Una «relectura teológica» de T.S. Kuhn
Manuel Olivera
Manuel Olivera, SJ, fue durante seis años consultor del P. Arrupe para el tema de los MCS y actualmente dirige los «Encuentros con la Experiencia», organizados conjuntamente por la Universidad Pontificia Salesiana, la Gregoriana -ambas de Roma- y la Asociación PROA.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Cuando el “modelo explicativo” de la realidad cambia tan radicalmente como hoy constatamos que lo está haciendo aunque la «experiencia cristiana de fondo» siga siendo la misma, nos damos cuenta que muchas imágenes, conceptos y formas de organización deben transformarse. El autor, al hilo del libro de T.S. Kuhn La estructura de las revoluciones científicas, pone de relieve el significado de los cambios de paradigma, sus repercusiones y algunas pistas para asumir la «difícil conversión» que comportan.
1. El «paradigma» en la «Estructura de las revoluciones científicas»
Asustarse frente a un cambio puede ser útil. Por ejemplo, para no moverse como veletas al soplo de cualquier innovación; o para oponerse a las novedades sin peso ni consistencia de quienes quieren hacerse notar sin importarles los medios para conseguirlo; incluso, para detener a quienes quieren destruir lo acumulado en el pasado, sin perspectivas de mejorarlo en el futuro. Pero también puede ser un freno a las ideas renovadoras y una manera de bloquear las posibilidades de quienes pueden desarrollarlas.
Esta ambivalencia de las actitudes frente a los cambios es la estudiada por T.S. Kuhn en el campo científico, particularmente en su ya famoso The Structure of Scientific Revolution, y sus conclusiones bien podrían seguir aplicándose a muchas otras esferas de la vida[1].
Miremos el caso de Colón, quien durante buena parte de su vida fue tratado como loco por afirmar que la tierra era redonda. O el de Galileo cuando empezó a explicar que el sol y no la tierra era el centro de nuestro sistema planetario. Ambos atacaban principios admitidos como obvios por la gente de su época, y aportaban razones de peso que no fueron captadas en su justa dimensión por los expertos de entonces. ¿Por qué? ¿Cuál fue la causa de una tan fuerte resistencia para ver lo que hoy son «temas de primaria»? ¿Por qué sus contemporáneos los tildaron de locos, precisamente por esos postulados en base a los cuales hoy los consideramos como genios.
T.Kuhn, en su libro sobre La estructura de las revoluciones científicas (cuya primera edición es de 1962), explica satisfactoriamente esa negativa generalizada a través de lo que él llama el «paradigma». Esa palabra, en nuestro idioma, significa «ejemplo representativo» y «modelo para ser imitado». Kuhn afina un poco más el significado referiéndolo a una «mentalidad» o conjunto de interpretaciones, un «círculo» dentro del cual se engloban diversos comportamientos coherentes entre sí.
Por ejemplo, un médico, dentro de su hospital, se rige por una estructura muy precisa fabricada por un entramado de reglas de comportamiento. Tal vez no todas escritas, pero cada una de ellas admitida por un personal acostumbrado a cumplirlas. Gracias a ellas, cualquier observador un poco atento puede distinguir a los médicos de los simples empleados, de los administrativos o de los enfermeros y enfermeras.
Los paradigmas pueden ser muchos y se encuentran por doquier en nuestra vida. En el campo científico, Kuhn nos descubre cuatro de sus características que nos pueden interesar para el desarrollo posterior de la reflexión:
- Ante todo son creados paulatinamente, como una carretera cuyo trazado comienza con un sendero y, poco a poco, pasa a ser una especie de calle hasta convertirse en autopista. Se van articulando y perfeccionando a golpes de paciencia, como parte del instrumental útil para realizar el trabajo ordinario.
- En segundo lugar, se especializan, es decir, se reducen a una zona de operaciones precisa. Esa limitación permite enmarcar el área de trabajo y obliga al científico a centrar la atención, a determinar más fácilmente los problemas a resolver y a elegir los métodos adecuados para encararlos. La especialización progresiva no sólo ayuda a ser eficaces y ganar tiempo, sino que también facilita la creación de ayudas importantes: el lenguaje propio de cada ciencia, las reuniones y congresos donde se juntan quienes «están en ese paradigma», etc.
