el de caer en un pesimismo existencial que nos torne escépticos y nos incapacite para ser portadores realistas (porque cargamos con la dureza de la vida) de la Buena Nueva de Jesucristo. Este es, crucificado y resucitado (las dos cosas en íntima comunión) y, en último término, nuestra Gran Esperanza, la que siempre desborda y posibilita al tiempo nuestras realizaciones y nuestras pequeñas esperanzas.
Sabemos bien que, en esta búsqueda de señales de su Espíritu, “lo nuestro”, a la postre,  no consiste en otra cosa que dar Buenas Noticias de parte de Dios a quienes las reciben malas de parte de la vida,  la injusticia y el sufrimiento. De ahí que, mirando “desde las bajuras”, nos aprestemos a descubrir “brotes” – la Gaudium et speslos llama “signos de los tiempos”- que aseveren que lo del Reinado de Dios en la historia no es una frase hecha, sino que nuestro Dios sigue dejando el rastro silente de sus huellas aunque nunca las imponga con evidencia incontestable. Quizá nos faltan ojos para detectarlas; de ahí la necesidad de una “mística de ojos abiertos,” capaz de escrutar el horizonte, de ir más allá de las apariencias y de bucear en “el espesor de la realidad” para descubrir en ella los brotes de una vida que se anuncia y que invita a creer y a esperar sin la profusión elocuente de señales que tanto nos asegurarían.  En esta búsqueda tan necesaria, se nos olvida, sin embargo, que es a la intemperie y en la desnudez de evidencias y señales donde se realiza el Reinado de Dios y donde se vive la experiencia más pura de la fe. Quizá porque es frecuente el olvido de que cuanto acontece en el mundo y en la humanidad tiene estatuto sagrado, o de que hay que unir más creación y salvación, Espíritu Santo y mundo secular. Es muy posible que por ello los pobres, los pequeños, los injusticiados -ajenos felizmente a estas cuitas teológicas-  estén en una situación privilegiada para barruntar con más claridad los signos que los sabios, entendidos y acomodados no aciertan a descubrir en la maraña de sus debates académicos. No es casual que, mientras en Occidente nos entreteníamos en preguntar (algunos incluso se empeñaban en contestar con precisión) nada menos que “qué hacia Dios en Haití”, allí, sin más, se juntaban espontáneamente a la intemperie para rezar a Dios mientras se afanaban en desescombrar, enterrar, curar y tratar de sobrevivir.
No estará de más, mientras buscamos desde abajo, estar prevenidos pues  “vendrán hombres burlones que dirán con sarcasmo: ¿dónde queda la gloriosa venida del Señor? Ya han muerto nuestros padres y… ¡todo sigue igual!” (2 Pe 3,4). Sin embargo, les contestaremos: “Cuando la higuera eche brotes, al verlo… el reinado de Dios está cerca” (Mt 21, 30-31). Note el lector que hemos puesto en cursiva algo que quiere destacar el evangelista: el hecho mismo de verlo es ya una señal de la irrupción del reino de Dios. Tratar de “verlo” es parte del acto de fe mismo.  Entonces, quizá no todo siga igual y la historia humana -que es la única que tenemos y en la que se desarrolla la historia de la salvación- sea un lento y ascendente avance, repleto, eso sí,  de zigzags en dientes de sierra, hacia el sueño de Dios. Si nos duelen los indudables retrocesos, es precisamente porque intuimos que hemos avanzado. Con sus ambigüedades, no hay más que contemplar, por ejemplo, los cambios en el papel social de la mujer, el reconocimiento de los derechos humanos de sucesivas generaciones (“piedra miliar en la historia de la civilización”, los llamó Juan Pablo II),  el estatuto transnacional de los derechos del niño, la aspiración a una justicia y a una paz planetarias o la preocupación por “la custodia de la creación”. Sin duda, aunque sea “enlutada” hay razones para la esperanza. Sin ella, como decía Péguy, “todo sería un cementerio”.