- No todo son ventajas; también pueden ocultar cuanto está más allá de esos límites precisos. Porque se llega a observar con detención lo que está dentro del propio paradigma, pero se pierde de vista cuanto queda lejos de sus bordes. Por eso, dice Kuhn, cuando Colón y Galileo aparecen, los científicos de aquellas épocas sólo les llegaron a ver de refilón, desde lejos y sin poder captar sus razones.
- Pero hay algo más, insiste Kuhn internándose en el plano psicológico: esa laguna, esa ocultación, no siempre es del todo inocente. En el caso de Colón o Galileo, por lo menos algunos de los pensadores de entonces captaron algo del «nuevo planteamiento», pero también percibieron que, de seguirlo, estaban obligados a «repensar todo desde cero» como si lo aprendido hasta ese momento no les sirviese de nada. Perder seguridades o replantear las propias convicciones «cuesta un ojo de la cara», por lo que aquellas personas prefirieron seguir la corriente y reírse de los innovadores como si fueran payasos conocidos de un mal circo de pueblo.
Para captar la verdad de este última característica, basta recordar que el gobierno inglés se resistió durante siglos a implantar el sistema decimal en sus monedas. Reconocía que ese paradigma era mejor, pero exigía transformar hasta los hábitos mentales de los barrenderos del mercado. Por la misma razón, todavía no se decide a hacer circular por la derecha a los automóviles, pues eso obliga a cambiar desde las señales de tráfico hasta el modo de mirar de las personas.
Resumiendo, Kuhn advierte que las ciencias se rigen por una serie de reglas de juego, a las que agrupa bajo la palabra «paradigma». Ese «paquete de ideas», interpretaciones, etc., facilita el avance rápido a los científicos dentro del marco de operaciones fijado, pero, como contrapartida, los toma poco sensibles para captar las señales llegadas desde fuera.
2. Algunos ejemplos reveladores
Lo sucedido a Colón y Galileo no sólo es historia del pasado. Trataré de ilustrarlo con una experiencia que conozco de primera mano. A comienzo de los años 60, un pobre y desvalido aspirante a clérigo, llamado Luis Giribaldi, descubrió un reloj de pared abandonado en la vieja carpintería del colegio «Máximo de San Miguel», situado en la periferia de Buenos Aires. Le dio cuerda y no consiguió ponerlo en marcha, porque la larga espiral de acero estaba definitivamente deteriorada. Entonces a Giribaldi se le ocurrió reemplazarla por una pila de su linterna. Así lo hizo y a los pocos días el reloj seguía marchando perfectamente. Raro, muy raro, porque le habían sobrado la mayoría de las ruedecillas, tornillos y resortes consagrados por la centenaria tradición relojera. Un año después, volvió a cambiar la vieja pila por una nueva y aquel reloj continuó marcando las horas tan monótona como exactamente, porque ni se atrasaba ni adelantaba, otro detalle de particular relevancia.
Dos años más tarde, un común amigo de origen suizo, que vivía en el cercano poblado de San Miguel, se interesó por el invento. Hicimos con él los acuerdos pertinentes y aquel hombre viajó a su país para tentar a la industria relojera; porque entonces la relojería suiza dominaba el 70% del mercado mundial. No obstante, las negociaciones emprendidas por nuestro intermediario fracasaron rotundamente, dado que sus compatriotas rechazaron esa nueva modalidad de relojes. Y a tal punto desalentaron a este empresario en potencia, que nuestro amigo se volvió al Río de la Plata sin ni siquiera patentar el invento. Sin embargo, por suerte o por desgracia, dejó en el viejo continente el modelo que llevaba como muestra.
Unos años más tarde, aquel misterioso reloj casi olvidado en Suiza todavía seguía funcionando a pilas y marcaba el compás de las horas con precisión matemática. Por eso fue presentado como una rareza en una exposición de Suiza que nada tenía que ver con la relojería. Aparecieron por ella unos inofensivos japoneses que lo fotografiaron por todos los lados, como solían hacer con cuanto les llamaba la atención. Tampoco ellos tenían contacto con la industria relojera. El resto ya es historia conocida, pues aquellos visitantes aprovecharon con esmero el invento y en pocos años les robaron a los suizos el mercado mundial de relojes.