 

  1. “No echéis a perder lo que habéis trabajado” (2 Jn, 8)

Ya lo sé. La Iglesia es un signo, un auténtico sacramento de salvación de Dios, aunque no agote el Misterio de Dios ni las señales de su presencia en el mundo. Éste, en su totalidad, es el escenario de la obra providente de Dios y nada ni nadie -tampoco los ateos- son ajenos a su acción amorosa. Por eso, para un creyente, un “sin Dios” es conceptualmente imposible: puede estar ausente la fe, pero Dios jamás.  De este modo, a los no creyentes  no les habrá de faltar Dios, ni la capacidad de eticidad, ni el empeño humanizador del mundo, ni siquiera la espiritualidad. Pero volvamos a la Iglesia. Aunque a alguien pueda sorprender quiero empezar por ella como “brote verde”.  Lo hago pensando en la Iglesia aquí y ahora, no en la Iglesia que fue en tal o cual momento o en la que podría llegar a ser si todos sus miembros fuésemos mejores. Naturalmente no desconozco sus ambigüedades y sus pecados que, por otra parte, son los míos y los de todos los que la componemos. De ello se ocupan con holgura nuestros contemporáneos. No es necesario más que escuchar cualquier conversación en el tajo, en la cafetería o en determinados medios de comunicación para descubrir cómo sale parada la Iglesia… ¡a veces con un punto de razón y otras muchas con una distorsión tremenda!
A pesar de la que está cayendo dentro y fuera de ella, tengo para mí que estamos ante una de los mejores oportunidades en siglos para resultar realmente significativa y, sobre todo, para que la Iglesia haga “creíble” a Dios en un mundo bastante opaco a la trascendencia. Me explicaré. Salvada la Iglesia martirial de los primeros siglos, pocos momentos en la historia hemos tenido con  unos cristianos y cristianas tan libres y sinceramente convencidas de su fe como ahora. Los curas, religiosas y religiosos no seremos un dechado de virtudes, pero quienes hoy apuestan por estas formas de servicio eclesial pocas veces en la historia han tenido motivaciones tan claras, personalizadas y limpias. Los hermanos obispos podrán ser de esta o de aquella manera, con unas u otras manías,  pero no se puede predicar de ellos lo que tantas veces en la historia: que son corruptos, mujeriegos o aspirantes permanentes al poder temporal. Por supuesto, como en todo colectivo humano, siempre habrá excepciones. Pero pocas veces en tantos siglos ha dominado una línea general tan saludable. Es verdad que existen diferentes sensibilidades eclesiales, formas diversas de espiritualidad  y de encuadrarnos, a veces incluso contrarias. Convendrá no olvidar que la diversidad no es un mal en sí misma. Las primeras comunidades cristianas eran mucho más plurales que la imagen monolítica que se nos ha transmitido de ellas. Pero más allá de las manías y “pedradas” de cada cual, pocas veces en la historia ha habido tan buena gente como ahora en el seno de la Iglesia. Uno podrá ser del Opus Dei y otro de Cristianos para el socialismo, con divergencias importantes en muchas cosas, pero pocos momentos ha habido donde se pueda poner tan poco en duda la buena fe, la fidelidad a las propias convicciones y las realizaciones de cada cual. Por otra parte, la realidad de la secularización y la deshumanización que el hambre y la injusticia producen se han enseñoreado tanto de todo, que pocos discuten hoy que los grandes retos para todos los creyentes son cómo visibilizar a Dios y cómo combatir lo que sume en la miseria y niega su sueño sobre la humanidad. Y unos y otros hemos de reconocer con sencillez que hemos fracasado en ambos retos y  que nadie tiene la receta completa, a juzgar por la humildad que nos van imponiendo los logros tan limitados de las distintas pastorales. De todos.