¿Qué había sucedido? Por un lado, que ni Luis Giribaldi, ni el amigo suizo, ni los japoneses, de visita por Europa, tenían nada qué ver con la relojería. Eso les permitió mirar el reloj con ojos nuevos. Si hubiesen estado impregnados del paradigma de los relojeros, no habrían tenido los mismos ojos. Por otro lado, los profesionales de Suiza, tan acostumbrados estaban a contar el tiempo que habían sido deformados por sus relojes. Por eso no pudieron ver lo que hoy hasta resulta ridículo contar.
Anécdotas parecidas podrían narrarse contando la historia de la invención del cinematógrafo. A fines del siglo pasado parecía un juego de ciertos locos que recoman California y se subían a los tejados para no desperdiciar ningún rayo de luz. El Congreso de USA quiso adjudicar el nuevo invento a las universidades por su posible interés didáctico. Pero las instituciones docentes declinaron el ofrecimiento, porque no veían en él tales posibilidades. Aquello juegos para atrapar la imagen nada tenían que ver con una «enseñanza seria». ¿Era por mala voluntad? De ninguna manera, afirma Kuhn. Simplemente, acostumbrados a su autopista, no vieron cuanto estaba surgiendo en otra pequeña senda paralela. Además, les resultaba difícil abandonar el camino seguido durante siglos de tradición pedagógica y cambiar a otro nuevo.
La aspirina o el escarabajo de la Volkswagen recorrieron una lucha parecida y sólo comenzaron a ser atendidos después de muchos años de estar archivados como descubrimientos secundarios.
En el campo de la música, Mozart fue una rara excepción, pues su genio fue reconocido de entrada; sin embargo, terminó en una fosa común sin pena ni gloria pese a que su talento, lejos de atrofiarse, se fue agigantando. Vivaldi, en cambio, pasó dos siglos siendo un ilustre desconocido y los Strauss sufrieron mucho hasta imponer sus valses. La ópera Carmen arrancó con un sonoro fracaso, al no seguir los cánones a los que estaban acostumbrados los melómanos de la época.
En la pintura, Van Gohg se moría de hambre, los dibujos de los impresionistas no se usaban ni para decorar cuartos de baño, y Picasso fue considerado como un extravagante que no sabía dónde ponerle los ojos a las mujeres.
Todo esto, ¿por qué razón? Porque sus obras no entraban en los paradigmas de su tiempo y los entendidos, entre los que ellos se movían, no tenían las condiciones mentales para percibir sus innovaciones. Por supuesto, en algunos casos, tampoco interesaba aceptarlas.
Como resultado de este breve repaso histórico es bueno señalar otra de las conclusiones de Kuhn: la gente que crea nuevos paradigmas suele «venir de fuera», no son miembros del cuerpo establecido. Pueden innovar porque sus cabezas operan con un programa distinto al usado por el resto de sus contemporáneos.
- Aplicación al «campo religioso»
Lo descubierto por Kuhn probablemente no sea extraño al campo de la teología. Voy a tratar de señalar algunas encrucijadas que así parecen confirmarlo. No lo hago para investigar la cuota de razón en cada una de las posiciones, sino para mostrar cómo en todo cambio de paradigma hay una tensión inevitable que no deriva de las razones en juego sino del cambio de mentalidad.
3.1. Encuentros
Partamos con el caso del Vaticano II, un concilio que abrió las ventanas del catolicismo dejando entrar un aire fresco. ¿Por qué? Kuhn respondería: ante todo, porque permitió una buena participación de gente de fuera del paradigma tradicional. Y es cierto, el papa Roncalli llamó al encuentro a varias personalidades que hasta ese momento habían sido consideradas como innovadores dañinos y poco ortodoxos.
En segundo lugar porque los dirigentes eclesiásticos tuvieron la valentía de rechazar los esquemas preparados por los teólogos de la curia romana. Prefirieron «partir de cero» y armaron el tinglado del «Esquema XIII».
En tercer lugar porque… ¡la batuta correspondía a un patrocinador con agallas que poco se amoldaba a los modos de gobierno jerárquico!
Algo similar sucedió en Medellín. En esa conferencia del episcopado latinoamericano hubo un claro «dominio de los secretarios” Tal expresión se lanzó, con un tono marcadamente despectivo, para explicar que en esa asamblea cada obispo llevó a sus propios asesores y tuvo tiempo para consultar con ellos. Fue precisamente esto lo que convirtió aquel encuentro en un faro que todavía sigue señalando el camino. Por el contrario, en Puebla y, sobre todo, en Santo Domingo, se evitó cuidadosamente el ingreso de «gente de fuera» y los resultados fueron notablemente menos innovadores. ¿Mera casualidad?