Podremos divergir en los análisis y en las estrategias, en los llamados modelos de Iglesia, en las mediaciones y en todo lo que se quiera, pero nadie discutirá que es necesario poner en acto el papel humanizador del cristianismo para la vida de las  personas y para inyectar utopía y valores fuertes en la vida pública. Felizmente, la “opción preferencial por los pobres” ha pasado a formar parte del discurso oficial de la Iglesia y desde luego de su Doctrina Social, bastante desconocida, por otra parte, por el común de los fieles de una y otra sensibilidad. Naturalmente, a todos nos falta coherencia con los elevados listones del evangelio; por eso, los pecados de la Iglesia no son tan diferentes de los que cometemos sus miembros. Con todo,  una Iglesia sensible al sufrimiento humano y a los pobres -más allá de que el cura sea “calzado” o “descalzo” (o sea, vaya de clergyman o en vaqueros), pertenezca a la generación del Concilio o a la de los que lo consideran poco más que un dato histórico del siglo pasado- ocupada en visibilizar la mano larga del Buen Dios y haciendo más vivible la dura existencia de los hombres y de las mujeres, es un pedazo de brote verde a festejar.
Al final, los excluidos no saben nada de nuestras untuosas “distinciones” eclesiásticas: no preguntan si quienes les dan calor y acogida son de los “kikos” o  de “la parroquia” o de uno u otro movimiento eclesial. En definitiva, con todos los “pelajes” que lucimos en esta Santa Madre Iglesia, a pesar de todos los pesares, hoy está más repleta de buena gente  que nunca. Después de la Santísima Trinidad y su tradición, el mayor activo es su capital humano. Es  verdad que a veces perdemos un poco el tiempo ocupándonos en disputas estériles y en responder  a lo que no nos ha preguntado nadie, o en acentuar tanto la moral que oscurecemos la salvación, pero en todo caso la calidad humana y cristiana de sus miembros  luce como pocas veces en la historia. Con todas sus evidentes debilidades y miserias, con sus resistencias a quedar a la intemperie sin el abrigo del poder, es no obstante un auténtico “brote verde”.  Esto, lejos de constituir una invitación a un triunfalismo ajeno a los datos, es un acicate para asumir el pluralismo, incentivar el diálogo sincero  al interior de la misma e invitar a la jerarquía a ejercer la función pontifical (hacer de puente entre unos y otros).  Juan Pablo II cuando se empezó la construcción del Muro en Palestina clamó: “Necesitamos más puentes y menos muros”. A tender puentes ayudará  relativizar lo relativo (¡bendito sentido del humor!) y a acentuar lo único relevante: dar razón teologal y experiencial de la fe, la esperanza y la caridad.  Esta es la mejor forma de poner en acto todo lo que cada cual ha trabajado. Sumado, y no restado, es mucho más de lo que imaginamos acumulando el esfuerzo de tantas generaciones de “calzados” y “descalzos” desde las más variadas trincheras, carismas y singularidades.  De otro modo, “echaríamos a perder lo que  se ha trabajado”,  traicionaríamos el “ser uno para que el mundo crea” y tiraríamos por tierra el trabajo de todos. “No actuéis como niños en vuestra manera de juzgar” (1 Cor 14,20), “dejad de criticaros los unos a los otros”  (Rom 14, 13), “no habléis mal unos de otros” (Sant 4,11) y “acoger sin entrar en disputas sobre los modos de pensar” (Rom 14,1) pueden ser óptimos caminos. Además, para ser señal de esperanza, habremos de saber situarnos serena y naturalmente en una sociedad abierta y plural como quien sirve, evitando en nuestra carta de presentación dar la impresión de defender “intereses corporativos”.  Por el contrario, lo que resulta significativo a un mundo opaco a la gratuidad es el defender antes los derechos ajenos que los propios o jugarse los propios en la defensa de los demás. Así se cumpliría aquel “portaos dignamente entre los no creyentes, para que vuestro comportamiento desmienta a quienes os calumnian” (1 Pe 2,12), pues  “al hacer el bien tapáis la boca a ignorantes e insensatos” (1Pe 2, 15). Pero, por encima de todo,  el remedio seguro para hacer florecer con intensidad este “brote verde” quizá sea seguir todos el consejo del autor del Apocalipsis a la Iglesia de Éfeso: “vuelve al Amor primero” (Ap 2,5).
 

  1. “No ha muerto, está sólo dormida” (Mc 5, 39)

Cuando una gran tragedia nos toca el corazón,  el personal (creyente y no creyente) sale del letargo y se rasca el bolsillo. Es verdad que nos hemos acostumbrado demasiado en esta “sociedad administrada” a delegarlo todo. Si alguien se accidenta, hay un teléfono de emergencias que evita mancharse de sangre, si encuentro a una persona sinhogar en situación comprometida, puedo llamar al teléfono de servicios sociales y hasta los ancianos han sustituido las relaciones de vecindad y familiaridad por el “botón”, el san botón llaman algunos a la voz “de la señorita tan amable” de la tele-asistencia… Dejemos ahora la cuestión de si tanta “tele-patía” (padecer, pero… a distancia)  da o no respuesta efectiva a las necesidades de las personas. El  caso es que hemos esclerotizado la fraternidad, que siempre es indelegable y se practica en primera persona (como el buen samaritano que cura, monta en “su propia” cabalgadura y paga con “su” dinero). De hecho, la  palabra “fraternidad”  ya casi  no se utiliza en el siglo XXI,  por más que la Revolución francesa y la Declaración Universal de los Derechos Humanos hicieran bandera de ella.
Así, ahora, frente a los “universales” nos entumecemos con el abuso de las “clasificaciones” que particularizan (sin personalizar)  y los “protocolos” que formalizan (sin materializar la respuesta). De esta manera, empezamos a dividir a la gente en comunitaria y extracomunitaria, con papeles y sin papeles… y los nuestros, o sea los “nos-otros”, acaban siendo simplemente los “otros” desapegados del “nos” que nos aglutina. Y así concluimos teorizando, como un tal Jakobs (lo peor es que con cierta fortuna), entre personas y no-personas. De este modo, el sufrimiento del otro me interpela no desde su rostro concreto de hermano o hermana, sino desde el lugar en el que le tengo previamente clasificado  como dato inocuo y desde el que modulo a conveniencia la respuesta. Nada que ver con eso de que todo el mundo es mi prójimo, incluso, como recuerda Benedicto XVI enDeus Caritas est, “hasta el que me encuentro por casualidad”.
Todo esto ha adormecido la solidaridad -que siempre ha sido la virtud sospechosa de los débiles- y ha sustituido su valor fuerte por formas indoloras y desimplicadas, que muchas veces buscan más la realización personal que el bien del prójimo. Todo esto tiene bastante que ver con el individualismo y con el haber perdido bastante la visión “política” de la realidad. “Caridad política” decía con fortuna Pío XI para referirse precisamente a aquello capaz de universalizar la suma de las buenas voluntades en dimensiones que después llamaríamos estructurales.
Sin embargo, a pesar de la muerte aparente de los valores fuertes, la gente sigue siendo buena. No puede ser de otro modo: los seres humanos tienen -tenemos, todos- más de hijos de Dios que del demonio. Por tanto, la bondad constitutiva, al menos en cristiano, está fuera de toda duda. Eso nos hace afirmar la vigencia de un atributo inherente a la dignidad humana: la perfectibilidad, la capacidad de sacar lo mejor de nosotros mismos y mejorar. Lo cual no nos hace ciegos ante personas, a veces, tan profundamente “equivocadas”. No deja de llamar la atención cómo afronta el justo más justo, la actitud cruel del verdugo más verdugo: “Padre, perdónalos porqueno saben lo que hacen” (Lc 23,34). El error, la ignorancia, más que el pecado. Por eso, se combate más con “la verdad en la caridad” que con la moralina, más con la coherencia que con el magisterio: ninguna catequesis más elocuente acerca del amor efectivo y concreto al enemigo y el perdón que ver al difunto  Juan Pablo II  visitando y charlando en la celda de la prisión con su fallido asesino.
El mundo de la marginación está repleto de ejemplos de bondad natural. Nos ayuda a entender que la fraternidad no está muerta, sólo en ocasiones está dormida. Por eso, acercarse a él es asegurarse un despertador permanente de los hábitos del corazón que tienden a adormilarse por nuestras locas prisas cotidianas. Aproximarse al ámbito de la exclusión es  ponerse bajo el paraguas seguro de valores por doquier. Naturalmente sin idealizar, porque los pobres por ser tales no tienen garantizado el marchamo de la santidad, aunque sí tengan el privilegio de ser los predilectos de Dios y singulares reveladores de partes de verdad oculta en otros ámbitos.