3.2. Biblia
En mi juventud aún se enseñaba en los seminarios y universidades católicas que Dios había escrito los libros sagrados dictándolos a escribas de reconocida fidelidad y probada solvencia; los evangelistas, por ejemplo. Todavía hoy, al terminar las lecturas de la Biblia, en muchos países se dice, conforme a esta tendencia, «palabra de Dios». Sin embargo, ya a mediados de este siglo, Pío XII admitió oficialmente que Dios inspiraba las sagradas escrituras pero no las escribía. Entre inspirar y escribir existe un abismo de diferencia; porque, al menos, la segunda palabra permite que el «genio humano» accione directamente, con todas las ventajas e inconvenientes de tal ingerencia.
Pues bien, el cambio se logró tras más de dos siglos de luchas. Y las publicaciones de muchos de los pioneros en patrocinar esta nueva tendencia estaban en las bibliotecas de nuestros seminarios en un armario cerrado con llave, llamado el infierno. Hoy aquellos demonios se han convertido en santos y sus grandes intuiciones han sido aceptadas. Gracias a ellos, se habla ya con naturalidad de «géneros literarios», de «figuras poéticas» y de las «circunstancias históricas» en medio de las cuales surgieron los textos de la Biblia.
Sin embargo, todavía hoy se puede sentir la tensión entre los dos paradigmas. Por ejemplo, todos conocemos las diversas promesas de Yahvéh respecto a dar a su pueblo los terrenos de Palestina, expulsando de él a otros habitantes. Pues bien, ¿se trata de una promesa hecha y derecha de Dios a los israelitas? ¿No será, más bien, una atrevida imagen poética de un encendido nacionalista? Nuestra respuesta dependerá, en gran medida, del paradigma desde el cual juzguemos esas preguntas.
Lo mismo se ha de decir de la Alianza celebrada en el Sinaí, donde aparecen los Diez Mandamientos. ¿Estamos frente a una crónica detallada de un episodio tan real como una piedra o se trata sólo de la expresión poética de una vivencia nacional? Como se ve, basta leer estas preguntas para sentirnos apretados por diversos intereses, como la reina Isabel cuando Colón se presentó frente a ella.
Pasemos al Nuevo Testamento, donde la tensión no es menos evidente. Por ejemplo, para la corriente más tradicional, la «ciencia de Cristo» superaba la de todos los superman de esta tierra. Sencillamente porque era Dios. Sin embargo, como no quiso utilizarla a fondo para no asustarnos, vivía tapando con «traje civil» su verdadera grandeza.
Otra corriente afirma que Cristo fue verdaderamente hombre y, como tal, tenía conocimientos limitados. Por eso, realmente fue creciendo en edad, sabiduría y gracia, no sólo delante de Dios sino también delante de los hombres. Poco a poco llegó a descubrir su identidad de profeta y ocupó el puesto de Mesías; pero sólo se enteró de que era Dios cuando su Padre lo resucitó de entre los muertos.
Entre uno y otro paradigma hay un mundo de diferencias. Cada uno de ellos arrastra un montón de imágenes de Cristo totalmente diversas. Pero no se puede pasar de unas a otras sin sacrificar mucho terreno.
3.3. Moral
En materia moral, el cambio de paradigma es particularmente visible en el tema de la homosexualidad. Cuando apareció la defensa de los homosexuales por parte de algunos moralistas norteamericanos, el Vaticano los atacó duramente. Entonces, se defendieron dando una razón interesante. Dijeron que la condenación había sido realizada sobre la base del viejo paquete de normas dictadas por santo Tomás de Aquino. Ellos, en cambio, hablaban según los datos obtenidos por los estudios de médicos y psicólogos contemporáneos. Con lo cual indicaban a su gobierno central la necesidad de enfocar el antiguo problema con las aportaciones de nuevos paradigmas.
3.4. Mujer
Un enfrentamiento similar podría estar sucediendo en relación al puesto que ocupan y deben ocupar las mujeres en la Iglesia. Ya Cristo tuvo problemas por admitirlas en su séquito y los bienpensantes de su tiempo lo catalogaron como amigo de pecadoras y prostitutas. Hoy hay confesiones cristianas que las han admitido como sacerdotes y obispos; para otras, en cambio, ni siquiera se puede hablar del asunto.