Se podrían multiplicar los ejemplos, pero es una fortuna tener un pie metido en estas realidades porque te permite la relación con unos seres humanos con una calidad impresionante y, en bastantes casos, con unos creyentes solidarios del tamaño de un elefante. Muchos, la mayoría, son ciudadanos anónimos que sufren en silencio, pero que, al mismo tiempo, hacen más llevadera la vida del prójimo. Como Amaya, la mujer gitana con 5 hijos, abandonada por el marido, que se hace cargo con gusto de los tres de la vecina a la que se le quema la chabola “porque Dios no ha de faltar”, o María que ha criado a sus hijos  -que andan des-pistados- y después con primor a sus nietos -¡a los 80 años!-, y ello mientras atiende a su marido que agoniza, segura de que “eso es lo que hay que hacer y se hace con dolor, pero con gusto”. O pueblos del Tercer Mundo, como Senegal, que se ofrecen por boca de su Presidente, Abdoulaye Wade, a acoger “a los haitianos que sea preciso”, dispuesto a crear una sexta región nacional…
Una clave para despertar del letargo es  poner rostro. El rostro concreto del otro sigue siendo un eco interpelante y directísimo del mismísimo Misterio de Dios. Cuando el juez mira a la cara al acusado le ve de otro modo, cuando éste se atreve a mirar a su víctima y le pide sinceramente perdón se produce un auténtico benéfico seísmo interior. Como el de hace unas semanas, cuando aquella mujer a la que un mozalbete desarraigado le ha robado el bolso y la ha arrastrado causándole lesiones que la han mantenido de baja durante varios días, pero, cuando se presenta el mediador comunitario con el bolso, la documentación  y las disculpas del chaval, le falta tiempo para querer quitar la denuncia y hasta está dispuesta a darle clases en el polideportivo para que no siga haciendo  fechorías: “yo fui atleta de joven”, dice muy ufana, y “ese crío braceaba muy bien cuando se dio a la fuga”, señala con un punto de admiración. La vida está llena de historias sencillas y anónimas en las que se pone en acto la solidaridad y el perdón a veces de manera pequeña y discreta y otras de modo más inusual. En todo caso, constituyen indudables brotes de primavera humana.
En medio de la dormición de valores como la acogida y la solidaridad, uno de los “brotes verdes” más espectaculares lo constituyen todos los actores que desde distintos ámbitos, actúan sinérgicamente para hacer el planeta más vivible. Foros sociales, nuevos movimientos en defensa de los DDHH y el medio ambiente, ONG y alternativas de todo signo (“otro Derecho penal”, “otra economía”, “otro desarrollo” son posibles) constituyen un desafío permanente al sistema, obligado a incorporar términos como “Gobernanza” que se refiere a muchos más sujetos que al Estado y a sus ciudadanos. Al mismo tiempo, mientras se levantan muros y se pone “concertina” (así se llama el último modelo de alambre de espino, más hiriente pero de producción más barata), son los ciudadanos de a pie los que están abriendo en el economicismo rampante una brecha impresionante. Qué imponente tallo verde es el de los que, contra toda lógica excluyente y localista, apuestan por la acogida y la hospitalidad. Es un auténtico vergel en primer alinea -con mucha buena gente de Iglesia-, acogiendo, cuidando y curando a las personas “sin papeles”, luchando contra la ley de extranjería, volcándose abnegadamente con ellos desde la tarea silenciosa de las delegaciones de migraciones de las diócesis o desde movimientos e Instituciones con más impacto mediático, todos de consuno apostando por los perdedores y aplicando sin más el  “Practicad de buen grado unos con otros la hospitalidad” (1 Pe 4,9). Las migraciones, además de constituir la “prueba del algodón” de la coherencia de nuestra fe, nos van a devolver -a nuestro pesar a veces- la significatividad del evangelio y lo que significa ser mal vistos y perseguidos por su causa. Y en esto felizmente no hay fisuras: “calzados” y “descalzos”, los unos y las otras, codo con codo, empeñados en hacer de la Iglesia un lugar y hogar común en el que “se pueda seguir esperando”. Así, un mundo sin barreras -auténticamente “católico”- lo están haciendo gestar quienes comparten su casa con inmigrantes, los que la han abierto a la acogida de niños con problemas, a menores no acompañados o a exreclusos; todos los que “gracias a la hospitalidad, acogieron, sin saberlo, a ángeles” (Hebr 13, 2). Aquellas magníficas personas que, en suma, despiertan esa fraternidad dormida y nos muestran que su casa es una puerta abierta al mundo, porque “el mundo es la casa de quienes carecen de ella» (Sahrazad).