Dentro de la Iglesia Católica ya hay mujeres desempeñando la función de párrocos, cosa impensable hace pocas décadas. Sin embargo y como ejemplo, aún falta mucho para que puedan ocupar el puesto de «nuncios apostólicos» o de cardenales de la Iglesia, puestos para los que no es necesario ser sacerdotes.
¿Por qué resulta tan duro el diálogo sobre este tema? La respuesta de Kuhn no se haría esperar: porque un cambio de parámetros o «esquemas explicativos» no afecta simplemente a los detalles sino a toda la estructura que los sostiene; el cambio es una revolución y obliga a comenzar desde cero. Por eso es más fácil plantear el problema y discutirlo serenamente en las confesiones con un reducido número de integrantes, pero se complica hasta límites insospechados en grupos mayores.
3.5. Dogma
Los «teólogos de la Liberación» nos presentan un enfoque parecido en el campo dogmático. Aunque esos pensadores no siguen todos la misma línea, coinciden en apartarse de una «teología de laboratorio», surgida de los libros acumulados en las bibliotecas. Se alejaron de ella porque la veían impregnada de una cultura occidental bastante distante del medio ambiente latinoamericano. Por eso, prefirieron una reflexión surgida al contacto con los problemas de la gente. Este nuevo parámetro, lógicamente, chocó con el tradicional y el diálogo se tornó tan difícil como el de Colón y Galileo con los sabios de la época.
3.6. Gobierno
También en el gobierno de la Iglesia el enfrentamiento de paradigmas resultaría evidente para Kuhn. Basta considerar que la estructura monárquica orienta los destinos del mundo desde las primeras dinastías en Egipto hasta la cercana guerra del 14. Incluso, se llegó a considerarse como un «derecho divino». No obstante, en la última guerra mundial, la nobleza quedó fuera de juego. Al firmarse la paz con Japón se obligó a Hiroito a abdicar de sus atributos celestiales. Desde entonces los reyes, donde existen, siguen reinando pero no gobiernan. En su lugar surge otro sistema más participativo, donde el gobierno debe estar al servicio del pueblo soberano. Se cambia así un paradigma que había comenzado a desmontarse con la Revolución francesa.
Sin embargo, en la Iglesia todavía sigue vigente el sistema monárquico que se introdujo en tiempos de Constantino. La tiara pontificia, los grandes títulos eclesiásticos, los palacios episcopales y las vestiduras de los cardenales lo hacen patente. El concilio Vaticano II ya dio ciertas orientaciones para modificarlo, pero aún queda mucho camino por andar.
- Recapitulación final
Los paradigmas, las estructuras mentales, son naturales en nuestra manera de ser. Se trata de algo útil, bueno y necesario, para cualquier trabajo serio. Pero cuando se transforman en normas únicas, irreemplazables, exclusivas, etc., pueden convertirse en un peligroso encierro.
Los acostumbrados a los viejos paradigmas, muchas veces, ni siquiera perciben cuanto aparece en uno nuevo; porque todo lo que es claro dentro de un paradigma, puede ser terriblemente oscuro para quien mira desde otro. Por eso resulta difícil, cuando no imposible, convertirse a ese nuevo.
Y por eso también quienes están fuera de los viejos paradigmas deben tratar de comprender que no resulta fácil una transformación radical. Los nuevos paradigmas exigen cambios a fondo. Es como una conversión a otra religión. De ahí que una de sus responsabilidades pase por encontrar caminos donde los representantes de los diversos paradigmas puedan dialogar serenamente. Entre otras cosas, porque frecuentemente es la institución la que sufre las consecuencias de una intransigencia paralizante.
Manuel Olivera
[1] La estructura de las revoluciones científicas tuvo, entre otros méritos, el acierto de presentar la primera epistemología sistematizada de la ciencia a partir del análisis histórico. Aquí no entramos en la discusión a que dio lugar (cf., por ejemplo, I. Lagos-A. MUSGRAVE, La crítica y desarrollo del conocimiento científico, Ed. Grijalbo, Barcelona 1975). Sólo tratamos de leer algunos datos de la realidad a través de uno de los conceptos centrales de esa obra: el paradigma.