 

  1. “Sus heridas nos han curado” (1 Pe 2,25)

Quién lo iba a decir. El Sur en las calles principales de las ciudades del Norte y en el corazón sensible de sus mercados. Tienen razón quienes señalan que ya la dinámica no es Sur/Norte sino inclusión/exclusión. Ahí están, ojo avizor, atentos a la presencia policial, con sus mantas repletas de barato-barato, ¡zas!, un tirón de cuerda y todo recogido; ahí andan, en cuclillas, los top-manta. La mayoría son subsaharianos y han pasado por un auténtico calvario hasta llegar al supuesto paraíso de las oportunidades. Con la precariedad existencial de saberse encerrables y expulsables en cualquier momento, sacan unos pocos euros al día vendiendo CD y DVD piratas o bolsos y carteras con etiquetas de marca de renombre. Senegalíes, súbditos  de Costa de Marfil e hijos de otros países del África subsahariana, con la inhiesta dignidad de su negritud de dientes de marfil y de bolsillos vacios, pero corazón rebosante y excelentes maneras. Pocos saben que más de 600 han pasado ya por las cárceles españolas simplemente por exhibir CD pirata en la vía pública ¡no hace falta llegar a venderlos!  Casi todos ignoran que en España no pasa casi nada por vender originales de pornografía a la puerta de un colegio, pero puede ser la ruina de una persona vender para subsistir una sola copia pirata (hasta 2 años de cárcel efectiva). Las entidades de gestión de derechos de autor, como las de propiedad industrial, estrechamente vinculadas al Norte, han influido en las legislaciones y han amaestrado al  sistema policial y judicial para que defienda eficazmente sus intereses a golpe de prisión. Tras su empeño audaz por dejar los afectos, las raíces y la tierra para meterse en los bajos de un camión, embarcarse en una patera, o adentrarse en el país con un pasaporte de turista para tantear oportunidades que allá no existen, aquí les recibimos con la bienvenida al CIE o la cárcel.  Y con todo, no nos enriquece su riqueza, sino su pobreza y su sencillez, su vitalismo, su bondad natural, su educación y la capacidad para pronunciar las tres palabras proscritas en el Occidente desarrollado: “por favor”, “gracias” y “perdón”. Cristo siendo pobre nos enriqueció también con su pobreza no con su riqueza, reza el himno de los Filipenses. Su frescura y bonhomía son una auténtica buena noticia para un Occidente aburrido y vacío que ha sustituido los hijos por las mascotas y las relaciones personales por los golpes de ratón. Los que van teniendo arraigo y prole se acercan por la parroquia y susurran al catequista: “por favor, cuide que no me salgan malcriados y malhablados y como muchos niños españoles que contestan e insultan a sus padres”.
Además de ellos, pobres forzosos, hay también entre los nuestros los que “eligen ser pobres” y, con pocos medios, mucha vulnerabilidad y mucho riesgo, lo comparten todo en cualquier parte de la tierra. Son testigos de esperanza que salpican a la condición humana dignidad a espuertas. Volvemos a la tragedia que estas semanas tenemos todos en la cabeza y en el corazón: Haití. Los bomberos madrileños colgaban una pancarta en uno de sus parques: “¿Por qué no estamos en Haití?” No deja de ser bonito que la queja se refiera a la solidaridad para con otros. Sanitarios y servicios de emergencia de todo el Estado se han aprestado a acudir al lugar de la tragedia y  a poner los conocimientos y las personas al servicio de minimizar en lo posible el sufrimiento ajeno. Todos han tenido importantes listas de espera para estos servicios voluntarios. Desde luego, es digno de encomio. Cierto es que el auténtico testimonio de esperanza es el del pueblo que no sucumbe ante la corrupción de sucesivos gobiernos y la histórica depredación internacional. Sin embargo, me quedo con el impactante comentario de un médico, jefe de departamento  del Samur, cuando refiriéndose a determinadas personas las calificaba en un blog de “auténticos ángele
s que resuelven todos los problemas». Unos discutiendo si ángeles o demonios, otros si existen o no, y unos terceros, bien cerquita del sufrimiento humano lo tenían clarísimo: “nos levantaban el ánimo a nosotros mismos cuando flaqueábamos”. No tenían alas, no, eran las Hijas de la Caridad. Las que estaban allí desde hace mucho más tiempo que llegaran los terremotos y las TV, las que siguen allí y las que no se moverán a la vera del dolor cuando todos los modernos servicios de emergencia internacionales se hayan retirado. Sin palabras, sin declaraciones, estos ángeles son la expresión más elocuente de que la humanidad merece la pena y de que se puede creer en el ser humano. Con su silenciosa generosidad, desde la distancia, estas “luces de esperanza” nos hacen mejores a todos  y nos “ofrecen orientación para la travesía” (Spe salvi). Sin duda, la Iglesia tiene en estas embajadoras de la caridad, que personifican a muchísimos más, a auténticos ángeles capaces de interpelar -y de animar- a creyentes y a no creyentes con el sublime ejemplo de su amor al prójimo.  Al final,  la caridad y el cariño son el pasaporte de validez universal con el que poder entrar en el corazón de las personas. Es un auténtico símbolo que “da que pensar” e interroga acerca de la fuerza de las convicciones que les mueven. Son, sin duda, un potente  altoparlante de Dios desde su silencio solidario que sólo deja hablar al amor. Los heridos de la vida, cuando sacan fuerzas de flaqueza, y quienes, desde sus propias heridas, alivian las del prójimo son toda una señal sanante, un auténtico brote de “curalotodo”.
 

  1. A modo de conclusión: Diotrefes vs. Demetrio (a propósito de 3 Jn)

La tercera Carta de Juan es corta y poco conocida. Se contraponen dos talantes bien diferentes. El uno, adusto e intolerante, quiere ser más que los otros y se mantiene cerrado a la novedad y a la hospitalidad. En efecto, Diotrefes es de los que “pretenden controlar a todos y no acogen” (3Jn 9) El otro, Demetrio, todo lo contrario. El primero escandaliza, seca los brotes verdes y divide, el segundo los hace germinar y aglutina. Necesitamos más Demetrios y menos Diotrefes. La Iglesia tiene que empeñarse en testimoniar audazmente a Dios y no en adoctrinar y excluir. Por eso ha de esforzarse en mostrar el norte, en hacer de brújula para navegantes desorientados y renunciar a ser el plano detallado que diga a cada cual en cada momento exactamente por dónde ir (eso lo hace muy bien el Google Map). Ahí es donde puede tener significatividad la Iglesia: en dar razón teologal y comprometida de la fe y de la esperanza.
Sólo una radical apertura al mundo y a los otros como lugar de Dios, desde el no poder, nos permitirá en algunos casos detectar señales de la primavera de su presencia. En otros tocará creer, esperar y amar sin aguardar una excesiva profusión de signos claros. El Reino es como la ínfima semilla de mostaza.  Crece con la calidad y la coherencia no con la cantidad. La pregunta por la razón que mueve a los mejores de los nuestros a ser extremadamente generosos, prolíficamente hospitalarios, tenazmente orantes, tercamente pacíficos… sólo se contesta desde su referente existencial al Absoluto de Dios. El ejemplo de tantas personas que lo visibilizan y de la misma Iglesia -si aprovecha “su mejor momento”-  será  el  más evidente tallo verde del Reino que, incluso en medio de las  compactas rocas de granito, nadie sabe muy bien cómo, hace germinar, a empellones, flores nuevas cada primavera.

José Luis Segovia Bernabé

 


  • A Kike del Cerro Giner OSB, brote verde y fraternal compañero de singladura.